lunes, 29 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 2ª ETAPA. O PEDROUZO – ARZÚA.


Desesperados por aquella fragorosa noche, poco antes de amanecer, nos levantamos los dos a oscuras intentando no hacer ruido con el fin de no molestar a la parejita. Así y todo, con la luz del cuarto de baño, no tuvimos más remedio que soltar unas carcajadas al ver aquéllos casi ciento ochenta centímetros de altura y casi ochenta kilos de carne, envueltos en piel lechosa, de la fornida austriaca, que cubrían casi por completo el raquítico cuerpo del portugués, hasta el punto que tuvimos que cerciorarnos que aun seguía allí.
Como habíamos quedado todos los miembros del grupo en desayunar a las ocho, una vez duchados y pertrechados para nuestra segunda etapa, fuimos pagando y saldando cuenta con los posaderos, a los cuales, aprovechamos para darle las gracias por su amabilidad.

Ya en el camino, con la mayoría del grupo con ganas de haber dormido algo mas, sobre todo la hercúlea austriaca y el esmirriado portugués, pareja a la que ya en el desayuno le habíamos atribuido el remoquete de “la una y media”, comenzamos a encontrarnos con los peregrinos más madrugadores, que sólo tenían en su mente el completar la credencial, que era la cartilla que todos los peregrinos obtenían al principio de su itinerario y que iban sellando en los puntos establecidos para ello a lo largo del camino. En este sentido, todos aquellos peregrinos que nos encontrásemos en esta jornada, llevarían su credencial a falta tan solo del último sello, precisamente el que le estampasen en la catedral de Santiago y con la que conseguirían la tan ansiada “Compostela” que acreditaba haber realizado el camino. Nosotros, y me refiero al grupo primario de ocho, después de alguna que otra triquiñuela que no hay porqué recordar, conseguimos la credencial en la mismísima catedral pero sin ningún sello estampado, ya que por entonces no habíamos comenzado el camino, siendo nuestro primer sello el que conseguimos en la iglesia de Santa Eulalia, en O Pedrouzo, donde se extrañaron que nuestra credencial no tuviese ninguna señal de paso del camino, teniéndole que echar una pequeña y benevolente trola para que nos pusieran el sello. Lo que si estaba claro es que si hubiesen vigilado nuestro comportamiento, no nos hubieran concedido la credencial, ya que como bien se explica en ella, se concede sólo a quien hace la peregrinación con sentido cristiano, matiz éste del que, visto lo visto, nos alejamos un mucho.
Las que si estaban rebosantes de sellos eran las credenciales de los nuevos componentes del grupo. Las austriacas habían comenzado su camino en Astorga, con diez o doce sellos, y el portugués, con la “Compostela” en su poder, al haber comenzado en Portugal, tenía un rosario de estampaciones.


Al igual que ocurriese en la primera de nuestras etapas, el rosario de peregrinos renqueantes con los que nos cruzábamos, ponían caras de extrañeza al ver nuestro sentido de marcha, pululando por sus cabezas mil y una hipótesis que explicaran nuestro ilógico proceder. Era por ello por lo que fueron muchos los que al cruzarse con nosotros, disparaban frases en cierto tono irónico y burlesco.
Tan hartos estábamos ya de ese tipo de comentarios que, para abstraernos y que no calaran en nuestros pensamientos, en nuestra moral y en nuestras ganas de pasárnoslo bien, inventamos un juego que consistía en tener que acertar el origen de esos maltrechos peregrinos cuando todavía se encontraban a algo más de cien metros de nosotros. Elegíamos sobre la marcha a un grupo y todos escogíamos una región española de procedencia. Al tiempo que llegaban a nuestra altura, y antes que ellos hiciesen ningún comentario, uno de nosotros le preguntábamos de dónde eran. Tras la respuesta, el que hubiese acertado de nosotros tenía que gritar un “te lo dije pisha, te lo dije”, a lo que el resto del grupo le contestaba con un caluroso aplauso. Cuando no había ningún acertante, se escuchaba un estruendoso “oooohhhhh” por nuestra parte. Las caras de asombro de los peregrinos dibujaban expresiones múltiples ante nuestra “locura”, extrayendo por nuestra parte de esa reacción, la idiosincracia y el carácter de la región de procedencia de los preguntados; no era la misma reacción la de un andaluz que la de un catalán, o la de un vasco que la de un castellano, por poner un ejemplo.
La verdad es que entre unos “te lo dije pisha, te lo dije” y unos “oooohhhhh”, nos plantamos casi sin darnos cuenta, pasada la aldea de Boavista, en en el arroyo Langüello, a menos de dos horas de nuestro punto final en el día de hoy, aprovechando para hacer un pequeño alto en el camino y refrescarnos un poco los pies.
Allí entablamos conversación con un grupo de neozelandeses, compuesto por dos mujeres y tres hombres; aunque más bien que conversación, podemos decir que fue un arduo y penoso chapurreo en inglés, sobre todo por parte de nosotros los españoles, ya que las austriacas sí que tenían un fluido inglés. Muestra de ese fluido entendimiento fue que la fornida y fogosa austriaca se alejó del grupo en compañía de uno de los neozelandeses, también corpulento y fornido, hasta detrás de una tupida malla de tojos, donde sin mediar muchas palabras y sin tener en cuenta que nos encontrábamos a escasos treinta metros, nos ofrecieron una sintonía de sonidos libidinosos. Estaba claro que la “una”, olvidándose por un momento de su “y media”, buscaba nuevas relaciones internacionales.
Palabras sí que tuvieron que haber en aquél encuentro detrás del tojal, ya que a su vuelta, el fornido neozelandés tuvo un encuentro dialéctico con sus compañeros de grupo, pidiéndonos a continuación, todo chapurreando, claro está, la posibilidad de unión entre los dos grupos, accediendo por su parte a deshacer su camino. Por nuestra parte no hubo ningún inconveniente, viendo de esta manera crecer el grupo hasta un número de veinte.
Nunca supimos lo que la fornida le dijo al fornido, pero estaba claro que se lo tuvo que pintar todo de color de rosa para que los de nuestras antípodas tomasen la decisión de cambiar de sentido de marcha. A pesar de todo, y haciendo honor a la verdad, hay que decir que cuando volvimos al camino, la österreichische volvió junto a su escuchimizado portugués, al que no dejó de hacerle carantoñas en todo lo que restó de etapa.
Así llegamos el grupo de veinte hasta la hermosa capilla de Santa Irene, a escaso un kilómetro de nuestro destino final, Arzúa. Rodeada de un majestuoso robledal, que por esta zona le llaman carballeira, esta capilla de finales del siglo XVII era un hervidero de pestilentes peregrinos que iban buscando la fuente del mismo nombre, Santa Irene, que según la tradición, es la fuente de la eterna juventud, por lo que todo aquél que se lave la cara con su agua se conservará siempre joven. La verdad es que la mayoría de los peregrinos que se encontraban allí, además de la cara, deberían de desprenderse de sus ropajes para lavarse las interioridades, porque, a pesar de estar al aire libre, algunos no eran aconsejables para que fueran compañía íntima ni cercana.
Y la verdad fue que la estancia en la fuente de la eterna juventud sirvió para corroborar que, a pesar de que la “sintonía tojal”, que fue como la llamamos desde que ocurrió, fuese del agrado de la ígnea austriaca, desde su vuelta al grupo no dejó de, como apunté anteriormente, actuar como una carantoñera con su portugués, llegando al punto de ser ella la que con sus garatusas, humedeciera el rostro del luso con el agua de la fuente de Santa Irene, como diciéndole “¡no te enfades tú, caballito mío, por haber estado con ese finolis, que cuando podamos vamos a hacer sonar toda una sinfonía!”.
Y con la esperanza de que hiciese efecto esa agua milagrosa, en un abrir y cerrar de ojo llegamos a Arzúa, donde sus soportales y fachadas revestidas de madera nos dieron la bienvenida. Tras cruzar la empedrada rúa do Carmen llegamos a la rúa Cima do Lugar, donde está situado el albergue público. Y bingo: de las cuarenta y tantas camas que tiene, la mayoría en literas, conseguimos que nos acogieran a los veinte; claro está, si llevábamos la credencial del peregrino. Como así era, no tuvimos problemas, eso sí, previo pago de seis euros por cabeza. Fue entonces, y como detalle de bienvenida por nuestra parte, y sin que sirviera de precedente, como se lo advertimos a todos, decidimos pagar el alojamiento de todo el grupo; o sea, ciento veinte euros del ala que saqué de mi bolsillo y que recogió muy amablemente la hospedera, quien nos dijo que a lo largo del día nos haría llegar veinte sábanas desechables y que antes de las ocho de la mañana teníamos que salir.
Tras utilizar una de las dos duchas existentes y organizar un turno de guardia para vigía de las mochilas, todos los miembros del grupo salimos a la calle para buscar manduca, si bien los españoles y el portugués pasamos antes por la iglesia de la Magdalena para que nos sellaran la credencial, ya que austriacas y neozelandeses la habían sellado en su anterior paso.

Uns pican e outros non. Eso es lo que dicen de los pimientos de Padrón, de los auténticos, de los de denominación de origen, de los que se cultivan a escasos cuarenta kilómetros de donde nos encontrábamos. Pues eso fue lo primero que nos pedimos para abrir boca: tres o cuatro platos de pimientos de Padrón. Y fue a la frondosa fogosa a quien le tocó el primero de los que pican. Era para verla: abría la boca, gritaba, bufaba, se ponía colorada, volvía a bufar, bebía cerveza, agua, tinto, blasfemaba, maldecía, volvía a bufar y no dejaba de pedir ayuda; todos reíamos y sólo el portugués trataba de tranquilizarla. La verdad fue que llamó la atención de todos los comensales que se encontraban en otras mesas, sacándole a todos unas risotadas y multitud de comentarios. El portugués, con el fin de demostrar no sabemos qué, ya que se lo había demostrado todo lo que a ella le interesaba, cogió del plato la porción de pimiento que su amiga había dejado de mala manera y, en un alarde de valentía y dedicándole un “vale para você”, que traducido al español significa “va por ti”, se introdujo en su boca todo el pimiento, incluido el rabo, sacando de la austriaca unas sonrisas y no sé cuántos besos. La verdad fue que pasamos un almuerzo de lo más divertido.
Tras un par de digestivos con alcohol propios de la tierra, nos retiramos hasta el albergue para descansar hasta la hora de la cena, teniendo en cuenta que la etapa del día siguiente era más larga y más rompepiernas que las dos que llevábamos a las espaldas, esperando que no hubiese banda sonora, más que nada por respeto a los peregrinos que nos acompañarían en la habitación del albergue y a los que no conocíamos de nada.


miércoles, 24 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 2ª ETAPA (suspendida).



Las primeras luces del día llegaron al campamento con los mismos aspavientos fragorosos y libidinosos con que habían terminado el día anterior, de lo que se deducía que el entendimiento con las representantes del antiguo imperio austro-húngaro iban por buen camino. Ahora sí, ponían en peligro nuestro plan, consistente en comenzar nuestra segunda etapa, una vez desayunado, a las nueve de la mañana.
En efecto, los habitantes de las dos tiendas que cobijaron en la primera noche gallega a un solo corazón, dispusimos el desayuno de campaña pocos minutos antes de que diesen las ocho, haciendo más ruido de lo normal con el fin que sirviese de diana a los todavía empecinados desperegrinos que seguían en su empeño de estrechar aun más las relaciones bilaterales.
Dieron las ocho, las nueve, las diez, y aquellas dos almas solitarias nos mirábamos, nos reíamos por no gritar y, para matar el tiempo, decidimos acercarnos al camino, distante unos cien metros del improvisado e ilegal vivac, para ver el rosario de peregrinos que no dejaban de pasar; por hacer algo sin saber qué hacer.
De pronto, observamos que a unos doscientos metros y con el mismo sentido de marcha que traíamos el día anterior, se acercaba un enjuto peregrino con una gran mochila que le subía casi cincuenta centímetros de la cabeza. Los dos nos miramos, y sin pronunciar palabra, entendimos que no eramos los únicos desperegrinos. Ávidos porque llegase a nuestra altura, incluso nos molestamos, eso sí, sin dirigirnos ni una sola palabra, por comprobar que no éramos los únicos en haber tenido tan original idea.

El solitario caminante, que parecía más enjuto aún a distancia corta, se detuvo a nuestra altura dedicándonos un sonriente saludo en portugués castizo, hecho éste que en cierta medida nos descontroló, y más aún cuando por nuestra espalda se acercaban tres peregrinos, con la intención de comenzar su última etapa del camino, y que la noche anterior estuvieron con nosotros y a los que le relatamos nuestras andanzas por el camino portugués.
Juntos los seis, con el fin de que no fuésemos cazados con lo que pudiese contar el portugués, uno de nosotros sacó un bolígrafo y un papel de su bolsillo y escribió que nuestra intención en los días pares del camino, y estábamos en el segundo, era la de hacer voto de silencio, mostrándolo al resto de caminantes. Ese hecho provocó en el grupo de tres otra señal de excelsa admiración, aunque uno de ellos, el más socarrón, acertó a decir entre risas, que ese voto de silencio comenzaría cuando saliesen de la tienda, ya que los que faltaban, refiriéndose a los de las relaciones bilaterales, no habían guardado silencio en toda la noche. Como era normal, todos, incluso el portugués, sin saber porqué, rompimos en una estruendosa carcajada.
Y entre risas y otros comentarios por su parte, los tres caminantes, poniéndose en sus caras el chip ilusionante de la llegada a la plaza del Obradoiro, nos dejaron con nuestros silencios y con el portugués.
Los siguientes minutos con el luso enteco fueron de lo más pintoresco, ya que, con el fin de no desdecirnos, e intentando darle larga para acabar de una vez con nuestro particular voto de silencio, no dejábamos de garabatear minúsculos papelitos, a los que él nos respondía con su cerrado portugués. Pero aunque por un lado deseábamos que se marchase lo antes posible, por lo del voto de silencio y porque temiésemos que se levantase algún miembro del grupo y descubriera nuestra pantomima, por otro lado anhelábamos saber el porqué de su sentido de marcha idéntico al nuestro. Después de muchos mensajes escritos por nuestra parte y de no sé cuántas palabras ininteligibles, para nosotros, por la suya, acompañadas de mil y una gesticulaciones, pudimos entenderle que su sentido de marcha era debido a una promesa que había hecho con la esperanza de poder encontrar trabajo, ya que llevaba más de tres años sin encontrar ningún tipo de ocupación laboral. La promesa consistía en peregrinar desde su pueblo natal en el Alentejo portugués, Alvito, hasta el Santuario de la Virgen de Fátima, desde allí hasta la cripta del Santo Apóstol Santiago, para a continuación y sin descanso alguno, llegar hasta el santuario de la Virgen De Lourdes, en los Altos Pirineos; toda una señora caminata.

Pero todavía nos quedamos más perplejos y conmovidos cuando nos dijo que la última gran etapa de su promesa era de volver andando desde Lourdes hasta su casa, pero pasando por la ermita de la Virgen del Rocío. Tanta impresión nos causó su periplo, que estuvimos a punto en ese momento de romper nuestro voto de silencio, deshaciendo así nuestro miserable engaño.
No supimos nunca si por el influjo del Santo Apóstol, por la fuerza de las tres Vírgenes que había marcado el buen hombre en su peregrinar o porque realmente toda su persona desprendía bondad y benevolencia, pero la verdad es que decidimos, sin consultárnoslo ni siquiera con las miradas, romper con el fingido voto de silencio y, después de contarle toda nuestra verdad, intentar solucionar su problema de trabajo.
Después de conseguir a duras penas, por aquello del idioma, cuáles eran sus habilidades laborales, decidimos proponerle un trabajo en la empresa de la que éramos socios tres de los miembros de los ocho componentes del grupo, claro está, siempre que no pusiera muchos impedimentos el tercero de los socios, el cual, oídas sus experiencias libidinosas a lo largo de la pasada noche, era el más incesante y persistente en que las relaciones con el gobierno austriaco siguiesen siendo fluidas.
Llegados a ese punto y perdido ya el día de marcha, ya que eran más de las doce del mediodía y ninguna de las seis tiendas había abierto la cremallera de apertura, decidimos acercarnos hasta O Pedrouzo, habiendo llegado al acuerdo con el luso que desistiría en su particular peregrinar y que se uniría a nuestro grupo. Así, el grupo primitivo de ocho componentes, se había convertido de esta manera en un grupo de quince.

Lo mejor que hicimos fue no darle importancia a la faena de los seis fogosos conferenciantes, remojando nuestro cabreo, en compañía del portugués, en la calle principal de O Pedrouzo, con vinos de la tierra. Y la verdad fue que pasamos un rato bastante agradable, ya que debido a la época estival, la aldea estaba repleta de peregrinos, muchos de los cuales, por una u otra razón, habían decidido pasar un día de descanso antes de acometer su última etapa hasta el Santo Sepulcro.

Bien pasadas las dos de la tarde y resguardados del sol debajo de una gran sombrilla de Estrella de Galicia, mientras ingeríamos unas fuertes infusiones con el fin de ayudar la digestión de un suculento y gustoso lacón, se presentaron como si con ellos no fuese la cosa, cinco parejas en disposición amartelada y con la sensación aparente que tenían todavía mucho de que hablar para llegar a una entente cordial. Eran cinco miembros de nuestro grupo de desperegrinos, ya que el sexto se había quedado con su partenaire particular vigilando el vivac, acompañados de sus correspondientes amigas austriacas.
Con las sonrisas que le llegaban de oreja a oreja, aunque con apariencia algo sumisa y como de querer pedir clemencia por su comportamiento, sobre todo los varones, se sentaron a nuestro alrededor. Bien es verdad que nosotros, aunque no achispados, estábamos bajo los efectos del vino de la tierra y del orujo, por lo que ya habíamos olvidado su incumplimiento de lo pactado con respecto al grupo; y a decir verdad, como ya lo comentamos entre nosotros los cumplidores, no sabemos lo que hubiera pasado si el grupo de austriacas en vez de seis hubiese sido de ocho. Por eso, como decíamos, pelillos a la mar y, que le quiten lo bailado.


Las más de dos horas que estuvimos la casi totalidad del grupo debajo de aquella mayúscula sombrilla, fue suficiente para que el cielo pasase de un sol radiante, propio de finales de julio, a su desaparición, motivada por la llegada de grises nubes que nos trajeron el característico orvallo propio de las latitudes del noroeste español. De momento pensamos que con esta climatología no podíamos pasar la noche en nuestras tiendas de campaña, y máxime sabiendo que en cualquier momento podíamos ser requeridos por la benemérita para que levantásemos nuestra ilegal acampada. Así que, sobre la marcha, y gracias a las gestiones telefónicas del dueño del bar, nos dirigimos a la pensión O Pedrouzo, donde los hospederos, un matrimonio muy simpático, tuvieron la aquiescencia, la benevolencia y la complacencia, por no decir más cosas, de alojarnos a los quince en cuatro habitaciones. No estaba previsto en nuestra orden de marcha, pero ya nos arreglaríamos.
Así que, una vez asegurada la dormida, nos dispusimos a levantar el vivac, cosa que hicimos en un santiamén; y gracias, porque cuando ya veníamos de vuelta con las mochilas a nuestras espaldas, se nos acercó un Nissan de la Guardia Civil que despedimos, amablemente, eso sí, con una benévola mentira, ya que intuimos que venían, como se dice en nuestra tierra sureña, “a tiro hecho” para levantarnos denuncia por nuestra ilegal acampada. Estaba claro que algún hostelero de la zona denunciaría el caso, y aquí, en el Camino, aunque no se encuentre en Cataluña, la pela es la pela, o lo que es lo mismo por esta tierra, “o peseta é o peseta”.
Sobre la distribución de los quince en las cuatro habitaciones, mejor no entrar en detalles; sólo decir que tres de ellas fueron destinadas a las conversaciones bilaterales, y en la cuarta nos alojaríamos los dos sin pareja y el portugués. Éste, que nos advirtió antes de alquilar las habitaciones que estaba canino, o por lo menos eso fue lo que le entendimos en sus señas y gestos, y ante un “no te preocupes por el dinero, que nosotros tenemos un fondo” por nuestra parte, se ofreció a yacer en el suelo encima de su poncho, entre las dos camas. Y así lo establecimos, aunque le sugerimos que fuese él quien pasase primero a la ducha, ya que a decir verdad, su fragancia reconcentrada era la propia de un peregrino en su última etapa.
Mientras esperábamos a que saliese el luso de la ducha, estuvimos planificando la orden de salida del día siguiente, llegando a la conclusión que no podíamos perder ni un día más, cosa que le teníamos que trasladar al resto del grupo.
Y entonces llegó él. Aquello no era normal. Estaba claro que su organismo no conocía la palabra proporción: sus ciento cincuenta y tres centímetros de altura y sus sesenta y dos kilos de pesos no guardaban ninguna proporción con aquella verga descomunal que suspendía de su entrepierna. Los mortales que nos encontrábamos en la habitación, con cara de admiración y espanto, sólo acertamos a preguntarle que si a su paso por la catedral del Santo Apóstol había dejado a todas las campanas con sus badajos correspondientes, a lo que él nos respondió, sin cortarse en lo más mínimo, con una ufana sonrisa.
Como habíamos quedado con el resto del grupo en vernos en una hora ya fuera de las habitaciones, con el propósito de ir a cenar y comprar la vitualla para la siguiente etapa, aceleramos nuestro “maqueo” con el fin de no hacernos esperar, si bien sabíamos de antemano que nos tocaría aguardar, ya que habíamos oído en las habitaciones contiguas el chirreo de muelles.

Ya el grupo de quince fuera de las habitaciones, salteada toda ella por tascas y bares, nos dirigimos a la calle principal, donde encontramos a unos lugareños que nos aconsejaron un restaurante para cenar. El único inconveniente que encontramos fue que se encontraba a unos diez kilómetros de allí, camino de Arzúa, punto final de nuestra segunda etapa. Nos aconsejaron que nos acercásemos hasta ese bar restaurante, ya que se comía muy bien, ofreciéndose dos pedrouceños a llevarnos en sus furgonetas por el módico precio de cinco euros por cabeza, comprometiéndose a recogernos cuando hubiésemos terminado de cenar.
En el grupo hubo división de opiniones, predominando la idea de acercarnos hasta allí. Así que, después de beber un par de cervezas, nos encontramos dentro de las dos furgonetas, como sardinas enlatadas, camino del dichoso bar restaurante. De locos. Pero había que acatar la palabra de la mayoría.
Así, en apenas unos minutos, desembarcamos en nuestro destino, el cual nos resultó nada más llegar, un lugar muy pintoresco. Y vaya si valió la pena. Con un trato muy exquisito por parte del matrimonio que regenta el bar, nada más llegar nos deleitaron con unas cervezas artesanales que nos sorprendió a todos y que tenía como nombre “peregrina”. Primero comimos un pulpo a feira, para continuar con raciones de raxo con patatas fritas y unas empanadas de zamburiñas que estaban exquisitas. Realmente mereció la pena acercarse hasta allí, aunque fuese una incongruencia el hecho que al día siguiente tuviésemos que volver a pasar, aunque entonces lo haríamos andando.

Entre cervezas y licores nobles, todos nos pusimos un poco, o mejor un mucho, contentos y diciendo alguna que otra pamplina. Y como no podía ser menos, especialmente por la impresión que nos causó al verlo, y aprovechando que el sujeto no nos entendía muy bien, hicimos algunos comentarios sobre la desproporción del luso. Las carcajadas se podían oír a mucha distancia, pero observamos que una de las austriacas, concretamente la que mantuvo conversación más estrecha con el tercer socio de la empresa, quien anteriormente nos había dicho de ella que era insaciable y que estaba temiendo a que llegase la noche en la habitación, comenzó a merodear al portugués. A tal punto llego el merodeo, que vimos en el horizonte que se podían llegar a consumar las relaciones trilaterales, relaciones a las que no se opondría nuestro socio.
Y así, entre risas e historietas nos llegó la hora de la retirada y llamamos a nuestros particulares taxistas para que nos devolviesen a nuestra pensión, esperando por nuestra parte que esta noche fuera más silenciosa y tranquila, pudiendo cumplir el horario establecido para el día siguiente.
Llegamos hasta la pensión y enseguida ocupamos nuestras habitaciones. En un primer momento la distribución se realizó tal como habíamos planeado a la tarde, pero al momento que nos metimos en nuestras camas y el portugués extendiese su poncho en el suelo entre los dos, llamaron a la puerta muy suavemente. Mi socio y yo nos miramos preguntándonos quién podría ser, pregunta que en ningún momento se hizo el portugués, el cual, en paños menores, parecía todavía más enteco. Abierta la puerta, nos sorprendió que allí se encontrara ligerita de ropa, la apetente amiga de nuestro socio, quien, tras decir un no sé qué y un qué sé yo ininteligible por nuestra parte, se recostó en el suelo con el portugués. Tras quedarnos a oscuras, no relato lo que allí ocurrió; sólo decir que la noche anterior entre robles y eucaliptos fue más placentera y menos ruidosa que la que pasamos mi socio y yo en aquel mullido colchón.
Mañana será otro día.

martes, 23 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 1ª ETAPA. SANTIAGO- O PEDROUZO



Aunque con nuestras mochilas y esterillas a las espaldas, como la gran mayoría de los que hacían invivible la estancia catedralicia, a diferencia de ellos, nosotros, por ser el primer día de nuestro periplo, nos habíamos duchado, acicalado y perfumado. No obstante, el fuerte olor a incienso que desprendía aquel botafumeiro movido por aquellos ocho tiraboleiros, mitigaba la mezcolanza olorosa producida por tan ingente número de peregrinos.
Fue de agradecer que ese día y a esa hora, y me refiero al momento de nuestra entrada, tras subir los dos tramos de escalera de la puerta del Obradoiro, comenzase el balanceo del famoso botafumeiro compostelano. Fue una manera muy halagüeña que nuestra “desperegrinación” comenzase con buen pie. Con seguridad que nuestras espaldas se agarrotarían, que nuestros pies se avejigarían y que por nuestras mentes pasarían tropecientas veces la idea de desistir en nuestro empeño de deshacer el camino, como les había ocurrido a bien seguro a la muchedumbre que en esos momentos pisaba el mismo suelo que nosotros.
Pero he de reconocer que nosotros partíamos con ventaja, ya que, nada más empezar nuestro camino, o descamino, ya habíamos conseguido lo que el resto tardarían varios días en conseguir, y esa consecución no era otra que haber estado junto a los restos de Santiago el Mayor. Y con otra salvedad que todos nosotros considerábamos muy importante, que era la de presentarnos ante los restos de tan magnánimo personaje para la cristiandad como únicamente se merecía: aseados y perfumados, y no con las imágenes malolientes y a veces nauseabundas con las que se presentaban los que consiguieron terminar su Camino particular. Estaba claro que si el alma de tan noble y generoso predicador tuviese que dar un trato especial, se lo daría a los que no perturbasen sus sueños con tufos, hedores y pestilencias, que era lo que le ofrecían la mayoría de los visitadores del Santo Lugar. Fue cuando, frente a la cripta del Santo Apóstol, me acordé de aquel consejo que me daba mi madre desde muy pequeño: “niño, que como te ven el hato (jato), te dan el trato.

Y una vez henchidos de la visita de la cripta sepulcral, con nuestro olfato todavía impregnado del incienso desprendido del majestuoso botafumeiro de más de sesenta kilos que ya había dejado de vagar por el crucero de la planta de cruz latina, deshicimos nuestros pasos por la nave central hasta la misma puerta por donde entramos, saliendo a la plaza del Obradoiro. Si gentío había en el interior catedralicio, la plaza parecía un enjambre de doloridos caminantes tendidos, “semitendidos” y sentados, a la espera de que hubiese un hueco en el interior para contribuir con sus atafagos particulares.

Y en un pispás, el grupo de “desperegrinos” comenzamos nuestro particular camino, teniendo la intención de finalizar nuestra primera etapa en O Pedrouzo, a unos veinte kilómetros de la capital Santa.
Nuestros pasos por las calles de Santiago, con el ir y venir de gente, autóctonos y peregrinos, en uno y otro sentido, no nos aportó nada de lo que veníamos buscando; más bien nos desilusionó en cierto modo. Pero esos momentos de chasco y desesperanza hay que decir en honor a la verdad que fueron escasos, ya que antes que nos diésemos cuenta nos encontramos en O Monte do Gozo, a unos cinco kilómetros de nuestro punto de partida. Fue aquí donde realmente comenzamos a sacarle partido a nuestro “descamino de Santiago”. Fue aquí donde comenzamos a ver las primeras caras de peregrinos. Eran caras desencajadas, gastadas, pálidas y descompuestas; caras que se apoyaban encima de unos cuerpos ajados y marchitos que, coincidiendo en sentido contrario con nuestro grupo, les cambió la cara como por arte de magia. Señalando hacia nosotros, observamos como la sonrisa sincera que les había abandonado seguramente desde hacía varias jornadas, se volvió a reencontrar con ellos. Los miembros del grupo, perplejos y sin poder articular palabra, nos preguntábamos qué es lo que habían visto en nosotros. ¿Sería que quisieron ver al mismísimo Santo Apóstol o es que la aureola santísima nos envolvía al grupo sin habernos percatado de ello? Y es que no dejaban de señalarnos a unos metros de distancia. Como una de nuestras consignas era de no mirar nunca atrás, nos percatamos cuando esos peregrinos llegaron a nuestra altura, incumpliendo dicha consigna, que el motivo de su alegría no era otro que por primera vez desde que salieron en su peregrinar, divisaban las torres de la catedral, y nosotros, por el camino que traíamos, estábamos en su campo de visión. O sea, que ni el Santo Apóstol se encontraba entre nuestro grupo ni su aureola nos acompañaba en nuestro “descamino”.
Entablamos una pequeña conversación entre los dos grupos, y por parte de ellos tan solo se interesaban el por qué de nuestro sentido de marcha: “que si nos habíamos dejado a algún miembro del grupo atrás”, “que si habíamos perdido algunos de nosotros la cartera” o “que si habíamos decidido retroceder hasta el albergue que se encontraba a unos escasos trecientos metros para pasar allí la noche y salir al día siguiente para terminar el camino”.

Como no se iban a creer la verdad sobre nuestro objetivo, uno de nosotros, el más socarrón, le dijo que estábamos deshaciendo el camino que comenzamos hacía ya diez días, después de haber visitado el Santo Sepulcro. Cuando oyeron eso, todos comenzaron a felicitarnos y se oyeron algún que otro “qué cojones tenéis”.
Tras despedirnos, proseguimos nuestro itinerario en cierta medida a ciegas, ya que las indicaciones que aparecían a lo largo del camino, indicaban los puntos a los que había que llegar para arribar hasta Santiago, pero nunca los que se dejaban atrás. Y esa fue la primera lección que aprendimos, que el camino de Santiago era un camino de ida, pero no de vuelta. Y nosotros, con dos coj..... lo estábamos deshaciendo: qué razón tenían aquéllos con los que nos encontramos en la cima del Monte do Gozo.
Pero como el chorreo de peregrino no dejaba de cruzarse con nosotros, nos iban marcando el camino que teníamos que seguir.
Y así fue, andados unos cinco kilómetros desde O Monte do Gozo, y sin parar de cruzarnos con peregrinos que a sus caras de extenuados se les sumaba el interrogante de hacia dónde nos dirigíamos, nos dimos de bruce con el río Sionlla, lugar que, como ya nos habían dicho antes de comenzar nuestro periplo, era utilizado por los peregrinos para acicalarse y emperejilarse en la medida de lo posible para presentarse ante el Santo Apóstol lo más digno posible (cosa que no todos conseguían; yo diría que muy pocos). Y llevaban razón. Entre los recovecos de aquel mal llamado río, pues más bien era un arroyo, lo mismo nos encontramos algunos que otros príapos buceando que algún que otro pezón femenino chapoteando con las frías aguas gallegas, y todo ello sin el más mínimo pudor: ¡ay, si el Santo Apóstol supiese de estos comportamientos!

Pero sigamos, sin detenernos en menudencias.

Continuamos nuestro desperegrinar, y un par de kilómetros más adelante, para nosotros, porque para el resto de caminantes eran más atrás, nos detuvimos en un bar que se encontraba en San Paio, aldea de la parroquia de Sabugueira. en las inmediaciones del aeropuerto. Como teníamos los estómagos con ganas de manduca, nos pedimos una cervezas que nos ayudaron a echar para abajo los bocadillos de chorizo que nos compramos antes de entrar en la catedral.
Allí en San Paio coincidimos con un grupo de austriaca que chapurraban el castellano, o más bien el castellano andalusí. Muy pronto nos enteramos que este grupo de seis vienesas habían hecho años atrás su Erasmus en las ciudades de Cádiz y Sevilla, escapándosele en más de una ocasión los “pisha” y “miarma”, propios de esas ciudades andaluzas.
Y la verdad fue que hubo lo que hoy llaman química entre los dos grupos, entre unos miembros más estrechas que entre otros, hasta el punto que las buenas vienesas tomaron la decisión de deshacer su camino y acompañarnos hasta nuestro fin de etapa, en O Pedrouzo, del que nos distaba algo más de unos siete kilómetros. Así, nuestro grupo de desperegrinos pasó de ocho a catorce como por arte de cupido (como se demostró horas más tardes), si bien las nuevas incorporaciones no podíamos calificarla como desperegrinas, ya que con toda seguridad, cuando las flechas de Eros cayesen por su propio peso, volverían a convertirse en peregrinas. El tiempo daría la solución.
El grupo de catorce proseguimos nuestra andadura y nos encontramos a los diez o quince minutos con un monolito esculpido con un bordón, una calabaza y una vieira que según nos indicaron más adelante, significaba que se entraba en el municipio de Santiago, o lo que es lo mismo, en nuestro caso, nos decía que salíamos de él.
Y nos seguíamos cruzando con peregrinos y más peregrinos que, más que extrañados por nuestro sentido de marcha, se extrañaban ya de la algarabía que llevábamos. Sin decirlo, se les leía en sus caras que no veían bien lo que estábamos haciendo. Y con toda la razón, ya que lo que llevábamos era más bien una auténtica algazara, aunque a decir verdad, no todos participábamos de ese bullicio. En ese sentido, el grupo compacto de catorce que salimos de San Paio, se fue desmembrando, siendo el caminar motivo de acolleramiento. Pero, aunque a cierta distancia los unos de los otros, pasadas las cuatro de la tarde, llegamos a O Pedrouzo.

Algo más calmados, pero deseando la mayoría del grupo que llegase la noche, nos dirigimos hasta el albergue público, encontrándonos con la noticia que estaba completo, noticia que esperábamos de antemano. Así, y sin preocuparnos demasiado, decidimos sobre la marcha que aprovechando la buena climatología, acamparíamos a las afueras, ya en el camino de nuestra segunda etapa. Como llevábamos una tienda individual cada uno (ocho en total, ya que las vienesas sólo llevaban ponchos), buscaríamos una vez cenado una buena zona donde acampar. Ahora nos tocaba refrescar el gaznate y adecentarnos un poco, por lo que convencimos a los encargados del albergue, el poder utilizar la zona de duchas y servicios.
Aseados un poco, vimos lo poquito que había que ver de O Pedrouzo y buscamos donde comprar algo para cenar y avituallarnos para la etapa del día siguiente, ya que pensábamos llegar hasta Arzúa, sobre unos veinte kilómetros.
Allí en O Pedrouzo coincidimos con muchos peregrinos renqueantes, ya que el que menos, llevaba siete días de caminatas, extrañándose todos de nuestro particular desperegrinar. Como se había extendido la noticia que veníamos de vuelta, nos elogiaban y nos preguntaban sobre lo que se iban a encontrar.
Como las mentiras tienen las patas muy cortas, cuando nos preguntaban sobre nuestro “hipotético” camino de ida, que era el que ellos iban haciendo, tuvimos que salir con la buena nueva que nuestro camino de ida no fue el camino francés, que era el que estaban haciendo ellos y deshaciendo nosotros, sino el camino portugués. Dijimos que partimos de Oporto y que los doscientos cuarenta kilómetros hasta Santiago lo hicimos en doce etapas, entrando en España por Tui y pasando por O Porriño, Redondela, Pontevedra, Caldas de Reis y Padrón hasta Santiago de Compostela. Menos mal que el que se inventó tan feliz idea había estado trabajando en Vigo y conocía bien la zona. Quedamos como reyes, siendo objeto de envidia y admiración de aquellos avejigados, en su mayoría, peregrinos.
Poco antes de anochecer, decidimos irnos hacia nuestra particular zona de acampada, rodeados de carvallos autóctonos y eucaliptos reforestados, siendo nuestra sorpresa que no éramos los únicos habitantes del bosque, ya que fueron muchos los peregrinos que no pudieron conseguir cama en el albergue municipal ni en las pensiones de la aldea.
En un abrir y cerrar de ojo, las ocho tiendas estaban montadas unas “pegaditas” a las otras, como si de un poblado de indios (de los que se veían en las películas del oeste de la Metro) se tratase. Ocho tiendas y catorce almas para dormir, o lo que fuese. Muy pronto, los dos que no estábamos acollerado, por prudencia, decidimos dar una vuelta por los alrededores a fin de que las seis parejas comenzasen su particular peregrinar. No sabíamos que tiempo durarían aquellos intercambios internacionales, pero lo que es verdad, y sin entrar en detalles, que cuando volvimos al cabo de las dos horas, dichos intercambios se encontraban en su momento de máximo esplendor. Si “Dios hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, destruyendo estas ciudades y cuantos hombres había en ellas" (Gn 19, 27-28), esperemos que el Santo Apóstol no envíe a este bosque de robles y eucaliptos el mismo castigo. Que Dios y el Santo Apóstol me ayuden a poder conciliar el sueño en este particular bosque de robles, eucaliptos y gemidos, me dije al entrar en mi tienda de campaña.
Mañana será otro día.


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