Se me vienen a la memoria, ciertos hechos puntuales que
acaecieron durante los casi cinco sexenios en los que permanecí como
miembro de la fuerzas armadas de nuestra querida España, hechos
puntuales que en cierta medida, me chocaban por entonces y me siguen
chocando por ahora, aunque la diferencia entre el entonces y el
ahora, radica en que, valiéndome de un símil taurino, no es lo
mismo ver los toros con los pies en el albero que con el trasero
sentado en la grada; mientras que en el entonces tenía que guardar
la distancia del morlaco, en el ahora, me recreo con la majestuosidad
y belleza de uno de los animales más perfectos parido por la madre
naturaleza.
Y esos hechos puntuales no eran otros que las visitas al
acuartelamiento de una autoridad o mando de mayor rango que el que
ostentaba el comandante del acuartelamiento. En ese sentido, cada vez
que se anunciaba una de esas visitas, la máquina comenzaba a rodar a
más revoluciones que a las que nos tenía acostumbrada. Así, las
paredes de la fachada, olvidadas desde la última visita, volvían a
quedar impolutas; los vehículos, que hasta la noticia de la buena
nueva, casi se apilaban en los talleres, volvían a rugir por los más
de quinientos metros de avenida; los equipos personales de la tropa,
que se caracterizaban hasta la llegada del mensaje anunciador de la
visita, por estar algo menguados y deteriorados, como por arte de
magia, volvían a estar limpios e impolutos; y la instrucción, que
había caído ya en la rutina, teniendo cabida en la programación
semanal, con una o raramente dos horas, nos encontrábamos que con
motivo de la inspección a la que iba ser sometida las distintas
formaciones por parte de la autoridad visitadora, copaba la mayor
parte del horario, mañana y tarde, y a ritmo intensivo.
Mañana, una vez pasado el agasajo, todo volvía a la
normalidad: las fachadas se olvidaban, los vehículos volvían a
empolvarse en hangares y talleres, los equipos personales retornaban
a los pañoles, y la instrucción, como había salido medianamente
bien el día D, volvía a contemplarse tan solo por espacio de una
hora en las actividades semanales (y a veces, ni eso).
Ayer, veinticinco de noviembre, se celebraba el Día
Internacional contra la violencia de género. Ayer, el mundo de los
deportes alzaba la voz, a través de deportistas de élite, contra la
violencia de género. Ayer, también ayer, toda la prensa escrita se
ensalzaba con maravillosos artículos en contra de la violencia de
género. También ayer, las redes sociales casi se colapsaban con
innumerables mensajes, post y tuits en los que claramente se oponían
a la violencia de género. Y así podríamos estar enumerando
ejemplos sobre manifestaciones en contra de esa tendencia tan
abominable como es la violencia de género.
La pena es que mañana, Ruth se volverá a poner las
gafas de sol estando el día nublado, o Maite, a pesar de sus sofocos
menopáusicos, cubrirá su cuello con su bufanda de lana gris, o
Elena, con peligro de que la despidan, llamará a su trabajo diciendo
que su hijo ha enfermado, en vez de decir la verdad que no es otra
que el color añil le cubre media cara, o Isabel......, o Paula
…......., o Pepa..........., o Claudia …............ y por
desgracia, ya no habrá tantos tuits de famosos, ni tantos artículos
en prensa, ….., ni nada de nada. Todos se centraron en el día D,
cuando, precisamente, en este tema, debería de haber un día D+1,
D+2, D+3, D+4 …….. y D+364.