Decimosexto
día y una hora menos de regalo de descoronavización. Comienza la
segunda quincena, pero temiendo que no será la última. Pero no pasa
nada; si hay que quedarse en casa una tercera, por el bien de todos,
nos quedaremos. Hemos aguantado la primera y aquí estamos, quizás,
y creo que estoy en lo cierto, más mentalizado de que el “maldito
encierro” hay que llevarlo más a rajatabla, quizás más
mentalizados que cuando podamos salir y las consecuencias económicas
sean pésimas, meteremos el hombro para levantar esto, quizás más
mentalizados que entonces comenzaremos a pedir responsabilidades, y
no solo a los miembros del gobierno, y quizás que estaremos más
mentalizados para que nunca más suceda lo que está sucediendo
ahora, de levantar las murallas antes de que llegue el enemigo. En
definitiva, quizás aprender de los fallos cometidos, porque por
desgracia, la historia se repite y no aprendemos de nuestro errores;
que nunca más suceda eso.
Seguiremos
pues con las peripecias entorno a nuestra parisina.
“.....no
sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las noventa
mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la pintura al
señor Ernesto, ¿le transmitió también el certificado de
autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra
de la tela?”. La pregunta que me hizo el agente me jodió y me
molestó mucho, pero no por la pregunta en sí ni porque yo tuviera
que ocultar algo; me fastidió porque en el relato de los hechos que
le hice cuando me lo pidieron, yo me olvidé de ese detalle, y ese
olvido podía llevar a los agentes a que naciera en sus
subconscientes alguna duda sobre mí y mi proceder, y nada más lejos
por mi parte. “Sí, señor agente, contesté, se lo entregué; en
el cilindro de cartón, y rodeando el lienzo, le dejé el certificado
de autenticidad que también sirve de contrato de compraventa.
También en el interior de ese canuto, dije señalando al centro de
la mesa, deberá de estar una hoja de libreta en la que figuran mi
nombre y apellidos con mis datos y los del señor Ernesto, aunque ya
os adelanto que el nombre que él me dio y por el que yo le conocía,
era el de Honorio, y de apellido quiero recordar que me dijo que era
Sanjuán, y es con ese nombre y apellido con el que figura en el
papel que hicimos a modo de contrato de compraventa y en el que
firmamos”. “Muy interesante todo”, comentó uno de los agentes;
¿algo más que decir?”. Yo callé. “Pues salga y espere ahí
afuera con el compañero que estará en la puerta”.
La
espera junto al tercero de los agentes se me hizo eterna, dándome
tiempo en pensar en mil cosas. Lo primero que se me vino a la mente
fue en lo que habría sido de mi mujer, por dónde andaría. Habría
recogido las dos maletas y se encontraría ya con el familiar que
había quedado en recogernos y que nos llevaría hasta Cádiz.
Desesperada tenía que estar, recuerdo que lo pensé. Y no solo eso,
sino que me estaría poniendo a parir: “y eso que se lo dije mil
veces; no vendas la parisina. Pero él, como siempre, seguiría
diciéndole a su padre, haciendo lo que le venía en ganas”. Y la
verdad es que no quise oírla, pensé mientras asistía al deambular
de la gente por la terminal del aeropuerto, pero sin ver a nadie; si
la hubiera hecho caso......... En verdad es que no sé lo que hubiera
pasado porque, pensé ya más fríamente, el problema creo que no
radica en la venta del lienzo al argentino, sino en la pintura en sí.
¿Qué tiene de especial la parisina? Algo debe de tener para que el
interés por ella sobrepase por bastante el que se pueda tener por
una pintura cualquiera de almacén como yo consideraba que era. No es
normal primero que el Honorio ese de los cojones me pagara esa
cantidad tan desorbitada en comparación con la que yo pagué a un
supuesto entendido como era el dueño de la pequeña galería de arte
donde la adquirí, ni tampoco que el Cuerpo Nacional de Policía haya
preparado un dispositivo especial venido desde Madrid, según
entendí, para investigar el caso de un óleo de como diría un buen
amigo mío, de “tres al cuarto”. ¿Habría comprado un Pisarro,
un Degas o un Morisot y yo no lo sabía? Imposible; eso es imposible,
me decía una y otra vez. Algo hay que se me escapa; lo único que
espero es no salir salpicado. Y todo fue pensar en lo de las posibles
salpicaduras cuando caí que nuevamente había cometido otro grave
error en mi último relato de los hechos; no mentí
intencionadamente, pero no conté toda la verdad, también sin
intención alguna. Está claro que no se puede ir por la vida,
recuerdo que pensé en aquel momento y lo ratifico ahora, de bueno y
de piadoso; hay que ponerle, seguí pensando, un poquito más de
maldad a las cosas, y más cuando te juegas el que te inculpen en un
asunto que parece ser que no tiene muy buena tinta; en pocas
palabras, que te puedes comer un marrón sin partirlo ni probarlo y
verte con los huesos en la trena. Tan nervioso me puse que me dirigí
al agente que me acompañaba en la puerta de la oficina de
interrogatorio. “Perdón, señor agente, le dije con la mayor
ingenuidad que pude sacar de mi interior, todo con el fin de hacerme
más creíble, ¿le puedo hacer una observación? El policía, que se
encontraba sentado franqueando la puerta, con un auricular en la
oreja, me miró de arriba abajo con cierto desdén y me contestó:
“si me vas a pedir que tienes ganas de ir a los aseos te adelanto
que te aguantes un poco”. “No, le contesté, es sobre un asunto
que he omitido cuando sus compañeros me han preguntado; sin ninguna
intención no hable de él, y me he acordado ahora; lo decía por si
se lo podía trasladar a sus compañeros, ya que puede ser
importante, creo, para el esclarecimiento de los hechos sobre los que
se me han preguntado”. El agente volvió a mirarme, esta vez de
abajo arriba, preguntándome que “si el argentino era yo o el que
estaba siendo interrogado”, a lo que yo le contesté que yo no
tenía nada de argentino, que yo era de Bornos, provincia de Cádiz.
“Ya, es que se enrolla usted como los sudacas. Espere usted aquí y
ya lo llamarán”.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“seguir
en casa”.
Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor
solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los
desaprensivos. Ya queda menos.