Decimonoveno
día de confinamiento por culpa del puto coronavirus. Tengo que
admitir que cuando comencé esta serie de artículos, por llamarlo de
alguna manera, no pensé que después de diecinueve días íbamos a
estar en la situación en la que nos encontramos. Diecinueve días de
bombardeos de noticias, una gran parte de ellas falsas o poco
veraces, aunque las cifras no engañan. Pero no es el momento de
criticar ni de lamentarse; es el momento de poner los cojones y los
ovarios encima de la mesa y decir que hasta aquí hemos llegado. Ya
lo ponen los doctores y las doctoras, los enfermeros y las
enfermeras, los celadores y las celadoras en los hospitales. También
todos aquellos trabajadores, funcionarios y militares que tienen que
salir a diario a dar el callo para que el país no se paralice; para
que tengamos pan, para que nos lleguen las verduras y la leche, para
que nuestras vitrocerámicas sigan funcionando, para que nuestras
calles no sean una selva y reine la paz, para que los desaprensivos
no se salten las medidas adoptadas. Es ahora más que nunca cuando
nosotros y nosotras, la gran mayoría del país, los que nos tenemos
que quedar en casa para quitarle protagonismo al puto bicho,
apretemos los dientes y cumplamos más a rajatabla el confinamiento;
pongamos como dije antes, los cojones y los ovarios encima de la mesa
y digamos, hasta aquí: yo me quedo en casa para que el bicho no
tenga qué comer.
Y
ahora, aunque sin muchas ganas, sigamos con la historia de la
parisina.
De
pronto recordé un hecho en el que no había caído antes y que en
cierta medida podía probar que no mentía, que el tal Honorio
Sanjuán existía, por lo que, creyendo haberme ganado la confianza
del inspector, me atreví a pedirle permiso para demostrar lo que
expliqué en mi relato de los hechos. “Señor agente, podría
probar que Honorio Sanjuán firmó un documento igual que ese que hay
encima de la mesa y por el que se prueba que me pagó cuarenta mil
pesetas por mi parisina”, le dije mostrándole una seguridad
imperturbable. “Usted dirá como” me respondió no sin cierta
incredulidad y haciendo un cierto aspaviento abriendo sus manos. “Mi
esposa se encontrará en la terminal, ya con las maletas, esperándome
para regresar a casa; ella en su bolso tendrá el documento del que
le hablo, ya que hicimos un duplicado, y en el que nos quedamos sí
que firmó el señor Honorio Sanjuán. Si le parece bien, podéis
acompañarme hasta ella y así que me lo entregue para que lo veáis”.
El inspector, que se había sentado en la silla, junto al argentino,
jugueteando con un bolígrafo encima de la mesa, comenzó a dudar y
lo primero que hizo fue dirigirse a Honorio. “Señor Ernesto,
¿usted cree que habrá otro documento igual que este, cogiendo el
que se encontraba entre la parisina y el canuto de cartón, pero
firmado por usted?”. El argentino palideció, no pudiendo articular
palabras por un largo rato. “¿Me ha oído usted, señor Ernesto?”.
“Sí, le he oído, agente”, respondió el argentino con ciertos
aires de prepotencia, impropios después del silencio que previamente
había tenido y que no denotaba sino que lo habían pillado, “pero
si trae un documento igual que este firmado por el tal Honorio
Sanjuán, ¿demuestra algo en contra mía? ¿Quién es ese Honorio
Sanjuán que no paro de escuchar su nombre? Me gustaría verle la
cara, me gustaría conocerlo; lo mismo hasta se parece a mí. ¿Usted
lo conoce personalmente?”, haciendo esta última pregunta mirándome
a los ojos y dirigiéndose a mí. Todavía recuerdo lo que sentí en
aquel momento; me lo quería comer. Mi lenguaje gestual fue captado
enseguida por el subinspector y amablemente, pero con una fuerza
descomunal que revelaba que era carne de gimnasio, me sentó en una
silla dejándome sus dos manos sobre mis hombros con el fin de
tranquilizarme. El silencio volvió a adueñarse de toda la sala,
sabiendo todos los allí presente que el encargado de romperlo no era
otro que el inspector, como así fue, demostrando una vez más que
era muy ducho en aquello del interrogatorio; sabía de antemano que
esos parones facilitaban que los interrogados pudiesen cometer algún
fallo que lo delataran, pero también se había percatado que en este
caso, los dos interrogados, por distintos motivos, también estaban
demostrando ser avezados en estas prácticas de los interrogatorios.
Lo del argentino este, se dijo el inspector antes de romper el
silencio, me cuadra perfectamente, ya que imagino que habrá estado
sentado en más de una ocasión en una mesa de interrogatorio y le
habrán calentado también la cara en más de una ocasión tal como
sucedió antes, pero lo del turista gaditano, y se refería a mí, no
me cuadra en lo más mínimo; no lo encajo en ningún sitio; o es un
ladrón de guante blanco, fino donde los haya, o es un turista
defensor de la verdad y que rompe los moldes con los que estamos
acostumbrados a trabajar; me inclino por lo segundo, pero bien fino. Y por fin rompió el silencio. “Señor Ernesto, me dijo usted que venía de París; ¿me podría
decir el motivo de su viaje?”. “Sí, señor agente. Turismo.
Cuatro días en París, viajar hasta Sevilla, conocer Marbella y
trasladarme a continuación desde Algeciras a Tánger por ferri para
visitar Casablanca; desde allí a Johannesburgo y dentro de unos diez
días, quiero recordar, volar de regreso hasta Buenos Aires”,
respondió Honorio con una tranquilidad pasmosa. Ahora el inspector
no le dejó tiempo a pensar por mucho tiempo, respondiéndole
enseguida. “Ajetreado viaje, pero cada uno es libre de hacer lo que
quiera. Entiendo que para un viaje como este en el que se encuentra,
necesitará usted un buen equipaje, ¿no, señor Ernesto?”. “Vos
sabés bien que así es, señor agente. Espero que la maleta que ya
debería de haber recogido en la terminal, no se me extravíe”. “No
se preocupe por ella; ahora mismo movemos los hilos para que la
traigan. ¿Lleva usted encima la tarjeta de embarque?”. “Sí”,
dijo Honorio llevándose la mano al bolsillo interior de su chaqueta
y poniéndola en lo alto de la mesa. “Aquí está, señor agente”.
Cuando Honorio llevó su mano al interior de la chaqueta, de su
chaqueta Armani, se me encendió el bombillo y no pude reprimirme,
dirigiéndome al inspector y sorprendiendo a todos los allí presente
en la sala: “inspector, podía pedirle usted a este señor,
refiriéndome al argentino, que busque entre sus bolsillos una
chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires con la que hizo sus
primeros intentos de compra de mi parisina?, no creo que se haya
desecho de ella”. Las caras de las dos personas que tenía delante
de mi vista, el inspector y el argentino, porque el subinspector lo
tenía a mis espaldas, eran bien distintas. Mientras que el agente
esbozó una media sonrisa, dedicándome una mirada con la que me
decía que qué hacía yo con ese as debajo de la manga, la cara de
Honorio se desencajó completamente, poniéndose blanco como la
pared, pero marcándosele con más intensidad los mofletes rojizos
casi amoratados. El inspector Palomo, que así se apellidaba el jefe
del dispositivo, sabiamente dejó que las aguas volviesen a su cauce
provocando un nuevo y largo silencio, rompiéndolo con un gesto con
la cara y con el dedo índice a su compañero como indicándole que
pasase el agente en prácticas que se encontraba en la puerta. “Toma
papel y lápiz, le dijo al agente, y por este orden haz lo siguiente:
anota el nombre de la esposa del señor, dijo señalándome a mí, y
la buscas en la zona de salida de viajeros; estará acompañada de un
familiar, que se quedará con las maletas y ella que te acompañe
hasta aquí. También
anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe
de seguridad del aeropuerto; le dices que por favor nos haga llegar
esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes,
mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate
tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad
se encargará el subisnspector Álvarez”.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR
EN CASA”.
Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor
solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los
desaprensivos. Ya queda menos.