Las
primeras luces del día llegaron al campamento con los mismos
aspavientos fragorosos y libidinosos con que habían terminado el día
anterior, de lo que se deducía que el entendimiento con las
representantes del antiguo imperio austro-húngaro iban por buen
camino. Ahora sí, ponían en peligro nuestro plan, consistente en
comenzar nuestra segunda etapa, una vez desayunado, a las nueve de la
mañana.
En
efecto, los habitantes de las dos tiendas que cobijaron en la primera
noche gallega a un solo corazón, dispusimos el desayuno de campaña
pocos minutos antes de que diesen las ocho, haciendo más ruido de lo
normal con el fin que sirviese de diana a los todavía empecinados
desperegrinos que seguían en su empeño de estrechar aun más las
relaciones bilaterales.
Dieron
las ocho, las nueve, las diez, y aquellas dos almas solitarias nos
mirábamos, nos reíamos por no gritar y, para matar el tiempo,
decidimos acercarnos al camino, distante unos cien metros del
improvisado e ilegal vivac, para ver el rosario de peregrinos que no
dejaban de pasar; por hacer algo sin saber qué hacer.
De
pronto, observamos que a unos doscientos metros y con el mismo
sentido de marcha que traíamos el día anterior, se acercaba un
enjuto peregrino con una gran mochila que le subía casi cincuenta
centímetros de la cabeza. Los dos nos miramos, y sin pronunciar
palabra, entendimos que no eramos los únicos desperegrinos. Ávidos
porque llegase a nuestra altura, incluso nos molestamos, eso sí, sin
dirigirnos ni una sola palabra, por comprobar que no éramos los
únicos en haber tenido tan original idea.
El
solitario caminante, que parecía más enjuto aún a distancia corta,
se detuvo a nuestra altura dedicándonos un sonriente saludo en
portugués castizo, hecho éste que en cierta medida nos descontroló,
y más aún cuando por nuestra espalda se acercaban tres peregrinos,
con la intención de comenzar su última etapa del camino, y que la
noche anterior estuvieron con nosotros y a los que le relatamos
nuestras andanzas por el camino portugués.
Juntos
los seis, con el fin de que no fuésemos cazados con lo que pudiese
contar el portugués, uno de nosotros sacó un bolígrafo y un papel
de su bolsillo y escribió que nuestra intención en los días pares
del camino, y estábamos en el segundo, era la de hacer voto de
silencio, mostrándolo al resto de caminantes. Ese hecho provocó en
el grupo de tres otra señal de excelsa admiración, aunque uno de
ellos, el más socarrón, acertó a decir entre risas, que ese voto
de silencio comenzaría cuando saliesen de la tienda, ya que los que
faltaban, refiriéndose a los de las relaciones bilaterales, no
habían guardado silencio en toda la noche. Como era normal, todos,
incluso el portugués, sin saber porqué, rompimos en una estruendosa
carcajada.
Y
entre risas y otros comentarios por su parte, los tres caminantes,
poniéndose en sus caras el chip ilusionante de la llegada a la
plaza del Obradoiro, nos dejaron con nuestros silencios y con el
portugués.
Los
siguientes minutos con el luso enteco fueron de lo más pintoresco,
ya que, con el fin de no desdecirnos, e intentando darle larga para
acabar de una vez con nuestro particular voto de silencio, no
dejábamos de garabatear minúsculos papelitos, a los que él nos
respondía con su cerrado portugués. Pero aunque por un lado
deseábamos que se marchase lo antes posible, por lo del voto de
silencio y porque temiésemos que se levantase algún miembro del
grupo y descubriera nuestra pantomima, por otro lado anhelábamos
saber el porqué de su sentido de marcha idéntico al nuestro.
Después de muchos mensajes escritos por nuestra parte y de no sé
cuántas palabras ininteligibles, para nosotros, por la suya,
acompañadas de mil y una gesticulaciones, pudimos entenderle que su
sentido de marcha era debido a una promesa que había hecho con la
esperanza de poder encontrar trabajo, ya que llevaba más de tres
años sin encontrar ningún tipo de ocupación laboral. La promesa
consistía en peregrinar desde su pueblo natal en el Alentejo
portugués, Alvito, hasta el Santuario de la Virgen de Fátima, desde
allí hasta la cripta del Santo Apóstol Santiago, para a
continuación y sin descanso alguno, llegar hasta el santuario de la
Virgen De Lourdes, en los Altos Pirineos; toda una señora caminata.
Pero
todavía nos quedamos más perplejos y conmovidos cuando nos dijo que
la última gran etapa de su promesa era de volver andando desde
Lourdes hasta su casa, pero pasando por la ermita de la Virgen del
Rocío. Tanta impresión nos causó su periplo, que estuvimos a punto
en ese momento de romper nuestro voto de silencio, deshaciendo así
nuestro miserable engaño.
No
supimos nunca si por el influjo del Santo Apóstol, por la fuerza de
las tres Vírgenes que había marcado el buen hombre en su peregrinar
o porque realmente toda su persona desprendía bondad y benevolencia,
pero la verdad es que decidimos, sin consultárnoslo ni siquiera con
las miradas, romper con el fingido voto de silencio y, después de
contarle toda nuestra verdad, intentar solucionar su problema de
trabajo.
Después
de conseguir a duras penas, por aquello del idioma, cuáles eran sus
habilidades laborales, decidimos proponerle un trabajo en la empresa
de la que éramos socios tres de los miembros de los ocho componentes
del grupo, claro está, siempre que no pusiera muchos impedimentos el
tercero de los socios, el cual, oídas sus experiencias libidinosas a
lo largo de la pasada noche, era el más incesante y persistente en
que las relaciones con el gobierno austriaco siguiesen siendo
fluidas.
Llegados
a ese punto y perdido ya el día de marcha, ya que eran más de las
doce del mediodía y ninguna de las seis tiendas había abierto la
cremallera de apertura, decidimos acercarnos hasta O Pedrouzo,
habiendo llegado al acuerdo con el luso que desistiría en su
particular peregrinar y que se uniría a nuestro grupo. Así, el
grupo primitivo de ocho componentes, se había convertido de esta
manera en un grupo de quince.
Lo
mejor que hicimos fue no darle importancia a la faena de los seis
fogosos conferenciantes, remojando nuestro cabreo, en compañía del
portugués, en la calle principal de O Pedrouzo, con vinos de la
tierra. Y la verdad fue que pasamos un rato bastante agradable, ya
que debido a la época estival, la aldea estaba repleta de
peregrinos, muchos de los cuales, por una u otra razón, habían
decidido pasar un día de descanso antes de acometer su última etapa
hasta el Santo Sepulcro.
Bien
pasadas las dos de la tarde y resguardados del sol debajo de una gran
sombrilla de Estrella de Galicia, mientras ingeríamos unas fuertes
infusiones con el fin de ayudar la digestión de un suculento y
gustoso lacón, se presentaron como si con ellos no fuese la cosa,
cinco parejas en disposición amartelada y con la sensación aparente
que tenían todavía mucho de que hablar para llegar a una entente
cordial. Eran cinco miembros de nuestro grupo de desperegrinos, ya
que el sexto se había quedado con su partenaire particular vigilando
el vivac, acompañados de sus correspondientes amigas austriacas.
Con
las sonrisas que le llegaban de oreja a oreja, aunque con apariencia
algo sumisa y como de querer pedir clemencia por su comportamiento,
sobre todo los varones, se sentaron a nuestro alrededor. Bien es
verdad que nosotros, aunque no achispados, estábamos bajo los
efectos del vino de la tierra y del orujo, por lo que ya habíamos
olvidado su incumplimiento de lo pactado con respecto al grupo; y a
decir verdad, como ya lo comentamos entre nosotros los cumplidores,
no sabemos lo que hubiera pasado si el grupo de austriacas en vez de
seis hubiese sido de ocho. Por eso, como decíamos, pelillos a la mar
y, que le quiten lo bailado.
Las
más de dos horas que estuvimos la casi totalidad del grupo debajo de
aquella mayúscula sombrilla, fue suficiente para que el cielo pasase
de un sol radiante, propio de finales de julio, a su desaparición,
motivada por la llegada de grises nubes que nos trajeron el
característico orvallo propio de las latitudes del noroeste español.
De momento pensamos que con esta climatología no podíamos pasar la
noche en nuestras tiendas de campaña, y máxime sabiendo que en
cualquier momento podíamos ser requeridos por la benemérita para
que levantásemos nuestra ilegal acampada. Así que, sobre la marcha,
y gracias a las gestiones telefónicas del dueño del bar, nos
dirigimos a la pensión O Pedrouzo, donde los hospederos, un
matrimonio muy simpático, tuvieron la aquiescencia, la benevolencia
y la complacencia, por no decir más cosas, de alojarnos a los quince
en cuatro habitaciones. No estaba previsto en nuestra orden de
marcha, pero ya nos arreglaríamos.
Así
que, una vez asegurada la dormida, nos dispusimos a levantar el
vivac, cosa que hicimos en un santiamén; y gracias, porque cuando ya
veníamos de vuelta con las mochilas a nuestras espaldas, se nos
acercó un Nissan de la Guardia Civil que despedimos, amablemente,
eso sí, con una benévola mentira, ya que intuimos que venían, como
se dice en nuestra tierra sureña, “a tiro hecho” para
levantarnos denuncia por nuestra ilegal acampada. Estaba claro que
algún hostelero de la zona denunciaría el caso, y aquí, en el
Camino, aunque no se encuentre en Cataluña, la pela es la pela, o lo
que es lo mismo por esta tierra, “o peseta é o peseta”.
Sobre
la distribución de los quince en las cuatro habitaciones, mejor no
entrar en detalles; sólo decir que tres de ellas fueron destinadas a
las conversaciones bilaterales, y en la cuarta nos alojaríamos los
dos sin pareja y el portugués. Éste, que nos advirtió antes de
alquilar las habitaciones que estaba canino, o por lo menos eso fue
lo que le entendimos en sus señas y gestos, y ante un “no te
preocupes por el dinero, que nosotros tenemos un fondo” por nuestra
parte, se ofreció a yacer en el suelo encima de su poncho, entre las
dos camas. Y así lo establecimos, aunque le sugerimos que fuese él
quien pasase primero a la ducha, ya que a decir verdad, su fragancia
reconcentrada era la propia de un peregrino en su última etapa.
Mientras
esperábamos a que saliese el luso de la ducha, estuvimos
planificando la orden de salida del día siguiente, llegando a la
conclusión que no podíamos perder ni un día más, cosa que le
teníamos que trasladar al resto del grupo.
Y
entonces llegó él. Aquello no era normal. Estaba claro que su
organismo no conocía la palabra proporción: sus ciento cincuenta y
tres centímetros de altura y sus sesenta y dos kilos de pesos no
guardaban ninguna proporción con aquella verga descomunal que
suspendía de su entrepierna. Los mortales que nos encontrábamos en
la habitación, con cara de admiración y espanto, sólo acertamos a
preguntarle que si a su paso por la catedral del Santo Apóstol había
dejado a todas las campanas con sus badajos correspondientes, a lo
que él nos respondió, sin cortarse en lo más mínimo, con una
ufana sonrisa.
Como
habíamos quedado con el resto del grupo en vernos en una hora ya
fuera de las habitaciones, con el propósito de ir a cenar y comprar
la vitualla para la siguiente etapa, aceleramos nuestro “maqueo”
con el fin de no hacernos esperar, si bien sabíamos de antemano que
nos tocaría aguardar, ya que habíamos oído en las habitaciones
contiguas el chirreo de muelles.
Ya
el grupo de quince fuera de las habitaciones, salteada toda ella por
tascas y bares, nos dirigimos a la calle principal, donde encontramos
a unos lugareños que nos aconsejaron un restaurante para cenar. El
único inconveniente que encontramos fue que se encontraba a unos
diez kilómetros de allí, camino de Arzúa, punto final de nuestra
segunda etapa. Nos aconsejaron que nos acercásemos hasta ese bar
restaurante, ya que se comía muy bien, ofreciéndose dos pedrouceños
a llevarnos en sus furgonetas por el módico precio de cinco euros
por cabeza, comprometiéndose a recogernos cuando hubiésemos
terminado de cenar.
En
el grupo hubo división de opiniones, predominando la idea de
acercarnos hasta allí. Así que, después de beber un par de
cervezas, nos encontramos dentro de las dos furgonetas, como sardinas
enlatadas, camino del dichoso bar restaurante. De locos. Pero había
que acatar la palabra de la mayoría.
Así,
en apenas unos minutos, desembarcamos en nuestro destino, el cual nos
resultó nada más llegar, un lugar muy pintoresco. Y vaya si valió
la pena. Con un trato muy exquisito por parte del matrimonio que
regenta el bar, nada más llegar nos deleitaron con unas cervezas
artesanales que nos sorprendió a todos y que tenía como nombre
“peregrina”. Primero comimos un pulpo a feira, para continuar con
raciones de raxo con patatas fritas y unas empanadas de zamburiñas
que estaban exquisitas. Realmente mereció la pena acercarse hasta
allí, aunque fuese una incongruencia el hecho que al día siguiente
tuviésemos que volver a pasar, aunque entonces lo haríamos andando.
Entre
cervezas y licores nobles, todos nos pusimos un poco, o mejor un
mucho, contentos y diciendo alguna que otra pamplina. Y como no podía
ser menos, especialmente por la impresión que nos causó al verlo, y
aprovechando que el sujeto no nos entendía muy bien, hicimos algunos
comentarios sobre la desproporción del luso. Las carcajadas se
podían oír a mucha distancia, pero observamos que una de las
austriacas, concretamente la que mantuvo conversación más estrecha
con el tercer socio de la empresa, quien anteriormente nos había
dicho de ella que era insaciable y que estaba temiendo a que llegase
la noche en la habitación, comenzó a merodear al portugués. A tal
punto llego el merodeo, que vimos en el horizonte que se podían
llegar a consumar las relaciones trilaterales, relaciones a las que
no se opondría nuestro socio.
Y
así, entre risas e historietas nos llegó la hora de la retirada y
llamamos a nuestros particulares taxistas para que nos devolviesen a
nuestra pensión, esperando por nuestra parte que esta noche fuera
más silenciosa y tranquila, pudiendo cumplir el horario establecido
para el día siguiente.
Llegamos
hasta la pensión y enseguida ocupamos nuestras habitaciones. En un
primer momento la distribución se realizó tal como habíamos
planeado a la tarde, pero al momento que nos metimos en nuestras
camas y el portugués extendiese su poncho en el suelo entre los dos,
llamaron a la puerta muy suavemente. Mi socio y yo nos miramos
preguntándonos quién podría ser, pregunta que en ningún momento
se hizo el portugués, el cual, en paños menores, parecía todavía
más enteco. Abierta la puerta, nos sorprendió que allí se
encontrara ligerita de ropa, la apetente amiga de nuestro socio,
quien, tras decir un no sé qué y un qué sé yo ininteligible por
nuestra parte, se recostó en el suelo con el portugués. Tras
quedarnos a oscuras, no relato lo que allí ocurrió; sólo decir que
la noche anterior entre robles y eucaliptos fue más placentera y
menos ruidosa que la que pasamos mi socio y yo en aquel mullido
colchón.
Mañana
será otro día.
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