martes, 17 de marzo de 2020

CUARTO

Cuarto día de la “descoronavización”. Cuarto día en el que, pese a los resultados, se están ganando batallas. Sí, digo bien, ganando batallas; batallas que no son efímeras, que a su paso están dejando un poso y que a largo plazo tendrá su peso en la victoria final. Porque una batalla victoriosa es el comportamiento sin desfallecer del personal sanitario y auxiliares de los hospitales, porque una batalla victoriosa es asomarte a la ventana y no ver a ningún peatón, concienciado el pueblo de la necesidad de quedarse en casa, porque una batalla victoriosa es la presencia de esos trabajadores que por “Decreto” se encuentran al “pie del cañón” exponiéndose cada minuto, porque una batalla victoriosa es el hecho de que estés leyendo las tonterías y pamplinas de este “juntaletras” o te pongas a oír la actuación en directo de Rozalén o Alejandro Sanz. Que no te quepa la menor duda de que son victorias, y que como ya apunté antes, copiado en su día de mi amigo Fernando, con el paso de los días dejarán un poso inolvidable y un peso en nuestras conciencias.
Y vuelvo ahora con mi parisina, aquella de uno cuarenta por uno que tanto trabajo me costó embarcar en el avión y que vari@s de vosotr@s os habéis interesado por ella, mandándome comunicaciones privadas, como adelantándose a la historia (real) que tuvo que vivir mi apreciado oleo.
Os cuento. Aunque pude conseguir que embarcase conmigo, la azafata, la de Toulouse, me exigió que no podía ocupar mi asiento, ya que molestaría a los dos pasajeros que tenían que ir junto a mí, pues tuve la “gran suerte” de tocarme el asiento central, trasladándome al último asiento de cola que circunstancialmente estaba libre por una cancelación de última hora. Sin pega alguna, dije yo. Y fue entonces cuando, ya en pleno vuelo, entablé conversación con un orondo argentino, cubierto de un sombrero tipo Bogart que ahora que recuerdo no le favorecía en nada, y con una pipa de madera de cerezo sin picadura, que también se dirigía para Sevilla. Tengo que reconocer que su melodioso hablar me cautivó (no pensar mal), provocando que desplegase el rollo en el que iba envuelto mi lienzo, quedando mi preciosa parisina expandida a lo ancho de todo el pasillo central, entre el reposabrazo del porteño y el mío. El argentino quedó prendado con la pintura, y tras analizarla minuciosamente, cosa que yo no hice cuando la adquirí en plena rue du Mont Cenis, me miró fijamente a los ojos y echó mano a su chequera que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta Armani de cuadros escoceses, diciéndome: “pide plata”, a lo que yo me quedé desconcertado sin saber qué contestar.
Me vais a perdonar, pero esto se está alargando y relatar toda la historia de mi parisina os va a quitar demasiado tiempo, así que mañana seguiré con el relato.


Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.

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