CAPÍTULO
II
Yo
miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar
palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más
que ella. Miradas llenas de conjeturas, henchidas de cábalas
infundadas, pero vacías de explicaciones. Yo no sé ella en aquel
momento, aunque día más tardes me comentó que también, pero yo,
en los minutos interminables que tardaron los dos policías y el
argentino en llegar a la escalinata del avión, pensé que se me iba
a salir el corazón; si me hubiera medido las pulsaciones las podía
haber tenido por encima de ciento cincuenta; además, una sensación
de culpabilidad. ¿Y qué malo había hecho yo? Yo tan solo me había
ganado unas pesetas en la venta de un cuadro a un señor que ahora
estaba retenido por la policía; nada más; yo no había hecho nada
más. Fue entonces, en el momento en el que los tres se detuvieron a
escasos veinte metros del avión, haciendo que hasta ellos se
acercara el policía que nos tenía retenidos en la escalinata,
cuando pensé de la fortaleza de la mente humana. Mi pensamiento se
estaba sintiendo culpable de algo que no había hecho y estaba
afectando a todo mi organismo. Me sentía debilitado, laxo,
desfallecido; incluso comenzaron a venirme de pronto unos
retortijones en el bajo vientre que conociendo mi organismo, era
sinónimo de un cuadro diarreico; o sea, que sin haber hecho
absolutamente nada de lo que se me pudiera culpar, por culpa de mi
coco, de mi mente, me había convertido en una auténtica piltrafa.
Estaba claro que si uno de los policías se hubiera acercado a mí a
hacerme una pregunta, pensé en aquel momento, yo me hubiera delatado
contestado que era culpable; hubiese sido igual de lo que me culpase:
yo, culpable. Hoy me río, pero aquel momento de espera y las
sensaciones tan aterradoras que tuve que padecer en la escalinata,
para mí se quedaron, hasta el punto que desde entonces, y ya ha
llovido, he tenido que hacer en más de una ocasión ejercicios de
control de mente. Bueno, a lo que íbamos. Después de unos breves
instantes de charla, que como ya dije antes se me hicieron
interminables, los tres policías en compañía del argentino se
acercaron hasta la escalinata y oí que uno de ellos, el que llevaba
el canuto, le hacía a Ernesto una pregunta, a lo que Honorio, o
Ernesto, o como se llamara, me señaló a la cara con la mano con un
“este ha sido”. Si ya estaba descompuesto, en aquel momento lo
único que me faltó fue desmayarme, teniendo que agarrarme
fuertemente al pasamanos de la escalinata porque me caía en redondo;
gracias que una señora, bien fornida ella, alemana, me asió por el
brazo y entre ella y el pasamanos pude guardar el equilibrio.
“Perdón, señor, ¿podía acompañarnos hasta el interior del
aeropuerto?, tenemos que hacerle unas preguntas”, se dirigió muy
amablemente uno de los policías, concretamente el que se había
quedado junto a nosotros en la escalinata. La delicadeza y cortesía
con la que se me dirigió el agente parece que fue el mejor bálsamo
para que mi intranquilidad injustificada desapareciera, comenzando de
inmediato a sentirme más sosegado. “Señor agente, le dije, ¿me
puede decir de qué se me acusa”?, a lo que otro de los agentes, en
un tono menos afable que el de su compañero, me respondió que “no
hay ninguna acusación pero tenemos que hacerle unas preguntas”. Yo
me imaginé enseguida que los buenos agentes habían sido embaucados
por el argentino contándole cualquier trola, comenzando a pensar que
todo el problema giraba entorno de la parisina. Pero, ¿por qué?, me
dije. “No hay ningún problema, contestaré a las preguntas que me
hagáis, pero les pediría que fuesen rapiditas, que tengo ganas de
llegar a casa”. Dos de los policías se miraron diciéndose algo
como “este pardillo no nos va a aportar nada”, que en verdad era
lo que yo deseaba que pensase.
Los
cinco nos dirigimos hacia la terminal, después que yo con la mirada
le indicara a mi mujer que me esperara fuera sin hablar nada,
observando que los tres agentes, uno de ellos porteando el canuto de
la parisina, aunque sin ponerle las esposas en ningún momento, iban
pendiente de cualquier movimiento que hiciera el argentino, como si
ya tuvieran referencias no muy buenas sobre él. Entramos en la
terminal y nos dirigimos directamente a unas oficinas de seguridad
donde comenzaron las preguntas y un careo entre el argentino y yo.
Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto,
no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que
reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí
que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.
Yo,
hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto
(Honorio, por si alguien tiene alguna duda), no sabía por dónde
iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún
momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos
lobos con piel de cordero.
Recuerdo
que era una habitación de unos cinco por cinco aproximadamente, de
paredes blancas, puerta de acceso blanca y mesa con cuatro sillas
también de color blanco; ni un solo cuadro colgado en las paredes,
cuando en este tipo de sitios siempre pende un cuadro del rey Juan
Carlos; pues ni eso, ya que si hubiera estado con el uniforme azul de
Almirante, hubiera dado a la fría habitación algo de calidez; pues
ni eso; su aspecto tétrico se asemejaba más al tanatorio de un
hospital que a una oficina policial. “Sentaros uno delante del
otro”, dijo el agente que portaba el canuto, dejándolo en el
centro de la mesa al mismo tiempo que nos hablaba. “No tenemos
ganas de perder el tiempo, prosiguió, así que quiero saber de quién
es la pintura que está enrollada en el interior de este tubo de
cartón”. Yo, que había conseguido guardar la calma que gané en
la escalerilla del avión, recuerdo, iba a hablar para relatar la
única verdad, pero enseguida el argentino me ganó la vez, hablando
en su papel de enojado:”señor agente, ya lo dije antes; el boludo
este me pidió el favor a la entrada del vuelo que porteara el tubo
por sus dimensiones porque tanto él como su mujer no podían
introducirlo en el interior del avión, ya que los dos portaban
sendas bolsas de mano; así de sencillo, señor agente; no hay ningún
problema, y pensaba devolvérselo nada más pisar tierra. En verdad
es que no entiendo todo el quilombo este que habéis montado”. En
ningún momento el orondo charlatán se dignó mirarme a la cara
mientras hablaba, porque si lo hubiera hecho, y de eso estoy seguro,
lo hubiera fulminado con mi mirada asesina; la tenía; reconozco que
la ira se apoderó de mi cuerpo, y aunque no llegué a verme en
ningún espejo, se debería de ver reflejada en mi mirada. Cómo se
puede ser tan hijo de puta, pensé, para inventarse esa sarta de
mentiras. ¿Y por qué? Enseguida comprendí que alrededor de mi
parisina, ya que por lo visto había vuelto a ser mía, según la
declaración del puto argentino, debería de haber algo oscuro, algo
que en verdad no se me pasaba por la cabeza, pero que visto lo visto,
debería ser de cierta enjundia. Estaba claro que no es normal que
tres policías estuvieran esperando el aterrizaje de un avión para
saber quién era el dueño de un lienzo que me había costado al
cambio unas quince mil pesetas, que sí, que era dinero, pero tampoco
para montar este dispositivo. El argentino siguió repitiendo la
misma historia pero engordándola y adornándola cada vez más, hecho
este que me ponía cada vez más nervioso y de lo que no se le fue
por alto a uno de los agentes que no me quitaba la vista de encima.
Este mismo agente, viendo el cariz que estaba tomando la cosa,
pareciéndole que la historia que estaba contando el argentino era
cada vez más fantasiosa e inverosímil, se le acercó por la espalda
y le ordenó, textualmente, que detuviera su historieta, invitándome
a continuación a que contase lo que sabía sobre la pintura que iba
enrollada en el cilindro de cartón que se mantenía en el centro de
la mesa, inmóvil y como testigo de lo que allí estaba ocurriendo.
Mi exposición, con una tranquilidad pasmosa que hasta mí me
sorprendió, no hizo sino relatar tal y como sucedieron los hechos,
ni más ni menos, sin ningún tipo de adorno, desde que paseábamos
mi mujer y yo por la rue du Mont Cenis entrando en la tienda de arte,
enamorándonos de la pintura de esa misma calle, la entrega de una
señal, la recogida del oleo al día siguiente, expendiéndonos el
vendedor el correspondiente certificado de autenticidad de la obra,
el embarque en el vuelo de Air France, el fortuito encuentro con el
señor Honorio, apostillando lo del señor Honorio y preguntándole
al argentino el porqué del cambio de nombre, la venta de la pintura
por una cantidad que no podía rechazar ya que me ganaba más de seis
veces lo que pagué por él y los continuos desdenes por parte del
porteño una vez había conseguido la parisina. “Lo que ha quedado
claro, intervino uno de los agentes, es que uno de los dos miente.
Así que vamos a acabar con los careos y vamos a empezar con los
interrogatorios personales, advirtiéndoles a los dos que a partir de
ahora es cuando nos ponemos más nerviosos, más que nada porque nada
más empezar salimos de la idea de que cada uno tiene el cincuenta
por ciento de estar mintiéndonos, y ni a mi compañero ni a mí nos
gustan los mentirosos, así que por favor, os pedimos que os cuidéis
muy mucho en mentir”. De piedra me quedé yo, no por nada, sino que
por las palabras del agente me había metido en el mismo saco que el
rollizo petimetre puto argentino, y eso no me agradaba en lo más
mínimo. De inmediato, el agente que nos había echado la perorata me
invitó a que me saliera de la habitación donde nos encontrábamos,
no sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las
noventa mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la
pintura al señor Ernesto, ¿le entregó también el certificado de
autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra
de la tela?
“.....no
sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las noventa
mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la pintura al
señor Ernesto, ¿le transmitió también el certificado de
autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra
de la tela?”. La pregunta que me hizo el agente me jodió y me
molestó mucho, pero no por la pregunta en sí ni porque yo tuviera
que ocultar algo; me fastidió porque en el relato de los hechos que
le hice cuando me lo pidieron, yo me olvidé de ese detalle, y ese
olvido podía llevar a los agentes a que naciera en sus
subconscientes alguna duda sobre mí y mi proceder, y nada más lejos
por mi parte. “Sí, señor agente, contesté, se lo entregué; en
el cilindro de cartón, y rodeando el lienzo, le dejé el certificado
de autenticidad que también sirve de contrato de compraventa.
También en el interior de ese canuto, dije señalando al centro de
la mesa, deberá de estar una hoja de libreta en la que figuran mi
nombre y apellidos con mis datos y los del señor Ernesto, aunque ya
os adelanto que el nombre que él me dio y por el que yo le conocía,
era el de Honorio, y de apellido quiero recordar que me dijo que era
Sanjuán, y es con ese nombre y apellido con el que figura en el
papel que hicimos a modo de contrato de compraventa y en el que
firmamos”. “Muy interesante todo”, comentó uno de los agentes;
¿algo más que decir?”. Yo callé. “Pues salga y espere ahí
afuera con el compañero que estará en la puerta”.
La
espera junto al tercero de los agentes se me hizo eterna, dándome
tiempo en pensar en mil cosas. Lo primero que se me vino a la mente
fue en lo que habría sido de mi mujer, por dónde andaría. Habría
recogido las dos maletas y se encontraría ya con el familiar que
había quedado en recogernos y que nos llevaría hasta Cádiz.
Desesperada tenía que estar, recuerdo que lo pensé. Y no solo eso,
sino que me estaría poniendo a parir: “y eso que se lo dije mil
veces; no vendas la parisina. Pero él, como siempre, seguiría
diciéndole a su padre, haciendo lo que le venía en ganas”. Y la
verdad es que no quise oírla, pensé mientras asistía al deambular
de la gente por la terminal del aeropuerto, pero sin ver a nadie; si
la hubiera hecho caso......... En verdad es que no sé lo que hubiera
pasado porque, pensé ya más fríamente, el problema creo que no
radica en la venta del lienzo al argentino, sino en la pintura en sí.
¿Qué tiene de especial la parisina? Algo debe de tener para que el
interés por ella sobrepase por bastante el que se pueda tener por
una pintura cualquiera de almacén como yo consideraba que era. No es
normal primero que el Honorio ese de los cojones me pagara esa
cantidad tan desorbitada en comparación con la que yo pagué a un
supuesto entendido como era el dueño de la pequeña galería de arte
donde la adquirí, ni tampoco que el Cuerpo Nacional de Policía haya
preparado un dispositivo especial venido desde Madrid, según
entendí, para investigar el caso de un oleo de como diría un buen
amigo mío, de “tres al cuarto”. ¿Habría comprado un Pisarro,
un Degas o un Morisot y yo no lo sabía? Imposible; eso es imposible,
me decía una y otra vez. Algo hay que se me escapa; lo único que
espero es no salir salpicado. Y todo fue pensar en lo de las posibles
salpicaduras cuando caí que nuevamente había cometido otro grave
error en mi último relato de los hechos; no mentí
intencionadamente, pero no conté toda la verdad, también sin
intención alguna. Está claro que no se puede ir por la vida,
recuerdo que pensé en aquel momento y lo ratifico ahora, de bueno y
de piadoso; hay que ponerle, seguí pensando, un poquito más de
maldad a las cosas, y más cuando te juegas el que te inculpen en un
asunto que parece ser que no tiene muy buena tinta; en pocas
palabras, que te puedes comer un marrón sin partirlo ni probarlo y
verte con los huesos en la trena. Tan nervioso me puse que me dirigí
al agente que me acompañaba en la puerta de la oficina de
interrogatorio. “Perdón, señor agente, le dije con la mayor
ingenuidad que pude sacar de mi interior, todo con el fin de hacerme
más creíble, ¿le puedo hacer una observación? El policía, que se
encontraba sentado franqueando la puerta, con un auricular en la
oreja, me miró de arriba abajo con cierto desdén y me contestó:
“si me vas a pedir que tienes ganas de ir a los aseos te adelanto
que te aguantes un poco”. “No, le contesté, es sobre un asunto
que he omitido cuando sus compañeros me han preguntado; sin ninguna
intención no hable de él, y me he acordado ahora; lo decía por si
se lo podía trasladar a sus compañeros, ya que puede ser
importante, creo, para el esclarecimiento de los hechos sobre los que
se me han preguntado”. El agente volvió a mirarme, esta vez de
abajo arriba, preguntándome que “si el argentino era yo o el que
estaba siendo interrogado”, a lo que yo le contesté que yo no
tenía nada de argentino, que yo era de Bornos, provincia de Cádiz.
“Ya, es que se enrolla usted como los sudacas. Espere usted aquí y
ya lo llamarán”.
El
agente volvió a mirarme, esta vez de abajo arriba, preguntándome
que “si el argentino era yo o el que estaba siendo interrogado”,
a lo que le contesté que yo no tenía nada de argentino, que yo era
de Bornos, provincia de Cádiz. “Ya, es que se enrolla usted como
los sudacas. Espere usted aquí y ya lo llamarán”.
¡Vaya
el comentario del agente!, me dejó planchado. ¿Enrollarme? Ya
quisiera yo tener la labia que tienen los argentinos; que sí, “que
dan muchos rodeos para decirte una cosa concreta, que te adornan el
lenguaje con términos innecesarios, sí; pero como esos rodeos que
dan lo acompañan con una cadencia y una melodía tan angelical,
hacen que te veas envuelto en un manto de seda dándote la sensación
de suspensión en el aire”. Ese fue el pensamiento que tuve ante la
respuesta seca del policía, que fueron las mismas palabras que me
dijo una gran amiga mía después de haber tenido una experiencia con
un pibe argentino, que según también me contó días antes de hacer
yo el viaje a París, “no era guapo, no era alto, no era buen
amante, pero amigo mío, entre beso y beso hacía unos
comentarios....... ; me reconfortaba de tal manera que, al final,
decidí ir buscando tan solo su conversación”. Estaba claro que la
experiencia que tuvo mi amiga y la que tuve yo con los hijos de la
tierra del tango se parecieron en muy poco, porque cada vez que
pienso en el cabrón ese que está ahí dentro, pensé, se me
revuelven las entrañas. No pude reprimirme y me dirigí al agente,
que si bien al principio me observó con cierta displicencia, cuando
conseguí transmitirle mis sensaciones y sentimientos, aunque
reconozco hoy que en su momento lo hice con mucho de histrionismo,
entonces, llegó a levantarse de la silla que ocupaba, ofreciéndomela
para que la ocupara. “Señor agente, ¿es justo?, ¿es justo que
por culpa de un cabrón como ese que está ahí dentro yo tenga que
estar pasando por esto?, ¿es justo que una persona como yo que viene
de pasar cinco días en París y que compró una pintura,
concretamente una parisina que podía haber comprado aquí en España,
en cualquier tienda de mueble, y que después la vendí porque un
puto argentino se encapricho de ella, esté metido ahora en este lío?
¿Hubo un enjuague en la compraventa de mi parisina, señor agente?
Por favor, dígame algo. Cuénteme algo que yo no sepa”. Recuerdo
que mi teatralidad la llevé hasta el punto de dejar caer mi cuerpo
sobre el marco de la puerta, flexionando un poco mis piernas y
pareciendo como si fuera a desvanecerme, nada más lejos de la
realidad, pero que hizo mella en la sensibilidad del agente,
invitándome, como apunté antes, a sentarme en su silla y a comenzar
a soltar por su boca mensajes tranquilizadores. “Quédese
tranquilo, señor; si usted no ha hecho nada ilegal ni ha participado
en nada turbio, no tendrá ningún problema. Tranquilícese. Yo no le
he comentado nada, pero los tiros van contra el pájaro argentino.
Eso sí, reconozco que le vamos a molestar un poco mientras que no se
aclare la situación, y le adelanto que esto no se va a aclarar hasta
que no lleguen los dos inspectores de la policía nacional francesa
que estamos esperando. Y recuerde, yo no le he comentado nada”.
“Pero, le contesté, dígame que hay detrás de todo esto, ¿qué
tengo que ver yo con este follón?”. “Lo siento, respondió, ya
he hablado demasiado. Y si lo he hecho es para tranquilizarlo un
poco. Y recuerde que esta conversación no ha existido”.
Vi
prudente no insistirle más al agente, ya que me di cuenta que, como
bien me dio a entender, había hablado más de la cuenta, jugándose
mucho; era evidente que estaba recién salido de la Academia de
Policía y estaba poco baqueteado, como bien pude comprobar más
tarde, dicho por él mismo, de que estaba en el año de prácticas
que tienen los alumnos después de salir de la Escuela y dentro
todavía del periodo de formación. Fue por eso por lo que, después
de levantarme y pedirle que volviera a tomar asiento que ya me
encontraba bien, y que él, muy educadamente, casi me obligara a
seguir sentado, cogiéndome del brazo, me puse a pensar no recuerdo
ahora en qué, pero lo que sí sé es que me quedé dormido en la
silla. Y recuerdo que me quedé dormido porque no sé cuánto tiempo
después, me sobresalté al oír el picaporte de la puerta abrirse
sin delicadeza alguna. Enseguida me levanté, y tras restregarme un
poco los ojos con la mano derecha, me topé casi de bruces con uno de
los agentes que se encontraban en el interior, el menos afable, que
venía expresamente a buscarme. “Pase usted para dentro”, al
tiempo que le dedicaba una mirada a su compañero como criticándole
el hecho que me hubiera dejado la silla. Entré en la sala,
observando inmediatamente que los mofletes del argentino se
encontraban más rojos de lo que yo estaba acostumbrado a verlos en
el par de días que habíamos coincidido, y sin dilación alguna, el
agente que mandaba aquel dispositivo, inspector según me enteraría
más tarde, se dirigió a mí: “Vamos a ver, señor, le di antes la
oportunidad de que me contase toda la verdad y me parece a mí que
usted no me hizo caso”. “Perdone usted, señor agente, quiero
dec....”, comencé a decir. “¡Cállese! Y no hable hasta que yo
no termine, ¿Entendido?”, dijo levantándose de la silla en la que
se había sentado nada más entrar y poniendo su cara a escasos
veinte centímetros de la mía. “Usted hablará cuando yo lo diga;
mientras, chitón”. Transcurrió más de medio minuto donde no se
oyó ni el revoloteo de una mosca, treinta segundos que a mí me
resultaron eterno. “¿Qué iba a decir usted?”. Tiene cojones la
cosa, pensé. Me echa la bronca, me tiene casi un minuto en ascuas
totalmente en silencio y ahora se deja caer preguntándome que qué
iba a decir. Guerra psicológica en interrogatorio; y no sabe el pavo
este, seguí pensando, que por mi profesión, estoy adiestrado en
estos menesteres y prácticas. “Pues como iba a comentarle, señor
agente, y ya se lo anoté a su compañero que se encuentra en el
exterior, hubo un detalle que en mi anterior relato se me pasó por
alto”, dije mientras observaba que en lo alto de la mesa se
encontraba desplegada, hermoseándose, mi parisina, junto al canuto
de cartón, el certificado que me hizo el marchante de la galería de
arte y la hoja de libreta que nos sirvió al argentino y a mí para
hacer el contrato de compraventa y donde se reflejaban nuestros
nombres y la cantidad en que se la vendía. “Pues hable ya de una
puñetera vez. ¿Qué se le fue por alto?”, dijo el inspector
interpretando bien su papel de poli malo, cosa que me extrañó
porque normalmente ese papel de poli malo lo realiza el agente de
menor jerarquía, aunque a veces se suelen cambiar los roles. “Pues
que en mi relato de los hechos comenté lo del precio; lo que me pagó
el señor Honorio por el lienzo. Dije que me pagó noventa mil
pesetas, y fue así, aunque en el papel que nos sirvió de
compraventa pusimos que eran solo cuarenta mil”. El inspector, que
se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó,
y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me
preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”.
El
inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo
hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre
chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la
puso usted solo?”. La pregunta, y en el tono que me la hizo me
cogió un poco a pie cambiado, intentando por un momento buscar las
verdaderas intenciones que llevaba el agente al hacerla, intento que
me resultó baldío, ya que no encontré ninguna respuesta. Fue por
lo que, para salir del paso, pero intencionadamente, lo que hice fue
repetir su misma pregunta pero cambiándole la entonación y
añadiéndole un carácter dubitativo. “Que si la pusimos o la
puse; la verdad es que no entiendo lo que me pregunta, señor
agente”. No sé si hice bien o mal al contestar de esa manera, pero
la verdad es que el inspector, lo recuerdo hoy tal como sucedió en
aquel momento, y hace de esto ya una tira de años, le supo mi
respuesta dubitativa como un rayo, volviendo a perder en cierta
medida los nervios. Me preparé para el chaparrón, aunque seguía
sin saber qué fue lo que me quiso preguntar. “Vamos a ver, ni se
imagina usted el tiempo que llevamos trabajando en este caso, y ni se
imagina tampoco las pocas ganas que tengo de escuchar paparruchadas,
jilipolleces y desvaríos como los que usted ha dicho. Creo que mi
pregunta está bien clarita”, y todo ello con un tono de voz
bastante elevado y amenazante. No sé si hice bien o no, creo que sí,
pero sobre la marcha decidí plantarle cara y no amilanarme, creyendo
vender con mi postura una imagen de seguridad y que en ningún
momento había tratado de sorprender a nadie, y mucho menos a la
justicia.”Me va a perdonar usted, señor agente, me dirigí a él
sin ningún tipo de altanería, pero hay dos cosas aquí en las que
me pierdo, primero que no he entendido su pregunta, y al no
entenderla lo único que he hecho es volvérsela a preguntar para que
me la aclarase, y segundo, y es una cosa que me está preocupando
desde que en la escalinata del avión usted me invitó a acompañarle,
es que me habla usted ahora de un caso, y yo creo, que debería de
decirme qué caso es este del que habla, porque yo estoy perdido, por
favor”. Si la habitación era fría y las paredes, todas de blanco
ayudaban a ello, mi respuesta ayudó a que la temperatura bajara unos
grados más; hasta provocó que el argentino, que estaba calentito
por el interrogatorio un poco agresivo al que seguramente lo habían
sometido antes de yo entrar, levantó la cabeza y sintió escalofrío.
El otro agente, subinspector que era, movió varias veces la cabeza y
comenzó a caminar por la sala pero buscando disimuladamente
acercarse hasta mí con el fin de poder actuar a tiempo por si su
jefe reaccionaba como él pensaba que pudiera reaccionar. No hubo
palabras durante un largo espacio de tiempo, pero aquel silencio era,
lo recuerdo todavía hoy y se me ponen los vellos de punta, de los
que nadie se atreve a romper porque a modo de puñal se te podía
clavar en el corazón. Y lo rompió el que tenía que romperlo. Pero
no como esperábamos que lo hiciera, demostrando su gran
profesionalidad y dominio de la situación, ya que captó
perfectamente la intención de mi respuesta, y pienso hoy que después
de mi respuesta, el bueno del inspector me hubiera mandado para mi
casa ya que se dio perfectamente cuenta de que yo no tenía
absolutamente nada que ver con el caso que se traía entre manos.
“Vamos a ver si acabamos de una vez por todas con este galimatías
en el que estamos metidos y podemos deshacer el entuerto en el que
creo que está usted implicado sin partirlo ni probarlo; bueno,
probarlo sí, ya que veo que como ha reconocido, sacó usted una
buena tajada”. La ruptura del silencio del inspector nos dejó a
todos de piedra; a todos menos a mí, ya que en cierta medida me la
jugué y me salió bien el envite; o por lo menos eso me pareció a
mí. “Me refería a que en el papel que os sirvió como contrato de
compraventa, y en el que venía la cantidad de cuarenta mil pesetas,
cosa que no tengo porqué saber ni me interesa que realmente usted
cobró, según dice, noventa mil, está tan solo la firma de usted,
no teniendo validez alguna pues no se encuentra la del tal Honorio
Sanjuán, que hasta este momento, si no me lo demuestra usted o
alguien, no le pongo cara”. Educadamente me dejó de piedra, pero
más me dejó la reacción del argentino, que comenzó a hablar sin
que ninguno de los agentes se lo autorizara. “Vos ves, señor
agente; no existe absolutamente ningún tipo de prueba que me
relacione con la compraventa de este óleo; ya os lo comenté y vos
no queré oírme. Este boludo, después de hacerle el favor de
portearle el cilindro con su óleo para que pudiese viajar, me queré
cargar el muerto y meterme en este quilombo. Ni yo le he pagado plata
alguna, ni yo he firmado nada que pruebe que haya adquirido esa
mierda de parisina, ni yo sé nada de ese tal Honorio Sanjuán”. La
verdad era que el inspector llevaba razón, y aquel papel, sin la
firma del argentino, del verdadero argentino, no tenía ningún
valor; quedaba bien claro que la parisina, sin ser una mierda como
había afirmado el porteño, calificativo que me había olido a
cuerno quemado, tenía un único dueño, y ese era yo. Pues sí que
está bien la cosa me dije. De pronto recordé un hecho en el que no
había caído antes y que en cierta medida podía probar que no
mentía, que el tal Honorio Sanjuán existía, por lo que, creyendo
haberme ganado la confianza del inspector, me atreví a pedirle al
jefe del dispositivo el permiso para demostrar lo que expliqué en mi
relato de los hechos.
De
pronto recordé un hecho en el que no había caído antes y que en
cierta medida podía probar que no mentía, que el tal Honorio
Sanjuán existía, por lo que, creyendo haberme ganado la confianza
del inspector, me atreví a pedirle permiso para demostrar lo que
expliqué en mi relato de los hechos. “Señor agente, podría
probar que Honorio Sanjuán firmó un documento igual que ese que hay
encima de la mesa y por el que se prueba que me pagó cuarenta mil
pesetas por mi parisina”, le dije mostrándole una seguridad
imperturbable. “Usted dirá como” me respondió no sin cierta
incredulidad y haciendo un cierto aspaviento abriendo sus manos. “Mi
esposa se encontrará en la terminal, ya con las maletas, esperándome
para regresar a casa; ella en su bolso tendrá el documento del que
le hablo, ya que hicimos un duplicado, y en el que nos quedamos sí
que firmó el señor Honorio Sanjuán. Si le parece bien, podéis
acompañarme hasta ella y así que me lo entregue para que lo veáis”.
El inspector, que se había sentado en la silla, junto al argentino,
jugueteando con un bolígrafo encima de la mesa, comenzó a dudar y
lo primero que hizo fue dirigirse a Honorio. “Señor Ernesto,
¿usted cree que habrá otro documento igual que este, cogiendo el
que se encontraba entre la parisina y el canuto de cartón, pero
firmado por usted?”. El argentino palideció, no pudiendo articular
palabras por un largo rato. “¿Me ha oído usted, señor Ernesto?”.
“Sí, le he oído, agente”, respondió el argentino con ciertos
aires de prepotencia, impropios después del silencio que previamente
había tenido y que no denotaba sino que lo habían pillado, “pero
si trae un documento igual que este firmado por el tal Honorio
Sanjuán, ¿demuestra algo en contra mía? ¿Quién es ese Honorio
Sanjuán que no paro de escuchar su nombre? Me gustaría verle la
cara, me gustaría conocerlo; lo mismo hasta se parece a mí. ¿Usted
lo conoce personalmente?”, haciendo esta última pregunta mirándome
a los ojos y dirigiéndose a mí. Todavía recuerdo lo que sentí en
aquel momento; me lo quería comer. Mi lenguaje gestual fue captado
enseguida por el subinspector y amablemente, pero con una fuerza
descomunal que revelaba que era carne de gimnasio, me sentó en una
silla dejándome sus dos manos sobre mis hombros con el fin de
tranquilizarme. El silencio volvió a adueñarse de toda la sala,
sabiendo todos los allí presente que el encargado de romperlo no era
otro que el inspector, como así fue, demostrando una vez más que
era muy ducho en aquello del interrogatorio; sabía de antemano que
esos parones facilitaban que los interrogados pudiesen cometer algún
fallo que lo delataran, pero también se había percatado que en este
caso, los dos interrogados, por distintos motivos, también estaban
demostrando ser avezados en estas prácticas de los interrogatorios.
Lo del argentino este, se dijo el inspector antes de romper el
silencio, me cuadra perfectamente, ya que imagino que habrá estado
sentado en más de una ocasión en una mesa de interrogatorio y le
habrán calentado también la cara en más de una ocasión tal como
sucedió antes, pero lo del turista gaditano, y se refería a mí, no
me cuadra en lo más mínimo; no lo encajo en ningún sitio; o es un
ladrón de guante blanco, fino donde los haya, o es un turista
defensor de la verdad y que rompe los moldes con los que estamos
acostumbrados a trabajar; me inclino por lo segundo, pero bien fino.
“Señor Ernesto, me dijo usted que venía de París; ¿me podría
decir el motivo de su viaje?”. “Sí, señor agente. Turismo.
Cuatro días en París, viajar hasta Sevilla, conocer Marbella y
trasladarme a continuación desde Algeciras a Tánger por ferry para
visitar Casablanca; desde allí a Johannesburgo y dentro de unos diez
días, quiero recordar, volar de regreso hasta Buenos Aires”,
respondió Honorio con una tranquilidad pasmosa. Ahora el inspector
no le dejó tiempo a pensar por mucho tiempo, respondiéndole
enseguida. “Ajetreado viaje, pero cada uno es libre de hacer lo que
quiera. Entiendo que para un viaje como este en el que se encuentra,
necesitará usted un buen equipaje, ¿no, señor Ernesto?”. “Vos
sabés bien que así es, señor agente. Espero que la maleta que ya
debería de haber recogido en la terminal, no se me extravíe”. “No
se preocupe por ella; ahora mismo movemos los hilos para que la
traigan. ¿Lleva usted encima la tarjeta de embarque?”. “Sí”,
dijo Honorio llevándose la mano al bolsillo interior de su chaqueta
y poniéndola en lo alto de la mesa. “Aquí está, señor agente”.
Cuando Honorio llevó su mano al interior de la chaqueta, de su
chaqueta Armani, se me encendió el bombillo y no pude reprimirme,
dirigiéndome al inspector y sorprendiendo a todos los allí presente
en la sala: “inspector, podía pedirle usted a este señor,
refiriéndome al argentino, que busque entre sus bolsillos una
chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires con la que hizo sus
primeros intentos de compra de mi parisina?, no creo que se haya
desecho de ella”. Las caras de las dos personas que tenía delante
de mi vista, el inspector y el argentino, porque el subinspector lo
tenía a mis espaldas, eran bien distintas. Mientras que el agente
esbozó una media sonrisa, dedicándome una mirada con la que me
decía que qué hacía yo con ese as debajo de la manga, la cara de
Honorio se desencajó completamente, poniéndose blanco como la
pared, pero marcándosele con más intensidad los mofletes rojizos
casi amoratados. El inspector Palomo, que así se apellidaba el jefe
del dispositivo, sabiamente dejó que las aguas volviesen a su cauce
provocando un nuevo y largo silencio, rompiéndolo con un gesto con
la cara y con el dedo índice a su compañero como indicándole que
pasase el agente en prácticas que se encontraba en la puerta. “Toma
papel y lápiz, le dijo al agente, y por este orden haz lo siguiente:
anota el nombre de la esposa del señor, dijo señalándome a mí, y
la buscas en la zona de salida de viajeros; estará acompañada de un
familiar, que se quedará con las maletas y ella que te acompañe
hasta aquí. También anota toda la numeración de esa tarjeta de
embarque y buscas al jefe de seguridad del aeropuerto y le dices que
por favor nos haga llegar esa maleta y que se pase él también por
aquí”. “A sus órdenes, mi inspector”, contestó el agente. “O
no, mejor no. Encárgate tan solo de la esposa del señor, que el
asunto del jefe de seguridad se encargará el subisnspector Álvarez”.
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando
que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía.
Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario