martes, 14 de abril de 2020

LA PARISINA (Capítulo 4)




CAPÍTULO IV
Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba algo.
El subinspector Álvarez, que luchaba para estar en la promoción que le permitiese jugar en la misma liga que el inspector Palomo, dio por terminado el registro de todas las pertenencias existentes en la maleta de Ernesto Sanromán, volviéndose para su jefe y preguntándole con la mirada que si con eso habían terminado ya. La verdad era que, y eso no se me había pasado por alto desde un principio, a pesar de ser compañeros de grupo, no existía lo que se conoce como “feeling” entre los dos; y no ya porque uno fuera subordinado del otro; no, la cosa no iba por ahí. El hecho de esas diferencias radicaba en que mientras Palomo había sido desde que entró en el cuerpo, hacía ya más de veinte años, un hombre de calle, curtido en mil batallas en las que se jugaba el pellejo en cada una de ellas, lo que curtió, Álvarez, salvo los dos o tres primeros años de servicio, hacía también otros veinte años, siempre había sido hombre de oficina; muy educado y buena gente, sí, pero sin experiencia en casos reales en los que había que demostrar su amor por la profesión policial. Y Palomo no soportaba eso; hubiera incluso preferido que el registro de la maleta la hubiera hecho el agente en prácticas, al que le veía más sangre en las venas, pero no quiso hacerlo llamar de la puerta de la sala VIP del aeropuerto que era donde se encontraba, y tampoco dejar en mal lugar a su subinspector. “Mierda, pensó Palomo, no le corre sangre por las venas; le corre horchata”, mientras se situó entre la maleta y el argentino, dirigiéndose a él. “Vamos a ver, señor Ernesto, porque hemos quedado que se llama usted Ernesto, ¿no?, ya hemos revisado el contenido de su maleta y no hemos encontrado nada; aparentemente; ¿me puede usted asegurar que en la maleta no haya algo más que tenga usted que declarar?”. El argentino, con toda la seguridad que había demostrado desde un primer momento, respondió a la pregunta con un movimiento negativo de su cabeza. “¿Seguro? ¿Me tendré que poner los guantes para dar un repasito?, le conminó pegando su cara a la del detenido, quien, impasible, echó la cabeza para atrás respondiendo con un frío y casi amenazante “póngaselos”. Instintivamente, mientras se ponía los guantes de látex que sacó del bolsillo, cruzó la mirada conmigo, recibiendo, también inconscientemente, un movimiento asertivo de mi cabeza. Comenzó primero a golpear levemente con sus nudillos el fondo de la maleta, recorriéndolo todo de una manera muy minuciosa y cambiando deliberadamente de intensidad en los golpes, al tiempo que pegaba su oreja al interior, esperando encontrar algún desacorde en sus golpes. Todo le pareció normal. Pasó a continuación a repetir la misma operación con el fondo de la tapa de la maleta, teniendo el mismo resultado. Observé que durante todo su repiqueteo en los fondos me miró en varias ocasiones, aunque yo seguía centrado en la cara del porteño, confirmándome que guardaba algo. Y así fue. El inspector se centró con sus golpeos de nudillos en los laterales de la maleta, comprobando que pudiese haber una especie de cámara entre las paredes exteriores e interiores. Tras poder acceder a ella valiéndose de una de las hojas de su navaja multiusos, encontró algo que no iba buscando. “Pero si está aquí mi amigo Benjamín Franklin”, le dijo al argentino cogiendo un fajo de quince billetes de quinientos dólares, para después seguir examinando todo el lateral de la maleta y encontrar otros tres fajos idénticos; en total treinta mil dólares. “¿Tiene algo que decir?”. “No sin la presencia de mi abogado”. Palomo en esta ocasión se quedó con las ganas de abofetearla nuevamente la cara, pero se lo pensó dos veces al reparar que Rafael Galán, el jefe de seguridad del aeropuerto, no tenía porqué ser testigo de algo que le pudiera perjudicar ante el juez: se conformó asiéndolo fuertemente por el brazo y empujándolo hasta la mesa, ordenándole que introdujera todas sus pertenencias en la maleta. El argentino comenzó a cumplir las indicaciones dadas por el inspector empezando injustificadamente por el neceser, ya que era el único objeto de sus pertenencias que no estaba a la vista, teniendo que sacarlo de debajo de alguna prenda de ropa que lo cubría. Para mí se delató, si bien yo tenía ya alguna sospecha de su neceser de cuero negro Pierre Cardin cuando lo sacó de la maleta el subinspector Álvarez, observando que cuando lo hacía, su propietario siguió con un interés especial el movimiento desde la maleta hasta la mesa.
No pude reprimirme. “Bonito neceser; de marca, ¿no?”, le dije en un notorio tono inculpatorio. Todo se paralizó en la sala. El frío volvió a adueñarse de todos los rincones. Las miradas se convirtieron en dagas asesinas, y el argentino, derrotado ya de tantos golpes recibidos, se atrincheró en su fingido valor para recibir el penúltimo de sus golpes, pasando por su cabeza que aunque le habían vencido en todas las batallas, la guerra aun no estaba perdida. Y atacó. “Cabrón boludo hijo de puta, no sabés dónde habés pisado; la repuerca de la concha de tu m......”. No llegó a finalizar la frase, pues nuevamente el inspector Palomo, esta vez sin siquiera tener en cuenta la presencia del jefe de seguridad, le abofeteó la cara sin quitarse los guantes de látex, recogiéndolo inmediatamente del suelo, tirándole fuertemente de la solapa de su chaqueta y colocándolo de nuevo delante de la mesa. Tras vaciar sobre la mesa sin ningún tipo de miramiento todo el contenido del neceser y analizar su interior, comprobó que tenía un doble fondo, abriéndolo también sin miramiento con la punta de su navaja y comprobando que en su interior había otro fajo de billetes de quinientos dólares y dos pasaportes, uno a nombre de Honorio Sanjuán y otro a nombre de Antonio Saavedra, aunque los dos con la misma fotografía. “Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi abogado”.

Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi abogado”.
Quién me iba a decir a mí que la compra de un óleo como otro cualquiera, por muy bonita que fuera mi parisina, iba a traer tanta cola, que un tío orondo con aspecto bonachón y bien vestido pudiera encerrar tanto y ser tan hijo de puta; está claro que las apariencias engañan, y que a mí, al no estar en guardia me cogió en total fuera de juego. Lo que no esperaba el porteño este de los cojones es que cuando me puse “el puñal en la boca” y la cinta en la cabeza al estilo Rambo, le iban a llover los problemas; ni él ni los cuatros peces gordos que con toda seguridad se encuentran detrás del comercio ilícito de obras de arte.
El inspector Palomo, con un poquito de ayuda mía, había solucionado la falsa identidad del argentino, además de un posible intento de tráfico de divisas, pero a esas alturas ya del día, sin haber cenado siquiera, se encontraba sin aclarar la verdadera identidad del óleo que tantos quebraderos de cabeza le estaban ocasionando, ya que los agentes franceses no llegaban hasta la mañana del día siguiente. Fue por lo que decidió hacer unas llamadas telefónicas para organizar cómo íbamos a pasar la noche. De momento decidió que el argentino pasara en calidad de detenido incomunicado en los calabozos de la comisaría de policía de la avenida de Blas Infante, por lo que movió los hilos para que un par de agentes lo trasladasen hasta dicha comisaria, ordenándole al subinspector que la sala de interrogatorios con las pertenencias del argentino, incluida mi parisina, que cada momento que pasaba la veía más lejos de llenar uno de los laterales de mi salón, quedaría custodiada toda la noche por otro par de agentes, mientras ellos se retiraban a descansar a un hostal que le había recomendado Rafael Galán, allá por la Puerta de la Carne, y qué el mismo le gestionó por teléfono.
¿Y con usted que hago?, dijo dirigiéndose a mí. Sé que no es culpable de nada, que no tiene nada, absolutamente nada que ver con lo que haya detrás del dichoso óleo; pero como comprenderá, no puedo dejarlo en libertad. Compréndame”. “Usted dirá, señor inspector; yo no puedo mover ficha mientras usted no lo haga; la pelota está en su tejado, pero solo le adelanto que lo de mi detención está difícil. Y le comprendo. Pero solo le pido que confíe en mí; creo que le he dado suficientes pruebas para hacerlo”. El inspector, con una media sonrisa cargada de dudas y pensamientos, captó perfectamente lo que quise decirle sin decirlo, al tiempo que vaciaba en el vaso, el medio botellín de cerveza de un tercio que le quedaba y que nos habíamos pedido, uno cada uno, en una cafetería del aeropuerto. “¿Entiendo que me propone que no le haga más preguntas y que esta noche le deje en libertad?”. “Entiende bien. Y para ello le propongo que como sé que mañana a primera hora debo de estar aquí un poco antes de que lleguen los franchutis, y como mi destino está a cien kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, lo que sería un fastidio para mí, que no ponga usted pega para que se marche mi esposa con su padre y que yo me quede a pasar la noche en uno de los mullidos sillones de la sala VIP; y si se quiere cubrir las espaldas, deje a un agente en la puerta para evitar mi hipotética huída”, le dije, observando cómo por su cabeza le pasaron intenciones de hacerme un sinfín de preguntas; pero no hizo ninguna. “Así lo haremos. Pero cuando termine mañana todo esto, que espero que así sea, creo que deberíamos de hablar largo y tendido, ¿no?”. “Sin problema alguno por mi parte; hablaré hasta donde pueda hablar. Solo le digo que ha actuado correctamente, porque si hubiera decidido llevarme al calabozo con el puto argentino, puede que le hubiese llamado personalmente su Director General”, le dije sin ningún tipo de recochineo; todo lo contrario. Confirmé con su decisión lo que ya había pensado durante el interrogatorio, que jugábamos en la misma liga; y cuando sucede eso, en muchas ocasiones sobran las explicaciones y la palabras.
Nos despedimos con un fuerte apretón de mano y yo me dirigí a la sala VIP a pasar la noche con un sandwich y una segunda cerveza, después de despedir a mi esposa y a mi suegro.
La verdad es que aquella noche, a pesar de lo cansado que me encontraba, apenas di un par de cabezadas, principalmente porque había un par de parejas coreanas o japonesas, no recuerdo ahora muy bien, que cogían su vuelo a primera hora, que no dejaron de hablar en toda la noche. Lo que sí recuerdo, porque me llamó mucho la atención, es que no se quitaron ninguno de los cuatro la mascarilla que llevaban puesta, hecho este al que no estábamos acostumbrado a ver aquí en España hace unos treinta años. Sus razones tendrían.
Y poco antes que diesen las nueve ya entraba por la puerta de la sala el inspector con ganas de tomarse un café. A esa hora ya me había tomado dos, pero le acompañé tomándome un tercero. “Los franceses están a punto de tomar tierra. Pasaron la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana. Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.

Pasaron la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana. Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.
Entramos los dos en la sala que sirvió de interrogatorio el día anterior y aunque su decoración todo en blanco ayudaba a que de sus paredes se desprendiera frialdad, esa mañana, sin resultarme acogedora, no me causó, quizás por la familiaridad de lo vivido el día anterior, tanto rechazo glacial. Allí se encontraban, todos de pie, el argentino, el subinspector Álvarez y el agente en prácticas; incluso encima de la mesa se encontraba en posición vertical, el canuto de cartón, habitáculo de mi parisina, que tengo que reconocer que sentí la curiosidad perentoria de volver a deleitarme con sus colores otoñales. El argentino, como resultado de haber pasado peor noche que yo, presentaba un aspecto desaliñado, con la camisa, debajo de su chaqueta, a medio remeter en el pantalón, que al igual que la Armani, parecían una pasa de las arrugas que habían cosechado durante toda la noche. Los ojos rojos, de no haber dormido, los párpados como inflamados y los mofletes colgantes, le daban un aspecto que rayaban la morbidez. Aun así, se mantenía en sus trece de no contestar sin la presencia de su abogado, a una batería de preguntas que le hizo el inspector.
Acaba de tomar tierra el vuelo procedente de Madrid, confirmándome que en la lista de pasajeros vienen los nombres de los dos agentes que me pasó ayer”, dijo Rafael Galán dirigiéndose a Palomo, abriendo la puerta sin llamar y sin un saludo previo, actitud la suya que nos chocó un poco a los allí presentes, y que supo enmendar enseguida con un “perdón” y unos “buenos días”, dando a continuación una explicación que en cierta medida justificaban su entrada en la sala. “Traigo otra noticia”, siempre dirigiéndose al inspector, pero con un entusiasmo algo infantil y atípico de todo un responsable de la seguridad de un aeropuerto. “Me confirma mi colega del aeropuerto Charles de Gaulle, que hace unos días, en la lista de pasajeros del vuelo Buenos Aires - París, llegó un tal Antonio Saavedra, nombre que coincide con uno de los pasaportes que encontró usted ayer en el neceser”. “Gracias Rafael”, contesto el inspector,”buen trabajo”. No me puede reprimir. “Y con las iniciales, AS, del pañuelo que llevaba en la chaqueta. Aunque esta apreciación mía puede ser pura coincidencia”, lo que me valió otra de las miradas asesinas del porteño, y a las que ya me estaba acostumbrando. También recibí otra de Palomo, pero la suya como diciéndome que no se me iba una. “Álvarez, acércate a la salida de pasajeros y recibe a los colegas franceses. Entiendo que tienes los nombres, ¿no? “Sí, jefe”. Intervino nuevamente el jefe de seguridad, al que parecía que la historia le estaba dando vida, buscando cada vez más protagonismo. “Inspector, si le parece bien, y si todavía no han bajado del avión, puedo acompañar al subinspector en mi coche hasta pie de escalerilla y recoger allí a los agentes franceses”. “Lo veo perfecto, Rafael; mejor incluso. Gracias por su interés”.
Sobre unos veinte minutos tardó en llegar a la sala la comitiva franco-española, tiempo suficiente en el que el inspector Palomo trató sin éxito alguno saber el verdadero nombre del argentino, así como conseguir una explicación razonable de la cantidad de dinero en dólares que llevaba en la maleta. “No hablaré sino en presencia de mi abogado” fue la única respuesta que consiguió del que para mí, ya, se llamaba Antonio, hipótesis que se confirmaría con el tiempo.
Llegaron por fin los agentes franceses en compañía de Álvarez, quedándose fuera de la sala, muy a su pesar, pero sin que nadie se lo tuviera que indicar, el jefe de seguridad. Saludos efusivos y presentaciones. Comisario Benoît Gómez y capitán Jean Gayangau, los dos, aunque con acento propio galo, hablando casi perfectamente el español. Antes de desprender a mi parisina del canuto en el que tanto tiempo llevaba presa, el comisario Benoît explicó muy sucintamente pero con una claridad meridiana el porqué de su estancia allí y la historia del lienzo que yo me había traído desde Paris. “Messieurs, la cuestión es bien sencilla. Hace un par de años, fueron robados de una colección personal, cuatro cuadros de gran valor, dos Manet, un Renoir y un Toulouse-Lautrec. Los tres primeros fueron encontrados a los pocos días, pero del Toulouse-Lautrec se perdió la pista. Hace cuatro meses por fin encontramos algunos datos sobre tres miembros de una banda de traficantes de arte, entre los que se encuentra le monsieur Saavedra, señalando al argentino, haciéndole un seguimiento vía Interpol a los tres. Sabíamos quienes eran pero no teníamos localizado el Toulouse. Por fin hace menos de un mes tuvimos noticias del paradero del lienzo en una de tantas galerías de arte que hay en el quartier de Montmartre, concretamente una situada en la calle de Mont Cenis“. Le interrumpió el inspector Palomo. “Perdón, Benoît, y ¿por qué no lo recuperasteis en ese momento y una vez con ella tirar de la cuerda hasta encontrar a los culpables?”. “Tiene su explicación, inspecteur, nos la jugamos. Hay varios cuadros desaparecidos desde hace ya algún tiempo y pensamos, bueno, estamos casi seguro, que esta banda se encuentra detrás de sus robos. Pues a lo que iba, nos la jugamos. Supimos esperar”, dijo Benoît, cogiendo entre sus manos el canuto que todavía seguía en posición erguida en lo alto de la mesa, para a continuación acercarse hasta el argentino y darle un par de golpes en el hombro, no muy fuertes, con el canuto. “Conocimos que querían sacarlo de la France de la manera menos sospechosa posible. Hace unos días supimos que le monsieur Saavedra viajó desde Buenos Aires para, vía España, sacar la obra de arte aprovechando la venta de la pintura a un simple turista (señalándome a mí con el canuto) profano en el mundo del arte”. Yo asentí con la cabeza porque en verdad, y lo reconozco a estas alturas de mi vida, no tengo ni la más pajolera idea de arte; y menos por entonces. “Hicimos un seguimiento estrecho a ce monsieur desde que dio el anticipo hasta que volvió para completar los setecientos francos que pagó por la obra; al mismo tiempo, le monsieur Saavedra, desde que llegó a París en compañía de una señorita, Anne-Marie Gil, también de la Argentina, fue sometido a un estrecho seguimiento. La tal mademoiselle Anne-Marie, que por cierto está detenida, declaró que hizo cierta amistad con su señora, mirándome nuevamente, para saber todo lo referente de vuestro regreso a la España. Y así de sencillo. No sé cómo llegó la pintura a manos du monsieur Saavedra, entendiendo que comprándosela a beaucoup plus (mucho más) de lo que se pagó por ella, ¿no?”, dirigiéndose a mí, a lo que yo contesté que “así fue”. “Y como decís en la España, colorín colorado esta fábula se ha acabado”. Fue entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que quería esconder el argentino, el comisario Benoît Gómez, hecho que no se me fue por alto, quitó, algo nervioso, según observé, una de las dos tapaderas del canuto, inclinándolo hacia la izquierda para que mi parisina se deslizara por su interior y cayera sobre su mano.

Fue entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que quería esconder el argentino, hecho que no se me fue por alto, el comisario Benoît Gómez, quitó, algo nervioso, según observé soslayadamente, la tapadera del canuto, inclinándolo hacia la izquierda para que mi parisina se deslizara por su interior y cayera sobre su mano.
Recuerdo hoy aquel momento como si lo estuviera viviendo. Por mi mente pasaron un sinfín de pensamientos, pero todos desembocaban donde mismo. Después de oír el relato del comisario Benoît, me había quedado bien claro que la parisina había dejado de ser mía; ya no me pertenecía. Porque sí, yo había pagado legalmente por un lienzo, como bien justificaba el contrato de compraventa que me hizo el vendedor de la galería, que seguramente estaría compinchado con el argentino, al que yo no le quitaba ojo en la sala, pero la procedencia del óleo era totalmente ilegal. No era culpable de nada, pero pierdo todo derecho de propiedad sobre esa maravilla otoñal. Mi gozo, y sobre todo el de mi esposa, solo nos ha durado unos días, pensé.
El intento del comisario de sacar el lienzo con la mayor delicadeza del canuto para no dañar la pintura, se vio empañado por el obstáculo que le presentaron al obstruir su paso los tres documentos que lo acompañaban en su interior. Varios fueron los intentos en el vacío para que saliese la pintura pero no consiguió su objetivo. Tan nervioso se puso que exclamó con desmedida virulencia “¡apporter des coseaux!” (¡traer unas tijeras!); “perdón, ¿tenéis unas tijeras?”. Todos nos extrañamos porque lo más lógico era que allí en aquella sala nadie tenía porqué llevar unas tijeras, pero comprendimos también que el estado de excitación del comisario Benoît por ver de una puñetera vez la pintura a la que había dedicado más de dos años de su vida para localizarla, justificaba su petición. “Tijeras no tenemos, comisario, pero le podría valer esto”, dijo el inspector Palomo sacando del bolsillo su navaja multiuso y haciéndosela llegar. Yo observaba atónito lo que estaba sucediendo, aunque recuerdo, y todavía hoy no me explico el porqué, que no le quitaba ojo al argentino, como si pensara que ante el interés de todos por ver fuera del canuto a la pintura, aprovechara para salir corriendo, estando preparado para que si así sucediese, hacerle un placaje a estilo rugby como lo hacía un amigo mío que practicaba ese deporte y que se llama Juan Antonio Caro.
Benoît cogió la multiuso en su mano y estuvo analizándola para ver cuál de sus hojas era la más idónea para seccionar longitudinalmente el canuto y así sacar la que ya era su parisina; eligió la más larga y fina. Con mucha sutileza colocó la punta de la navaja en el extremo del canuto y procedió a cortar. “Pardón, mon comissaire”, intervino el capitán Gayangeau; “le carton nous servira à le transporter; mieux vaut ne pas couper; me permettrez-vous (el cartón nos servirá para transportarla; mejor no cortar; ¿me permite usted?), extendiendo la mano para coger el canuto. El comisario, comprendiendo al capitán se dejó llevar por sus indicaciones. Enseguida el capitán comenzó a manipularlo y sin saber cómo, comenzaron primero a salir los contratos de compraventas y por fin el óleo hecho un rollo. Sin dejarlo salir al completo, el comisario procedió a extenderlo a lo largo de la mesa. En nada de tiempo su expresión pasó de la más apasionante y gozosa al rostro más iracundo y colérico que nunca había observado yo nunca; todo lo contrario que el cambio del rostro del argentino, que cuando vio la parisina desplegada en la mesa, se infló de vitalidad. “¡Merde, merde, merde; Qu'est-ce que c'est?” (mierda, ¿esto qué es?). La cara de Benoît se inundó de impotencia y de ira, la de Palomo de incredulidad y no entender nada. La sala entera se inundó de dudas y agotamiento mental. Cuando el comisario, que era un entendido en arte, vio la parisina extendida en la mesa, exclamó, “ni esto es un Lautrec ni esto es nada. Esta pintura no vale absolutamente nada; los cafés que me tomé esta mañana en el aeropuerto valen más que esta merde. ¿Dónde está el Toulouse-Lautrec, coño?”, yéndose para Antonio Saavedra, el argentino, y zarandeándolo hasta que su capitán se lo quitó de la vista.
Mientras todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño, más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.

Mientras todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño, más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.
Y yo, que ya estaba un poquito harto de todo lo que estaba sucediendo, me la jugué. “Inspector, ¿me permitís diez minutos tan solo?; no haga pregunta”. La cara del inspector se llenó de extrañeza, pero inmediatamente contestó, “diez minutos tan solo”. Me dirigí al argentino; lo cogí fuertemente por el pelo con una mano, mientras que la otra se agarró fuertemente a su entrepierna, diciéndole, “te voy a contar lo que vamos a hacer ahora; te vas a quedar totalmente en pelota, pero totalmente; a continuación te voy a poner las esposas que me va a dar el subinspector Álvarez y te voy a esposar a uno de estos cáncamos que vas a ver cuando quite la percha esta; cuando estés enseñándonos a todos tu flácido palmito sin poderte mover, voy a coger el canuto que todos conocemos y no sé si metértelo por la boca o metértelo por el culo; te aviso que mientras más te acuerdes de la concha de mi madre, porque sé que te vas a acordar, más te empujaré. Así que desnúdate ahora mismo que ya tan solo nos quedan ochos minutos”, soltándolo bruscamente y cogiendo el canuto en una mano y las esposas que ya estaban encima de la mesa en la otra. Lo tuvieron que desnudar entre el subinspector y el capitán Gayangeau. “Dejadlo en calzoncillo, ponerles las esposas, colgarlo de ese cáncamo y dejarlo de espalda a la pared en un primer momento”. Así lo hicieron pese a la oposición del porteño, al que cada vez lo veía más derrumbado. No sé quién pondría en su día ese cáncamo, pensé en aquel momento, pero el que lo hizo lo puso bien profundo, ya que pese a los tirones que daba el detenido no se movió ni un ápice de su posición natural. No le di tiempo a pensar, y sin que se lo esperara le di un fuerte golpe con el canuto en su entrepierna, observando como el dolor le subía por el estómago y le llegaba hasta la cabeza. “Bueno, amigo mío, nos quedan cinco minutos de placer, así que como veo que tu boquita es demasiado grande para este canuto y no vas a sentir mucho, lo mejor es que empecemos por abajo, así que te voy a quitar yo personalmente el calzoncillo y te vamos a poner de cara a la pared”. Con toda la parsimonia del mundo puse el canuto en el suelo, al tiempo que le decía al subinspector Álvarez que cuando yo le quitase el calzoncillo le diese la vuelta. Agarré el calzoncillo por los dos laterales y cuando lo llevaba a la altura de las rodillas escuché como decía “súbelo, boludo, que voy a cantar”. “Joder, le dije, retirándome y dejándole el calzoncillo por las pantorrillas, ¿y nos vas a privar ahora de esta maravilla?; lo mismo cuando tuvieras la mitad del canuto dentro, te empalmabas y podríamos vértela. Creo que vamos a seguir”. Me dirigí con la intención de quitarle completamente el calzoncillo y toda la sala se llenó de júbilo al oírlo, “el Toulouse se encuentra plastificado en el interior del canuto, entre sus paredes”. Recuerdo que solo oí al inspector Palomo decir, “llevabas ya nueve minutos y medio”.
Hoy, después de casi treinta años desde que sucedieran aquellos hechos, todavía recuerdo las caras de los allí presentes. Álvarez, el menos cañero, se limitó a descolgar al argentino y a conminarlo a que se vistiese, para ponerle las esposas y fijarlo a la silla en la que lo sentó. Benoît, sentado, y Gayangeau con toda la meticulosidad del mundo y valiéndose de la multiuso, centrados en quitar pequeñas tiras de cartón del canuto con el fin de no dañar la pintura. No se me olvidará la expresión del comisario cuando consiguió quitar una de las tiras de cartón y conseguir ver el plástico que envolvía el Toulouse-Lautrec; casi una hora les costó conseguir quitar todo el cartón; a continuación, con más esmero aun que con el cartón, procedieron con el plástico. Y por fin vio la luz. Lo extendieron a lo largo de la mesa, encima de la pintura que yo compré, y tengo que reconocer que entonces y hoy, yo veía más bonito el motivo que representaba la parisina, con la visión otoñal de una calle de París, que el que me ofrecía esa imagen de burdel que tanto representó Toulouse-Lautrec en sus pinturas; para gusto, los colores.
Aprovechando que un par de agentes, en compañía del subinspector Álvarez se marchaban con el detenido para Comisaría, y porque el estómago me estaba pidiendo manduca, vi prudente dejar solos al inspector y a los dos oficiales gabachos para que hablasen de “sus cosillas”, como yo las llamé por entonces, comentándole al inspector que me encontraba en la cafetería.
Allí en la cafetería, luchando con una buena cerveza y una tapa de patatas alioli, a la que le siguió un pequeña cazuela de callos con garbanzos, recordé todo lo sucedido en aquellos dos días. La verdad fue que lo único que tuve que hacer es llevar a la práctica la formación que por mi profesión, tuve en expresiones faciales y conductas posturales, comprobando que una observación minuciosa nos puede dar el verdadero estado de ánimo de una persona. Tampoco es cuestión de dar aquí una clase magistral sobre el tema, que para eso están ya los psicólogos, pero la verdad es que gracia a esa observación pudimos encontrar el cuadro robado. Luego, sobre el numerito del desnudo integral del argentino, no hay nada más efectivo en un interrogatorio que obligar a mostrar tus interioridades al detenido, y más aun cuando este no está muy orgulloso de lo que enseña, como era el caso del argentino.
Palomo llegó solo a mi encuentro, dejando a Benoît y a Gayangeau con el jefe de seguridad para agilizar su vuelta a París para el día siguiente, ya que ese día tenían que pasarse todavía para redactar un informe conjunto y presentarse delante de la jueza del caso con la que ya habían hablado por teléfono de todo lo sucedido. Me explicó que con los oficiales franceses habían llegado a un acuerdo por el que yo no había participado en ningún momento en el interrogatorio, siendo ellos, los policías, españoles y franceses, conjuntamente, los que habían resuelto el caso del Toulouse-Lautrec. Una vez me aclaró a los acuerdos a que habían llegado, se interesó en mi particular manera de proceder y mi agudeza, poniendo especial hincapié en cómo, porque no fue una sola vez, había llegado a la conclusión que el argentino guardaba lo que ellos no pudieron averiguar. “Inspector, le dije, no voy a intentar ahora hacerle ver que yo ea un súper hombre, cuando la verdad es que he tenido mucha suerte; al igual que los franchutes, me la jugué y me salió bien. Pero solo decirle que para jugármela debía de tener una base, y esa la conseguí a través de la observación. No sé si se dio cuenta a lo largo de los dos días que en ningún momento dejé de mirar al argentino; sus ojos, sus muecas, sus hombros, sus pies, sus manos cubriéndose sus partes más débiles; pero sobre todo sus ojos y su boca cuando sucedían cosas nuevas en la sala. Inspector, esto es para practicar mucho y no para explicarlo, compréndame. Y no olvide nunca que existe un lenguaje corporal de los mentirosos”. “Ya; de acuerdo con lo de la observación, pero, ¿y el interrogatorio tuyo que en menos de diez minutos le sacaste dónde estaba el lienzo?”. Me reí con su apreciación. “La observación me llevó a saber que el canuto guardaba algo; y acerté”. “Pero, me contestó, ¿se lo hubieras llegado a meter entre las piernas si no hubiese hablado?. Volví a reírme, esta vez a carcajadas, “si no hubiera hablado me lo hubiera tenido que meter yo, por enterado, o como dicen en mi tierra, por enteraillo”.
El inspector comentó que se tenía que marchar, que le esperaban los atestados y la jueza. “Ha sido un placer haberle conocido. Nunca en más de veinte años de servicio he aprendido tanto como en estos días, y todo gracias a usted. Dígame una última cosa, ¿dónde fue adiestrado para esto? Me quedé mirándole fijamente, en silencio, unos pocos segundos y le contesté: “creo que la última cosa la tiene que decir usted, ¿no?”. Sonrió, me alargó la mano y contestó: “Acompáñeme a recoger su parisina; y las noventa nunca existieron”.

EPÍLOGO
Madrid, 15 años después. Despacho del comisario Palomo.
Suena el teléfono.
  • Sí, dígame.
  • ¿Comisario Palomo?, soy tu colega Benoît, Benoît Gómez. ¿Me recuerdas?
  • Hombre, Benoît, claro que te recuerdo; para no me olvidarte de ti después de lo que vivimos juntos.
    Los dos comisarios estuvieron departiendo por más de media hora de asuntos intrascendentes y que la mayoría de ellos no venían al caso.
  • Por cierto, Palomo, ¿te acuerdas de la parisina? ¿Te acuerdas la cantidad de groserías que salieron de mi boca cuando la extendí encima de la mesa?
  • Hombre, Benoît, son cosas que no se olvidan; y la cara que se te puso.
  • Pues vaya negocio que hizo el comprador. La obra del autor de esa parisina es de las que más se ha revalorizado en estos años. ¿Tú me lo podrías localizar?

FIN



No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
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