lunes, 6 de abril de 2020

VIGÉSIMO CUARTO DÍA

Vigésimo cuarto día de confinamiento descoronavizante y parece ser, según las cifras de ayer, que algo más ilusionante. Y me he servido del término ilusionante porque es un término que ahora que parece que nos encontramos en lo más hondo del hoyo, pero dando lo primeros pasos de subida en la pendiente, no debemos de echarlo fuera de nuestra mente. Hablé ayer de responsabilidad y de solidaridad, pero hay que hablar también de ilusión. Términos los tres que debemos y tenemos la obligación de abrazar con las mismas fuerzas que cuando damos un abrazo sincero; términos que nos sacarán del agujero en el que estamos metidos. 



Y ahora vamos a enfrentarnos a los últimos retazos de nuestra parisina, que ya es hora.

Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba algo.
El subinspector Álvarez, que luchaba para estar en la promoción que le permitiese jugar en la misma liga que el inspector Palomo, dio por terminado el registro de todas las pertenencias existentes en la maleta de Ernesto Sanromán, volviéndose para su jefe y preguntándole con la mirada que si con eso habían terminado ya. La verdad era que, y eso no se me había pasado por alto desde un principio, a pesar de ser compañeros de grupo, no existía lo que se conoce como “feeling” entre los dos; y no ya porque uno fuera subordinado del otro; no, la cosa no iba por ahí. El hecho de esas diferencias radicaba en que mientras Palomo había sido desde que entró en el cuerpo, hacía ya más de veinte años, un hombre de calle, curtido en mil batallas en las que se jugaba el pellejo en cada una de ellas, lo que curtió, Álvarez, salvo los dos o tres primeros años de servicio, hacía también otros veinte años, siempre había sido hombre de oficina; muy educado y buena gente, sí, pero sin experiencia en casos reales en los que había que demostrar su amor por la profesión policial. Y Palomo no soportaba eso; hubiera incluso preferido que el registro de la maleta la hubiera hecho el agente en prácticas, al que le veía más sangre en las venas, pero no quiso hacerlo llamar de la puerta de la sala VIP del aeropuerto que era donde se encontraba, y tampoco dejar en mal lugar a su subinspector. “Mierda, pensó Palomo, no le corre sangre por las venas; le corre horchata”, mientras se situó entre la maleta y el argentino, dirigiéndose a él. 

“Vamos a ver, señor Ernesto, porque hemos quedado que se llama usted Ernesto, ¿no?, ya hemos revisado el contenido de su maleta y no hemos encontrado nada; aparentemente; ¿me puede usted asegurar que en la maleta no haya algo más que tenga usted que declarar?”. El argentino, con toda la seguridad que había demostrado desde un primer momento, respondió a la pregunta con un movimiento negativo de su cabeza. “¿Seguro? ¿Me tendré que poner los guantes para dar un repasito?, le conminó pegando su cara a la del detenido, quien, impasible, echó la cabeza para atrás respondiendo con un frío y casi amenazante “póngaselos”. Instintivamente, mientras se ponía los guantes de látex que sacó del bolsillo, cruzó la mirada conmigo, recibiendo, también inconscientemente, un movimiento asertivo de mi cabeza. Comenzó primero a golpear levemente con sus nudillos el fondo de la maleta, recorriéndolo todo de una manera muy minuciosa y cambiando deliberadamente de intensidad en los golpes, al tiempo que pegaba su oreja al interior, esperando encontrar algún desacorde en sus golpes. Todo le pareció normal. Pasó a continuación a repetir la misma operación con el fondo de la tapa de la maleta, teniendo el mismo resultado. Observé que durante todo su repiqueteo en los fondos me miró en varias ocasiones, aunque yo seguía centrado en la cara del porteño, confirmándome que guardaba algo. Y así fue. El inspector se centró con sus golpeos de nudillos en los laterales de la maleta, comprobando que pudiese haber una especie de cámara entre las paredes exteriores e interiores. Tras poder acceder a ella valiéndose de una de las hojas de su navaja multiusos, encontró algo que no iba buscando. “Pero si está aquí mi amigo Benjamín Franklin”, le dijo al argentino cogiendo un fajo de cincuenta billetes de cien dólares, para después seguir examinando todo el lateral de la maleta y encontrar otros seis fajos idénticos; en total treinta mil dólares. “¿Tiene algo que decir?”. “No sin la presencia de mi abogado”. Palomo en esta ocasión se quedó con las ganas de abofetearla nuevamente la cara, pero se lo pensó dos veces al reparar que Rafael Galán, el jefe de seguridad del aeropuerto, no tenía porqué ser testigo de algo que le pudiera perjudicar ante el juez: se conformó asiéndolo fuertemente por el brazo y empujándolo hasta la mesa, ordenándole que introdujera todas sus pertenencias en la maleta. El argentino comenzó a cumplir las indicaciones dadas por el inspector empezando injustificadamente por el neceser, ya que era el único objeto de sus pertenencias que no estaba a la vista, teniendo que sacarlo de debajo de alguna prenda de ropa que lo cubría. Para mí se delató, si bien yo tenía ya alguna sospecha de su neceser de cuero negro Pierre Cardin cuando lo sacó de la maleta el subinspector Álvarez, observando que cuando lo hacía, su propietario siguió con un interés especial el movimiento desde la maleta hasta la mesa. 

No pude reprimirme. “Bonito neceser; de marca, ¿no?”, le dije en un notorio tono inculpatorio. Todo se paralizó en la sala. El frío volvió a adueñarse de todos los rincones. Las miradas se convirtieron en dagas asesinas, y el argentino, derrotado ya de tantos golpes recibidos, se atrincheró en su fingido valor para recibir el penúltimo de sus golpes, pasando por su cabeza que aunque le habían vencido en todas las batallas, la guerra aun no estaba perdida. Y atacó. “Cabrón boludo hijo de puta, no sabés dónde habés pisado; la repuerca de la concha de tu m......”. No llegó a finalizar la frase, pues nuevamente el inspector Palomo, esta vez sin siquiera tener en cuenta la presencia del jefe de seguridad, le abofeteó la cara sin quitarse los guantes de látex, recogiéndolo inmediatamente del suelo, tirándole fuertemente de la solapa de su chaqueta y colocándolo de nuevo delante de la mesa. Tras vaciar sobre la mesa sin ningún tipo de miramiento todo el contenido del neceser y analizar su interior, comprobó que tenía un doble fondo, abriéndolo también sin miramiento con la punta de su navaja y comprobando que en su interior había otro fajo de billetes de cien dólares y dos pasaportes, uno a nombre de Honorio Sanjuán y otro a nombre de Antonio Saavedra, aunque los dos con la misma fotografía. “Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi abogado”.

Para mi amigo Andy en su 30 cumpleaños  https://www.youtube.com/watch?v=wSCUV7ysBbI

No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.


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