miércoles, 24 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 2ª ETAPA (suspendida).



Las primeras luces del día llegaron al campamento con los mismos aspavientos fragorosos y libidinosos con que habían terminado el día anterior, de lo que se deducía que el entendimiento con las representantes del antiguo imperio austro-húngaro iban por buen camino. Ahora sí, ponían en peligro nuestro plan, consistente en comenzar nuestra segunda etapa, una vez desayunado, a las nueve de la mañana.
En efecto, los habitantes de las dos tiendas que cobijaron en la primera noche gallega a un solo corazón, dispusimos el desayuno de campaña pocos minutos antes de que diesen las ocho, haciendo más ruido de lo normal con el fin que sirviese de diana a los todavía empecinados desperegrinos que seguían en su empeño de estrechar aun más las relaciones bilaterales.
Dieron las ocho, las nueve, las diez, y aquellas dos almas solitarias nos mirábamos, nos reíamos por no gritar y, para matar el tiempo, decidimos acercarnos al camino, distante unos cien metros del improvisado e ilegal vivac, para ver el rosario de peregrinos que no dejaban de pasar; por hacer algo sin saber qué hacer.
De pronto, observamos que a unos doscientos metros y con el mismo sentido de marcha que traíamos el día anterior, se acercaba un enjuto peregrino con una gran mochila que le subía casi cincuenta centímetros de la cabeza. Los dos nos miramos, y sin pronunciar palabra, entendimos que no eramos los únicos desperegrinos. Ávidos porque llegase a nuestra altura, incluso nos molestamos, eso sí, sin dirigirnos ni una sola palabra, por comprobar que no éramos los únicos en haber tenido tan original idea.

El solitario caminante, que parecía más enjuto aún a distancia corta, se detuvo a nuestra altura dedicándonos un sonriente saludo en portugués castizo, hecho éste que en cierta medida nos descontroló, y más aún cuando por nuestra espalda se acercaban tres peregrinos, con la intención de comenzar su última etapa del camino, y que la noche anterior estuvieron con nosotros y a los que le relatamos nuestras andanzas por el camino portugués.
Juntos los seis, con el fin de que no fuésemos cazados con lo que pudiese contar el portugués, uno de nosotros sacó un bolígrafo y un papel de su bolsillo y escribió que nuestra intención en los días pares del camino, y estábamos en el segundo, era la de hacer voto de silencio, mostrándolo al resto de caminantes. Ese hecho provocó en el grupo de tres otra señal de excelsa admiración, aunque uno de ellos, el más socarrón, acertó a decir entre risas, que ese voto de silencio comenzaría cuando saliesen de la tienda, ya que los que faltaban, refiriéndose a los de las relaciones bilaterales, no habían guardado silencio en toda la noche. Como era normal, todos, incluso el portugués, sin saber porqué, rompimos en una estruendosa carcajada.
Y entre risas y otros comentarios por su parte, los tres caminantes, poniéndose en sus caras el chip ilusionante de la llegada a la plaza del Obradoiro, nos dejaron con nuestros silencios y con el portugués.
Los siguientes minutos con el luso enteco fueron de lo más pintoresco, ya que, con el fin de no desdecirnos, e intentando darle larga para acabar de una vez con nuestro particular voto de silencio, no dejábamos de garabatear minúsculos papelitos, a los que él nos respondía con su cerrado portugués. Pero aunque por un lado deseábamos que se marchase lo antes posible, por lo del voto de silencio y porque temiésemos que se levantase algún miembro del grupo y descubriera nuestra pantomima, por otro lado anhelábamos saber el porqué de su sentido de marcha idéntico al nuestro. Después de muchos mensajes escritos por nuestra parte y de no sé cuántas palabras ininteligibles, para nosotros, por la suya, acompañadas de mil y una gesticulaciones, pudimos entenderle que su sentido de marcha era debido a una promesa que había hecho con la esperanza de poder encontrar trabajo, ya que llevaba más de tres años sin encontrar ningún tipo de ocupación laboral. La promesa consistía en peregrinar desde su pueblo natal en el Alentejo portugués, Alvito, hasta el Santuario de la Virgen de Fátima, desde allí hasta la cripta del Santo Apóstol Santiago, para a continuación y sin descanso alguno, llegar hasta el santuario de la Virgen De Lourdes, en los Altos Pirineos; toda una señora caminata.

Pero todavía nos quedamos más perplejos y conmovidos cuando nos dijo que la última gran etapa de su promesa era de volver andando desde Lourdes hasta su casa, pero pasando por la ermita de la Virgen del Rocío. Tanta impresión nos causó su periplo, que estuvimos a punto en ese momento de romper nuestro voto de silencio, deshaciendo así nuestro miserable engaño.
No supimos nunca si por el influjo del Santo Apóstol, por la fuerza de las tres Vírgenes que había marcado el buen hombre en su peregrinar o porque realmente toda su persona desprendía bondad y benevolencia, pero la verdad es que decidimos, sin consultárnoslo ni siquiera con las miradas, romper con el fingido voto de silencio y, después de contarle toda nuestra verdad, intentar solucionar su problema de trabajo.
Después de conseguir a duras penas, por aquello del idioma, cuáles eran sus habilidades laborales, decidimos proponerle un trabajo en la empresa de la que éramos socios tres de los miembros de los ocho componentes del grupo, claro está, siempre que no pusiera muchos impedimentos el tercero de los socios, el cual, oídas sus experiencias libidinosas a lo largo de la pasada noche, era el más incesante y persistente en que las relaciones con el gobierno austriaco siguiesen siendo fluidas.
Llegados a ese punto y perdido ya el día de marcha, ya que eran más de las doce del mediodía y ninguna de las seis tiendas había abierto la cremallera de apertura, decidimos acercarnos hasta O Pedrouzo, habiendo llegado al acuerdo con el luso que desistiría en su particular peregrinar y que se uniría a nuestro grupo. Así, el grupo primitivo de ocho componentes, se había convertido de esta manera en un grupo de quince.

Lo mejor que hicimos fue no darle importancia a la faena de los seis fogosos conferenciantes, remojando nuestro cabreo, en compañía del portugués, en la calle principal de O Pedrouzo, con vinos de la tierra. Y la verdad fue que pasamos un rato bastante agradable, ya que debido a la época estival, la aldea estaba repleta de peregrinos, muchos de los cuales, por una u otra razón, habían decidido pasar un día de descanso antes de acometer su última etapa hasta el Santo Sepulcro.

Bien pasadas las dos de la tarde y resguardados del sol debajo de una gran sombrilla de Estrella de Galicia, mientras ingeríamos unas fuertes infusiones con el fin de ayudar la digestión de un suculento y gustoso lacón, se presentaron como si con ellos no fuese la cosa, cinco parejas en disposición amartelada y con la sensación aparente que tenían todavía mucho de que hablar para llegar a una entente cordial. Eran cinco miembros de nuestro grupo de desperegrinos, ya que el sexto se había quedado con su partenaire particular vigilando el vivac, acompañados de sus correspondientes amigas austriacas.
Con las sonrisas que le llegaban de oreja a oreja, aunque con apariencia algo sumisa y como de querer pedir clemencia por su comportamiento, sobre todo los varones, se sentaron a nuestro alrededor. Bien es verdad que nosotros, aunque no achispados, estábamos bajo los efectos del vino de la tierra y del orujo, por lo que ya habíamos olvidado su incumplimiento de lo pactado con respecto al grupo; y a decir verdad, como ya lo comentamos entre nosotros los cumplidores, no sabemos lo que hubiera pasado si el grupo de austriacas en vez de seis hubiese sido de ocho. Por eso, como decíamos, pelillos a la mar y, que le quiten lo bailado.


Las más de dos horas que estuvimos la casi totalidad del grupo debajo de aquella mayúscula sombrilla, fue suficiente para que el cielo pasase de un sol radiante, propio de finales de julio, a su desaparición, motivada por la llegada de grises nubes que nos trajeron el característico orvallo propio de las latitudes del noroeste español. De momento pensamos que con esta climatología no podíamos pasar la noche en nuestras tiendas de campaña, y máxime sabiendo que en cualquier momento podíamos ser requeridos por la benemérita para que levantásemos nuestra ilegal acampada. Así que, sobre la marcha, y gracias a las gestiones telefónicas del dueño del bar, nos dirigimos a la pensión O Pedrouzo, donde los hospederos, un matrimonio muy simpático, tuvieron la aquiescencia, la benevolencia y la complacencia, por no decir más cosas, de alojarnos a los quince en cuatro habitaciones. No estaba previsto en nuestra orden de marcha, pero ya nos arreglaríamos.
Así que, una vez asegurada la dormida, nos dispusimos a levantar el vivac, cosa que hicimos en un santiamén; y gracias, porque cuando ya veníamos de vuelta con las mochilas a nuestras espaldas, se nos acercó un Nissan de la Guardia Civil que despedimos, amablemente, eso sí, con una benévola mentira, ya que intuimos que venían, como se dice en nuestra tierra sureña, “a tiro hecho” para levantarnos denuncia por nuestra ilegal acampada. Estaba claro que algún hostelero de la zona denunciaría el caso, y aquí, en el Camino, aunque no se encuentre en Cataluña, la pela es la pela, o lo que es lo mismo por esta tierra, “o peseta é o peseta”.
Sobre la distribución de los quince en las cuatro habitaciones, mejor no entrar en detalles; sólo decir que tres de ellas fueron destinadas a las conversaciones bilaterales, y en la cuarta nos alojaríamos los dos sin pareja y el portugués. Éste, que nos advirtió antes de alquilar las habitaciones que estaba canino, o por lo menos eso fue lo que le entendimos en sus señas y gestos, y ante un “no te preocupes por el dinero, que nosotros tenemos un fondo” por nuestra parte, se ofreció a yacer en el suelo encima de su poncho, entre las dos camas. Y así lo establecimos, aunque le sugerimos que fuese él quien pasase primero a la ducha, ya que a decir verdad, su fragancia reconcentrada era la propia de un peregrino en su última etapa.
Mientras esperábamos a que saliese el luso de la ducha, estuvimos planificando la orden de salida del día siguiente, llegando a la conclusión que no podíamos perder ni un día más, cosa que le teníamos que trasladar al resto del grupo.
Y entonces llegó él. Aquello no era normal. Estaba claro que su organismo no conocía la palabra proporción: sus ciento cincuenta y tres centímetros de altura y sus sesenta y dos kilos de pesos no guardaban ninguna proporción con aquella verga descomunal que suspendía de su entrepierna. Los mortales que nos encontrábamos en la habitación, con cara de admiración y espanto, sólo acertamos a preguntarle que si a su paso por la catedral del Santo Apóstol había dejado a todas las campanas con sus badajos correspondientes, a lo que él nos respondió, sin cortarse en lo más mínimo, con una ufana sonrisa.
Como habíamos quedado con el resto del grupo en vernos en una hora ya fuera de las habitaciones, con el propósito de ir a cenar y comprar la vitualla para la siguiente etapa, aceleramos nuestro “maqueo” con el fin de no hacernos esperar, si bien sabíamos de antemano que nos tocaría aguardar, ya que habíamos oído en las habitaciones contiguas el chirreo de muelles.

Ya el grupo de quince fuera de las habitaciones, salteada toda ella por tascas y bares, nos dirigimos a la calle principal, donde encontramos a unos lugareños que nos aconsejaron un restaurante para cenar. El único inconveniente que encontramos fue que se encontraba a unos diez kilómetros de allí, camino de Arzúa, punto final de nuestra segunda etapa. Nos aconsejaron que nos acercásemos hasta ese bar restaurante, ya que se comía muy bien, ofreciéndose dos pedrouceños a llevarnos en sus furgonetas por el módico precio de cinco euros por cabeza, comprometiéndose a recogernos cuando hubiésemos terminado de cenar.
En el grupo hubo división de opiniones, predominando la idea de acercarnos hasta allí. Así que, después de beber un par de cervezas, nos encontramos dentro de las dos furgonetas, como sardinas enlatadas, camino del dichoso bar restaurante. De locos. Pero había que acatar la palabra de la mayoría.
Así, en apenas unos minutos, desembarcamos en nuestro destino, el cual nos resultó nada más llegar, un lugar muy pintoresco. Y vaya si valió la pena. Con un trato muy exquisito por parte del matrimonio que regenta el bar, nada más llegar nos deleitaron con unas cervezas artesanales que nos sorprendió a todos y que tenía como nombre “peregrina”. Primero comimos un pulpo a feira, para continuar con raciones de raxo con patatas fritas y unas empanadas de zamburiñas que estaban exquisitas. Realmente mereció la pena acercarse hasta allí, aunque fuese una incongruencia el hecho que al día siguiente tuviésemos que volver a pasar, aunque entonces lo haríamos andando.

Entre cervezas y licores nobles, todos nos pusimos un poco, o mejor un mucho, contentos y diciendo alguna que otra pamplina. Y como no podía ser menos, especialmente por la impresión que nos causó al verlo, y aprovechando que el sujeto no nos entendía muy bien, hicimos algunos comentarios sobre la desproporción del luso. Las carcajadas se podían oír a mucha distancia, pero observamos que una de las austriacas, concretamente la que mantuvo conversación más estrecha con el tercer socio de la empresa, quien anteriormente nos había dicho de ella que era insaciable y que estaba temiendo a que llegase la noche en la habitación, comenzó a merodear al portugués. A tal punto llego el merodeo, que vimos en el horizonte que se podían llegar a consumar las relaciones trilaterales, relaciones a las que no se opondría nuestro socio.
Y así, entre risas e historietas nos llegó la hora de la retirada y llamamos a nuestros particulares taxistas para que nos devolviesen a nuestra pensión, esperando por nuestra parte que esta noche fuera más silenciosa y tranquila, pudiendo cumplir el horario establecido para el día siguiente.
Llegamos hasta la pensión y enseguida ocupamos nuestras habitaciones. En un primer momento la distribución se realizó tal como habíamos planeado a la tarde, pero al momento que nos metimos en nuestras camas y el portugués extendiese su poncho en el suelo entre los dos, llamaron a la puerta muy suavemente. Mi socio y yo nos miramos preguntándonos quién podría ser, pregunta que en ningún momento se hizo el portugués, el cual, en paños menores, parecía todavía más enteco. Abierta la puerta, nos sorprendió que allí se encontrara ligerita de ropa, la apetente amiga de nuestro socio, quien, tras decir un no sé qué y un qué sé yo ininteligible por nuestra parte, se recostó en el suelo con el portugués. Tras quedarnos a oscuras, no relato lo que allí ocurrió; sólo decir que la noche anterior entre robles y eucaliptos fue más placentera y menos ruidosa que la que pasamos mi socio y yo en aquel mullido colchón.
Mañana será otro día.

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