lunes, 13 de abril de 2020

LA PARISINA (capítulo 3)





CAPÍTULO III

También anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe de seguridad del aeropuerto; le dices que por favor nos haga llegar esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes, mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad se encargará el subisnspector Álvarez”.
Los tres, el inspector Palomo, el argentino y yo, nos quedamos solos en la fría sala, a la espera de los acontecimientos que pudiesen venir con la llegada de los nuevos invitados a la fiesta tan especial que estábamos celebrando. Yo, y lo recuerdo como si fuera ayer, principalmente porque aquel día fue de esos que no se olvidan nunca en la vida de una persona, me encontraba muy tranquilo, como si no me estuviera jugando nada, y “ya ve”, si las cosas se torcían un poco, podían dar con mis huesos en la cárcel. Pero no, yo estaba sosegado. No sé si esa serenidad mía estaba motivada porque, creyendo fielmente en mi verdad, esperaba que el documento firmado por el Honorio de los cojones se encontraría durmiendo en el interior de la agenda de mi esposa que siempre suele descansar en el fondo de su bolso junto a un sinfín de abalorios, perifollos y pinturetas, comunes todos ellos en todo bolso de mujer, o bien era producida por la imagen que tenía delante de mis ojos, a poco más de un metro. Efectivamente, hasta ahora no me había fijado bien en la belleza de mi parisina, que, dormitando en lo alto de la mesa, me transmitía seguridad. Allí, como ángel yacente, flanqueada por tres de sus cuatro costados, trataba de expandir su belleza por toda la sala. Flanqueada por el bien, por el mal y por la justicia; por mí, que representaba la verdad y el bien, por el argentino, símbolo del mal y la mentira, y por el inspector, encargado de ejecutar la justicia. No creo yo que fuera el único en la sala que estuviera fascinado por tanta belleza; de una u otra manera, su popurrí de colores de fuego y ocres hacía necesario que toda persona que la observara, se sintiera atraída, y porqué no decirlo también, embrujada, con tanto arte otoñal. Fue desde entonces, y tengo que admitirlo, que el otoño para mí siempre ha sido otra primavera.
Pero el embrujo en que me vi envuelto durante el largo periodo de silencio, llegó a su fin cuando se oyeron dos repiqueteos en la puerta para a continuación, sin recibir respuesta desde el interior, abrirse de inmediato. “Mi inspector, en la puerta se encuentra la señora, ¿la hago pasar?”. “Hágala pasar, pero adviértale que solo responderá a mis preguntas”. “Y a usted, dirigiéndose a mí, le ruego que no intervenga si yo no se lo pido. Siga sentado de espalda a la puerta y no se vuelva”. Las órdenes del inspector fueron claras: las respuestas de mi mujer serían sin que ni yo la mirase. Lógico y normal, me dije; peor hubiera sido que me hubiera invitado a salir; así por lo menos me enteraría de sus respuestas. Y comenzó el agente con su interrogatorio. “Señora, le pediría que sus respuestas fueran lo más lacónicas posible, que no se me extienda más de lo preciso; así acabamos antes. ¿Es usted la esposa del señor que está sentado de espaldas? “Sí”, respondió. “Conoce usted al señor que está sentado de frente, y si así es, de qué lo conoce?”. "Le conozco de vista. No he hablado nunca con él directamente; bueno sí, en una ocasión. Le conocí en el aeropuerto de Madrid, cuando se dirigía a la cafetería a comprarle el lienzo de la parisina a mi marido, habiéndonos cruzado cuando yo salía y él entraba. Después le volví a ver en la puerta de embarque cuando nos hizo el favor de coger una bolsa con compras que yo hice en el aeropuerto y que no me dejaban embarcar porque ya llevaba una bolsa de mano, sirviéndole mi bolsa para meter el canuto con el lienzo en su interior que mi marido ya le había vendido”, respondió con gran seguridad después de haber mirado al argentino. “¿Y me puede decir usted por cuánto le vendió el lienzo su marido al señor Ernesto?”. Tras esta pregunta, ella titubeo un poco y dejó de mirar al inspector para volver su vista nuevamente hacia el argentino, saliéndose un poco de la pregunta que le había hecho el agente. “No sabía yo que se llamara Ernesto. Quiero recordar que en el papel que firmó había escrito otro nombre; Honorio, Horacio; no sé; tendría que mirarlo”. “Por favor, señora, cíñase a la pregunta que le he hecho, ¿en cuánto le vendió el lienzo su marido a ese señor?”. Aquí ella volvió a sentirse dubitativa, expresión que comprendió perfectamente el agente, saliéndole al paso inmediatamente. “Señora, quiero saber la cantidad que recibió su marido por el lienzo, no el precio que esté reflejado por la venta en cualquier papel”. Ella lo captó de inmediato. Cobró noventa mil pesetas, aunque en el documento que firmaron consta otra cantidad”. Todas las respuestas que estaba dando se ceñían a la verdad, al relato que yo había dado. Sus respuestas reforzaron mi tranquilidad y mi seguridad, pero más lo hizo aun la cara que se le estaba poniendo al puto argentino, que no dejaba de moverse en la silla dando signos de nerviosismo; en un par de ocasiones observé cómo se introducía las manos en los bolsillos de su chaqueta y hacía los gestos como si rebuscara algo; a la segunda, acordándome de la chequera del banco de Galicia y Buenos Aires que en varias ocasiones casi me refregó por la cara, hice como un ademán de levantarme para llamar la atención del inspector e indicarle con unos gestos con el rostro y con la manos que Honorio no dejaba de rebuscarse en su chaqueta, gestos que el inspector interpretó enseguida y le indicó que pusiese las manos encima de la mesa. Aparentemente, pensé, el inspector está de nuestro lado, del lado de la verdad. “¿Y tendría usted a mano ese documento de compraventa?”. “Sí señor”, le respondió mi esposa echando mano al bolso que lo llevaba colgado del hombro derecho. Como era de esperar, comenzó a hurgar en el fondo del bolso buscando el documento, tardando más de lo normal, por lo que el inspector la invitó a que lo pusiera encima de la mesa, desplazando hacia un lateral la parisina y los dos documentos de compraventa que se encontraban también encima, además del canuto de cartón que rodando cayó hasta el suelo, siendo recogido de inmediato por el agente en prácticas. Ella sacó la cartera, la agenda de donde habían salido las dos hojas para firmar el documento de compraventa con el argentino, en cuyo interior no se encontraba como yo esperaba el que andaba buscando, dos mecheros, un paquete de ducados, un paquete de chicle de menta, dos pinta labios y algunas cosas más que ahora no recuerdo. Después de buscar y de no encontrar lo buscado, cambiándole un poco el rictus de su cara, se le oyó decir, “perdón …..., ahora que lo recuerdo....., que lo metí en uno de los bolsillos”. Efectivamente. Abrió la cremallera interior de uno de los bolsillos interiores de su bolso Burberry de color negro que le regalé en su anterior onomástica y que le compré en el Corte Inglés de San Fernando, y sacó el dichoso documento de compraventa, abriéndolo, cerciorándose que era lo que buscaba y entregándoselo al inspector, quien lo revisó y comprobó que todo lo que yo le había dicho era cierto. Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.

Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.
El inspector, con buen parecer, decidió que el interrogatorio con el argentino debería de aplazarse hasta que no departiera con el señor Galán, al que recordaba de un servicio que tuvo que llevar a cabo hacía poco más de un año en el aeropuerto de San Pablo y del que guardaba un muy buen recuerdo. Pero antes de dirigirse al jefe de seguridad del aeropuerto, al que le envió un saludo gestual acompañado de una sincera sonrisa, invitó a mi esposa a que recogiese todas sus pertenencias que estaban esparcidas en un extremo de la mesa y que las metiese nuevamente en su bolso, a excepción del documento de compraventa. “Señora, con usted hemos terminado por ahora. Puede recoger sus pertenencias y volver con su familiar, aunque le digo que no va a ser posible que abandone todavía el aeropuerto; no creo que el señor Galán le ponga ninguna objeción para que la espera la pueda hacer en la sala VIP”, buscando cuando terminó la frase, el asentimiento del jefe de seguridad, encontrándolo de inmediato. La sorpresa de todos los ocupantes de la sala fue que cuando mi esposa estaba procediendo a recoger sus pertenencias en el bolso, se oyó la voz del argentino: “perdón, tengo la boca algo seca; ¿le importaría a vos, dirigiéndose a mi esposa, hacerme llegar un par de chicles?”. Todos se quedaron extrañados con la petición, procediendo el inspector a asentir ante la mirada que le hizo mi esposa. “Tome, quédese con el paquete”, dijo ella, lanzándoselo delante de las manos.
Mi esposa salió de la sala acompañada del agente en prácticas y de mi mirada, al tiempo que el inspector y el jefe de seguridad, después de un saludo efusivo entre los dos, salieron también de la sala y comenzaron a hablar nada más salir de la misma. Yo agudicé mis oídos para oír la conversación, a la que asistió también el subinspector Álvarez, dándole descaradamente la espalda al argentino; percibí más o menos las peticiones que le estaba haciendo el agente jefe del dispositivo, pero de pronto oí como un chirrido a mis espaldas, volviendo la cara de inmediato y quise percibir que el Honorio de los cojones había arrastrado la silla no sé para qué; lo que sí observé fue que las manos volvían encima de la mesa y cogían un par de chicles del paquete que le dejó mi esposa. “Buen sabor tienen estas gomas de mascar; puro sabor a ananás; vos tenés suerte con la mujer que le tocó”,me dijo con cierto aire de sorna.
Los dos agentes entraron nuevamente en la sala, cerrando la puerta por dentro, mientras el jefe de seguridad se encaminó a conseguir todas las peticiones que le había demandado el inspector Palomo. Por lo que yo pude oír, hasta que me sobresaltó el chirrido provocado por la silla, le había pedido que hiciese llegar el equipaje de Ernesto, la lista de embarque del vuelo Madrid Sevilla, así como la del vuelo París Madrid. “Bueno, señor Ernesto Sanromán, prosigamos con lo nuestro”, dijo el inspector volviendo a coger los dos documentos que le iba a enseñar cuando llegó el jefe de seguridad del aeropuerto y acercándose al argentino. “Veo claro que los dos documentos son idénticos salvo que en uno de ellos hay dos firmas y en el otro tan solo la de nuestro amigo el vendedor”, señalándome a mí. “¿Es su firma la que está debajo de Honorio Sanjuán?”. “No. Le vuelvo a repetir que yo no sé nada ni conozco ni hasta hoy he oído hablar de ese tal Honorio. Yo lo único que deseo es que me traigáis mi valija y me dejéis partir de una vez por todas. ¡No tengo nada que ver con este quilombo!”. El inspector comenzó a dar vueltas, desesperado, impotente ante las pruebas que tenía y que no le permitían acusarlo, por mucho que pensara que sí lo era. Aunque en verdad, él era el primero que no tenía claro el motivo de la detención, ya que no le cuadraban en absoluto las dos versiones que tenía encima de la mesa: la del argentino y la mía. Como ya me comentó una vez resuelto el caso, lo único que tenía claro, y todo por teléfono, es que iban detrás del robo de un valioso cuadro cuyo porteador era el tal Ernesto Sanromán; pero aquí entraba yo con mi versión y le descuadraba todo por completo. Además, aunque la parisina que se encontraba yaciendo en lo alto de la mesa estaba bien, como él se preguntó muchas veces, no la veía para tener tanto valor como le comentaron desde París. Aquí había algo que se le escapaba.
Y entonces se dirigió hacia mí. “Señor, sintiéndolo mucho, porque creo que usted es inocente, me veo en la obligación de decirle que no va a poder abandonar esta sala; ni su señora tampoco. Hay algo más grande que las pruebas que usted nos aporta sobre ese documento por duplicado. Detrás de todo esto se encuentra el robo de una obra de arte, y aquí tan solo tenemos la que compró usted en París por setecientos francos. Me temo, y esto lo pienso yo, que detrás de todo este caso hay toda una organización criminal dedicada al robo de obras de arte y que se han servido de usted para sacarla de París sin levantar ningún tipo de sospecha. Además, no hay pruebas aparentes que me demuestren que este señor, refiriéndose al argentino, haya firmado el documento que aportó su señora esposa”. Yo, en vez de venirme abajo con el panorama tan sombrío que me había dibujado, pensé que era el momento de pasar al ataque. Sabía de antemanos que el caso ni lo iba a solucionar ni me tocaba a mí solucionarlo; yo lo único que debía de probar es que la venta del lienzo se la hice al puto argentino de los cojones y que la versión que yo di de los hechos, apostillada por la de mi mujer, era totalmente cierta y que en ningún momento mentí a los agentes. “Muy bien, señor inspector, le entiendo perfectamente, pero déjeme que pruebe un par de cosas. La primera, que el bolígrafo con el que redactamos los documentos es propiedad del señor Ernesto o del señor Honorio, o como coño se llame”. “Dígame usted cómo lo va a probar”, mostrándose dispuesto a mi propuesta. “Que se saque de uno de sus bolsillos el bolígrafo Mont Blanc que cuando lo vea usted me dará la razón que es muy llamativo, y que además, tiene la misma tinta con la que se escribieron los dos documentos”. Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha probado la primera de las cosas de que me hablaba, ¿y la segunda?

Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha demostrado la primera de las cosas de las que me hablaba, ¿y la segunda?
La verdad fue que, a sabiendas del follón en el que estaba metido sin partirlo ni probarlo, el hecho de ver la cara del argentino, totalmente henchida de ofuscación al probar lo de su bolígrafo, me reconfortó mucho, y más cuando tras garabatear el inspector con el Mont Blanc en un folio en blanco que se sacó de su maletín comparando la tinta con los documentos de compraventa, y hacer el comentario de “¡coño, qué maravilla; cómo se desliza en el papel el dichoso bolígrafo!; en verdad es que hay diferencia entre escribir con esto y hacerlo con un bolin o un bic”, se los puso por delante, preguntándole “¿puede negar ahora que con su bolígrafo no se escribió este documento?, ¿y puede negar que la firma que hay encima de Honorio Sanjuán no la hizo usted? “Le vuelvo a repetir, señor agente, que no conozco al tal Honorio?, le contestó de muy malas maneras, tosiendo fuerte y repetidas veces, por lo que se llevó las manos a la boca. Palomo volvió a la carga: “no le he dicho que si conoce al tal Honorio Sanjuán, lo que le he preguntado es que si usted ha firmado encima del nombre de Honorio. Respóndame, carajo, de una puta vez”. El porteño se vio cogido sin respuesta alguna, por lo que acudió al tópico de “no responderé sin la presencia de mi abogado”. Había quedado claro, por lo menos para mí, y para los agentes también, que la rúbrica que aparecía junto a la mía en el documento de compraventa era la suya; daba igual que se llamase Honorio, Ernesto o Periquito el de lo Palotes, que en verdad cualquiera sabía cuál sería su verdadero nombre.
Fue después de la negativa del argentino a no declarar sin la presencia de su abogado, y después que le diera un doble golpe en el hombro sin fuerza alguna, como diciéndole, “estás pillado, pibe”, cuando el inspector se me dirigió pidiéndome cuál era la segunda prueba de la que yo hablaba.
Yo no quería alargar más la situación que estaba viviendo, pero era sabedor que la única manera que había para que acabase aquella pesadilla era que viniesen prontos los agentes gabachos. Aun así quería darle otro revolcón al puto porteño de los cojones, y que conste que yo no tengo nada en contra de los argentinos; todo lo contrario, me caen pero que muy bien; de hecho, mi dentista es argentino, al igual que mi compañero de pádel; vaya eso por delante. Pero el Honorio este, pensé en aquel momento, me había jodido mi viaje a París; hoy, después de recordar como se desarrollaron los hechos, tengo que reconocer que lo vivido hubiera pasado con Honorio o sin Honorio; estaba claro que estaban esperando que alguien comprase esa maravillosa y otoñal parisina; y me tocó a mí. Pero a lo que íbamos. Le contesté al inspector. “Pregúntele en que bolsillo tiene la chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires que en varias ocasiones casi me cruza la cara con ella, demostrándome con ello su poderío económico para quedarse con mi óleo. Pregúnteselo por favor, señor inspector, porque no creo que se haya desecho de ella; iba a decir que la podía tener en su maleta, pero no, ya que las maletas se facturaron en el aeropuerto de París”. “Usted dirá, señor Ernesto, dijo Palomo dirigiéndose al porteño, ¿lleva encima esa chequera?”. “Vos sabés, porque ya lo dije antes, que no hablaré sin la presencia de mi abogado. No obstante, por referencia a vos, decir que no sé nada de esa chequera y que todo son invenciones del pibe este”, refiriéndose a mí de una forma despectiva. “Vacíese los bolsillos, ahora, y no me haga perder los nervios”. Honorio, sin levantarse de la silla y arrimado a la mesa como si estuviera buscando el calor de un hipotético brasero en invierno, se quitó la chaqueta y la puso justamente encima de mi parisina, escuchándose en la sala un “¡no!” por mi parte, “¡encima no!”. Inmediatamente el subinspector Álvarez levantó la chaqueta por el cuello con la mano izquierda mientras con la derecha cogía el lienzo y lo retiraba, dejándola caer nuevamente sobre la mesa y enrollando el lienzo con mucha delicadeza para introducirlo en su canuto. “Álvarez, enrolla los tres documentos y los introduce también en el tubo ese de cartón”, dijo el inspector, “y vacía todo lo que haya en los bolsillos de la chaqueta”. Álvarez esparció en lo alto de la mesa todo lo que encontró en los bolsillos de la chaqueta pero la chequera no aparecía. “Bolsillos del pantalón”, dijo Palomo. “Señor agente, no tengo nada; ni chequera ni nada; compruebe usted mismo”, dijo Honorio levantándose de la mesa pero sin apartarse de ella. El subinspector Álvarez registró en los bolsillos del pantalón encontrando tan solo un pañuelo blanco perfectamente doblado, que al ponerlo junto al resto de objetos personales salidos de la chaqueta, se pudo observar que llevaba bordado en azul las iniciales AS, hecho este que llamó la atención de Palomo pero sobre el que no hizo ningún comentario. El inspector lo único que hizo al ver que no aparecía la chequera fue dirigirse a mí y hacer un ademán con la cabeza como diciendo que la chequera no aparecía, que no había segunda prueba. Yo, sentado todavía enfrente de Honorio, me dirigí a Palomo rogándole permiso para hablar con el porteño, ruego que me concedió. Sentado, me acerqué todo lo que podía a la mesa, en la misma posición que tenía él y mirándolo a los ojos le dije: “señor Honorio, ¿le gustan las gomas de mascar de mi esposa? Tras la pregunta que le hice, aprecié cómo su rostro se demudaba, llenándose de ira y de rabia. Lo estaba provocando; deseaba que perdiera los nervios. Y proseguí, tirando de la cuerda, suponiendo de antemano que el inspector me dejaría tensarla todo lo que yo quisiera. “En mi tierra, allá en el sur, a los cerdos les encantan comer gomas de mascar, pero a los niños traviesos le gustan pegar los chicles debajo de la mesa; ¿usted es un cerdo o es un pibe travieso? Y ya no se pudo reprimir más, empezando a vociferar. “La concha de tu reputa madre, cabrón de mierda. Juro por mis muertos...”, y no terminó la frase porque se levantó avalándose hacia mí; gracias que el subinspector Álvarez lo redujo enseguida y lo volvió a sentar en la silla, pero ya a algo más de un metro separado de la mesa. Me dirigí a Palomo diciéndole: “señor inspector, mire debajo de la mesa”. El “hijo de puta” que salió de la boca del agente y su mano abierta impactando en la cara de Honorio casi coincidieron en el tiempo, teniendo que ser recogido del suelo por Álvarez. El argentino había pegado con chicle a la tapa de la mesa, por debajo, la chequera de la que yo hablaba, presionándola con sus rodillas y muslos, de ahí su interés de acercarse tanto a la mesa. Cometió el fallo en el momento que arrastró la silla cuando el inspector hablaba con el señor Galán fuera de la sala y todos le dábamos la espalda; no pensó que yo oyera el chirrido al acercar la silla a la mesa.
Los dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus apreciaciones …............”

Los dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus apreciaciones; muy agudo, sí señor”.
Aunque sabía que el caso le quedaba mucho para su resolución, principalmente porque el mismo inspector era el primero que no estaba debidamente informado sobre su alcance, como bien me manifestó en su momento, lo que sí se estaba demostrando era que el Honorio era parte importante de una trama nada legal. Yo, habiendo vivido en primera persona toda la movida, por llamarla de algún modo, no tenía duda alguna de su pertenencia a la trama, pero también comprendía el papel y la situación del inspector Palomo. Él había recibido la orden tan solo de detener a un sospechoso de traficar con obra de arte, y todo a la espera que se personaran los agentes franceses que eran realmente los que conocían los verdaderos intríngulis del caso. Pero ahora se le presenta un segundo actor, que en este caso era yo, que por arte de birlibirloque, y mientras que no se demostrara lo contrario, podría ser cómplice del tal Ernesto; por muchas pruebas que presentara demostrando que el Honorio de los cojones le había comprado el lienzo, ninguna era concluyente de mi inocencia. Y yo comprendía su postura cuando me decía que no podía abandonar el aeropuerto mientras que no llegasen los franceses y se alumbrasen de alguna manera las lagunas que inundaban el caso. Así que, aunque me tocase jorobarme, no me quedaba más remedio que permanecer allí. Y en verdad era que yo estaba disfrutando con los acontecimientos que estaban sucediendo, ya que en cierta medida estaba saliendo victorioso de ellos; y sobre todo, de pasar por encima del argentino. No se me olvidará la ira reconcentrada que inundó su cara cuando, tras descubrirse lo de la chequera pegada debajo de la mesa, me dijo aquello de “la concha de tu reputa madre”. Yo era sabedor de mucho antes de estos hechos, que uno de los mayores insultos que podían proferir los argentinos era precisamente el que él me había dedicado, pero tengo que reconocer que en aquel momento, y todavía hoy cuando lo recuerdo, a mí me supo a gloria. Yo vi que fue el mayor insulto que me podía hacer, “la concha de tu reputa madre”, pero como yo fui el que lo iba buscando, porque si lo conseguía, el esparcía por todo el ambiente de la sala su derrota, pues fue el piropo más bonito que jamás hubiera recibido. Y perdona, mamá.
Yo disfruté mientras que mi mente se encontraba absorta en probar mi inocencia, pero cada vez que abandonaba ese estado de ensimismamiento en el caso, mi cerebro se dirigía a pensar en el estado de cabreo que pudiese tener mi esposa, culpándome a mí de todo lo que estaba ocurriendo. A ver cómo le explicaba que el follón que estábamos viviendo comenzó en el preciso momento en que decidió, porque eso sí quiero aclararlo, lo decidió ella, comprar la dichosa parisina. Bueno, lo de dichosa no se lo diré a ella. Me tranquilizaba un poco que el señor Rafael Galán la autorizase a disponer de la sala VIP del aeropuerto, donde en compañía de mi suegro, que era el familiar del que hablé que venía a recogernos, podrán deleitarse con los aperitivos y frutos secos de que se disponen en dicha sala.
El sonido de unos artejos impactando la puerta de la sala en la que nos encontrábamos, vino a bajarme de las alturas de las que colgaba. Era un auxiliar de tierra del aeropuerto, Antonio Sánchez, que, por indicaciones del jefe de seguridad, quien también llegó inmediatamente detrás, traía una maleta que por su tamaño no era la más idónea para recorrer tres continentes como apuntó en su declaración el argentino. El señor Galán, tras indicarle al auxiliar de tierra que dejase la maleta encima de la mesa, invitándole a que abandonara la sala, se me dirigió pegando su cara a mi oído y me indicó que “no se preocupe por su señora y su suegro; se encuentran perfectamente en la sala VIP donde les he hecho llegar unos sandwiches y unas piezas de fruta, que por cierto, me he reído mucho con él porque es bético como yo”. También le comentó a Palomo que tenía en su bolsillo las listas de embarque de los dos vuelos y que en las dos venía un pasajero con el nombre de Ernesto Sanromán, coincidente con el nombre que venía en el pasaporte que ya le retiraron nada más bajar del avión.
El subinspector Álvarez, tras ponerse unos guantes de látex (aprovecho para recordar que son necesarios para salir a la calle en estos momentos de pandemia) de color celeste, procedió a la apertura de la maleta, después de que el argentino, con caras de pocos amigos, confirmase que era la suya, tras levantarse de la silla y acercarse hasta la mesa. El registro lo presencié sentado en la silla, pero en vez de estar pendiente de las prendas y otras cosas que sacaba el subinspector, lo hice sin quitar la vista del rostro de Honorio, al tiempo que observé también, de una manera soslayada, cómo las miradas del inspector iban a caballo entre la maleta y mi cara. Desde mi posición me centré en todos y cada uno de los gestos que apareciesen en la cara del argentino, en cada una de sus muecas, en cada uno de sus posibles tics, y sobre todo en sus miradas y en sus labios, porque de la posición de sus hombros ya no me interesaban, pues desde hacía ya algún tiempo estaban caídos, derrotados y no se podían extraer ninguna conclusión delatora de ellos. No pestañeé; aquellas largas y penosas sesiones de interrogatorios en mi periodo de formación me valieron de mucho; esas que hacen que te salga un sexto sentido y adelantarte en ocasiones a los acontecimientos; esas que no se pueden explicar, pero esas mismas que no se pueden borrar de la mente de los que las hayan sufrido. Y lo curioso de todo fue que el argentino, perro viejo donde lo hubiese, estaba más pendiente de mí que del propio registro de su maleta; todavía pienso que por entonces jugábamos en la misma división, aunque el inspector Palomo, que en un primer momento me había subestimado, no nos andaba a la zaga.
El subinspector Álvarez terminó el registro, poniendo todo el contenido de la maleta encima de la mesa, examinando prenda por prenda minuciosamente, zapatos, neceser, un diccionario castellano-francés, un plano de París y un libro, además de varias bolsas vacías, no encontrando aparentemente nada que pudiese aportar algo nuevo. Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba algo.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Powered By Blogger