martes, 23 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 1ª ETAPA. SANTIAGO- O PEDROUZO



Aunque con nuestras mochilas y esterillas a las espaldas, como la gran mayoría de los que hacían invivible la estancia catedralicia, a diferencia de ellos, nosotros, por ser el primer día de nuestro periplo, nos habíamos duchado, acicalado y perfumado. No obstante, el fuerte olor a incienso que desprendía aquel botafumeiro movido por aquellos ocho tiraboleiros, mitigaba la mezcolanza olorosa producida por tan ingente número de peregrinos.
Fue de agradecer que ese día y a esa hora, y me refiero al momento de nuestra entrada, tras subir los dos tramos de escalera de la puerta del Obradoiro, comenzase el balanceo del famoso botafumeiro compostelano. Fue una manera muy halagüeña que nuestra “desperegrinación” comenzase con buen pie. Con seguridad que nuestras espaldas se agarrotarían, que nuestros pies se avejigarían y que por nuestras mentes pasarían tropecientas veces la idea de desistir en nuestro empeño de deshacer el camino, como les había ocurrido a bien seguro a la muchedumbre que en esos momentos pisaba el mismo suelo que nosotros.
Pero he de reconocer que nosotros partíamos con ventaja, ya que, nada más empezar nuestro camino, o descamino, ya habíamos conseguido lo que el resto tardarían varios días en conseguir, y esa consecución no era otra que haber estado junto a los restos de Santiago el Mayor. Y con otra salvedad que todos nosotros considerábamos muy importante, que era la de presentarnos ante los restos de tan magnánimo personaje para la cristiandad como únicamente se merecía: aseados y perfumados, y no con las imágenes malolientes y a veces nauseabundas con las que se presentaban los que consiguieron terminar su Camino particular. Estaba claro que si el alma de tan noble y generoso predicador tuviese que dar un trato especial, se lo daría a los que no perturbasen sus sueños con tufos, hedores y pestilencias, que era lo que le ofrecían la mayoría de los visitadores del Santo Lugar. Fue cuando, frente a la cripta del Santo Apóstol, me acordé de aquel consejo que me daba mi madre desde muy pequeño: “niño, que como te ven el hato (jato), te dan el trato.

Y una vez henchidos de la visita de la cripta sepulcral, con nuestro olfato todavía impregnado del incienso desprendido del majestuoso botafumeiro de más de sesenta kilos que ya había dejado de vagar por el crucero de la planta de cruz latina, deshicimos nuestros pasos por la nave central hasta la misma puerta por donde entramos, saliendo a la plaza del Obradoiro. Si gentío había en el interior catedralicio, la plaza parecía un enjambre de doloridos caminantes tendidos, “semitendidos” y sentados, a la espera de que hubiese un hueco en el interior para contribuir con sus atafagos particulares.

Y en un pispás, el grupo de “desperegrinos” comenzamos nuestro particular camino, teniendo la intención de finalizar nuestra primera etapa en O Pedrouzo, a unos veinte kilómetros de la capital Santa.
Nuestros pasos por las calles de Santiago, con el ir y venir de gente, autóctonos y peregrinos, en uno y otro sentido, no nos aportó nada de lo que veníamos buscando; más bien nos desilusionó en cierto modo. Pero esos momentos de chasco y desesperanza hay que decir en honor a la verdad que fueron escasos, ya que antes que nos diésemos cuenta nos encontramos en O Monte do Gozo, a unos cinco kilómetros de nuestro punto de partida. Fue aquí donde realmente comenzamos a sacarle partido a nuestro “descamino de Santiago”. Fue aquí donde comenzamos a ver las primeras caras de peregrinos. Eran caras desencajadas, gastadas, pálidas y descompuestas; caras que se apoyaban encima de unos cuerpos ajados y marchitos que, coincidiendo en sentido contrario con nuestro grupo, les cambió la cara como por arte de magia. Señalando hacia nosotros, observamos como la sonrisa sincera que les había abandonado seguramente desde hacía varias jornadas, se volvió a reencontrar con ellos. Los miembros del grupo, perplejos y sin poder articular palabra, nos preguntábamos qué es lo que habían visto en nosotros. ¿Sería que quisieron ver al mismísimo Santo Apóstol o es que la aureola santísima nos envolvía al grupo sin habernos percatado de ello? Y es que no dejaban de señalarnos a unos metros de distancia. Como una de nuestras consignas era de no mirar nunca atrás, nos percatamos cuando esos peregrinos llegaron a nuestra altura, incumpliendo dicha consigna, que el motivo de su alegría no era otro que por primera vez desde que salieron en su peregrinar, divisaban las torres de la catedral, y nosotros, por el camino que traíamos, estábamos en su campo de visión. O sea, que ni el Santo Apóstol se encontraba entre nuestro grupo ni su aureola nos acompañaba en nuestro “descamino”.
Entablamos una pequeña conversación entre los dos grupos, y por parte de ellos tan solo se interesaban el por qué de nuestro sentido de marcha: “que si nos habíamos dejado a algún miembro del grupo atrás”, “que si habíamos perdido algunos de nosotros la cartera” o “que si habíamos decidido retroceder hasta el albergue que se encontraba a unos escasos trecientos metros para pasar allí la noche y salir al día siguiente para terminar el camino”.

Como no se iban a creer la verdad sobre nuestro objetivo, uno de nosotros, el más socarrón, le dijo que estábamos deshaciendo el camino que comenzamos hacía ya diez días, después de haber visitado el Santo Sepulcro. Cuando oyeron eso, todos comenzaron a felicitarnos y se oyeron algún que otro “qué cojones tenéis”.
Tras despedirnos, proseguimos nuestro itinerario en cierta medida a ciegas, ya que las indicaciones que aparecían a lo largo del camino, indicaban los puntos a los que había que llegar para arribar hasta Santiago, pero nunca los que se dejaban atrás. Y esa fue la primera lección que aprendimos, que el camino de Santiago era un camino de ida, pero no de vuelta. Y nosotros, con dos coj..... lo estábamos deshaciendo: qué razón tenían aquéllos con los que nos encontramos en la cima del Monte do Gozo.
Pero como el chorreo de peregrino no dejaba de cruzarse con nosotros, nos iban marcando el camino que teníamos que seguir.
Y así fue, andados unos cinco kilómetros desde O Monte do Gozo, y sin parar de cruzarnos con peregrinos que a sus caras de extenuados se les sumaba el interrogante de hacia dónde nos dirigíamos, nos dimos de bruce con el río Sionlla, lugar que, como ya nos habían dicho antes de comenzar nuestro periplo, era utilizado por los peregrinos para acicalarse y emperejilarse en la medida de lo posible para presentarse ante el Santo Apóstol lo más digno posible (cosa que no todos conseguían; yo diría que muy pocos). Y llevaban razón. Entre los recovecos de aquel mal llamado río, pues más bien era un arroyo, lo mismo nos encontramos algunos que otros príapos buceando que algún que otro pezón femenino chapoteando con las frías aguas gallegas, y todo ello sin el más mínimo pudor: ¡ay, si el Santo Apóstol supiese de estos comportamientos!

Pero sigamos, sin detenernos en menudencias.

Continuamos nuestro desperegrinar, y un par de kilómetros más adelante, para nosotros, porque para el resto de caminantes eran más atrás, nos detuvimos en un bar que se encontraba en San Paio, aldea de la parroquia de Sabugueira. en las inmediaciones del aeropuerto. Como teníamos los estómagos con ganas de manduca, nos pedimos una cervezas que nos ayudaron a echar para abajo los bocadillos de chorizo que nos compramos antes de entrar en la catedral.
Allí en San Paio coincidimos con un grupo de austriaca que chapurraban el castellano, o más bien el castellano andalusí. Muy pronto nos enteramos que este grupo de seis vienesas habían hecho años atrás su Erasmus en las ciudades de Cádiz y Sevilla, escapándosele en más de una ocasión los “pisha” y “miarma”, propios de esas ciudades andaluzas.
Y la verdad fue que hubo lo que hoy llaman química entre los dos grupos, entre unos miembros más estrechas que entre otros, hasta el punto que las buenas vienesas tomaron la decisión de deshacer su camino y acompañarnos hasta nuestro fin de etapa, en O Pedrouzo, del que nos distaba algo más de unos siete kilómetros. Así, nuestro grupo de desperegrinos pasó de ocho a catorce como por arte de cupido (como se demostró horas más tardes), si bien las nuevas incorporaciones no podíamos calificarla como desperegrinas, ya que con toda seguridad, cuando las flechas de Eros cayesen por su propio peso, volverían a convertirse en peregrinas. El tiempo daría la solución.
El grupo de catorce proseguimos nuestra andadura y nos encontramos a los diez o quince minutos con un monolito esculpido con un bordón, una calabaza y una vieira que según nos indicaron más adelante, significaba que se entraba en el municipio de Santiago, o lo que es lo mismo, en nuestro caso, nos decía que salíamos de él.
Y nos seguíamos cruzando con peregrinos y más peregrinos que, más que extrañados por nuestro sentido de marcha, se extrañaban ya de la algarabía que llevábamos. Sin decirlo, se les leía en sus caras que no veían bien lo que estábamos haciendo. Y con toda la razón, ya que lo que llevábamos era más bien una auténtica algazara, aunque a decir verdad, no todos participábamos de ese bullicio. En ese sentido, el grupo compacto de catorce que salimos de San Paio, se fue desmembrando, siendo el caminar motivo de acolleramiento. Pero, aunque a cierta distancia los unos de los otros, pasadas las cuatro de la tarde, llegamos a O Pedrouzo.

Algo más calmados, pero deseando la mayoría del grupo que llegase la noche, nos dirigimos hasta el albergue público, encontrándonos con la noticia que estaba completo, noticia que esperábamos de antemano. Así, y sin preocuparnos demasiado, decidimos sobre la marcha que aprovechando la buena climatología, acamparíamos a las afueras, ya en el camino de nuestra segunda etapa. Como llevábamos una tienda individual cada uno (ocho en total, ya que las vienesas sólo llevaban ponchos), buscaríamos una vez cenado una buena zona donde acampar. Ahora nos tocaba refrescar el gaznate y adecentarnos un poco, por lo que convencimos a los encargados del albergue, el poder utilizar la zona de duchas y servicios.
Aseados un poco, vimos lo poquito que había que ver de O Pedrouzo y buscamos donde comprar algo para cenar y avituallarnos para la etapa del día siguiente, ya que pensábamos llegar hasta Arzúa, sobre unos veinte kilómetros.
Allí en O Pedrouzo coincidimos con muchos peregrinos renqueantes, ya que el que menos, llevaba siete días de caminatas, extrañándose todos de nuestro particular desperegrinar. Como se había extendido la noticia que veníamos de vuelta, nos elogiaban y nos preguntaban sobre lo que se iban a encontrar.
Como las mentiras tienen las patas muy cortas, cuando nos preguntaban sobre nuestro “hipotético” camino de ida, que era el que ellos iban haciendo, tuvimos que salir con la buena nueva que nuestro camino de ida no fue el camino francés, que era el que estaban haciendo ellos y deshaciendo nosotros, sino el camino portugués. Dijimos que partimos de Oporto y que los doscientos cuarenta kilómetros hasta Santiago lo hicimos en doce etapas, entrando en España por Tui y pasando por O Porriño, Redondela, Pontevedra, Caldas de Reis y Padrón hasta Santiago de Compostela. Menos mal que el que se inventó tan feliz idea había estado trabajando en Vigo y conocía bien la zona. Quedamos como reyes, siendo objeto de envidia y admiración de aquellos avejigados, en su mayoría, peregrinos.
Poco antes de anochecer, decidimos irnos hacia nuestra particular zona de acampada, rodeados de carvallos autóctonos y eucaliptos reforestados, siendo nuestra sorpresa que no éramos los únicos habitantes del bosque, ya que fueron muchos los peregrinos que no pudieron conseguir cama en el albergue municipal ni en las pensiones de la aldea.
En un abrir y cerrar de ojo, las ocho tiendas estaban montadas unas “pegaditas” a las otras, como si de un poblado de indios (de los que se veían en las películas del oeste de la Metro) se tratase. Ocho tiendas y catorce almas para dormir, o lo que fuese. Muy pronto, los dos que no estábamos acollerado, por prudencia, decidimos dar una vuelta por los alrededores a fin de que las seis parejas comenzasen su particular peregrinar. No sabíamos que tiempo durarían aquellos intercambios internacionales, pero lo que es verdad, y sin entrar en detalles, que cuando volvimos al cabo de las dos horas, dichos intercambios se encontraban en su momento de máximo esplendor. Si “Dios hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, destruyendo estas ciudades y cuantos hombres había en ellas" (Gn 19, 27-28), esperemos que el Santo Apóstol no envíe a este bosque de robles y eucaliptos el mismo castigo. Que Dios y el Santo Apóstol me ayuden a poder conciliar el sueño en este particular bosque de robles, eucaliptos y gemidos, me dije al entrar en mi tienda de campaña.
Mañana será otro día.


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