miércoles, 16 de diciembre de 2015

LA ESPAÑOLIDAD DE LOS ESPAÑOLES.

Hace ahora algo más de cinco años, escribí el artículo que aparece a continuación. Hoy, sintiéndolo mucho, y después de la reacción de este maravilloso pueblo español ante la muerte de dos españoles en territorio español, admito que no hubiera escrito el artículo que continúa.

"ESPAAAAÑA, BIEN
ESPAAAAÑA, BIEN
ESPAAAAÑA, BIEN, BIEN, BIEN

A LA BIN ,
A LA BAN,
A LA BIN, BON, BAN
ESPAÑA,
ESPAÑA
Y NADIE MÁS
A LA BIN, BON, BAN.

Y vosotros diréis, ¿a qué viene esto ahora?. Pues os lo voy a explicar.
.
El otro día, concretamente el domingo por la mañana, sobre las nueve, cuando paseaba por la playa gaditana, concretamente a la altura del Restaurante El Chato, y saboreando todavía la pírrica victoria sobre Paraguay, me crucé con un Sueco y entablamos conversación.
.Entre preguntas sobre Cádiz, por parte del Sueco, de nombre Olof, y respuestas por mi parte, el amigo Olof, chapurreando el castellano me decía:
Es la primera vez que vengo a España, pero tengo que admitir que siempre ha sido un país que siempre me ha entusiasmado, hasta tal punto que he estudiado vuestra historia. También, y sin ningún profesor, he intentado aprender vuestro idioma, y aunque reconozco que no lo domino, ya me defiendo un poco.
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Y debo de reconocer que llevaba razón. Aunque cometía fallos a la hora de utilizar algunos tiempos verbales, el Joíoporculo Sueco se defendía bastante bien en nuestro idioma.
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Y proseguía el amigo Olof diciéndome que estaba muy sorprendido con nuestro país; y muy sorprendido agradablemente con dos detalles que le llamaron mucho la atención.
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El primero, cosa que él desconocía, ya que la imagen que tenía era totalmente distinta a la realidad, es “la españolidad de los españoles”. Y para decir esto se basaba, según me dijo, en las innumerables banderas españolas que pendían de los balcones y ventanas de las casas. Textualmente me decía: “yo haber tenido una idea equivocado de tu país, ya que yo creer que estaba muy dividido. Pero no. Ver en persona que estar orgullosos de ser españoles. Gran cantidad de banderas pueblan balcones y ventanas vecinos míos”.
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Y el segundo detalle que llamó la atención del dichoso Sueco sesentón, era que decía que los españoles éramos muy amantes de los animales.
Le pregunté el por qué de su apreciación, pues para nada estaba de acuerdo con él, ya que aunque hay muchas personas que tienen mascotas en su casa, a las que yo respeto, la mayoría de los españoles somos indiferentes a los animalitos. Y el Sueco, no sé si se hizo el sueco o es que no se entera de la película, y aunque haya estudiado la historia de España, lo más seguro es que faltara a dos o tres clases.
Y digo esto porque el amigo Olof respondió a mi pregunta textualmente lo siguiente: “Pues muy sencillo, amigo español, te he de decir que sois amantes de los animales porque, en todas las banderas de España que veo en los balcones y ventanas,
unas tienen un toro en el centro,
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otras un pequeño león,
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otras tienen un águila,
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otras tienen un caballo y un asno,…,
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¿comprender?.
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Por eso yo decir que los españoles ser amantes de los animales, ¿comprender?”
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Y entre historias, comentarios y opiniones, llegamos hasta la altura de mi casa, de donde me despedí del amigo Sueco.
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ESPAAAAÑA, BIEN
ESPAAAAÑA, BIEN
ESPAAAAÑA, BIEN, BIEN, BIEN
.
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A LA BIN ,
A LA BAN,
A LA BIN, BON, BAN
ESPAÑA,
ESPAÑA
Y NADIE MÁS
A LA BIN, BON, BAN"

jueves, 10 de diciembre de 2015

SEÑOR PLÁCIDO DOMINGO: MI HINCHAPELOTAS.

Madrileño, madridista y para mí, como buen gaditano y cadista, un hinchapelotas. Efectivamente, señor Domingo, don Plácido, eso es usted para mí; como dirían los uruguayyyos, es usted un hinchapelotas, o lo que es lo mismo, una persona que me molesta y que me fastidia.



Y usted, que hasta ayer me era simpático y agradable, después de sus palabritas en defensa del equipo de su alma en relación con su eliminación de la copa del Rey, tengo que decirle que se ha convertido en persona non grata para mí.
"No basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo"; pues eso mismo le digo yo a usted, señor Domingo. Usted, adalid de españolidad, referente de la marca España por todo el mundo, y sabedor de lo que significa su persona para todos los que se prestan de ser españoles, debería de saber reprimir sus tendencias “futboleras” cuando con ellas pueda herir los sentimientos de muchos aficionados españoles que, aunque no comparten el amor por ese equipo que hasta hace poco era símbolo de señorío, se consuelan con sufrir un fin de semana sí y otro también gritando ese grito de guerra de “ese cadi, oé”.
Usted precisamente no; usted mismamente no. Mejor hubiera quedado escondiendo sus sentimientos madridistas dentro de sus maravillosos pulmones y no haber salpicado con sus palabras la ilusión de una afición ajada ya por demasiados sufrimientos. Porque, con sus palabras, no sólo ha embadurnado aún más la imagen del equipo de su alma, embarrada ya los días anteriores por su presidente y el malfacer de su incompetente cohorte (a los hechos me remito), sino que ha querido ser cómplice de una campaña orquestada y dirigida para el triunfo de la injusticia o de la justicia del poderoso, abonando el terreno para perjudicar al débil, que en esta ocasión era el Cádiz de mis amores. Usted, precisamente no, señor Plácido. No esperaba que fuese usted el que menospreciara de esa manera al Cádiz y a Cádiz.

Así que, señor Plácido, sólo decirle que …..........., meviacallá.

jueves, 26 de noviembre de 2015

LA MORDIDA.



Está claro que el tiempo pone a todos en su sitio. Y digo esto porque todo empezó con que no saliese nada a luz sobre el tres, embadurnando la atmósfera del Condado con mentiras, patrañas y pamemas, que a la postre, y basándose en el dicho que una mentira grande es más creíble que una pequeña, calaron en los que defendían el esclarecimiento del asunto, mientras que los promotores de todo el tinglado luchaban para que no alborease.
Así, para embetunar el tres, se apoyaron primero en el dos, deshaciéndose primero de una parte de una de las partes para que no pudiesen creer que fuesen tres las partes, por aquello que no saliese a luz nada sobre el tres.
Pero cuál fue la sorpresa de los dos que tras los resultados de los comicios “condadescos”, tuvieron que apoyarse en un tercero para que no aflorara nuevamente el tres, comenzando ahora su verdadero calvario. Olvidándose de sus mentiras, patrañas y trolas, y sobre todo, olvidándose de los que se las habían creído, comenzaron a ceder ante el tercero para tapar al tres, ofreciendo, ofreciendo y ofreciendo.
Y tanto ofrecimiento prometieron que llegaron incluso a obsequiarlo, no con uno ni con dos ni siquiera con tres, sino que de una tacada le brindaron cuatro. De buenas a primeras ofrecían cuatro presidentes para tapar al presidente y a su tres.
Pero donde digo digo, digo diego, y en un abrir y cerrar de ojos, vieron que el cuatro lo único que iba a provocar es que el tres saliera a la luz, así que, el nuevo ofrecimiento es el ofrecerle tres supeditados a uno que será el encargado que el tres siga estando en la sombra.

Y mientras, los bebedores de pamemas y ficciones …........

miércoles, 21 de octubre de 2015

Las Casitas Nuevas (II)


Otro de los deportes que se desarrolló en las casitas nuevas fue el del automovilismo.

¿Qué decir de aquellas bajadas por las Casitas Nuevas (también existían por otras calles de nuestro pueblo) en carros de cojinetes? Eran bajadas suicidas y de una sola trayectoria. Todo lo que fuese salirse de la trayectoria suponía grandes dosis de “crome” en piernas y rodillas, con los consiguientes postillones. Y era muy sencillo. La calle no estaba asfaltada, sino que estaba cementada con grandes juntas de dilatación cada 3 metros aproximadamente. Estas juntas de dilatación, de mayor anchura y a veces de mayor profundidad que el diámetro de los cojinetes delanteros, provocaban un sinfín de accidentes. Los ingenieros y probadores de las distintas escuderías buscaban el lugar donde las mencionadas juntas eran más estrechas y no impidiesen el paso de nuestros bólidos.


Inolvidables eran las curvas suicidas tomadas por nuestros carros cuando, dejando el Bar de Dorado a la izquierda, se cerraban hacia el kiosco de la Calvaria (por entonces del bueno de Antonio), llegando hasta el bar de Andrés Núñez.

Pues sí señoras y señores, el Flavio Briatore o el Ron Dennis tomaron buena cuenta de las trayectorias, aerodinámica y modelos de nuestros centelleantes carros, para aplicarles a sus fórmula 1 cualquier mejora con el fin de hacerse campeones del mundo.

Hablando de aerodinámica, he de destacar el “carro de los carros”. No tenía parangón con ningún otro. Su estilo, su maniobrabilidad, su línea y su facilidad de conducción hacían del carro de Paco Gilabert el campeón de los carros de las Casitas Nuevas. Todos le envidiábamos. El día que Paco nos dejaba darnos un “paseito” en su carro, nos sentíamos importantes. El hecho de que su padre tuviera una carpintería era motivo de que la línea de su carro fuese la más deseada. A la línea se le sumaba su geometría perfecta y el uso de materiales inalcanzables para el resto.

Todos en la calle teníamos un carro, pero el más veloz era el de Paco. Todos queríamos ganarle, arriesgando más en las bajadas, pero él siempre era el vencedor. Era el Ferrari de nuestros tiempos.

Pero también los Ferrari sucumben.

Cierto día, mi hermano Juan me dijo: “¿tu quieres ganarle al Paco?”, a lo que yo le contesté que sí. “Pues quítale los cojinetes a tu carro y llévamelo al estanco. Debes tener paciencia y en algo más de una semana tendrás tu nuevo carro”.
Fue una semana larguísima. Mis visitas al estanco eran continuas. Lo mismo veía los cojinetes bañados en grasa que sumergidos en mineral. Lo mismo lo estaba limpiando con una pequeña brocha que estaban siendo lijados.

Una mañana me dice mi hermano; “esta tarde, cuando salgas del colegio, pásate a recoger el carro”. Y así fue. Cuando lo vi que lo estaba probando por la calle Pastelería (con menos pendiente que las Casitas Nuevas) el inolvidable Ramón Arias, quedé sorprendidísimo.

Los cojinetes brillaban como “el chapín de las monjas”. Tenía sistema de frenos y de asiento habían utilizado la tabla de un cajón de “Celtas Cortos” (mi carro ya llevaba publicidad).

Ese día hubo carrera. Ese día le gané a Paco Gilabert. Ese día nació la alternativa a nuestro Ferrari. Y ese día, según cuenta, porque yo no lo vi, se encontraba allí el padre de Fernando Alonso.

miércoles, 14 de octubre de 2015

FIESTA NACIONAL

Ahora me viene un tal José María, y a voz populi proclama el genocidio que se cometió en el continente americano a raíz de su descubrimiento, genocidio que, sin lugar a duda, fue consumado por los malvados conquistadores españoles. “ingleses, portugueses o americanos”.
Este tal José María, amante de la historia, como buen profesor de la materia que es, según me han comentado en círculos íntimos, quedando demostrada su valía en varios institutos andaluces, nos viene ahora a recordar que en este fatídico día doce de octubre, no hay nada que celebrar; que ese día es sinónimo de esclavitud, de privación de libertad y de, según también me han comentado en círculos íntimos suyos, ese día no es el más idóneo para celebrar la Fiesta Nacional, que habría que buscar otro día.
Y es ahora, cuando un amiguete suyo con cara de …...., me voy a quedar en reconcentrado por no herir la sensibilidad de algunos lectores, digo que un amiguete suyo, en su afán de “que hablen de nosotros”, encuentra en nuestro calendario ese día idóneo para tan magna celebración, encontrando el diecinueve de marzo, el día de la aprobación de nuestra primera Constitución, día en el que celebra su onomástica el tal José María. Ese diecinueve de marzo de hace ya más de dos siglos en el que el pueblo llano (según se comenta en los círculos más íntimos del profesor de historia) aprobó la primera Constitución española, comenzándose así, desde ese día a poder expresarse con total libertad, y no suponiendo para nada ese maravilloso día (y ésta es una opinión muy particular) un trasvase de poderes, o lo que es lo mismo, un adornar el cuello del perro con collares de colores más vivos.
Y para rizar el rizo, aunque con la modestia que le caracteriza, una tal Teresita se sube al carro y dice que cree "que la fiesta nacional debería recordar la liberación propia y no la esclavitud de otro”; eso sí, como he dicho antes, modestamente. Seguramente, la tal Teresita, antes de hacer esa afirmación pediría información histórica a su amigo el profesor.


De todo ello, y esto lo digo yo, tan solo comparto con los tres, en que debe de haber un día de la Fiesta Nacional, y ese día ya fue regulado por la Ley 18/1987, de 7 de octubre, que en su único artículo indica que “se declara Fiesta Nacional de España, a todos los efectos, el 12 de octubre”, así que se dejen ya de tanto buscar primeras planas con lecciones históricas y "facebookear", y se centren en su trabajo, que es para lo que le pagamos.
Y de la de Barcelona, ni hablo.

jueves, 17 de septiembre de 2015

FLORES

De nada sirvieron los baños de ducha fría ni los repetidos no podemos este fin de semana; de nada sirvieron las sesiones de meditación recomendadas por la mujer de un buen amigo suyo ni las continuas visitas a su psicóloga; nada ni nadie sirvieron de ayuda para que la palabra olvido jugase a sus anchas en su pensamiento.
Todo comenzó en su interior, en su mente, en su corazón, el mismo día que la vio por primera vez, toda vestida de blanco, por aquel pasillo de más de tres metros de anchura, acercándose en su dirección con un gracejo y unos andares sensuales hasta ahora desconocidos para él. Aun hoy, después de no se sabe cuántas vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, las correspondientes a varios años, no ha logrado olvidar ese primer encuentro fortuito.

Atrás quedaron infinidad de deseos, varias coca cola sin tomar, multitud de minutos pegados al auricular y alguna que otra salida en pareja, hechos todos juntos ellos que lo único que ayudaban es a que su único pensamiento siguiese perviviendo.

domingo, 6 de septiembre de 2015

MARK KNOPFLER ES BÉTICO.

Desde que me enteré que Mark Knopler declarase que si le gustase el fútbol sería aficionado del Real Betis Balompié, yo, seguidor del equipo verdiblanco, tengo que decir que la pasada o cinta que se ponía cuando tenía largos cabellos, en su época de Dire Straits, me gusta mucho más que la que luce El Arrebato.
Y no ya por que el creador del himno del centenario del otro equipo de Sevilla no sepa llevarla, que dicho sea de paso, ofrece cada vez que sale a un escenario una imagen simpaticona y bonachona, sino porque el señor Knopfler, amante del arte como ha demostrado a lo largo de su dilatada carrera musical, cuando en compañía de sus compañeros de grupo tocaban el “Sultans of Swing” , hacía moverse esa pasada o cinta con un arte, señorío y ritmo que, en muchas ocasiones parecía que los acordes musicales con los que nos deleitaban, emanaban de la mismísima pasada o felpa que lucía en su cabeza.
Porque, si hiciésemos un ejercicio de abstracción, y ayudándonos para ello de mantener nuestros ojos cerrados y poniendo todos nuestros sentidos en la audición de los temas del uno, el señor Knopfler, y del otro, el señor Arrebato, hay que coincidir en que si abriésemos los ojos por espacio de unos pocos segundos y nos encontrásemos con un primer plano del señor Knopfler, primero, y del señor Arrebato, después, nos quedaríamos sin dudarlo con la felpa o pasada del verderón antes que con la del palangana. Porque los oídos son sabios, y aunque como ya estoy cansado de repetir que el libro del gusto no está escrito, es más agradable, o eso me parece a mí, el oír los acordes del “Sultans of Swing” o del “Brothers in Arms”, que los emitidos por “La música de tus tacones” o los de “Búscate un hombre que te quiera”, por poner un ejemplo.
Y que quede claro que no digo esto porque yo sea muy muy muy bético.......

Y si queréis probar sobre ese ejercicio de abstracción, muestro dos vídeos para que hagáis la prueba


miércoles, 8 de julio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 3ª ETAPA. ARZÚA – PALAS DE REI.




La lluvia impactando contra las latas existentes en el patio interior del albergue, fueron los primeros signos de vida de nuestro despertar en este cuarto día de descamino; tendríamos una etapa pasada por agua. Pero esto era la vida del peregrino, y en nuestro caso, del desperegrino. Así, tras un inapetente despertar, todo el grupo salíamos por la puerta del albergue, poco después de dar las siete y media, camino del bar que nos habían aconsejado la noche anterior y que debería de estar abierto desde las siete.
Así fue, aunque con un amplio salón, habían sido muchos los peregrinos que se nos habían adelantado y copaban casi la mayoría de las mesas. Tras unos minutos de espera, no muchos, pudimos reunir sillas para todo el grupo y pedimos el desayuno. Nosotros, los españoles y el portugués, no abandonamos nuestro tradicional desayuno de tostada con aceite, paté o mantequilla, acompañado de un buen vaso de café con leche. Por su parte, austriacas y neozelandeses, se decantaron por huevos y quesos de la tierra.

Hablando de quesos, decir que la noche anterior comimos el queso con denominación de origen de Arzúa, que fue el mismo que pusieron en el desayuno de los foráneos desperegrinos. Ni fu ni fa; queso cremoso y tierno que se asemeja a los quesos austriacos y neozelandeses, pero que a nosotros, y me refiero a los ocho del grupo originario de descaminantes, acostumbrados al queso viejo payoyo o pajarete, no nos decía absolutamente nada. Que se lo coman todo los extranjeros.
Y en poco más de media hora, con los estómagos llenos y los chubasqueros deshaciendo nuestras siluetas, comenzaba nuestro caminar. Nos quedaban por delante cerca de treinta kilómetros; era nuestra etapa más larga, pero según nos habían comentado antes de comenzar el descamino, nos encontraríamos paisajes de postales, de ensueño. A ver si era así.
Paso tras paso, traspiés tras traspiés, precavidos por el suelo resbaladizo, las mentes de todos los componentes del cada vez más numeroso grupo estaban como el tiempo: grises y oscuras, pesarosas y taciturnas. Las mismas lágrimas que desprendían en forma de lluvia las ennegrecidas nubes por no dejar lucir al sol en plena estación estival, inundaban en forma de pesadumbre, el pensamiento de cada uno de los miembros del grupo, manifestándose en un vivir sin vivir, en un andar sin gozar, en definitiva, en un vagar sin esperanza.
Pasaban los minutos y los kilómetros, con andares cheposos con la intención de resguardarse de las lágrimas del cielo, y ninguno del grupo atinaba a romper el silencio que nos amordazaba a todos. Ni los peregrinos que con más abundancia nos íbamos cruzando al tiempo que íbamos avanzando en el camino, sacaban un solo monosílabo de nuestras bocas. Y fue entonces, un par de kilómetros antes de llegar a Melide, lugar que teníamos marcado para hacer una parada y comer algo, por encontrarse a mitad de camino en nuestra etapa, cuando entramos en una hermosa corredeira de más de cincuenta metros de longitud haciendo curva en su parte final. Justamente cuando llevábamos recorrida un tercio de esa maravilla de la naturaleza, y hacia el final de la misma, apareció un intenso rayo de luz que nos hizo detenernos a todos en seco, eso sí, aunque con el gesto demudado, ninguno del grupo consiguió articular palabra. Tras desaparecer el haz luminoso, con más claridad que la que habíamos dejado a la entrada de la corredeira, proseguimos el camino hasta salir de ella, comprobando que había desaparecido, no sólo la lluvia, sino que el cielo se había convertido en un manto celeste sin presencia de ningún tipo de nube.

En apenas treinta metros, no sólo se había pasado del gris llorón al celeste soleado en el cielo, sino que en nuestras mentes, en nuestros cuerpos y en nuestras almas, todo cambió como por ensalmo. Las sonrisas volvieron a nuestros rostros, la vitalidad a nuestros músculos y, sobre todo, la esperanza de hacer felices al prójimo, inundó cada uno de nuestros cuerpos. Sin saber porqué, a pesar que ya aparecían en nuestros pies las primeras vejigas, tuvimos todos los miembros del grupo la necesidad de encontrarnos con peregrinos y hablar con ellos, comentarles lo que se iban a encontrar a su llegada a la cripta del Santo Apóstol.
Y fue entonces cuando llegamos hasta un riachuelo, el Catasol, cortado por un paso empedrado. Realmente la imagen era de postal; preciosa, idílica. Y a ambos lados del paso empedrado, refrescándose los pies y sanándose las heridas, se encontraban un buen número de peregrinos en actitud de esperar algún milagro que mitigara en cierta medida sus dolencias. Y fue en aquel momento cuando uno de nosotros, concretamente el primero de nosotros que yaciera con la vistosa austriaca, detenido en el centro del paso empedrado, se dirigió a ellos en actitud predicante. “Peregrinas y peregrinos -dijo-, ¿qué esperáis cuando lleguéis hasta la cripta del Santo Apóstol, un milagro, una promesa cumplida, un qué bien lo hemos pasado? No, no creáis que Santiago de Zebedeo se conformará con eso. Él viajó desde Galilea hasta Hispania para predicar el cristianismo, para volver nuevamente hasta Oriente, donde encontró la muerte por mandato de Agripa. Pero su cuerpo necesitaba descansar en la tierra que evangelizó, por lo que sus discípulos trajeron su cadáver nuevamente hasta Hispania, enterrándolo en Iria Flavia, la actual Padrón, la de los pimientos que uns pican e outros non”. “Y os decimos esto -prosiguió otro del grupo- porque el Apóstol Santiago lo que realmente desearía es que todos seamos peregrinos, pero peregrinos del bien, no de la jarana; peregrinos del amor, no del ayuntamiento carnal; peregrinos de la caridad, del socorro, de la ayuda del caminante, y no caminante por capricho....”
Todos los allí presentes quedaron absortos, siguiendo con sus miradas y sus corazones las palabras de los desperegrinos, al tiempo que recibían la ayuda del resto del grupo en los quehaceres de cura de sus maltrechos pies, tobillos y rodillas.
.... porque el camino no hay que hacerlo con los pies; hay que hacerlo con el alma. El camino se debe de llenar de bondad, de ayuda, de beneficencia. Ese es el espíritu que debe de reinar en el peregrinar, llegando al éxtasis a la llegada a la cripta. Nosotros empezamos allí, teniendo como misión expandir el verdadero espíritu de lo que verdaderamente debe de ser el peregrinar. Peregrinas y peregrinos, no conformarse con dar un paso tras otro; impregnarse del pensamiento que trajo hasta estas tierras Santiago el Mayor, nuestro apóstol”.
Las heridas sanaron, las articulaciones dejaron de molestar y un nuevo mundo impregnó las mentes de todos aquéllos que oyeron atentamente las palabras de estos nuevos predicadores.


Tras lo sucedido, el grupo reinició la marcha dejando atrás a los numerosos peregrinos que había en el Catasol, pero aumentando en número, ya que varios, concretamente nueve, decidieron deshacer el camino que traían y comenzar su labor de beneficencia.
Como si no hubiera ocurrido nada en el río Catasol, el grupo de veintinueve puso rumbo a Palas de Rei, eso sí, ralentizando su marcha, ya que unas veces unos y otras veces otros, se detenían a parlamentar con los peregrinos que se encontraban, llegando incluso a curar los malparados pies de los caminantes.
Tras pararse en Melide para reponer fuerzas, reanudamos la marcha hacia nuestro destino final del día, estando en todo momento acompañados por una aureola de satisfacción por la labor que estábamos llevando a cabo, labor que no fue óbice para que la “una” dejara de hacerle carantoñas a la “y media”, o que las dos neozelandesas empezaran a sentirse atraídas por los dos únicos que no habíamos “catado” hasta ahora, atracción que dicho sea de paso, era recíproca.
Al mismo tiempo, lo nuevos integrantes del grupo, seis hombres y tres mujeres, algo retraídos al principio, se iban integrando poco a poco, habiendo momentos en que fueron ellos los primeros en protagonizar la labor de metamorfosear a los peregrinos con los que nos cruzábamos, sobre todo una de las dos monjas que se unieron al grupo en el río Catasol. que sumida en la más profunda abstracción evangelizadora, no cejaba en su empeño de rociar todo el descamino con acciones humanitarias y de caridad. Tan entregada estaba en la causa que, desatendiendo las indicaciones de su compañera de hábitos y etapas, rompió el voto de silencio que había contraído a su salida del convento de Santa Clara de Sevilla, hacía ya mes y medio. Y razones tenía, ya que el estado lamentable en el que se encontraban sus pies en las frías aguas del río Catasol cuando oyó las palabras de mis compañeros de desperegrinar, inundados de vejigas y rozaduras, desapareció como por obra del mayor de los hechizos, convirtiéndose más que en extremidades para caminar, en soporte de un cuerpo y un alma cuya única obsesión era hacer el bien. Lo mismo daba consejos a los peregrinos con los que nos cruzábamos, que sanaba sus maltrechos pies invadidos por excoriaciones; lo mismo relajaba con sus masajes los doloridos hombros de los caminantes, que, con sus fricciones de alcohol, trataba por todos los medios de descargar las molestias que se encontraba en cuádriceps y gemelos de los sorprendidos andariegos.

Y todo esta actitud benefactora de la mayoría de los miembros del numeroso grupo, ya que una pequeña minoría pensábamos que esos comportamientos sólo producían un retardo en nuestras intenciones primitivas, fue lo que motivó que nuestra llegada a Palas de Rei no se produjera hasta bien pasadas las siete de la tarde, lo que motivó que no encontrásemos aposento todos juntos en un mismo hostal o albergue. Ante este contratiempo, decidimos jugárnosla y practicar nuevamente la acampada libre.
Tras cruzar el pueblo y avituallarnos para la cena y para el desayuno del día siguiente, sellando nuestra credencial en la iglesia de San Tirso, nos alejamos del pueblo algo más de un kilómetro, en dirección a Portomarín, para montar el vivac en una ladera; concretamente en la ladera del monte Sacro, donde según cuentan, los discípulos del Santo Apóstol amansaron a los toros bravos que trasladaron el cuerpo del Santo hasta su sepulcro.
Fue tras la cena cuando, a la luz de la luna creciente, casi llena, los ochos desperegrinos tuvimos una reunión apartados del resto, en la que, a pesar de la oposición de tres de los miembros, decidimos que al amanecer finalizaría nuestra labor evangelizadora, compasiva y humanitaria, y que lo mejor sería que el grupo volviese a su origen numérico más el portugués, por aquello del ofrecimiento laboral que le dimos en su día.
Fue a la hora de desayuno, y sin haberlo preparado en la reunión de la noche anterior, cuando el mismo de nosotros que comenzó la misión evangelizadora en el río Catasol, con el jarro de café en la mano, se dirigió al grupo diciéndole que “nuestra labor humanitaria debe de expandirse por todos los rincones del camino de Santiago, por lo que para ello debería de separarse el grupo, teniendo así más campo de acción y lo que era más importante -proseguía diciendo-, llegaríamos a un mayor número de peregrinos necesitados de nuestros consejos y auxilios”.
Dicho y hecho. El grupo de neozelandeses decidieron abandonar el camino francés, que era el que llevábamos, y poner rumbo, sin camino marcado, a la búsqueda del camino del norte; el grupo de nueve, con sor Beatriz a la cabeza, que era la monja que abandonó el voto de silencio, decidió volver de donde veníamos y establecer una especie de puesto de socorro en el río Catasol. En cuanto a las austriacas, indecisas unas más que otras y, porqué no decirlo, aferradas a seguir sintiendo el calor humano en las noches del norte de España, decidieron seguir con nosotros.

Así comenzaba nuestra cuarta etapa, con comienzo en Palas de Rei y final en Portomarín.

lunes, 29 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 2ª ETAPA. O PEDROUZO – ARZÚA.


Desesperados por aquella fragorosa noche, poco antes de amanecer, nos levantamos los dos a oscuras intentando no hacer ruido con el fin de no molestar a la parejita. Así y todo, con la luz del cuarto de baño, no tuvimos más remedio que soltar unas carcajadas al ver aquéllos casi ciento ochenta centímetros de altura y casi ochenta kilos de carne, envueltos en piel lechosa, de la fornida austriaca, que cubrían casi por completo el raquítico cuerpo del portugués, hasta el punto que tuvimos que cerciorarnos que aun seguía allí.
Como habíamos quedado todos los miembros del grupo en desayunar a las ocho, una vez duchados y pertrechados para nuestra segunda etapa, fuimos pagando y saldando cuenta con los posaderos, a los cuales, aprovechamos para darle las gracias por su amabilidad.

Ya en el camino, con la mayoría del grupo con ganas de haber dormido algo mas, sobre todo la hercúlea austriaca y el esmirriado portugués, pareja a la que ya en el desayuno le habíamos atribuido el remoquete de “la una y media”, comenzamos a encontrarnos con los peregrinos más madrugadores, que sólo tenían en su mente el completar la credencial, que era la cartilla que todos los peregrinos obtenían al principio de su itinerario y que iban sellando en los puntos establecidos para ello a lo largo del camino. En este sentido, todos aquellos peregrinos que nos encontrásemos en esta jornada, llevarían su credencial a falta tan solo del último sello, precisamente el que le estampasen en la catedral de Santiago y con la que conseguirían la tan ansiada “Compostela” que acreditaba haber realizado el camino. Nosotros, y me refiero al grupo primario de ocho, después de alguna que otra triquiñuela que no hay porqué recordar, conseguimos la credencial en la mismísima catedral pero sin ningún sello estampado, ya que por entonces no habíamos comenzado el camino, siendo nuestro primer sello el que conseguimos en la iglesia de Santa Eulalia, en O Pedrouzo, donde se extrañaron que nuestra credencial no tuviese ninguna señal de paso del camino, teniéndole que echar una pequeña y benevolente trola para que nos pusieran el sello. Lo que si estaba claro es que si hubiesen vigilado nuestro comportamiento, no nos hubieran concedido la credencial, ya que como bien se explica en ella, se concede sólo a quien hace la peregrinación con sentido cristiano, matiz éste del que, visto lo visto, nos alejamos un mucho.
Las que si estaban rebosantes de sellos eran las credenciales de los nuevos componentes del grupo. Las austriacas habían comenzado su camino en Astorga, con diez o doce sellos, y el portugués, con la “Compostela” en su poder, al haber comenzado en Portugal, tenía un rosario de estampaciones.


Al igual que ocurriese en la primera de nuestras etapas, el rosario de peregrinos renqueantes con los que nos cruzábamos, ponían caras de extrañeza al ver nuestro sentido de marcha, pululando por sus cabezas mil y una hipótesis que explicaran nuestro ilógico proceder. Era por ello por lo que fueron muchos los que al cruzarse con nosotros, disparaban frases en cierto tono irónico y burlesco.
Tan hartos estábamos ya de ese tipo de comentarios que, para abstraernos y que no calaran en nuestros pensamientos, en nuestra moral y en nuestras ganas de pasárnoslo bien, inventamos un juego que consistía en tener que acertar el origen de esos maltrechos peregrinos cuando todavía se encontraban a algo más de cien metros de nosotros. Elegíamos sobre la marcha a un grupo y todos escogíamos una región española de procedencia. Al tiempo que llegaban a nuestra altura, y antes que ellos hiciesen ningún comentario, uno de nosotros le preguntábamos de dónde eran. Tras la respuesta, el que hubiese acertado de nosotros tenía que gritar un “te lo dije pisha, te lo dije”, a lo que el resto del grupo le contestaba con un caluroso aplauso. Cuando no había ningún acertante, se escuchaba un estruendoso “oooohhhhh” por nuestra parte. Las caras de asombro de los peregrinos dibujaban expresiones múltiples ante nuestra “locura”, extrayendo por nuestra parte de esa reacción, la idiosincracia y el carácter de la región de procedencia de los preguntados; no era la misma reacción la de un andaluz que la de un catalán, o la de un vasco que la de un castellano, por poner un ejemplo.
La verdad es que entre unos “te lo dije pisha, te lo dije” y unos “oooohhhhh”, nos plantamos casi sin darnos cuenta, pasada la aldea de Boavista, en en el arroyo Langüello, a menos de dos horas de nuestro punto final en el día de hoy, aprovechando para hacer un pequeño alto en el camino y refrescarnos un poco los pies.
Allí entablamos conversación con un grupo de neozelandeses, compuesto por dos mujeres y tres hombres; aunque más bien que conversación, podemos decir que fue un arduo y penoso chapurreo en inglés, sobre todo por parte de nosotros los españoles, ya que las austriacas sí que tenían un fluido inglés. Muestra de ese fluido entendimiento fue que la fornida y fogosa austriaca se alejó del grupo en compañía de uno de los neozelandeses, también corpulento y fornido, hasta detrás de una tupida malla de tojos, donde sin mediar muchas palabras y sin tener en cuenta que nos encontrábamos a escasos treinta metros, nos ofrecieron una sintonía de sonidos libidinosos. Estaba claro que la “una”, olvidándose por un momento de su “y media”, buscaba nuevas relaciones internacionales.
Palabras sí que tuvieron que haber en aquél encuentro detrás del tojal, ya que a su vuelta, el fornido neozelandés tuvo un encuentro dialéctico con sus compañeros de grupo, pidiéndonos a continuación, todo chapurreando, claro está, la posibilidad de unión entre los dos grupos, accediendo por su parte a deshacer su camino. Por nuestra parte no hubo ningún inconveniente, viendo de esta manera crecer el grupo hasta un número de veinte.
Nunca supimos lo que la fornida le dijo al fornido, pero estaba claro que se lo tuvo que pintar todo de color de rosa para que los de nuestras antípodas tomasen la decisión de cambiar de sentido de marcha. A pesar de todo, y haciendo honor a la verdad, hay que decir que cuando volvimos al camino, la österreichische volvió junto a su escuchimizado portugués, al que no dejó de hacerle carantoñas en todo lo que restó de etapa.
Así llegamos el grupo de veinte hasta la hermosa capilla de Santa Irene, a escaso un kilómetro de nuestro destino final, Arzúa. Rodeada de un majestuoso robledal, que por esta zona le llaman carballeira, esta capilla de finales del siglo XVII era un hervidero de pestilentes peregrinos que iban buscando la fuente del mismo nombre, Santa Irene, que según la tradición, es la fuente de la eterna juventud, por lo que todo aquél que se lave la cara con su agua se conservará siempre joven. La verdad es que la mayoría de los peregrinos que se encontraban allí, además de la cara, deberían de desprenderse de sus ropajes para lavarse las interioridades, porque, a pesar de estar al aire libre, algunos no eran aconsejables para que fueran compañía íntima ni cercana.
Y la verdad fue que la estancia en la fuente de la eterna juventud sirvió para corroborar que, a pesar de que la “sintonía tojal”, que fue como la llamamos desde que ocurrió, fuese del agrado de la ígnea austriaca, desde su vuelta al grupo no dejó de, como apunté anteriormente, actuar como una carantoñera con su portugués, llegando al punto de ser ella la que con sus garatusas, humedeciera el rostro del luso con el agua de la fuente de Santa Irene, como diciéndole “¡no te enfades tú, caballito mío, por haber estado con ese finolis, que cuando podamos vamos a hacer sonar toda una sinfonía!”.
Y con la esperanza de que hiciese efecto esa agua milagrosa, en un abrir y cerrar de ojo llegamos a Arzúa, donde sus soportales y fachadas revestidas de madera nos dieron la bienvenida. Tras cruzar la empedrada rúa do Carmen llegamos a la rúa Cima do Lugar, donde está situado el albergue público. Y bingo: de las cuarenta y tantas camas que tiene, la mayoría en literas, conseguimos que nos acogieran a los veinte; claro está, si llevábamos la credencial del peregrino. Como así era, no tuvimos problemas, eso sí, previo pago de seis euros por cabeza. Fue entonces, y como detalle de bienvenida por nuestra parte, y sin que sirviera de precedente, como se lo advertimos a todos, decidimos pagar el alojamiento de todo el grupo; o sea, ciento veinte euros del ala que saqué de mi bolsillo y que recogió muy amablemente la hospedera, quien nos dijo que a lo largo del día nos haría llegar veinte sábanas desechables y que antes de las ocho de la mañana teníamos que salir.
Tras utilizar una de las dos duchas existentes y organizar un turno de guardia para vigía de las mochilas, todos los miembros del grupo salimos a la calle para buscar manduca, si bien los españoles y el portugués pasamos antes por la iglesia de la Magdalena para que nos sellaran la credencial, ya que austriacas y neozelandeses la habían sellado en su anterior paso.

Uns pican e outros non. Eso es lo que dicen de los pimientos de Padrón, de los auténticos, de los de denominación de origen, de los que se cultivan a escasos cuarenta kilómetros de donde nos encontrábamos. Pues eso fue lo primero que nos pedimos para abrir boca: tres o cuatro platos de pimientos de Padrón. Y fue a la frondosa fogosa a quien le tocó el primero de los que pican. Era para verla: abría la boca, gritaba, bufaba, se ponía colorada, volvía a bufar, bebía cerveza, agua, tinto, blasfemaba, maldecía, volvía a bufar y no dejaba de pedir ayuda; todos reíamos y sólo el portugués trataba de tranquilizarla. La verdad fue que llamó la atención de todos los comensales que se encontraban en otras mesas, sacándole a todos unas risotadas y multitud de comentarios. El portugués, con el fin de demostrar no sabemos qué, ya que se lo había demostrado todo lo que a ella le interesaba, cogió del plato la porción de pimiento que su amiga había dejado de mala manera y, en un alarde de valentía y dedicándole un “vale para você”, que traducido al español significa “va por ti”, se introdujo en su boca todo el pimiento, incluido el rabo, sacando de la austriaca unas sonrisas y no sé cuántos besos. La verdad fue que pasamos un almuerzo de lo más divertido.
Tras un par de digestivos con alcohol propios de la tierra, nos retiramos hasta el albergue para descansar hasta la hora de la cena, teniendo en cuenta que la etapa del día siguiente era más larga y más rompepiernas que las dos que llevábamos a las espaldas, esperando que no hubiese banda sonora, más que nada por respeto a los peregrinos que nos acompañarían en la habitación del albergue y a los que no conocíamos de nada.


miércoles, 24 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 2ª ETAPA (suspendida).



Las primeras luces del día llegaron al campamento con los mismos aspavientos fragorosos y libidinosos con que habían terminado el día anterior, de lo que se deducía que el entendimiento con las representantes del antiguo imperio austro-húngaro iban por buen camino. Ahora sí, ponían en peligro nuestro plan, consistente en comenzar nuestra segunda etapa, una vez desayunado, a las nueve de la mañana.
En efecto, los habitantes de las dos tiendas que cobijaron en la primera noche gallega a un solo corazón, dispusimos el desayuno de campaña pocos minutos antes de que diesen las ocho, haciendo más ruido de lo normal con el fin que sirviese de diana a los todavía empecinados desperegrinos que seguían en su empeño de estrechar aun más las relaciones bilaterales.
Dieron las ocho, las nueve, las diez, y aquellas dos almas solitarias nos mirábamos, nos reíamos por no gritar y, para matar el tiempo, decidimos acercarnos al camino, distante unos cien metros del improvisado e ilegal vivac, para ver el rosario de peregrinos que no dejaban de pasar; por hacer algo sin saber qué hacer.
De pronto, observamos que a unos doscientos metros y con el mismo sentido de marcha que traíamos el día anterior, se acercaba un enjuto peregrino con una gran mochila que le subía casi cincuenta centímetros de la cabeza. Los dos nos miramos, y sin pronunciar palabra, entendimos que no eramos los únicos desperegrinos. Ávidos porque llegase a nuestra altura, incluso nos molestamos, eso sí, sin dirigirnos ni una sola palabra, por comprobar que no éramos los únicos en haber tenido tan original idea.

El solitario caminante, que parecía más enjuto aún a distancia corta, se detuvo a nuestra altura dedicándonos un sonriente saludo en portugués castizo, hecho éste que en cierta medida nos descontroló, y más aún cuando por nuestra espalda se acercaban tres peregrinos, con la intención de comenzar su última etapa del camino, y que la noche anterior estuvieron con nosotros y a los que le relatamos nuestras andanzas por el camino portugués.
Juntos los seis, con el fin de que no fuésemos cazados con lo que pudiese contar el portugués, uno de nosotros sacó un bolígrafo y un papel de su bolsillo y escribió que nuestra intención en los días pares del camino, y estábamos en el segundo, era la de hacer voto de silencio, mostrándolo al resto de caminantes. Ese hecho provocó en el grupo de tres otra señal de excelsa admiración, aunque uno de ellos, el más socarrón, acertó a decir entre risas, que ese voto de silencio comenzaría cuando saliesen de la tienda, ya que los que faltaban, refiriéndose a los de las relaciones bilaterales, no habían guardado silencio en toda la noche. Como era normal, todos, incluso el portugués, sin saber porqué, rompimos en una estruendosa carcajada.
Y entre risas y otros comentarios por su parte, los tres caminantes, poniéndose en sus caras el chip ilusionante de la llegada a la plaza del Obradoiro, nos dejaron con nuestros silencios y con el portugués.
Los siguientes minutos con el luso enteco fueron de lo más pintoresco, ya que, con el fin de no desdecirnos, e intentando darle larga para acabar de una vez con nuestro particular voto de silencio, no dejábamos de garabatear minúsculos papelitos, a los que él nos respondía con su cerrado portugués. Pero aunque por un lado deseábamos que se marchase lo antes posible, por lo del voto de silencio y porque temiésemos que se levantase algún miembro del grupo y descubriera nuestra pantomima, por otro lado anhelábamos saber el porqué de su sentido de marcha idéntico al nuestro. Después de muchos mensajes escritos por nuestra parte y de no sé cuántas palabras ininteligibles, para nosotros, por la suya, acompañadas de mil y una gesticulaciones, pudimos entenderle que su sentido de marcha era debido a una promesa que había hecho con la esperanza de poder encontrar trabajo, ya que llevaba más de tres años sin encontrar ningún tipo de ocupación laboral. La promesa consistía en peregrinar desde su pueblo natal en el Alentejo portugués, Alvito, hasta el Santuario de la Virgen de Fátima, desde allí hasta la cripta del Santo Apóstol Santiago, para a continuación y sin descanso alguno, llegar hasta el santuario de la Virgen De Lourdes, en los Altos Pirineos; toda una señora caminata.

Pero todavía nos quedamos más perplejos y conmovidos cuando nos dijo que la última gran etapa de su promesa era de volver andando desde Lourdes hasta su casa, pero pasando por la ermita de la Virgen del Rocío. Tanta impresión nos causó su periplo, que estuvimos a punto en ese momento de romper nuestro voto de silencio, deshaciendo así nuestro miserable engaño.
No supimos nunca si por el influjo del Santo Apóstol, por la fuerza de las tres Vírgenes que había marcado el buen hombre en su peregrinar o porque realmente toda su persona desprendía bondad y benevolencia, pero la verdad es que decidimos, sin consultárnoslo ni siquiera con las miradas, romper con el fingido voto de silencio y, después de contarle toda nuestra verdad, intentar solucionar su problema de trabajo.
Después de conseguir a duras penas, por aquello del idioma, cuáles eran sus habilidades laborales, decidimos proponerle un trabajo en la empresa de la que éramos socios tres de los miembros de los ocho componentes del grupo, claro está, siempre que no pusiera muchos impedimentos el tercero de los socios, el cual, oídas sus experiencias libidinosas a lo largo de la pasada noche, era el más incesante y persistente en que las relaciones con el gobierno austriaco siguiesen siendo fluidas.
Llegados a ese punto y perdido ya el día de marcha, ya que eran más de las doce del mediodía y ninguna de las seis tiendas había abierto la cremallera de apertura, decidimos acercarnos hasta O Pedrouzo, habiendo llegado al acuerdo con el luso que desistiría en su particular peregrinar y que se uniría a nuestro grupo. Así, el grupo primitivo de ocho componentes, se había convertido de esta manera en un grupo de quince.

Lo mejor que hicimos fue no darle importancia a la faena de los seis fogosos conferenciantes, remojando nuestro cabreo, en compañía del portugués, en la calle principal de O Pedrouzo, con vinos de la tierra. Y la verdad fue que pasamos un rato bastante agradable, ya que debido a la época estival, la aldea estaba repleta de peregrinos, muchos de los cuales, por una u otra razón, habían decidido pasar un día de descanso antes de acometer su última etapa hasta el Santo Sepulcro.

Bien pasadas las dos de la tarde y resguardados del sol debajo de una gran sombrilla de Estrella de Galicia, mientras ingeríamos unas fuertes infusiones con el fin de ayudar la digestión de un suculento y gustoso lacón, se presentaron como si con ellos no fuese la cosa, cinco parejas en disposición amartelada y con la sensación aparente que tenían todavía mucho de que hablar para llegar a una entente cordial. Eran cinco miembros de nuestro grupo de desperegrinos, ya que el sexto se había quedado con su partenaire particular vigilando el vivac, acompañados de sus correspondientes amigas austriacas.
Con las sonrisas que le llegaban de oreja a oreja, aunque con apariencia algo sumisa y como de querer pedir clemencia por su comportamiento, sobre todo los varones, se sentaron a nuestro alrededor. Bien es verdad que nosotros, aunque no achispados, estábamos bajo los efectos del vino de la tierra y del orujo, por lo que ya habíamos olvidado su incumplimiento de lo pactado con respecto al grupo; y a decir verdad, como ya lo comentamos entre nosotros los cumplidores, no sabemos lo que hubiera pasado si el grupo de austriacas en vez de seis hubiese sido de ocho. Por eso, como decíamos, pelillos a la mar y, que le quiten lo bailado.


Las más de dos horas que estuvimos la casi totalidad del grupo debajo de aquella mayúscula sombrilla, fue suficiente para que el cielo pasase de un sol radiante, propio de finales de julio, a su desaparición, motivada por la llegada de grises nubes que nos trajeron el característico orvallo propio de las latitudes del noroeste español. De momento pensamos que con esta climatología no podíamos pasar la noche en nuestras tiendas de campaña, y máxime sabiendo que en cualquier momento podíamos ser requeridos por la benemérita para que levantásemos nuestra ilegal acampada. Así que, sobre la marcha, y gracias a las gestiones telefónicas del dueño del bar, nos dirigimos a la pensión O Pedrouzo, donde los hospederos, un matrimonio muy simpático, tuvieron la aquiescencia, la benevolencia y la complacencia, por no decir más cosas, de alojarnos a los quince en cuatro habitaciones. No estaba previsto en nuestra orden de marcha, pero ya nos arreglaríamos.
Así que, una vez asegurada la dormida, nos dispusimos a levantar el vivac, cosa que hicimos en un santiamén; y gracias, porque cuando ya veníamos de vuelta con las mochilas a nuestras espaldas, se nos acercó un Nissan de la Guardia Civil que despedimos, amablemente, eso sí, con una benévola mentira, ya que intuimos que venían, como se dice en nuestra tierra sureña, “a tiro hecho” para levantarnos denuncia por nuestra ilegal acampada. Estaba claro que algún hostelero de la zona denunciaría el caso, y aquí, en el Camino, aunque no se encuentre en Cataluña, la pela es la pela, o lo que es lo mismo por esta tierra, “o peseta é o peseta”.
Sobre la distribución de los quince en las cuatro habitaciones, mejor no entrar en detalles; sólo decir que tres de ellas fueron destinadas a las conversaciones bilaterales, y en la cuarta nos alojaríamos los dos sin pareja y el portugués. Éste, que nos advirtió antes de alquilar las habitaciones que estaba canino, o por lo menos eso fue lo que le entendimos en sus señas y gestos, y ante un “no te preocupes por el dinero, que nosotros tenemos un fondo” por nuestra parte, se ofreció a yacer en el suelo encima de su poncho, entre las dos camas. Y así lo establecimos, aunque le sugerimos que fuese él quien pasase primero a la ducha, ya que a decir verdad, su fragancia reconcentrada era la propia de un peregrino en su última etapa.
Mientras esperábamos a que saliese el luso de la ducha, estuvimos planificando la orden de salida del día siguiente, llegando a la conclusión que no podíamos perder ni un día más, cosa que le teníamos que trasladar al resto del grupo.
Y entonces llegó él. Aquello no era normal. Estaba claro que su organismo no conocía la palabra proporción: sus ciento cincuenta y tres centímetros de altura y sus sesenta y dos kilos de pesos no guardaban ninguna proporción con aquella verga descomunal que suspendía de su entrepierna. Los mortales que nos encontrábamos en la habitación, con cara de admiración y espanto, sólo acertamos a preguntarle que si a su paso por la catedral del Santo Apóstol había dejado a todas las campanas con sus badajos correspondientes, a lo que él nos respondió, sin cortarse en lo más mínimo, con una ufana sonrisa.
Como habíamos quedado con el resto del grupo en vernos en una hora ya fuera de las habitaciones, con el propósito de ir a cenar y comprar la vitualla para la siguiente etapa, aceleramos nuestro “maqueo” con el fin de no hacernos esperar, si bien sabíamos de antemano que nos tocaría aguardar, ya que habíamos oído en las habitaciones contiguas el chirreo de muelles.

Ya el grupo de quince fuera de las habitaciones, salteada toda ella por tascas y bares, nos dirigimos a la calle principal, donde encontramos a unos lugareños que nos aconsejaron un restaurante para cenar. El único inconveniente que encontramos fue que se encontraba a unos diez kilómetros de allí, camino de Arzúa, punto final de nuestra segunda etapa. Nos aconsejaron que nos acercásemos hasta ese bar restaurante, ya que se comía muy bien, ofreciéndose dos pedrouceños a llevarnos en sus furgonetas por el módico precio de cinco euros por cabeza, comprometiéndose a recogernos cuando hubiésemos terminado de cenar.
En el grupo hubo división de opiniones, predominando la idea de acercarnos hasta allí. Así que, después de beber un par de cervezas, nos encontramos dentro de las dos furgonetas, como sardinas enlatadas, camino del dichoso bar restaurante. De locos. Pero había que acatar la palabra de la mayoría.
Así, en apenas unos minutos, desembarcamos en nuestro destino, el cual nos resultó nada más llegar, un lugar muy pintoresco. Y vaya si valió la pena. Con un trato muy exquisito por parte del matrimonio que regenta el bar, nada más llegar nos deleitaron con unas cervezas artesanales que nos sorprendió a todos y que tenía como nombre “peregrina”. Primero comimos un pulpo a feira, para continuar con raciones de raxo con patatas fritas y unas empanadas de zamburiñas que estaban exquisitas. Realmente mereció la pena acercarse hasta allí, aunque fuese una incongruencia el hecho que al día siguiente tuviésemos que volver a pasar, aunque entonces lo haríamos andando.

Entre cervezas y licores nobles, todos nos pusimos un poco, o mejor un mucho, contentos y diciendo alguna que otra pamplina. Y como no podía ser menos, especialmente por la impresión que nos causó al verlo, y aprovechando que el sujeto no nos entendía muy bien, hicimos algunos comentarios sobre la desproporción del luso. Las carcajadas se podían oír a mucha distancia, pero observamos que una de las austriacas, concretamente la que mantuvo conversación más estrecha con el tercer socio de la empresa, quien anteriormente nos había dicho de ella que era insaciable y que estaba temiendo a que llegase la noche en la habitación, comenzó a merodear al portugués. A tal punto llego el merodeo, que vimos en el horizonte que se podían llegar a consumar las relaciones trilaterales, relaciones a las que no se opondría nuestro socio.
Y así, entre risas e historietas nos llegó la hora de la retirada y llamamos a nuestros particulares taxistas para que nos devolviesen a nuestra pensión, esperando por nuestra parte que esta noche fuera más silenciosa y tranquila, pudiendo cumplir el horario establecido para el día siguiente.
Llegamos hasta la pensión y enseguida ocupamos nuestras habitaciones. En un primer momento la distribución se realizó tal como habíamos planeado a la tarde, pero al momento que nos metimos en nuestras camas y el portugués extendiese su poncho en el suelo entre los dos, llamaron a la puerta muy suavemente. Mi socio y yo nos miramos preguntándonos quién podría ser, pregunta que en ningún momento se hizo el portugués, el cual, en paños menores, parecía todavía más enteco. Abierta la puerta, nos sorprendió que allí se encontrara ligerita de ropa, la apetente amiga de nuestro socio, quien, tras decir un no sé qué y un qué sé yo ininteligible por nuestra parte, se recostó en el suelo con el portugués. Tras quedarnos a oscuras, no relato lo que allí ocurrió; sólo decir que la noche anterior entre robles y eucaliptos fue más placentera y menos ruidosa que la que pasamos mi socio y yo en aquel mullido colchón.
Mañana será otro día.

martes, 23 de junio de 2015

EL DESCAMINO DE SANTIAGO. 1ª ETAPA. SANTIAGO- O PEDROUZO



Aunque con nuestras mochilas y esterillas a las espaldas, como la gran mayoría de los que hacían invivible la estancia catedralicia, a diferencia de ellos, nosotros, por ser el primer día de nuestro periplo, nos habíamos duchado, acicalado y perfumado. No obstante, el fuerte olor a incienso que desprendía aquel botafumeiro movido por aquellos ocho tiraboleiros, mitigaba la mezcolanza olorosa producida por tan ingente número de peregrinos.
Fue de agradecer que ese día y a esa hora, y me refiero al momento de nuestra entrada, tras subir los dos tramos de escalera de la puerta del Obradoiro, comenzase el balanceo del famoso botafumeiro compostelano. Fue una manera muy halagüeña que nuestra “desperegrinación” comenzase con buen pie. Con seguridad que nuestras espaldas se agarrotarían, que nuestros pies se avejigarían y que por nuestras mentes pasarían tropecientas veces la idea de desistir en nuestro empeño de deshacer el camino, como les había ocurrido a bien seguro a la muchedumbre que en esos momentos pisaba el mismo suelo que nosotros.
Pero he de reconocer que nosotros partíamos con ventaja, ya que, nada más empezar nuestro camino, o descamino, ya habíamos conseguido lo que el resto tardarían varios días en conseguir, y esa consecución no era otra que haber estado junto a los restos de Santiago el Mayor. Y con otra salvedad que todos nosotros considerábamos muy importante, que era la de presentarnos ante los restos de tan magnánimo personaje para la cristiandad como únicamente se merecía: aseados y perfumados, y no con las imágenes malolientes y a veces nauseabundas con las que se presentaban los que consiguieron terminar su Camino particular. Estaba claro que si el alma de tan noble y generoso predicador tuviese que dar un trato especial, se lo daría a los que no perturbasen sus sueños con tufos, hedores y pestilencias, que era lo que le ofrecían la mayoría de los visitadores del Santo Lugar. Fue cuando, frente a la cripta del Santo Apóstol, me acordé de aquel consejo que me daba mi madre desde muy pequeño: “niño, que como te ven el hato (jato), te dan el trato.

Y una vez henchidos de la visita de la cripta sepulcral, con nuestro olfato todavía impregnado del incienso desprendido del majestuoso botafumeiro de más de sesenta kilos que ya había dejado de vagar por el crucero de la planta de cruz latina, deshicimos nuestros pasos por la nave central hasta la misma puerta por donde entramos, saliendo a la plaza del Obradoiro. Si gentío había en el interior catedralicio, la plaza parecía un enjambre de doloridos caminantes tendidos, “semitendidos” y sentados, a la espera de que hubiese un hueco en el interior para contribuir con sus atafagos particulares.

Y en un pispás, el grupo de “desperegrinos” comenzamos nuestro particular camino, teniendo la intención de finalizar nuestra primera etapa en O Pedrouzo, a unos veinte kilómetros de la capital Santa.
Nuestros pasos por las calles de Santiago, con el ir y venir de gente, autóctonos y peregrinos, en uno y otro sentido, no nos aportó nada de lo que veníamos buscando; más bien nos desilusionó en cierto modo. Pero esos momentos de chasco y desesperanza hay que decir en honor a la verdad que fueron escasos, ya que antes que nos diésemos cuenta nos encontramos en O Monte do Gozo, a unos cinco kilómetros de nuestro punto de partida. Fue aquí donde realmente comenzamos a sacarle partido a nuestro “descamino de Santiago”. Fue aquí donde comenzamos a ver las primeras caras de peregrinos. Eran caras desencajadas, gastadas, pálidas y descompuestas; caras que se apoyaban encima de unos cuerpos ajados y marchitos que, coincidiendo en sentido contrario con nuestro grupo, les cambió la cara como por arte de magia. Señalando hacia nosotros, observamos como la sonrisa sincera que les había abandonado seguramente desde hacía varias jornadas, se volvió a reencontrar con ellos. Los miembros del grupo, perplejos y sin poder articular palabra, nos preguntábamos qué es lo que habían visto en nosotros. ¿Sería que quisieron ver al mismísimo Santo Apóstol o es que la aureola santísima nos envolvía al grupo sin habernos percatado de ello? Y es que no dejaban de señalarnos a unos metros de distancia. Como una de nuestras consignas era de no mirar nunca atrás, nos percatamos cuando esos peregrinos llegaron a nuestra altura, incumpliendo dicha consigna, que el motivo de su alegría no era otro que por primera vez desde que salieron en su peregrinar, divisaban las torres de la catedral, y nosotros, por el camino que traíamos, estábamos en su campo de visión. O sea, que ni el Santo Apóstol se encontraba entre nuestro grupo ni su aureola nos acompañaba en nuestro “descamino”.
Entablamos una pequeña conversación entre los dos grupos, y por parte de ellos tan solo se interesaban el por qué de nuestro sentido de marcha: “que si nos habíamos dejado a algún miembro del grupo atrás”, “que si habíamos perdido algunos de nosotros la cartera” o “que si habíamos decidido retroceder hasta el albergue que se encontraba a unos escasos trecientos metros para pasar allí la noche y salir al día siguiente para terminar el camino”.

Como no se iban a creer la verdad sobre nuestro objetivo, uno de nosotros, el más socarrón, le dijo que estábamos deshaciendo el camino que comenzamos hacía ya diez días, después de haber visitado el Santo Sepulcro. Cuando oyeron eso, todos comenzaron a felicitarnos y se oyeron algún que otro “qué cojones tenéis”.
Tras despedirnos, proseguimos nuestro itinerario en cierta medida a ciegas, ya que las indicaciones que aparecían a lo largo del camino, indicaban los puntos a los que había que llegar para arribar hasta Santiago, pero nunca los que se dejaban atrás. Y esa fue la primera lección que aprendimos, que el camino de Santiago era un camino de ida, pero no de vuelta. Y nosotros, con dos coj..... lo estábamos deshaciendo: qué razón tenían aquéllos con los que nos encontramos en la cima del Monte do Gozo.
Pero como el chorreo de peregrino no dejaba de cruzarse con nosotros, nos iban marcando el camino que teníamos que seguir.
Y así fue, andados unos cinco kilómetros desde O Monte do Gozo, y sin parar de cruzarnos con peregrinos que a sus caras de extenuados se les sumaba el interrogante de hacia dónde nos dirigíamos, nos dimos de bruce con el río Sionlla, lugar que, como ya nos habían dicho antes de comenzar nuestro periplo, era utilizado por los peregrinos para acicalarse y emperejilarse en la medida de lo posible para presentarse ante el Santo Apóstol lo más digno posible (cosa que no todos conseguían; yo diría que muy pocos). Y llevaban razón. Entre los recovecos de aquel mal llamado río, pues más bien era un arroyo, lo mismo nos encontramos algunos que otros príapos buceando que algún que otro pezón femenino chapoteando con las frías aguas gallegas, y todo ello sin el más mínimo pudor: ¡ay, si el Santo Apóstol supiese de estos comportamientos!

Pero sigamos, sin detenernos en menudencias.

Continuamos nuestro desperegrinar, y un par de kilómetros más adelante, para nosotros, porque para el resto de caminantes eran más atrás, nos detuvimos en un bar que se encontraba en San Paio, aldea de la parroquia de Sabugueira. en las inmediaciones del aeropuerto. Como teníamos los estómagos con ganas de manduca, nos pedimos una cervezas que nos ayudaron a echar para abajo los bocadillos de chorizo que nos compramos antes de entrar en la catedral.
Allí en San Paio coincidimos con un grupo de austriaca que chapurraban el castellano, o más bien el castellano andalusí. Muy pronto nos enteramos que este grupo de seis vienesas habían hecho años atrás su Erasmus en las ciudades de Cádiz y Sevilla, escapándosele en más de una ocasión los “pisha” y “miarma”, propios de esas ciudades andaluzas.
Y la verdad fue que hubo lo que hoy llaman química entre los dos grupos, entre unos miembros más estrechas que entre otros, hasta el punto que las buenas vienesas tomaron la decisión de deshacer su camino y acompañarnos hasta nuestro fin de etapa, en O Pedrouzo, del que nos distaba algo más de unos siete kilómetros. Así, nuestro grupo de desperegrinos pasó de ocho a catorce como por arte de cupido (como se demostró horas más tardes), si bien las nuevas incorporaciones no podíamos calificarla como desperegrinas, ya que con toda seguridad, cuando las flechas de Eros cayesen por su propio peso, volverían a convertirse en peregrinas. El tiempo daría la solución.
El grupo de catorce proseguimos nuestra andadura y nos encontramos a los diez o quince minutos con un monolito esculpido con un bordón, una calabaza y una vieira que según nos indicaron más adelante, significaba que se entraba en el municipio de Santiago, o lo que es lo mismo, en nuestro caso, nos decía que salíamos de él.
Y nos seguíamos cruzando con peregrinos y más peregrinos que, más que extrañados por nuestro sentido de marcha, se extrañaban ya de la algarabía que llevábamos. Sin decirlo, se les leía en sus caras que no veían bien lo que estábamos haciendo. Y con toda la razón, ya que lo que llevábamos era más bien una auténtica algazara, aunque a decir verdad, no todos participábamos de ese bullicio. En ese sentido, el grupo compacto de catorce que salimos de San Paio, se fue desmembrando, siendo el caminar motivo de acolleramiento. Pero, aunque a cierta distancia los unos de los otros, pasadas las cuatro de la tarde, llegamos a O Pedrouzo.

Algo más calmados, pero deseando la mayoría del grupo que llegase la noche, nos dirigimos hasta el albergue público, encontrándonos con la noticia que estaba completo, noticia que esperábamos de antemano. Así, y sin preocuparnos demasiado, decidimos sobre la marcha que aprovechando la buena climatología, acamparíamos a las afueras, ya en el camino de nuestra segunda etapa. Como llevábamos una tienda individual cada uno (ocho en total, ya que las vienesas sólo llevaban ponchos), buscaríamos una vez cenado una buena zona donde acampar. Ahora nos tocaba refrescar el gaznate y adecentarnos un poco, por lo que convencimos a los encargados del albergue, el poder utilizar la zona de duchas y servicios.
Aseados un poco, vimos lo poquito que había que ver de O Pedrouzo y buscamos donde comprar algo para cenar y avituallarnos para la etapa del día siguiente, ya que pensábamos llegar hasta Arzúa, sobre unos veinte kilómetros.
Allí en O Pedrouzo coincidimos con muchos peregrinos renqueantes, ya que el que menos, llevaba siete días de caminatas, extrañándose todos de nuestro particular desperegrinar. Como se había extendido la noticia que veníamos de vuelta, nos elogiaban y nos preguntaban sobre lo que se iban a encontrar.
Como las mentiras tienen las patas muy cortas, cuando nos preguntaban sobre nuestro “hipotético” camino de ida, que era el que ellos iban haciendo, tuvimos que salir con la buena nueva que nuestro camino de ida no fue el camino francés, que era el que estaban haciendo ellos y deshaciendo nosotros, sino el camino portugués. Dijimos que partimos de Oporto y que los doscientos cuarenta kilómetros hasta Santiago lo hicimos en doce etapas, entrando en España por Tui y pasando por O Porriño, Redondela, Pontevedra, Caldas de Reis y Padrón hasta Santiago de Compostela. Menos mal que el que se inventó tan feliz idea había estado trabajando en Vigo y conocía bien la zona. Quedamos como reyes, siendo objeto de envidia y admiración de aquellos avejigados, en su mayoría, peregrinos.
Poco antes de anochecer, decidimos irnos hacia nuestra particular zona de acampada, rodeados de carvallos autóctonos y eucaliptos reforestados, siendo nuestra sorpresa que no éramos los únicos habitantes del bosque, ya que fueron muchos los peregrinos que no pudieron conseguir cama en el albergue municipal ni en las pensiones de la aldea.
En un abrir y cerrar de ojo, las ocho tiendas estaban montadas unas “pegaditas” a las otras, como si de un poblado de indios (de los que se veían en las películas del oeste de la Metro) se tratase. Ocho tiendas y catorce almas para dormir, o lo que fuese. Muy pronto, los dos que no estábamos acollerado, por prudencia, decidimos dar una vuelta por los alrededores a fin de que las seis parejas comenzasen su particular peregrinar. No sabíamos que tiempo durarían aquellos intercambios internacionales, pero lo que es verdad, y sin entrar en detalles, que cuando volvimos al cabo de las dos horas, dichos intercambios se encontraban en su momento de máximo esplendor. Si “Dios hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, destruyendo estas ciudades y cuantos hombres había en ellas" (Gn 19, 27-28), esperemos que el Santo Apóstol no envíe a este bosque de robles y eucaliptos el mismo castigo. Que Dios y el Santo Apóstol me ayuden a poder conciliar el sueño en este particular bosque de robles, eucaliptos y gemidos, me dije al entrar en mi tienda de campaña.
Mañana será otro día.


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