Al
leer la prensa de ayer domingo y enterarme que la buena y civilizada
señora Esperanza Aguirre (lo de buena que quede claro que va con
retintín, por si alguien tiene alguna duda; y lo de civilizada,
también. Lo de señora no lo pongo en duda) será la candidata por
el partido de la gaviota azul a la alcaldía de Madrid, se me vino a
la memoria lo que me ocurrió cierto día, de cierto año ya muy
lejano, y en cierta fastidiosa e inacabable guardia militar que monté
en el cuartel de Infantería de Marina de San Fernando.
Y os
cuento.
Como
oficial de guardia militar de aquel cierto día, y lo que os voy a
contar es cierto, recibí la orden taxativa del jefe del estado mayor
que, debido a la visita al día siguiente de una comisión de
miembros de la ONU que además de visitar el acuartelamiento iba a
asistir a la entrega de mando del nuevo general jefe, quedaba
prohibida la entrada en todo el recinto militar de vehículos civiles
desde el mismo momento en el que recibía dicha orden hasta que se
hubiese marchado, ya al día siguiente, la mencionada comisión. Yo,
que en el momento de recibir la orden intuí que su estricto
cumplimiento, y a la orden me refiero, podría traerme algún que
otro quebradero de cabeza, conociendo las “particularidades” del
acuartelamiento, hice llegar al dador de la orden, la pregunta,
también con retintín, que si “ningún vehículo civil podía
entrar”, a lo que me respondió con el indefinido “ninguno”;
así y todo, con más retintín todavía, le pregunté nuevamente
haciendo uso de su respuesta, o sea, con el indefinido “¿ninguno?”,
a lo que me volvió a responder, esta vez algo descolocado, con un
“ninguno” más imperativo aun.
Con
ese panorama claro como el agua, se marcharon todos y nos quedamos
tan solo los miembros de la guardia militar de aquel día, es decir,
algo más de treinta personas.
Todo
fue sin ningún sobresalto hasta que, bien entrada la madrugada,
recibo una llamada telefónica del jefe de la guardia de una de las
puertas de acceso al recinto, diciéndome textualmente que “un
jefazo se encuentra en la puerta con la intención de entrar en el
acuartelamiento con su vehículo particular; ¿le dejamos entrar?”.
Yo, esperando este momento, desautoricé la entrada del vehículo, a
lo que el informante me advirtió, también textualmente que “este
jefazo, que viene un algo calamocano, se está poniendo algo nervioso
y que está comenzando a gritar”. Yo, en mis treces, y sabiendo la
que se me iba a venir encima al conocer quien era el jefazo en
cuestión, comuniqué al responsable de la puerta que “las órdenes
están para cumplirlas”, asumiendo toda la responsabilidad.
Cinco
o diez minutos más tarde, suena nuevamente el teléfono y el mismo
responsable de la puerta de acceso me comunica, también
textualmente, que “el jefazo acaba de entrar a pie y me ha
preguntado por el nombre del oficial de guardia”. Se lo habrás
dado, ¿no?, le pregunté, a lo que me contestó que sí.
Así
que allí me encontraba yo, esperando lo que tuviera que venir, al
final de un largo y ancho pasillo, por el que tendría que pasar con
toda seguridad el jefazo en cuestión. En pocos minutos, veo aparecer
a unos setenta u ochenta metros al tan mencionado jefazo, con sutiles
cambaladas en su caminar y continuos intentos por recomponer su
achaparrada figura, inflándome de valor por la que me iba a caer
encima. Al tiempo que se me iba acercando, ese valor del que me inflé
y del que se le presupone a todo militar, parecía que se diluía.
Pero no, después de ...y tantos años de aquel suceso, tengo que
decir que esa pérdida tan solo fueron apreciaciones pasajeras, no
descomponiéndome cuando pasó a mi altura y dedicarme, eso sí, un
bronco “buenas noches” acompañado de una mirada que pudiera ser
catalogada como de “perdonavidas”.
Pasado
el mal trago sólo quedaba el que diesen las nueve de la mañana y
entregar la responsabilidad de la guardia militar a mi relevo.
Así
dieron y, como de costumbre, fuimos a hacer el relevo al despacho del
jefe del estado mayor. Dentro del despacho tras pedir permiso para
entrar, tanto mi relevo como yo nos encontramos con la grata sorpresa
que junto al jefe del estado mayor se encontraba el mismo señor
achaparrado de la noche anterior, pero ahora emperejilado con un
sinfín de medallas y condecoraciones, ya que en un par de horas se
haría cargo del mando del acuartelamiento. Yo me dije, “tierra,
trágame”. Tras hacer el relevo y antes que abandonásemos el
despacho, el de apariencia beoda de la madrugada anterior se me
acercó y, textualmente, me preguntó “¿usted tiene los cojones
bien gordos, no?”, a lo que yo, quizás amparándome en que la
orden que yo cumplí fue dada por la otra persona que se encontraba
en ese momento en el despacho, contesté con un distendido “no sé
a qué se refiere usted, mi general”. Tras una sonrisa poco
histriónica del tantas veces condecorado, sonrisa en la que percibí
un puñado de frases no lanzadas a mis oídos, fuimos autorizados a
abandonar el despacho.
Tengo
que decir que en los casi dos años posteriores al incidente
relatado, en ningún momento me sentí perseguido, acosado o
importunado por el protagonista principal de mi azarosa noche de
guardia, ni por órdenes suyas que me llegasen a través de terceras
personas. Más bien tengo que decir que en toda ocasión que
coincidimos o fuera por él reclamado, que lo fui para cuestiones que
ahora no vienen a cuento relatar, se comportó como el más caballero
de entre los caballeros.
Pues
ese comportamiento tan noble y educado es el que yo le recomiendo que
tenga a la buena y civilizada señora Esperanza Aguirre (y ahora ya
sin retintín) con los dos policías municipales que en su día lo
que hicieron fue cumplir con las normas establecidas (de cumplimiento
para todo ciudadano y ciudadana), caso hipotético que salga elegida
alcaldesa de la muy noble villa de Madrid, recordándole que en estos
pequeños detalles son en los que se ve la grandeza de una persona.
Dedicado
a mi sobrina María del Carmen, deseándole una pronta recuperación.