Aunque con nuestras mochilas y esterillas a las espaldas, como la
gran mayoría de los que hacían invivible la estancia catedralicia,
a diferencia de ellos, nosotros, por ser el primer día de nuestro
periplo, nos habíamos duchado, acicalado y perfumado. No obstante,
el fuerte olor a incienso que desprendía aquel botafumeiro movido
por aquellos ocho tiraboleiros, mitigaba la mezcolanza olorosa
producida por tan ingente número de peregrinos.
Fue de
agradecer que ese día y a esa hora, y me refiero al momento de
nuestra entrada, tras subir los dos tramos de escalera de la puerta
del Obradoiro, comenzase el balanceo del famoso botafumeiro
compostelano. Fue una manera muy halagüeña que nuestra
“desperegrinación” comenzase con buen pie. Con seguridad que
nuestras espaldas se agarrotarían, que nuestros pies se avejigarían
y que por nuestras mentes pasarían tropecientas veces la idea de
desistir en nuestro empeño de deshacer el camino, como les había
ocurrido a bien seguro a la muchedumbre que en esos momentos pisaba
el mismo suelo que nosotros.
Pero
he de reconocer que nosotros partíamos con ventaja, ya que, nada más
empezar nuestro camino, o descamino, ya habíamos conseguido lo que
el resto tardarían varios días en conseguir, y esa consecución no
era otra que haber estado junto a los restos de Santiago el Mayor. Y
con otra salvedad que todos nosotros considerábamos muy importante,
que era la de presentarnos ante los restos de tan magnánimo
personaje para la cristiandad como únicamente se merecía: aseados y
perfumados, y no con las imágenes malolientes y a veces nauseabundas
con las que se presentaban los que consiguieron terminar su Camino
particular. Estaba claro que si el alma de tan noble y generoso
predicador tuviese que dar un trato especial, se lo daría a los que
no perturbasen sus sueños con tufos, hedores y pestilencias, que era
lo que le ofrecían la mayoría de los visitadores del Santo Lugar.
Fue cuando, frente a la cripta del Santo Apóstol, me acordé de
aquel consejo que me daba mi madre desde muy pequeño: “niño, que
como te ven el hato (jato), te dan el trato.
Y una
vez henchidos de la visita de la cripta sepulcral, con nuestro olfato
todavía impregnado del incienso desprendido del majestuoso
botafumeiro de más de sesenta kilos que ya había dejado de vagar
por el crucero de la planta de cruz latina, deshicimos nuestros pasos
por la nave central hasta la misma puerta por donde entramos,
saliendo a la plaza del Obradoiro. Si gentío había en el interior
catedralicio, la plaza parecía un enjambre de doloridos caminantes
tendidos, “semitendidos” y sentados, a la espera de que hubiese
un hueco en el interior para contribuir con sus atafagos
particulares.
Y en
un pispás, el grupo de “desperegrinos” comenzamos nuestro
particular camino, teniendo la intención de finalizar nuestra
primera etapa en O Pedrouzo, a unos veinte kilómetros de la capital
Santa.
Nuestros
pasos por las calles de Santiago, con el ir y venir de gente,
autóctonos y peregrinos, en uno y otro sentido, no nos aportó nada
de lo que veníamos buscando; más bien nos desilusionó en cierto
modo. Pero esos momentos de chasco y desesperanza hay que decir en
honor a la verdad que fueron escasos, ya que antes que nos diésemos
cuenta nos encontramos en O Monte do Gozo, a unos cinco kilómetros
de nuestro punto de partida. Fue aquí donde realmente comenzamos a
sacarle partido a nuestro “descamino de Santiago”. Fue aquí
donde comenzamos a ver las primeras caras de peregrinos. Eran caras
desencajadas, gastadas, pálidas y descompuestas; caras que se
apoyaban encima de unos cuerpos ajados y marchitos que, coincidiendo
en sentido contrario con nuestro grupo, les cambió la cara como por
arte de magia. Señalando hacia nosotros, observamos como la sonrisa
sincera que les había abandonado seguramente desde hacía varias
jornadas, se volvió a reencontrar con ellos. Los miembros del grupo,
perplejos y sin poder articular palabra, nos preguntábamos qué es
lo que habían visto en nosotros. ¿Sería que quisieron ver al
mismísimo Santo Apóstol o es que la aureola santísima nos envolvía
al grupo sin habernos percatado de ello? Y es que no dejaban de
señalarnos a unos metros de distancia. Como una de nuestras
consignas era de no mirar nunca atrás, nos percatamos cuando esos
peregrinos llegaron a nuestra altura, incumpliendo dicha consigna,
que el motivo de su alegría no era otro que por primera vez desde
que salieron en su peregrinar, divisaban las torres de la catedral, y
nosotros, por el camino que traíamos, estábamos en su campo de
visión. O sea, que ni el Santo Apóstol se encontraba entre nuestro
grupo ni su aureola nos acompañaba en nuestro “descamino”.
Entablamos
una pequeña conversación entre los dos grupos, y por parte de ellos
tan solo se interesaban el por qué de nuestro sentido de marcha:
“que si nos habíamos dejado a algún miembro del grupo atrás”,
“que si habíamos perdido algunos de nosotros la cartera” o “que
si habíamos decidido retroceder hasta el albergue que se encontraba
a unos escasos trecientos metros para pasar allí la noche y salir al
día siguiente para terminar el camino”.
Como
no se iban a creer la verdad sobre nuestro objetivo, uno de nosotros,
el más socarrón, le dijo que estábamos deshaciendo el camino que
comenzamos hacía ya diez días, después de haber visitado el Santo
Sepulcro. Cuando oyeron eso, todos comenzaron a felicitarnos y se
oyeron algún que otro “qué cojones tenéis”.
Tras
despedirnos, proseguimos nuestro itinerario en cierta medida a
ciegas, ya que las indicaciones que aparecían a lo largo del camino,
indicaban los puntos a los que había que llegar para arribar hasta
Santiago, pero nunca los que se dejaban atrás. Y esa fue la primera
lección que aprendimos, que el camino de Santiago era un camino de
ida, pero no de vuelta. Y nosotros, con dos coj..... lo estábamos
deshaciendo: qué razón tenían aquéllos con los que nos
encontramos en la cima del Monte do Gozo.
Pero
como el chorreo de peregrino no dejaba de cruzarse con nosotros, nos
iban marcando el camino que teníamos que seguir.
Y así
fue, andados unos cinco kilómetros desde O Monte do Gozo, y sin
parar de cruzarnos con peregrinos que a sus caras de extenuados se
les sumaba el interrogante de hacia dónde nos dirigíamos, nos dimos
de bruce con el río Sionlla, lugar que, como ya nos habían dicho
antes de comenzar nuestro periplo, era utilizado por los peregrinos
para acicalarse y emperejilarse en la medida de lo posible para
presentarse ante el Santo Apóstol lo más digno posible (cosa que no
todos conseguían; yo diría que muy pocos). Y llevaban razón. Entre
los recovecos de aquel mal llamado río, pues más bien era un
arroyo, lo mismo nos encontramos algunos que otros príapos buceando
que algún que otro pezón femenino chapoteando con las frías aguas
gallegas, y todo ello sin el más mínimo pudor: ¡ay, si el Santo
Apóstol supiese de estos comportamientos!
Pero
sigamos, sin detenernos en menudencias.
Continuamos
nuestro desperegrinar, y un par de kilómetros más adelante, para
nosotros, porque para el resto de caminantes eran más atrás, nos
detuvimos en un bar que se encontraba en San
Paio,
aldea de la parroquia de Sabugueira. en las inmediaciones del
aeropuerto. Como teníamos los estómagos con ganas de manduca, nos
pedimos una cervezas que nos ayudaron a echar para abajo los
bocadillos de chorizo que nos compramos antes de entrar en la
catedral.
Allí
en San Paio coincidimos con un grupo de austriaca que chapurraban el
castellano, o más bien el castellano andalusí. Muy pronto nos
enteramos que este grupo de seis vienesas habían hecho años atrás
su Erasmus en las ciudades de Cádiz y Sevilla, escapándosele en más
de una ocasión los “pisha” y “miarma”, propios de esas
ciudades andaluzas.
Y
la verdad fue que hubo lo que hoy llaman química entre los dos
grupos, entre unos miembros más estrechas que entre otros, hasta el
punto que las buenas vienesas tomaron la decisión de deshacer su
camino y acompañarnos hasta nuestro fin de etapa, en O Pedrouzo, del
que nos distaba algo más de unos siete kilómetros. Así, nuestro
grupo de desperegrinos pasó de ocho a catorce como por arte de
cupido (como se demostró horas más tardes), si bien las nuevas
incorporaciones no podíamos calificarla como desperegrinas, ya que
con toda seguridad, cuando las flechas de Eros cayesen por su propio
peso, volverían a convertirse en peregrinas. El tiempo daría la
solución.
El
grupo de catorce proseguimos nuestra andadura y nos encontramos a los
diez o quince minutos con un monolito esculpido con un bordón, una
calabaza y una vieira que según nos indicaron más adelante,
significaba que se entraba en el municipio de Santiago, o lo que es
lo mismo, en nuestro caso, nos decía que salíamos de él.
Y
nos seguíamos cruzando con peregrinos y más peregrinos que, más
que extrañados por nuestro sentido de marcha, se extrañaban ya de
la algarabía que llevábamos. Sin decirlo, se les leía en sus caras
que no veían bien lo que estábamos haciendo. Y con toda la razón,
ya que lo que llevábamos era más bien una auténtica algazara,
aunque a decir verdad, no todos participábamos de ese bullicio. En
ese sentido, el grupo compacto de catorce que salimos de San Paio, se
fue desmembrando, siendo el caminar motivo de acolleramiento. Pero,
aunque a cierta distancia los unos de los otros, pasadas las cuatro
de la tarde, llegamos a O Pedrouzo.
Algo
más calmados, pero deseando la mayoría del grupo que llegase la
noche, nos dirigimos hasta el albergue público, encontrándonos con
la noticia que estaba completo, noticia que esperábamos de antemano.
Así, y sin preocuparnos demasiado, decidimos sobre la marcha que
aprovechando la buena climatología, acamparíamos a las afueras, ya
en el camino de nuestra segunda etapa. Como llevábamos una tienda
individual cada uno (ocho en total, ya que las vienesas sólo
llevaban ponchos), buscaríamos una vez cenado una buena zona donde
acampar. Ahora nos tocaba refrescar el gaznate y adecentarnos un
poco, por lo que convencimos a los encargados del albergue, el poder
utilizar la zona de duchas y servicios.
Aseados
un poco, vimos lo poquito que había que ver de O Pedrouzo y buscamos
donde comprar algo para cenar y avituallarnos para la etapa del día
siguiente, ya que pensábamos llegar hasta Arzúa, sobre unos veinte
kilómetros.
Allí
en O Pedrouzo coincidimos con muchos peregrinos renqueantes, ya que
el que menos, llevaba siete días de caminatas, extrañándose todos
de nuestro particular desperegrinar. Como se había extendido la
noticia que veníamos de vuelta, nos elogiaban y nos preguntaban
sobre lo que se iban a encontrar.
Como
las mentiras tienen las patas muy cortas, cuando nos preguntaban
sobre nuestro “hipotético” camino de ida, que era el que ellos
iban haciendo, tuvimos que salir con la buena nueva que nuestro
camino de ida no fue el camino francés, que era el que estaban
haciendo ellos y deshaciendo nosotros, sino el camino portugués.
Dijimos que partimos de Oporto y que los doscientos cuarenta
kilómetros hasta Santiago lo hicimos en doce etapas, entrando en
España
por
Tui y pasando por O Porriño, Redondela, Pontevedra, Caldas de Reis y
Padrón hasta Santiago de Compostela. Menos mal que el que se inventó
tan feliz idea había estado trabajando en Vigo y conocía bien la
zona. Quedamos como reyes, siendo objeto de envidia y admiración de
aquellos avejigados, en su mayoría, peregrinos.
Poco
antes de anochecer, decidimos irnos hacia nuestra particular zona de
acampada, rodeados de carvallos autóctonos y eucaliptos
reforestados, siendo nuestra sorpresa que no éramos los únicos
habitantes del bosque, ya que fueron muchos los peregrinos que no
pudieron conseguir cama en el albergue municipal ni en las pensiones
de la aldea.
En
un abrir y cerrar de ojo, las ocho tiendas estaban montadas unas
“pegaditas” a las otras, como si de un poblado de indios (de los
que se veían en las películas del oeste de la Metro) se tratase.
Ocho tiendas y catorce almas para dormir, o lo que fuese. Muy pronto,
los dos que no estábamos acollerado, por prudencia, decidimos dar
una vuelta por los alrededores a fin de que las seis parejas
comenzasen su particular peregrinar. No sabíamos que tiempo durarían
aquellos intercambios internacionales, pero lo que es verdad, y sin
entrar en detalles, que cuando volvimos al cabo de las dos horas,
dichos intercambios se encontraban en su momento de máximo
esplendor. Si “Dios hizo
llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, destruyendo estas
ciudades y cuantos hombres había en ellas" (Gn 19, 27-28),
esperemos que el Santo Apóstol no envíe a este bosque de robles y
eucaliptos el mismo castigo. Que Dios y el Santo Apóstol me ayuden a
poder conciliar el sueño en este particular bosque de robles,
eucaliptos y gemidos, me dije al entrar en mi tienda de campaña.
Mañana
será otro día.
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