Riéndome a carcajadas entré en casa cojeando y todo dolorido. Cerré
la puerta de la calle y me apoyé en ella rememorando el fatídico
momento en el que ciento ochenta y seis centímetros y casi cien
kilos volaban por los aires y sufrían el mayor jardazo que nunca
hubiese imaginado. Recordaba como, una vez impactado sobre el húmedo
suelo, permanecía en el mismo, sin darle importancia ni al golpe, ni
al pequeño charco sobre el que descansaba mi cuerpo, ni mucho menos
a las posibles lesiones que me pudiese haber ocasionado el monumental
jardazo que había pegado.
Lo único que me importaba en aquella
posición era que alguien hubiese sido testigo de mi espectacular
vuelo. ¡Qué vergüenza! -me dije- que alguien me haya visto.
“Semitendido” como me encontraba, después de haberme incorporado
un poco, mis ojos hicieron un rápido pero minucioso recorrido por
todas y cada una de las incontables ventanas y terrazas desde las que
hubiesen podido divisar mi aterrizaje forzoso. Porque, y esto
coincidiréis todos y todas conmigo, cuando uno pierde el equilibrio
por cualquier razón y da con el cuerpo en suelo “público”, y
por regla general, le da más importancia a las posibles miradas
testigos de la toma de tierra de nuestro cuerpo que a los posibles
daños que hayan podido ocasionar el costalazo. Es lo mismo que
cuando somos testigos de un monumental jardazo, antes de pensar en el
daño que pudiese ocasionarle al sujeto del aterrizaje, esbozamos una
ligera sonrisa, por no decir una sonora carcajada.
Pues eso fue lo que me ocurrió hace un par de días cuando subí a
la azotea recién pintada del bloque en donde vivo. Sin haberme
percibido de lo que pudiera ocurrir, las cuatro capas de pintura con
resina que le habían dado, al contacto con el agua que cayó en esa
madrugada, hizo que mi enorme mirador de la playa de la Victoria se
convirtiese en una auténtica pista de patinaje.
Y fue cuando, apoyado en la puerta de casa, dolorido y carcajeando,
mi hijo me vio y se me dirigió con rostro de preocupación,
preguntándome sobre lo que me había sucedido, a lo que yo le
respondí que no me había sucedido nada. ¿Cómo que no te ha
sucedido nada?, si traes la cara desfigurada y desencajada. ¿Qué te
ha sucedido? -repreguntó-. Yo, entre carcajadas, le respondí que
había dado en la azotea un jardazo de campeonato, preguntándome él
que qué era un jardazo, término que le expliqué, ya que él
desconocía.
Y efectivamente, ese término de “jardazo” era una palabra que
había oído yo de niño en el pueblo, pero que desde entonces ni lo
había oído ni leído más. Y ya me asaltó la duda, pues por un
momento pensé que dicho término pudiese ser, como otros muchos, de
uso exclusivo de determinados lugares de nuestra geografía, y que
son desconocidos en el resto del suelo español. Pero pensé también
que, como ocurría con la mayoría de esos términos o vocablos a los
que me refiero, tenían su origen o raíz en alguna palabra del
castellano, que por economía del lenguaje o por similitud con otros
términos, derivan en palabras que a día de hoy no están recogidas
en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua y que
son propios de determinados lugares. Y fue, cuando, a la pregunta de
mi hijo sobre el significado del termino “jardazo”, me incliné
por la posibilidad de que su uso pudiera deberse a que procedía del
término “jarda”, que en Andalucía tiene el significado de
“costal”. Como al golpe que da una persona al caerse,
se le llama costalazo o costalada (por lo de caerse de costado), yo
quise interpretar que costalazo es lo mismo que jardazo.
Pero miren ustedes que la interpretación que yo hice sobre el origen
del tan mencionado término “jardazo”, aunque fuese así, se me
vino abajo cuando, con el fin de salir de toda duda, acudí a nuestro
diccionario, percatándome que el tan cacareado término “jardazo”
existe como tal, dándole el significado que yo le di a mi hijo.
O sea, que lo que yo di en mi azotea, fue un auténtico y mayúsculo
jardazo. Lo que no tengo claro es que alguien, desde ventana o
terraza, fuese testigo del mismo.
Ja ja ja. Bien escrito, divertido y educativo.
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