martes, 7 de abril de 2020

VIGÉSIMO QUINTO DÍA

Vigésimo quinto día de confinamiento descoronavizante y estoy comenzando a preocuparme, a preocuparme mucho, mucho, mucho. Pero, aunque el problema lo tenemos encima y es real y de muy difícil solución, esta preocupación no viene dada por la pandemia del COVID-19, que en España, según los números de estos dos últimos días, parece que la curva ha dejado de llevar tendencia ascendente. Estoy preocupado por el clima de crispación que estamos viviendo en la prensa y en las redes sociales. 
Es inadmisible que en una sociedad que se jacta de demócrata, hayan olvidado que la solución para salir de esta pandemia no entiende de partidos políticos ni de creencias, no entiende de votos ni de poner zancadillas al que me quite la posibilidad de conseguir puestos relevantes en la administración para mí y mis amiguetes. No se dan cuenta unos y otros, otros y unos que lo único que están fomentando es la vuelta a aquella realidad social que tanto nos menguó, la de las “dos Españas”. ¿Nadie ha pensado que cuando se venza al puto bicho este, el gran problema con el que nos vamos a enfrentar va a ser el de la recuperación económica? ¿Y no se dan cuenta que lo que están haciendo ahora es calentar el ambiente para que el pueblo no esté lo suficientemente predispuesto a llevar a cabo esa recuperación? Pues a ver si se enteran de una puñetera vez unos y otros, otros y unos. Dejémonos de analizar la paja y vamos a centrarnos en el grano. 


Y ahora nos vamos a enfrentar a narrar los últimos coletazos de esta historia de la parisina, que ya no sé si es mía, del argentino o es de vosotros.

Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi abogado”.
Quién me iba a decir a mí que la compra de un óleo como otro cualquiera, por muy bonita que fuera mi parisina, iba a traer tanta cola, que un tío orondo con aspecto bonachón y bien vestido pudiera encerrar tanto y ser tan hijo de puta; está claro que las apariencias engañan, y que a mí, al no estar en guardia me cogió en total fuera de juego. Lo que no esperaba el porteño este de los cojones es que cuando me puse “el puñal en la boca” y la cinta en la cabeza al estilo Rambo, le iban a llover los problemas; ni él ni los cuatros peces gordos que con toda seguridad se encuentran detrás del comercio ilícito de obras de arte. 


El inspector Palomo, con un poquito de ayuda mía, había solucionado la falsa identidad del argentino, además de un posible intento de tráfico de divisas, pero a esas alturas ya del día, sin haber cenado siquiera, se encontraba sin aclarar la verdadera identidad del óleo que tantos quebraderos de cabeza le estaban ocasionando, ya que los agentes franceses no llegaban hasta la mañana del día siguiente. Fue por lo que decidió hacer unas llamadas telefónicas para organizar cómo íbamos a pasar la noche. De momento decidió que el argentino pasara en calidad de detenido incomunicado en los calabozos de la comisaría de policía de la avenida de Blas Infante, por lo que movió los hilos para que un par de agentes lo trasladasen hasta dicha comisaría, ordenándole al subinspector que la sala de interrogatorios con las pertenencias del argentino, incluida mi parisina, que cada momento que pasaba la veía más lejos de llenar uno de los laterales de mi salón, quedaría custodiada toda la noche por otro par de agentes, mientras ellos se retiraban a descansar a un hostal que le había recomendado Rafael Galán, allá por la Puerta de la Carne, y qué el mismo le gestionó por teléfono.
¿Y con usted que hago?, dijo dirigiéndose a mí. Sé que no es culpable de nada, que no tiene nada, absolutamente nada que ver con lo que haya detrás del dichoso óleo; pero como comprenderá, no puedo dejarlo en libertad. Compréndame”. “Usted dirá, señor inspector; yo no puedo mover ficha mientras usted no lo haga; la pelota está en su tejado, pero solo le adelanto que lo de mi detención está difícil. Y le comprendo. Pero solo le pido que confíe en mí; creo que le he dado suficientes pruebas para hacerlo”. El inspector, con una media sonrisa cargada de dudas y pensamientos, captó perfectamente lo que quise decirle sin decirlo, al tiempo que vaciaba en el vaso, el medio botellín de cerveza de un tercio que le quedaba y que nos habíamos pedido, uno cada uno, en una cafetería del aeropuerto. “¿Entiendo que me propone que no le haga más preguntas y que esta noche le deje en libertad?”. “Entiende bien. Y para ello le propongo que como sé que mañana a primera hora debo de estar aquí un poco antes de que lleguen los franchutis, y como mi destino está a cien kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, lo que sería un fastidio para mí, que no ponga usted pega para que se marche mi esposa con su padre y que yo me quede a pasar la noche en uno de los mullidos sillones de la sala VIP; y si se quiere cubrir las espaldas, deje a un agente en la puerta para evitar mi hipotética huída”, le dije, observando cómo por su cabeza le pasaron intenciones de hacerme un sinfín de preguntas; pero no hizo ninguna. “Así lo haremos. Pero cuando termine mañana todo esto, que espero que así sea, creo que deberíamos de hablar largo y tendido, ¿no?”. “Sin problema alguno por mi parte; hablaré hasta donde pueda hablar. Solo le digo que ha actuado correctamente, porque si hubiera decidido llevarme al calabozo con el puto argentino, puede que le hubiese llamado personalmente su Director General”, le dije sin ningún tipo de recochineo; todo lo contrario. Confirmé con su decisión lo que ya había pensado durante el interrogatorio, que jugábamos en la misma liga; y cuando sucede eso, en muchas ocasiones sobran las explicaciones y la palabras.
Nos despedimos con un fuerte apretón de mano y yo me dirigí a la sala VIP a pasar la noche con un sandwich y una segunda cerveza, después de despedir a mi esposa y a mi suegro.
La verdad fue que aquella noche, a pesar de lo cansado que me encontraba, apenas di un par de cabezadas, principalmente porque había un par de parejas coreanas o japonesas, no recuerdo ahora muy bien, que cogían su vuelo a primera hora, que no dejaron de hablar en toda la noche. Lo que sí recuerdo, porque me llamó mucho la atención, es que no se quitaron ninguno de los cuatro la mascarilla que llevaban puesta, hecho este al que no estábamos acostumbrado a ver aquí en España hace unos treinta años. Sus razones tendrían. 

Y poco antes que diesen las nueve ya entraba por la puerta de la sala el inspector con ganas de tomarse un café. A esa hora ya me había tomado dos, pero le acompañé tomándome un tercero. “Los franceses están a punto de tomar tierra. Pasaron la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana. Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.

No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

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