lunes, 13 de abril de 2020

LA PARISINA (Capít. 2)


CAPÍTULO II
Yo miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más que ella. Miradas llenas de conjeturas, henchidas de cábalas infundadas, pero vacías de explicaciones. Yo no sé ella en aquel momento, aunque día más tardes me comentó que también, pero yo, en los minutos interminables que tardaron los dos policías y el argentino en llegar a la escalinata del avión, pensé que se me iba a salir el corazón; si me hubiera medido las pulsaciones las podía haber tenido por encima de ciento cincuenta; además, una sensación de culpabilidad. ¿Y qué malo había hecho yo? Yo tan solo me había ganado unas pesetas en la venta de un cuadro a un señor que ahora estaba retenido por la policía; nada más; yo no había hecho nada más. Fue entonces, en el momento en el que los tres se detuvieron a escasos veinte metros del avión, haciendo que hasta ellos se acercara el policía que nos tenía retenidos en la escalinata, cuando pensé de la fortaleza de la mente humana. Mi pensamiento se estaba sintiendo culpable de algo que no había hecho y estaba afectando a todo mi organismo. Me sentía debilitado, laxo, desfallecido; incluso comenzaron a venirme de pronto unos retortijones en el bajo vientre que conociendo mi organismo, era sinónimo de un cuadro diarreico; o sea, que sin haber hecho absolutamente nada de lo que se me pudiera culpar, por culpa de mi coco, de mi mente, me había convertido en una auténtica piltrafa. Estaba claro que si uno de los policías se hubiera acercado a mí a hacerme una pregunta, pensé en aquel momento, yo me hubiera delatado contestado que era culpable; hubiese sido igual de lo que me culpase: yo, culpable. Hoy me río, pero aquel momento de espera y las sensaciones tan aterradoras que tuve que padecer en la escalinata, para mí se quedaron, hasta el punto que desde entonces, y ya ha llovido, he tenido que hacer en más de una ocasión ejercicios de control de mente. Bueno, a lo que íbamos. Después de unos breves instantes de charla, que como ya dije antes se me hicieron interminables, los tres policías en compañía del argentino se acercaron hasta la escalinata y oí que uno de ellos, el que llevaba el canuto, le hacía a Ernesto una pregunta, a lo que Honorio, o Ernesto, o como se llamara, me señaló a la cara con la mano con un “este ha sido”. Si ya estaba descompuesto, en aquel momento lo único que me faltó fue desmayarme, teniendo que agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalinata porque me caía en redondo; gracias que una señora, bien fornida ella, alemana, me asió por el brazo y entre ella y el pasamanos pude guardar el equilibrio. “Perdón, señor, ¿podía acompañarnos hasta el interior del aeropuerto?, tenemos que hacerle unas preguntas”, se dirigió muy amablemente uno de los policías, concretamente el que se había quedado junto a nosotros en la escalinata. La delicadeza y cortesía con la que se me dirigió el agente parece que fue el mejor bálsamo para que mi intranquilidad injustificada desapareciera, comenzando de inmediato a sentirme más sosegado. “Señor agente, le dije, ¿me puede decir de qué se me acusa”?, a lo que otro de los agentes, en un tono menos afable que el de su compañero, me respondió que “no hay ninguna acusación pero tenemos que hacerle unas preguntas”. Yo me imaginé enseguida que los buenos agentes habían sido embaucados por el argentino contándole cualquier trola, comenzando a pensar que todo el problema giraba entorno de la parisina. Pero, ¿por qué?, me dije. “No hay ningún problema, contestaré a las preguntas que me hagáis, pero les pediría que fuesen rapiditas, que tengo ganas de llegar a casa”. Dos de los policías se miraron diciéndose algo como “este pardillo no nos va a aportar nada”, que en verdad era lo que yo deseaba que pensase.
Los cinco nos dirigimos hacia la terminal, después que yo con la mirada le indicara a mi mujer que me esperara fuera sin hablar nada, observando que los tres agentes, uno de ellos porteando el canuto de la parisina, aunque sin ponerle las esposas en ningún momento, iban pendiente de cualquier movimiento que hiciera el argentino, como si ya tuvieran referencias no muy buenas sobre él. Entramos en la terminal y nos dirigimos directamente a unas oficinas de seguridad donde comenzaron las preguntas y un careo entre el argentino y yo. Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto, no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.

Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto (Honorio, por si alguien tiene alguna duda), no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.
Recuerdo que era una habitación de unos cinco por cinco aproximadamente, de paredes blancas, puerta de acceso blanca y mesa con cuatro sillas también de color blanco; ni un solo cuadro colgado en las paredes, cuando en este tipo de sitios siempre pende un cuadro del rey Juan Carlos; pues ni eso, ya que si hubiera estado con el uniforme azul de Almirante, hubiera dado a la fría habitación algo de calidez; pues ni eso; su aspecto tétrico se asemejaba más al tanatorio de un hospital que a una oficina policial. “Sentaros uno delante del otro”, dijo el agente que portaba el canuto, dejándolo en el centro de la mesa al mismo tiempo que nos hablaba. “No tenemos ganas de perder el tiempo, prosiguió, así que quiero saber de quién es la pintura que está enrollada en el interior de este tubo de cartón”. Yo, que había conseguido guardar la calma que gané en la escalerilla del avión, recuerdo, iba a hablar para relatar la única verdad, pero enseguida el argentino me ganó la vez, hablando en su papel de enojado:”señor agente, ya lo dije antes; el boludo este me pidió el favor a la entrada del vuelo que porteara el tubo por sus dimensiones porque tanto él como su mujer no podían introducirlo en el interior del avión, ya que los dos portaban sendas bolsas de mano; así de sencillo, señor agente; no hay ningún problema, y pensaba devolvérselo nada más pisar tierra. En verdad es que no entiendo todo el quilombo este que habéis montado”. En ningún momento el orondo charlatán se dignó mirarme a la cara mientras hablaba, porque si lo hubiera hecho, y de eso estoy seguro, lo hubiera fulminado con mi mirada asesina; la tenía; reconozco que la ira se apoderó de mi cuerpo, y aunque no llegué a verme en ningún espejo, se debería de ver reflejada en mi mirada. Cómo se puede ser tan hijo de puta, pensé, para inventarse esa sarta de mentiras. ¿Y por qué? Enseguida comprendí que alrededor de mi parisina, ya que por lo visto había vuelto a ser mía, según la declaración del puto argentino, debería de haber algo oscuro, algo que en verdad no se me pasaba por la cabeza, pero que visto lo visto, debería ser de cierta enjundia. Estaba claro que no es normal que tres policías estuvieran esperando el aterrizaje de un avión para saber quién era el dueño de un lienzo que me había costado al cambio unas quince mil pesetas, que sí, que era dinero, pero tampoco para montar este dispositivo. El argentino siguió repitiendo la misma historia pero engordándola y adornándola cada vez más, hecho este que me ponía cada vez más nervioso y de lo que no se le fue por alto a uno de los agentes que no me quitaba la vista de encima. Este mismo agente, viendo el cariz que estaba tomando la cosa, pareciéndole que la historia que estaba contando el argentino era cada vez más fantasiosa e inverosímil, se le acercó por la espalda y le ordenó, textualmente, que detuviera su historieta, invitándome a continuación a que contase lo que sabía sobre la pintura que iba enrollada en el cilindro de cartón que se mantenía en el centro de la mesa, inmóvil y como testigo de lo que allí estaba ocurriendo. Mi exposición, con una tranquilidad pasmosa que hasta mí me sorprendió, no hizo sino relatar tal y como sucedieron los hechos, ni más ni menos, sin ningún tipo de adorno, desde que paseábamos mi mujer y yo por la rue du Mont Cenis entrando en la tienda de arte, enamorándonos de la pintura de esa misma calle, la entrega de una señal, la recogida del oleo al día siguiente, expendiéndonos el vendedor el correspondiente certificado de autenticidad de la obra, el embarque en el vuelo de Air France, el fortuito encuentro con el señor Honorio, apostillando lo del señor Honorio y preguntándole al argentino el porqué del cambio de nombre, la venta de la pintura por una cantidad que no podía rechazar ya que me ganaba más de seis veces lo que pagué por él y los continuos desdenes por parte del porteño una vez había conseguido la parisina. “Lo que ha quedado claro, intervino uno de los agentes, es que uno de los dos miente. Así que vamos a acabar con los careos y vamos a empezar con los interrogatorios personales, advirtiéndoles a los dos que a partir de ahora es cuando nos ponemos más nerviosos, más que nada porque nada más empezar salimos de la idea de que cada uno tiene el cincuenta por ciento de estar mintiéndonos, y ni a mi compañero ni a mí nos gustan los mentirosos, así que por favor, os pedimos que os cuidéis muy mucho en mentir”. De piedra me quedé yo, no por nada, sino que por las palabras del agente me había metido en el mismo saco que el rollizo petimetre puto argentino, y eso no me agradaba en lo más mínimo. De inmediato, el agente que nos había echado la perorata me invitó a que me saliera de la habitación donde nos encontrábamos, no sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las noventa mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la pintura al señor Ernesto, ¿le entregó también el certificado de autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra de la tela?

.....no sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las noventa mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la pintura al señor Ernesto, ¿le transmitió también el certificado de autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra de la tela?”. La pregunta que me hizo el agente me jodió y me molestó mucho, pero no por la pregunta en sí ni porque yo tuviera que ocultar algo; me fastidió porque en el relato de los hechos que le hice cuando me lo pidieron, yo me olvidé de ese detalle, y ese olvido podía llevar a los agentes a que naciera en sus subconscientes alguna duda sobre mí y mi proceder, y nada más lejos por mi parte. “Sí, señor agente, contesté, se lo entregué; en el cilindro de cartón, y rodeando el lienzo, le dejé el certificado de autenticidad que también sirve de contrato de compraventa. También en el interior de ese canuto, dije señalando al centro de la mesa, deberá de estar una hoja de libreta en la que figuran mi nombre y apellidos con mis datos y los del señor Ernesto, aunque ya os adelanto que el nombre que él me dio y por el que yo le conocía, era el de Honorio, y de apellido quiero recordar que me dijo que era Sanjuán, y es con ese nombre y apellido con el que figura en el papel que hicimos a modo de contrato de compraventa y en el que firmamos”. “Muy interesante todo”, comentó uno de los agentes; ¿algo más que decir?”. Yo callé. “Pues salga y espere ahí afuera con el compañero que estará en la puerta”.
La espera junto al tercero de los agentes se me hizo eterna, dándome tiempo en pensar en mil cosas. Lo primero que se me vino a la mente fue en lo que habría sido de mi mujer, por dónde andaría. Habría recogido las dos maletas y se encontraría ya con el familiar que había quedado en recogernos y que nos llevaría hasta Cádiz. Desesperada tenía que estar, recuerdo que lo pensé. Y no solo eso, sino que me estaría poniendo a parir: “y eso que se lo dije mil veces; no vendas la parisina. Pero él, como siempre, seguiría diciéndole a su padre, haciendo lo que le venía en ganas”. Y la verdad es que no quise oírla, pensé mientras asistía al deambular de la gente por la terminal del aeropuerto, pero sin ver a nadie; si la hubiera hecho caso......... En verdad es que no sé lo que hubiera pasado porque, pensé ya más fríamente, el problema creo que no radica en la venta del lienzo al argentino, sino en la pintura en sí. ¿Qué tiene de especial la parisina? Algo debe de tener para que el interés por ella sobrepase por bastante el que se pueda tener por una pintura cualquiera de almacén como yo consideraba que era. No es normal primero que el Honorio ese de los cojones me pagara esa cantidad tan desorbitada en comparación con la que yo pagué a un supuesto entendido como era el dueño de la pequeña galería de arte donde la adquirí, ni tampoco que el Cuerpo Nacional de Policía haya preparado un dispositivo especial venido desde Madrid, según entendí, para investigar el caso de un oleo de como diría un buen amigo mío, de “tres al cuarto”. ¿Habría comprado un Pisarro, un Degas o un Morisot y yo no lo sabía? Imposible; eso es imposible, me decía una y otra vez. Algo hay que se me escapa; lo único que espero es no salir salpicado. Y todo fue pensar en lo de las posibles salpicaduras cuando caí que nuevamente había cometido otro grave error en mi último relato de los hechos; no mentí intencionadamente, pero no conté toda la verdad, también sin intención alguna. Está claro que no se puede ir por la vida, recuerdo que pensé en aquel momento y lo ratifico ahora, de bueno y de piadoso; hay que ponerle, seguí pensando, un poquito más de maldad a las cosas, y más cuando te juegas el que te inculpen en un asunto que parece ser que no tiene muy buena tinta; en pocas palabras, que te puedes comer un marrón sin partirlo ni probarlo y verte con los huesos en la trena. Tan nervioso me puse que me dirigí al agente que me acompañaba en la puerta de la oficina de interrogatorio. “Perdón, señor agente, le dije con la mayor ingenuidad que pude sacar de mi interior, todo con el fin de hacerme más creíble, ¿le puedo hacer una observación? El policía, que se encontraba sentado franqueando la puerta, con un auricular en la oreja, me miró de arriba abajo con cierto desdén y me contestó: “si me vas a pedir que tienes ganas de ir a los aseos te adelanto que te aguantes un poco”. “No, le contesté, es sobre un asunto que he omitido cuando sus compañeros me han preguntado; sin ninguna intención no hable de él, y me he acordado ahora; lo decía por si se lo podía trasladar a sus compañeros, ya que puede ser importante, creo, para el esclarecimiento de los hechos sobre los que se me han preguntado”. El agente volvió a mirarme, esta vez de abajo arriba, preguntándome que “si el argentino era yo o el que estaba siendo interrogado”, a lo que yo le contesté que yo no tenía nada de argentino, que yo era de Bornos, provincia de Cádiz. “Ya, es que se enrolla usted como los sudacas. Espere usted aquí y ya lo llamarán”.

El agente volvió a mirarme, esta vez de abajo arriba, preguntándome que “si el argentino era yo o el que estaba siendo interrogado”, a lo que le contesté que yo no tenía nada de argentino, que yo era de Bornos, provincia de Cádiz. “Ya, es que se enrolla usted como los sudacas. Espere usted aquí y ya lo llamarán”.
¡Vaya el comentario del agente!, me dejó planchado. ¿Enrollarme? Ya quisiera yo tener la labia que tienen los argentinos; que sí, “que dan muchos rodeos para decirte una cosa concreta, que te adornan el lenguaje con términos innecesarios, sí; pero como esos rodeos que dan lo acompañan con una cadencia y una melodía tan angelical, hacen que te veas envuelto en un manto de seda dándote la sensación de suspensión en el aire”. Ese fue el pensamiento que tuve ante la respuesta seca del policía, que fueron las mismas palabras que me dijo una gran amiga mía después de haber tenido una experiencia con un pibe argentino, que según también me contó días antes de hacer yo el viaje a París, “no era guapo, no era alto, no era buen amante, pero amigo mío, entre beso y beso hacía unos comentarios....... ; me reconfortaba de tal manera que, al final, decidí ir buscando tan solo su conversación”. Estaba claro que la experiencia que tuvo mi amiga y la que tuve yo con los hijos de la tierra del tango se parecieron en muy poco, porque cada vez que pienso en el cabrón ese que está ahí dentro, pensé, se me revuelven las entrañas. No pude reprimirme y me dirigí al agente, que si bien al principio me observó con cierta displicencia, cuando conseguí transmitirle mis sensaciones y sentimientos, aunque reconozco hoy que en su momento lo hice con mucho de histrionismo, entonces, llegó a levantarse de la silla que ocupaba, ofreciéndomela para que la ocupara. “Señor agente, ¿es justo?, ¿es justo que por culpa de un cabrón como ese que está ahí dentro yo tenga que estar pasando por esto?, ¿es justo que una persona como yo que viene de pasar cinco días en París y que compró una pintura, concretamente una parisina que podía haber comprado aquí en España, en cualquier tienda de mueble, y que después la vendí porque un puto argentino se encapricho de ella, esté metido ahora en este lío? ¿Hubo un enjuague en la compraventa de mi parisina, señor agente? Por favor, dígame algo. Cuénteme algo que yo no sepa”. Recuerdo que mi teatralidad la llevé hasta el punto de dejar caer mi cuerpo sobre el marco de la puerta, flexionando un poco mis piernas y pareciendo como si fuera a desvanecerme, nada más lejos de la realidad, pero que hizo mella en la sensibilidad del agente, invitándome, como apunté antes, a sentarme en su silla y a comenzar a soltar por su boca mensajes tranquilizadores. “Quédese tranquilo, señor; si usted no ha hecho nada ilegal ni ha participado en nada turbio, no tendrá ningún problema. Tranquilícese. Yo no le he comentado nada, pero los tiros van contra el pájaro argentino. Eso sí, reconozco que le vamos a molestar un poco mientras que no se aclare la situación, y le adelanto que esto no se va a aclarar hasta que no lleguen los dos inspectores de la policía nacional francesa que estamos esperando. Y recuerde, yo no le he comentado nada”. “Pero, le contesté, dígame que hay detrás de todo esto, ¿qué tengo que ver yo con este follón?”. “Lo siento, respondió, ya he hablado demasiado. Y si lo he hecho es para tranquilizarlo un poco. Y recuerde que esta conversación no ha existido”.
Vi prudente no insistirle más al agente, ya que me di cuenta que, como bien me dio a entender, había hablado más de la cuenta, jugándose mucho; era evidente que estaba recién salido de la Academia de Policía y estaba poco baqueteado, como bien pude comprobar más tarde, dicho por él mismo, de que estaba en el año de prácticas que tienen los alumnos después de salir de la Escuela y dentro todavía del periodo de formación. Fue por eso por lo que, después de levantarme y pedirle que volviera a tomar asiento que ya me encontraba bien, y que él, muy educadamente, casi me obligara a seguir sentado, cogiéndome del brazo, me puse a pensar no recuerdo ahora en qué, pero lo que sí sé es que me quedé dormido en la silla. Y recuerdo que me quedé dormido porque no sé cuánto tiempo después, me sobresalté al oír el picaporte de la puerta abrirse sin delicadeza alguna. Enseguida me levanté, y tras restregarme un poco los ojos con la mano derecha, me topé casi de bruces con uno de los agentes que se encontraban en el interior, el menos afable, que venía expresamente a buscarme. “Pase usted para dentro”, al tiempo que le dedicaba una mirada a su compañero como criticándole el hecho que me hubiera dejado la silla. Entré en la sala, observando inmediatamente que los mofletes del argentino se encontraban más rojos de lo que yo estaba acostumbrado a verlos en el par de días que habíamos coincidido, y sin dilación alguna, el agente que mandaba aquel dispositivo, inspector según me enteraría más tarde, se dirigió a mí: “Vamos a ver, señor, le di antes la oportunidad de que me contase toda la verdad y me parece a mí que usted no me hizo caso”. “Perdone usted, señor agente, quiero dec....”, comencé a decir. “¡Cállese! Y no hable hasta que yo no termine, ¿Entendido?”, dijo levantándose de la silla en la que se había sentado nada más entrar y poniendo su cara a escasos veinte centímetros de la mía. “Usted hablará cuando yo lo diga; mientras, chitón”. Transcurrió más de medio minuto donde no se oyó ni el revoloteo de una mosca, treinta segundos que a mí me resultaron eterno. “¿Qué iba a decir usted?”. Tiene cojones la cosa, pensé. Me echa la bronca, me tiene casi un minuto en ascuas totalmente en silencio y ahora se deja caer preguntándome que qué iba a decir. Guerra psicológica en interrogatorio; y no sabe el pavo este, seguí pensando, que por mi profesión, estoy adiestrado en estos menesteres y prácticas. “Pues como iba a comentarle, señor agente, y ya se lo anoté a su compañero que se encuentra en el exterior, hubo un detalle que en mi anterior relato se me pasó por alto”, dije mientras observaba que en lo alto de la mesa se encontraba desplegada, hermoseándose, mi parisina, junto al canuto de cartón, el certificado que me hizo el marchante de la galería de arte y la hoja de libreta que nos sirvió al argentino y a mí para hacer el contrato de compraventa y donde se reflejaban nuestros nombres y la cantidad en que se la vendía. “Pues hable ya de una puñetera vez. ¿Qué se le fue por alto?”, dijo el inspector interpretando bien su papel de poli malo, cosa que me extrañó porque normalmente ese papel de poli malo lo realiza el agente de menor jerarquía, aunque a veces se suelen cambiar los roles. “Pues que en mi relato de los hechos comenté lo del precio; lo que me pagó el señor Honorio por el lienzo. Dije que me pagó noventa mil pesetas, y fue así, aunque en el papel que nos sirvió de compraventa pusimos que eran solo cuarenta mil”. El inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”.

El inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”. La pregunta, y en el tono que me la hizo me cogió un poco a pie cambiado, intentando por un momento buscar las verdaderas intenciones que llevaba el agente al hacerla, intento que me resultó baldío, ya que no encontré ninguna respuesta. Fue por lo que, para salir del paso, pero intencionadamente, lo que hice fue repetir su misma pregunta pero cambiándole la entonación y añadiéndole un carácter dubitativo. “Que si la pusimos o la puse; la verdad es que no entiendo lo que me pregunta, señor agente”. No sé si hice bien o mal al contestar de esa manera, pero la verdad es que el inspector, lo recuerdo hoy tal como sucedió en aquel momento, y hace de esto ya una tira de años, le supo mi respuesta dubitativa como un rayo, volviendo a perder en cierta medida los nervios. Me preparé para el chaparrón, aunque seguía sin saber qué fue lo que me quiso preguntar. “Vamos a ver, ni se imagina usted el tiempo que llevamos trabajando en este caso, y ni se imagina tampoco las pocas ganas que tengo de escuchar paparruchadas, jilipolleces y desvaríos como los que usted ha dicho. Creo que mi pregunta está bien clarita”, y todo ello con un tono de voz bastante elevado y amenazante. No sé si hice bien o no, creo que sí, pero sobre la marcha decidí plantarle cara y no amilanarme, creyendo vender con mi postura una imagen de seguridad y que en ningún momento había tratado de sorprender a nadie, y mucho menos a la justicia.”Me va a perdonar usted, señor agente, me dirigí a él sin ningún tipo de altanería, pero hay dos cosas aquí en las que me pierdo, primero que no he entendido su pregunta, y al no entenderla lo único que he hecho es volvérsela a preguntar para que me la aclarase, y segundo, y es una cosa que me está preocupando desde que en la escalinata del avión usted me invitó a acompañarle, es que me habla usted ahora de un caso, y yo creo, que debería de decirme qué caso es este del que habla, porque yo estoy perdido, por favor”. Si la habitación era fría y las paredes, todas de blanco ayudaban a ello, mi respuesta ayudó a que la temperatura bajara unos grados más; hasta provocó que el argentino, que estaba calentito por el interrogatorio un poco agresivo al que seguramente lo habían sometido antes de yo entrar, levantó la cabeza y sintió escalofrío. El otro agente, subinspector que era, movió varias veces la cabeza y comenzó a caminar por la sala pero buscando disimuladamente acercarse hasta mí con el fin de poder actuar a tiempo por si su jefe reaccionaba como él pensaba que pudiera reaccionar. No hubo palabras durante un largo espacio de tiempo, pero aquel silencio era, lo recuerdo todavía hoy y se me ponen los vellos de punta, de los que nadie se atreve a romper porque a modo de puñal se te podía clavar en el corazón. Y lo rompió el que tenía que romperlo. Pero no como esperábamos que lo hiciera, demostrando su gran profesionalidad y dominio de la situación, ya que captó perfectamente la intención de mi respuesta, y pienso hoy que después de mi respuesta, el bueno del inspector me hubiera mandado para mi casa ya que se dio perfectamente cuenta de que yo no tenía absolutamente nada que ver con el caso que se traía entre manos. “Vamos a ver si acabamos de una vez por todas con este galimatías en el que estamos metidos y podemos deshacer el entuerto en el que creo que está usted implicado sin partirlo ni probarlo; bueno, probarlo sí, ya que veo que como ha reconocido, sacó usted una buena tajada”. La ruptura del silencio del inspector nos dejó a todos de piedra; a todos menos a mí, ya que en cierta medida me la jugué y me salió bien el envite; o por lo menos eso me pareció a mí. “Me refería a que en el papel que os sirvió como contrato de compraventa, y en el que venía la cantidad de cuarenta mil pesetas, cosa que no tengo porqué saber ni me interesa que realmente usted cobró, según dice, noventa mil, está tan solo la firma de usted, no teniendo validez alguna pues no se encuentra la del tal Honorio Sanjuán, que hasta este momento, si no me lo demuestra usted o alguien, no le pongo cara”. Educadamente me dejó de piedra, pero más me dejó la reacción del argentino, que comenzó a hablar sin que ninguno de los agentes se lo autorizara. “Vos ves, señor agente; no existe absolutamente ningún tipo de prueba que me relacione con la compraventa de este óleo; ya os lo comenté y vos no queré oírme. Este boludo, después de hacerle el favor de portearle el cilindro con su óleo para que pudiese viajar, me queré cargar el muerto y meterme en este quilombo. Ni yo le he pagado plata alguna, ni yo he firmado nada que pruebe que haya adquirido esa mierda de parisina, ni yo sé nada de ese tal Honorio Sanjuán”. La verdad era que el inspector llevaba razón, y aquel papel, sin la firma del argentino, del verdadero argentino, no tenía ningún valor; quedaba bien claro que la parisina, sin ser una mierda como había afirmado el porteño, calificativo que me había olido a cuerno quemado, tenía un único dueño, y ese era yo. Pues sí que está bien la cosa me dije. De pronto recordé un hecho en el que no había caído antes y que en cierta medida podía probar que no mentía, que el tal Honorio Sanjuán existía, por lo que, creyendo haberme ganado la confianza del inspector, me atreví a pedirle al jefe del dispositivo el permiso para demostrar lo que expliqué en mi relato de los hechos.

De pronto recordé un hecho en el que no había caído antes y que en cierta medida podía probar que no mentía, que el tal Honorio Sanjuán existía, por lo que, creyendo haberme ganado la confianza del inspector, me atreví a pedirle permiso para demostrar lo que expliqué en mi relato de los hechos. “Señor agente, podría probar que Honorio Sanjuán firmó un documento igual que ese que hay encima de la mesa y por el que se prueba que me pagó cuarenta mil pesetas por mi parisina”, le dije mostrándole una seguridad imperturbable. “Usted dirá como” me respondió no sin cierta incredulidad y haciendo un cierto aspaviento abriendo sus manos. “Mi esposa se encontrará en la terminal, ya con las maletas, esperándome para regresar a casa; ella en su bolso tendrá el documento del que le hablo, ya que hicimos un duplicado, y en el que nos quedamos sí que firmó el señor Honorio Sanjuán. Si le parece bien, podéis acompañarme hasta ella y así que me lo entregue para que lo veáis”. El inspector, que se había sentado en la silla, junto al argentino, jugueteando con un bolígrafo encima de la mesa, comenzó a dudar y lo primero que hizo fue dirigirse a Honorio. “Señor Ernesto, ¿usted cree que habrá otro documento igual que este, cogiendo el que se encontraba entre la parisina y el canuto de cartón, pero firmado por usted?”. El argentino palideció, no pudiendo articular palabras por un largo rato. “¿Me ha oído usted, señor Ernesto?”. “Sí, le he oído, agente”, respondió el argentino con ciertos aires de prepotencia, impropios después del silencio que previamente había tenido y que no denotaba sino que lo habían pillado, “pero si trae un documento igual que este firmado por el tal Honorio Sanjuán, ¿demuestra algo en contra mía? ¿Quién es ese Honorio Sanjuán que no paro de escuchar su nombre? Me gustaría verle la cara, me gustaría conocerlo; lo mismo hasta se parece a mí. ¿Usted lo conoce personalmente?”, haciendo esta última pregunta mirándome a los ojos y dirigiéndose a mí. Todavía recuerdo lo que sentí en aquel momento; me lo quería comer. Mi lenguaje gestual fue captado enseguida por el subinspector y amablemente, pero con una fuerza descomunal que revelaba que era carne de gimnasio, me sentó en una silla dejándome sus dos manos sobre mis hombros con el fin de tranquilizarme. El silencio volvió a adueñarse de toda la sala, sabiendo todos los allí presente que el encargado de romperlo no era otro que el inspector, como así fue, demostrando una vez más que era muy ducho en aquello del interrogatorio; sabía de antemano que esos parones facilitaban que los interrogados pudiesen cometer algún fallo que lo delataran, pero también se había percatado que en este caso, los dos interrogados, por distintos motivos, también estaban demostrando ser avezados en estas prácticas de los interrogatorios. Lo del argentino este, se dijo el inspector antes de romper el silencio, me cuadra perfectamente, ya que imagino que habrá estado sentado en más de una ocasión en una mesa de interrogatorio y le habrán calentado también la cara en más de una ocasión tal como sucedió antes, pero lo del turista gaditano, y se refería a mí, no me cuadra en lo más mínimo; no lo encajo en ningún sitio; o es un ladrón de guante blanco, fino donde los haya, o es un turista defensor de la verdad y que rompe los moldes con los que estamos acostumbrados a trabajar; me inclino por lo segundo, pero bien fino. “Señor Ernesto, me dijo usted que venía de París; ¿me podría decir el motivo de su viaje?”. “Sí, señor agente. Turismo. Cuatro días en París, viajar hasta Sevilla, conocer Marbella y trasladarme a continuación desde Algeciras a Tánger por ferry para visitar Casablanca; desde allí a Johannesburgo y dentro de unos diez días, quiero recordar, volar de regreso hasta Buenos Aires”, respondió Honorio con una tranquilidad pasmosa. Ahora el inspector no le dejó tiempo a pensar por mucho tiempo, respondiéndole enseguida. “Ajetreado viaje, pero cada uno es libre de hacer lo que quiera. Entiendo que para un viaje como este en el que se encuentra, necesitará usted un buen equipaje, ¿no, señor Ernesto?”. “Vos sabés bien que así es, señor agente. Espero que la maleta que ya debería de haber recogido en la terminal, no se me extravíe”. “No se preocupe por ella; ahora mismo movemos los hilos para que la traigan. ¿Lleva usted encima la tarjeta de embarque?”. “Sí”, dijo Honorio llevándose la mano al bolsillo interior de su chaqueta y poniéndola en lo alto de la mesa. “Aquí está, señor agente”. Cuando Honorio llevó su mano al interior de la chaqueta, de su chaqueta Armani, se me encendió el bombillo y no pude reprimirme, dirigiéndome al inspector y sorprendiendo a todos los allí presente en la sala: “inspector, podía pedirle usted a este señor, refiriéndome al argentino, que busque entre sus bolsillos una chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires con la que hizo sus primeros intentos de compra de mi parisina?, no creo que se haya desecho de ella”. Las caras de las dos personas que tenía delante de mi vista, el inspector y el argentino, porque el subinspector lo tenía a mis espaldas, eran bien distintas. Mientras que el agente esbozó una media sonrisa, dedicándome una mirada con la que me decía que qué hacía yo con ese as debajo de la manga, la cara de Honorio se desencajó completamente, poniéndose blanco como la pared, pero marcándosele con más intensidad los mofletes rojizos casi amoratados. El inspector Palomo, que así se apellidaba el jefe del dispositivo, sabiamente dejó que las aguas volviesen a su cauce provocando un nuevo y largo silencio, rompiéndolo con un gesto con la cara y con el dedo índice a su compañero como indicándole que pasase el agente en prácticas que se encontraba en la puerta. “Toma papel y lápiz, le dijo al agente, y por este orden haz lo siguiente: anota el nombre de la esposa del señor, dijo señalándome a mí, y la buscas en la zona de salida de viajeros; estará acompañada de un familiar, que se quedará con las maletas y ella que te acompañe hasta aquí. También anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe de seguridad del aeropuerto y le dices que por favor nos haga llegar esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes, mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad se encargará el subisnspector Álvarez”.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

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