sábado, 16 de octubre de 2010

PASEANDO POR CÁDIZ (V)


El arco del pópulo.

Si le preguntáramos a la escalera de Correos, en la plaza de las Flores, los tinglados que se han “liao” en sus escalones, nos harían falta más de una luna llena para ponernos al día.
Si le preguntáramos a la plaza del Tío la Tiza, todo lo que han visto sus paredes y esquinas, estaríamos toda una vida escuchando historias.
Si nos contara sus historias, el drago del Mora, nos haría falta más de una vida el poder escuchar todas sus vivencias.

Ahora bien, para historias, para infinidad de historias, para empezar y no acabar, habría que preguntarle a uno de los arcos que limita al barrio más antiguo de occidente. Me refiero, cómo no, al arco del Pópulo.

Muchas son las historias que me han contado sobre este arco, pero fue una, sucedida en 1649, la que más me ha llamado la atención.

Según me contaron, llegaron en enero de 1649, procedentes desde Sevilla y huyendo de la epidemia de peste que asolaba la ciudad del Guadalquivir, que dicho sea de paso, sesgó la vida a más de 60.000 sevillanos, un noble segundón sevillano, en compañía de cuatro adláteres y compañeros de juergas. El objetivo de estos cinco visitantes era, después de intentar “desplumar” a todo gaditano que se sentase con ellos en una mesa de cartas, embarcar rumbo a las Américas.

Cierto día, después de un par de semanas haciendo estragos en los distintos “baches” (tasca/taberna), actuando como los más malvados tahúres, y cuando ya tenían apalabrado su embarque en una goleta con rumbo al Nuevo Mundo, increparon a una bella gaditana, obligándola a caer en los brazos del segundón, ante la mofa de los otros cuatro esbirros.

Enterado el padre de la gaditana de la deshonra de su hija, y sintiéndose ofendido, hizo frente a los cinco bellacos, cuyo jefe lo emplazó al amanecer del día siguiente a batirse en duelo en el arco del Pópulo.

Durante todo el día y buena parte de la noche, el grupo de sevillanos se encargó de difundir por todo el barrio, desde el arco de la Rosa a San Juan de Dios y desde el arco de los Blancos hasta el arco del Pópulo, la suerte que iba a correr el agraviado padre, suerte que no era otra que la muerte en el acto.

Muy pronto, y de espaldas a los bravucones tahúres, los vecinos del barrio comenzaron a lamentarse sobre el destino que le deparaba al que en los últimos meses había sido su gran benefactor, el padre deshonrado, quien, en no pocas ocasiones, había ayudado a gran cantidad de familias de morir por inanición.

Con las primeras luces del día, el agraviado gaditano se presentó con su espada de taza y puño de marfil, la misma con la que luchó durante su estancia en los Tercios de Flandes, bajo el arco del Pópulo. Allí, el silencio era sepulcral, oyéndose tan solo, de vez en cuando, el croar de algunas de las ranas que poblaban las charcas circundantes.

Sin saber cómo, y sin poder hacer uso de su arma, el benefactor del Pópulo, ante su arco, se vio reducido y maniatado por parte de los esbirros del noble sin hacienda.
Se mofaron, se rieron, lo escupieron.
Impedido por la fuerza de los cuatro secuaces, vio impotente como el jefe de la banda, lo desvestía con la punta de su espada.

Hartos ya de tanto escarnios, y cuando ya iba a ser atravesado por la hoja de la espada del valiente noble, una turba de vecinos del barrio, armados con palos, cuchillos y piedras, flanquearon las dos salidas del arco, dejando claras sus intenciones.
La palidez invadió el rostro de los cinco agresores, que, tras titubear por unos escasos momentos, soltaron al sufrido gaditano. Éste, tras verse arropado por sus vecinos, no tuvo siquiera que articular palabras, siendo ellos los que, a la orden de una voz femenina, arremetieron contra los sevillanos, acabando con sus vidas antes que aparecieran, alarmados por el griterío existente, la soldadesca encargada de la seguridad en la ciudad.

Y de esto sólo fueron testigos las paredes del arco Pópulo.
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