Vigésimo
día de confinamiento por culpa del coronavirus. Hoy las cifras
tampoco son buenas, pero en días como hoy es cuando hay que sacar
fuerza y dar un fuerte arreón hacia delante; con más fuerza, con
más fe y con más esperanza. Es el momento de confiar más que nunca
en todo ese personal que nos va a sacar de esto y que ya mencioné
ayer; incluso, aunque no quiero hablar de ellos, vamos a confiar en
los políticos; en los de un lado y en los del otro, porque tantos
los unos como los otros........., “están pa comérselos”. Pero
ya habrá momentos cuando acabemos con el bicho, que no va a ser muy
tarde, que habrá que rendir cuentas de muchas cosas, y vamos a
meternos todos en ese “rendir cuentas”. Porque se están
perdiendo muchas cosas hermosas en esto días. Se están perdiendo
muchos besos y muchos abrazos, muchas sonrisas y muchas miradas en
distancias cortas. Y yo me pregunto, parafraseando a un cantautor
español, “a donde irán los besos que guardamos, que no damos; a
dónde irá ese abrazo, si no llegas nunca a darlo”.
Seguiremos
con nuestra parisina.
También
anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe
de seguridad del aeropuerto; le dices que por favor nos haga llegar
esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes,
mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate
tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad
se encargará el subinspector Álvarez”.
Los
tres, el inspector Palomo, el argentino y yo, nos quedamos solos en
la fría sala, a la espera de los acontecimientos que pudiesen venir
con la llegada de los nuevos invitados a la fiesta tan especial que
estábamos celebrando. Yo, y lo recuerdo como si fuera ayer,
principalmente porque aquel día fue de esos que no se olvidan nunca
en la vida de una persona, me encontraba muy tranquilo, como si no me
estuviera jugando nada, y “ya ve”, si las cosas se torcían un
poco, podían dar con mis huesos en la cárcel. Pero no, yo estaba
sosegado. No sé si esa serenidad mía estaba motivada porque,
creyendo fielmente en mi verdad, esperaba que el documento firmado
por el Honorio de los cojones se encontraría durmiendo en el
interior de la agenda de mi esposa que siempre suele descansar en el
fondo de su bolso junto a un sinfín de abalorios, perifollos y
pinturetas, comunes todos ellos en todo bolso de mujer, o bien era
producida por la imagen que tenía delante de mis ojos, a poco más
de un metro. Efectivamente, hasta ahora no me había fijado bien en
la belleza de mi parisina, que, dormitando en lo alto de la mesa, me
transmitía seguridad. Allí, como ángel yacente, flanqueada por
tres de sus cuatro costados, trataba de expandir su belleza por toda
la sala. Flanqueada por el bien, por el mal y por la justicia; por
mí, que representaba la verdad y el bien, por el argentino, símbolo
del mal y la mentira, y por el inspector, encargado de ejecutar la
justicia. No creo yo que fuera el único en la sala que estuviera
fascinado por tanta belleza; de una u otra manera, su popurrí de
colores de fuego y ocres hacía necesario que toda persona que la
observara, se sintiera atraída, y porqué no decirlo también,
embrujada, con tanto arte otoñal. Fue desde entonces, y tengo que
admitirlo, que el otoño para mí siempre ha sido otra primavera.
Pero
el embrujo en que me vi envuelto durante el largo periodo de
silencio, llegó a su fin cuando se oyeron dos repiqueteos en la
puerta para a continuación, sin recibir respuesta desde el interior,
abrirse de inmediato. “Mi inspector, en la puerta se encuentra la
señora, ¿la hago pasar?”. “Hágala pasar, pero adviértale que
solo responderá a mis preguntas”. “Y a usted, dirigiéndose a
mí, le ruego que no intervenga si yo no se lo pido. Siga sentado de
espalda a la puerta y no se vuelva”. Las órdenes del inspector
fueron claras: las respuestas de mi mujer serían sin que ni yo la
mirase. Lógico y normal, me dije; peor hubiera sido que me hubiera
invitado a salir; así por lo menos me enteraría de sus respuestas.
Y comenzó el agente con su interrogatorio. “Señora, le pediría
que sus respuestas fueran lo más lacónicas posible, que no se me
extienda más de lo preciso; así acabamos antes. ¿Es usted la
esposa del señor que está sentado de espaldas? “Sí”,
respondió. “Conoce usted al señor que está sentado de frente, y
si así es, de qué lo conoce?”. "Le conozco de vista. No he hablado
nunca con él directamente; bueno sí, en una ocasión. Le conocí en
el aeropuerto de Madrid, cuando se dirigía a la cafetería a
comprarle el lienzo de la parisina a mi marido, habiéndonos cruzado
cuando yo salía y él entraba. Después le volví a ver en la puerta
de embarque cuando nos hizo el favor de coger una bolsa con compras
que yo hice en el aeropuerto y que no me dejaban embarcar porque ya
llevaba una bolsa de mano, sirviéndole mi bolsa para meter el canuto
con el lienzo en su interior que mi marido ya le había vendido”,
respondió con gran seguridad después de haber mirado al argentino. “¿Y me puede decir usted por cuánto
le vendió el lienzo su marido al señor Ernesto?”. Tras esta
pregunta, ella titubeo un poco y dejó de mirar al inspector para
volver su vista nuevamente hacia el argentino, saliéndose un poco de la
pregunta que le había hecho el agente. “No sabía yo que se
llamara Ernesto. Quiero recordar que en el papel que firmó había
escrito otro nombre; Honorio, Horacio; no sé; tendría que mirarlo”.
“Por favor, señora, cíñase a la pregunta que le he hecho, ¿en
cuánto le vendió el lienzo su marido a ese señor?”. Aquí ella
volvió a sentirse dubitativa, expresión que comprendió
perfectamente el agente, saliéndole al paso inmediatamente. “Señora,
quiero saber la cantidad que recibió su marido por el lienzo, no el precio que esté reflejado por la venta en cualquier papel”. Ella lo captó de
inmediato. Cobró noventa mil pesetas, aunque en el documento que
firmaron consta otra cantidad”. Todas las respuestas que estaba
dando se ceñían a la verdad, al relato que yo había dado. Sus
respuestas reforzaron mi tranquilidad y mi seguridad, pero más lo
hizo aun la cara que se le estaba poniendo al puto argentino, que no
dejaba de moverse en la silla dando signos de nerviosismo; en un par
de ocasiones observé cómo se introducía las manos en los bolsillos
de su chaqueta y hacía los gestos como si rebuscara algo; a la
segunda, acordándome de la chequera del banco de Galicia y Buenos
Aires que en varias ocasiones casi me refregó por la cara, hice como un ademán de levantarme para llamar la atención
del inspector e indicarle con unos gestos con el rostro y con la
manos que Honorio no dejaba de rebuscarse en su chaqueta, gestos que
el inspector interpretó enseguida y le indicó que pusiese las manos
encima de la mesa. Aparentemente, pensé, el inspector está de
nuestro lado, del lado de la verdad. “¿Y tendría usted a mano
ese documento de compraventa?”. “Sí señor”, le respondió mi
esposa echando mano al bolso que lo llevaba colgado del hombro
derecho. Como era de esperar, comenzó a hurgar en el fondo del bolso
buscando el documento, tardando más de lo normal, por lo que el
inspector la invitó a que lo pusiera encima de la mesa,
desplazando hacia un lateral la parisina y los dos documentos de
compraventa que se encontraban también encima, además del canuto de
cartón que rodando cayó hasta el suelo, siendo recogido de inmediato por el agente en prácticas. Ella sacó la cartera, la
agenda de donde habían salido las dos hojas para firmar el documento
de compraventa con el argentino, en cuyo interior no se encontraba
como yo esperaba el que andaba buscando, dos mecheros, un paquete de
ducados, un paquete de chicle de menta, dos pinta labios y algunas
cosas más que ahora no recuerdo. Después de buscar y de no
encontrar lo buscado, cambiándole un poco el rictus de su cara, se
le oyó decir, “perdón …..., ahora que lo recuerdo....., que lo
metí en uno de los bolsillos”. Efectivamente. Abrió la cremallera
interior de uno de los bolsillos interiores de su bolso Burberry de
color negro que le regalé en su anterior onomástica y que le compré
en el Corte Inglés de San Fernando, y sacó el dichoso documento de
compraventa, abriéndolo, cerciorándose que era lo que buscaba y
entregándoselo al inspector, quien lo revisó y comprobó que todo
lo que yo le había dicho era cierto. Fue en el preciso momento en el
que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de
compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se
dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta
y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del
aeropuerto, Rafael Galán.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR
EN CASA”.
Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor
solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los
desaprensivos. Ya queda menos.
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