jueves, 2 de abril de 2020

VIGÉSIMO DÍA

Vigésimo día de confinamiento por culpa del coronavirus. Hoy las cifras tampoco son buenas, pero en días como hoy es cuando hay que sacar fuerza y dar un fuerte arreón hacia delante; con más fuerza, con más fe y con más esperanza. Es el momento de confiar más que nunca en todo ese personal que nos va a sacar de esto y que ya mencioné ayer; incluso, aunque no quiero hablar de ellos, vamos a confiar en los políticos; en los de un lado y en los del otro, porque tantos los unos como los otros........., “están pa comérselos”. Pero ya habrá momentos cuando acabemos con el bicho, que no va a ser muy tarde, que habrá que rendir cuentas de muchas cosas, y vamos a meternos todos en ese “rendir cuentas”. Porque se están perdiendo muchas cosas hermosas en esto días. Se están perdiendo muchos besos y muchos abrazos, muchas sonrisas y muchas miradas en distancias cortas. Y yo me pregunto, parafraseando a un cantautor español, “a donde irán los besos que guardamos, que no damos; a dónde irá ese abrazo, si no llegas nunca a darlo”. 



Seguiremos con nuestra parisina.

También anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe de seguridad del aeropuerto; le dices que por favor nos haga llegar esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes, mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad se encargará el subinspector Álvarez”.
Los tres, el inspector Palomo, el argentino y yo, nos quedamos solos en la fría sala, a la espera de los acontecimientos que pudiesen venir con la llegada de los nuevos invitados a la fiesta tan especial que estábamos celebrando. Yo, y lo recuerdo como si fuera ayer, principalmente porque aquel día fue de esos que no se olvidan nunca en la vida de una persona, me encontraba muy tranquilo, como si no me estuviera jugando nada, y “ya ve”, si las cosas se torcían un poco, podían dar con mis huesos en la cárcel. Pero no, yo estaba sosegado. No sé si esa serenidad mía estaba motivada porque, creyendo fielmente en mi verdad, esperaba que el documento firmado por el Honorio de los cojones se encontraría durmiendo en el interior de la agenda de mi esposa que siempre suele descansar en el fondo de su bolso junto a un sinfín de abalorios, perifollos y pinturetas, comunes todos ellos en todo bolso de mujer, o bien era producida por la imagen que tenía delante de mis ojos, a poco más de un metro. Efectivamente, hasta ahora no me había fijado bien en la belleza de mi parisina, que, dormitando en lo alto de la mesa, me transmitía seguridad. Allí, como ángel yacente, flanqueada por tres de sus cuatro costados, trataba de expandir su belleza por toda la sala. Flanqueada por el bien, por el mal y por la justicia; por mí, que representaba la verdad y el bien, por el argentino, símbolo del mal y la mentira, y por el inspector, encargado de ejecutar la justicia. No creo yo que fuera el único en la sala que estuviera fascinado por tanta belleza; de una u otra manera, su popurrí de colores de fuego y ocres hacía necesario que toda persona que la observara, se sintiera atraída, y porqué no decirlo también, embrujada, con tanto arte otoñal. Fue desde entonces, y tengo que admitirlo, que el otoño para mí siempre ha sido otra primavera.
Pero el embrujo en que me vi envuelto durante el largo periodo de silencio, llegó a su fin cuando se oyeron dos repiqueteos en la puerta para a continuación, sin recibir respuesta desde el interior, abrirse de inmediato. “Mi inspector, en la puerta se encuentra la señora, ¿la hago pasar?”. “Hágala pasar, pero adviértale que solo responderá a mis preguntas”. “Y a usted, dirigiéndose a mí, le ruego que no intervenga si yo no se lo pido. Siga sentado de espalda a la puerta y no se vuelva”. Las órdenes del inspector fueron claras: las respuestas de mi mujer serían sin que ni yo la mirase. Lógico y normal, me dije; peor hubiera sido que me hubiera invitado a salir; así por lo menos me enteraría de sus respuestas. Y comenzó el agente con su interrogatorio. “Señora, le pediría que sus respuestas fueran lo más lacónicas posible, que no se me extienda más de lo preciso; así acabamos antes. ¿Es usted la esposa del señor que está sentado de espaldas? “Sí”, respondió. “Conoce usted al señor que está sentado de frente, y si así es, de qué lo conoce?”. "Le conozco de vista. No he hablado nunca con él directamente; bueno sí, en una ocasión. Le conocí en el aeropuerto de Madrid, cuando se dirigía a la cafetería a comprarle el lienzo de la parisina a mi marido, habiéndonos cruzado cuando yo salía y él entraba. Después le volví a ver en la puerta de embarque cuando nos hizo el favor de coger una bolsa con compras que yo hice en el aeropuerto y que no me dejaban embarcar porque ya llevaba una bolsa de mano, sirviéndole mi bolsa para meter el canuto con el lienzo en su interior que mi marido ya le había vendido”, respondió con gran seguridad después de haber mirado al argentino. “¿Y me puede decir usted por cuánto le vendió el lienzo su marido al señor Ernesto?”. Tras esta pregunta, ella titubeo un poco y dejó de mirar al inspector para volver su vista nuevamente hacia el argentino, saliéndose un poco de la pregunta que le había hecho el agente. “No sabía yo que se llamara Ernesto. Quiero recordar que en el papel que firmó había escrito otro nombre; Honorio, Horacio; no sé; tendría que mirarlo”. “Por favor, señora, cíñase a la pregunta que le he hecho, ¿en cuánto le vendió el lienzo su marido a ese señor?”. Aquí ella volvió a sentirse dubitativa, expresión que comprendió perfectamente el agente, saliéndole al paso inmediatamente. “Señora, quiero saber la cantidad que recibió su marido por el lienzo, no el precio que esté reflejado por la venta en cualquier papel”. Ella lo captó de inmediato. Cobró noventa mil pesetas, aunque en el documento que firmaron consta otra cantidad”. Todas las respuestas que estaba dando se ceñían a la verdad, al relato que yo había dado. Sus respuestas reforzaron mi tranquilidad y mi seguridad, pero más lo hizo aun la cara que se le estaba poniendo al puto argentino, que no dejaba de moverse en la silla dando signos de nerviosismo; en un par de ocasiones observé cómo se introducía las manos en los bolsillos de su chaqueta y hacía los gestos como si rebuscara algo; a la segunda, acordándome de la chequera del banco de Galicia y Buenos Aires que en varias ocasiones casi me refregó por la cara, hice como un ademán de levantarme para llamar la atención del inspector e indicarle con unos gestos con el rostro y con la manos que Honorio no dejaba de rebuscarse en su chaqueta, gestos que el inspector interpretó enseguida y le indicó que pusiese las manos encima de la mesa. Aparentemente, pensé, el inspector está de nuestro lado, del lado de la verdad. “¿Y tendría usted a mano ese documento de compraventa?”. “Sí señor”, le respondió mi esposa echando mano al bolso que lo llevaba colgado del hombro derecho. Como era de esperar, comenzó a hurgar en el fondo del bolso buscando el documento, tardando más de lo normal, por lo que el inspector la invitó a que lo pusiera encima de la mesa, desplazando hacia un lateral la parisina y los dos documentos de compraventa que se encontraban también encima, además del canuto de cartón que rodando cayó hasta el suelo, siendo recogido de inmediato por el agente en prácticas. Ella sacó la cartera, la agenda de donde habían salido las dos hojas para firmar el documento de compraventa con el argentino, en cuyo interior no se encontraba como yo esperaba el que andaba buscando, dos mecheros, un paquete de ducados, un paquete de chicle de menta, dos pinta labios y algunas cosas más que ahora no recuerdo. Después de buscar y de no encontrar lo buscado, cambiándole un poco el rictus de su cara, se le oyó decir, “perdón …..., ahora que lo recuerdo....., que lo metí en uno de los bolsillos”. Efectivamente. Abrió la cremallera interior de uno de los bolsillos interiores de su bolso Burberry de color negro que le regalé en su anterior onomástica y que le compré en el Corte Inglés de San Fernando, y sacó el dichoso documento de compraventa, abriéndolo, cerciorándose que era lo que buscaba y entregándoselo al inspector, quien lo revisó y comprobó que todo lo que yo le había dicho era cierto. Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.

No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.


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