Vigésimo
cuarto día de confinamiento descoronavizante y parece ser, según
las cifras de ayer, que algo más ilusionante. Y me he servido del
término ilusionante porque es un término que ahora que parece que
nos encontramos en lo más hondo del hoyo, pero dando lo primeros
pasos de subida en la pendiente, no debemos de echarlo fuera de
nuestra mente. Hablé ayer de responsabilidad y de solidaridad, pero
hay que hablar también de ilusión. Términos los tres que debemos y
tenemos la obligación de abrazar con las mismas fuerzas que cuando
damos un abrazo sincero; términos que nos sacarán del agujero en el
que estamos metidos.
Y
ahora vamos a enfrentarnos a los últimos retazos de nuestra
parisina, que ya es hora.
Pero
el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había
sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el
trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba
algo.
El
subinspector Álvarez, que luchaba para estar en la promoción que le
permitiese jugar en la misma liga que el inspector Palomo, dio por
terminado el registro de todas las pertenencias existentes en la
maleta de Ernesto Sanromán, volviéndose para su jefe y
preguntándole con la mirada que si con eso habían terminado ya. La
verdad era que, y eso no se me había pasado por alto desde un
principio, a pesar de ser compañeros de grupo, no existía lo que se
conoce como “feeling” entre los dos; y no ya porque uno fuera
subordinado del otro; no, la cosa no iba por ahí. El hecho de esas
diferencias radicaba en que mientras Palomo había sido desde que
entró en el cuerpo, hacía ya más de veinte años, un hombre de
calle, curtido en mil batallas en las que se jugaba el pellejo en
cada una de ellas, lo que curtió, Álvarez, salvo los dos o tres
primeros años de servicio, hacía también otros veinte años,
siempre había sido hombre de oficina; muy educado y buena gente, sí,
pero sin experiencia en casos reales en los que había que demostrar
su amor por la profesión policial. Y Palomo no soportaba eso;
hubiera incluso preferido que el registro de la maleta la hubiera
hecho el agente en prácticas, al que le veía más sangre en las
venas, pero no quiso hacerlo llamar de la puerta de la sala VIP del
aeropuerto que era donde se encontraba, y tampoco dejar en mal lugar
a su subinspector. “Mierda, pensó Palomo, no le corre sangre por
las venas; le corre horchata”, mientras se situó entre la maleta y
el argentino, dirigiéndose a él.
“Vamos a ver, señor Ernesto,
porque hemos quedado que se llama usted Ernesto, ¿no?, ya hemos
revisado el contenido de su maleta y no hemos encontrado nada;
aparentemente; ¿me puede usted asegurar que en la maleta no haya
algo más que tenga usted que declarar?”. El argentino, con toda la
seguridad que había demostrado desde un primer momento, respondió a
la pregunta con un movimiento negativo de su cabeza. “¿Seguro? ¿Me
tendré que poner los guantes para dar un repasito?, le conminó
pegando su cara a la del detenido, quien, impasible, echó la cabeza
para atrás respondiendo con un frío y casi amenazante “póngaselos”.
Instintivamente, mientras se ponía los guantes de látex que sacó
del bolsillo, cruzó la mirada conmigo, recibiendo, también
inconscientemente, un movimiento asertivo de mi cabeza. Comenzó
primero a golpear levemente con sus nudillos el fondo de la maleta,
recorriéndolo todo de una manera muy minuciosa y cambiando
deliberadamente de intensidad en los golpes, al tiempo que pegaba su
oreja al interior, esperando encontrar algún desacorde en sus
golpes. Todo le pareció normal. Pasó a continuación a repetir la
misma operación con el fondo de la tapa de la maleta, teniendo el
mismo resultado. Observé que durante todo su repiqueteo en los
fondos me miró en varias ocasiones, aunque yo seguía centrado en la
cara del porteño, confirmándome que guardaba algo. Y así fue. El
inspector se centró con sus golpeos de nudillos en los laterales de
la maleta, comprobando que pudiese haber una especie de cámara entre
las paredes exteriores e interiores. Tras poder acceder a ella
valiéndose de una de las hojas de su navaja multiusos, encontró
algo que no iba buscando. “Pero si está aquí mi amigo Benjamín
Franklin”, le dijo al argentino cogiendo un fajo de cincuenta billetes
de cien dólares, para después seguir examinando todo el
lateral de la maleta y encontrar otros seis fajos idénticos; en
total treinta mil dólares. “¿Tiene algo que decir?”. “No sin
la presencia de mi abogado”. Palomo en esta ocasión se quedó con
las ganas de abofetearla nuevamente la cara, pero se lo pensó dos
veces al reparar que Rafael Galán, el jefe de seguridad del
aeropuerto, no tenía porqué ser testigo de algo que le pudiera
perjudicar ante el juez: se conformó asiéndolo fuertemente por el
brazo y empujándolo hasta la mesa, ordenándole que introdujera
todas sus pertenencias en la maleta. El argentino comenzó a cumplir
las indicaciones dadas por el inspector empezando injustificadamente
por el neceser, ya que era el único objeto de sus pertenencias que
no estaba a la vista, teniendo que sacarlo de debajo de alguna prenda
de ropa que lo cubría. Para mí se delató, si bien yo tenía ya
alguna sospecha de su neceser de cuero negro Pierre Cardin cuando lo
sacó de la maleta el subinspector Álvarez, observando que cuando lo
hacía, su propietario siguió con un interés especial el movimiento
desde la maleta hasta la mesa.
No
pude reprimirme. “Bonito neceser; de marca, ¿no?”, le dije en un
notorio tono inculpatorio. Todo se paralizó en la sala. El frío
volvió a adueñarse de todos los rincones. Las miradas se
convirtieron en dagas asesinas, y el argentino, derrotado ya de
tantos golpes recibidos, se atrincheró en su fingido valor para
recibir el penúltimo de sus golpes, pasando por su cabeza que aunque
le habían vencido en todas las batallas, la guerra aun no estaba
perdida. Y atacó. “Cabrón boludo hijo de puta, no sabés dónde
habés pisado; la repuerca de la concha de tu m......”. No llegó a
finalizar la frase, pues nuevamente el inspector Palomo, esta vez sin
siquiera tener en cuenta la presencia del jefe de seguridad, le
abofeteó la cara sin quitarse los guantes de látex, recogiéndolo
inmediatamente del suelo, tirándole fuertemente de la solapa de su
chaqueta y colocándolo de nuevo delante de la mesa. Tras vaciar
sobre la mesa sin ningún tipo de miramiento todo el contenido del
neceser y analizar su interior, comprobó que tenía un doble fondo,
abriéndolo también sin miramiento con la punta de su navaja y
comprobando que en su interior había otro fajo de billetes de cien dólares y dos pasaportes, uno a nombre de Honorio Sanjuán
y otro a nombre de Antonio Saavedra, aunque los dos con la misma
fotografía. “Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó
Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi
abogado”.
Para mi amigo Andy en su 30 cumpleaños https://www.youtube.com/watch?v=wSCUV7ysBbI
Para mi amigo Andy en su 30 cumpleaños https://www.youtube.com/watch?v=wSCUV7ysBbI
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso
de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está
demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te
haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.