viernes, 9 de diciembre de 2011
JUAN ANTONIO FACEBOOK.
Nadie me podrá discutir que las Nuevas Tecnologías han aportado a la sociedad actual una serie de ventajas y, por qué no decirlo también, una serie de privilegios, que ni por asomo podríamos haber imaginado no hace muchos años.
Y digo esto por lo que me sucedió en el día de ayer. En el día de ayer cumplí años; creo que cincuenta y dos. Pues bien, no veáis ustedes la cantidad de felicitaciones que recibí, bien vía telefónica bien vía internet.
Y me voy a centrar en las que recibí vía internet, concretamente por Facebook. Os cuento.
Comienzo diciendo que en la actualidad tengo en mi cuenta de Facebook, un número de 125 amigos o contactos, o lo que es lo mismo, el anuncio de mi cumpleaños le llegó a 125 personas. Pues bien, no creáis que recibí 125 felicitaciones. Nada de eso. Recibí 750 felicitaciones; con decirles a ustedes que en el día de ayer no hice otra cosa que cumplimentar dichas felicitaciones dándoles las gracias por acordarse de mí. Llegó un momento, y esto lo reconozco públicamente, en que ya no miraba ni quién era la persona que me felicitaba (fallo por mi parte, aprovechando este momento para pedirles disculpas a todas esas personas a las que le respondí sin saber a quién me dirigía).
Pues bien, como os iba diciendo, tal fue la magnitud de las felicitaciones que recibí, que, sin saber cómo consiguió mi teléfono, recibí una llamada de una persona que se identificó como Juan Antonio Facebook, que según él, era el creador de la famosa red social por la que tantas felicitaciones estaba recibiendo. En un primer momento no creí en nada a esa persona que se había puesto en contacto conmigo, pensando que era uno de esos amigos que se había acordado de mi cumple, y en vez de utilizar la red de Juan Antonio, decidió el darme una broma telefónica.
Pero no, me demostró que verdaderamente era Juan Antonio Facebook. Y me lo demostró porque desde donde se encontrase, manipuló mi cuenta a su antojo. Me hizo no sé cuántas preguntas, exigiéndome y ordenándome que hiciese todo lo posible y me pusiese en contacto con mis allegados y amigos para que dejasen de felicitarme, ya que tanta era la afluencia de felicitaciones, que el sistema o aplicación (no recuerdo ahora lo que me dijo) estaba a punto de caer por sobresaturación.
Yo, analfabeto en estas lides, le respondí que todo esto se me escapaba de las manos, por lo que sin más, y, creo que carente totalmente de educación, le corté el teléfono.
A eso de la media hora me volvió a llamar, esta vez con un talante más agradable, y habiendo cambiado totalmente su mensaje. Afloró su vena comercial, proponiéndome poner en mi perfil propaganda de Coca-cola y de la última película de Spielber, lo que me reportarían algunos euros.
No os lo vais a creer, pero me negué. Y me negué porque el muy m…. (perdón), me reconoció que las 750 felicitaciones que había recibido en mi página, eran tan solo una quinta parte de las que realmente había recibido, encontrándose el resto en cola de espera, pendientes a que él le diera a un botón.
Y os cuento todo esto por, si por un casual, el joío Juan Antonio anula mi cuenta de Facebook después de negarme a su propuesta, y no puedo contestar a las 3750 felicitaciones que me han llegado.
Por si acaso, quiero deciros que yo me encuentro felicísimo con tantas felicitaciones.
Domingo
viernes, 18 de noviembre de 2011
BORNOS EN LA HISTORIA (VI)
De todos y todas es sabido, y si no yo se lo cuento muy gustosamente, que el descubrimiento de América (buen trabajo las tres entradas que hizo don Antonio Rodríguez sobre el tema) marcó un hito en la historia de la humanidad. Hubo un antes y un después de los viajes de Colón.
Para la recién creada España (unificación de los reinos de Castilla y Aragón), supuso entre otras muchas cosas, la entrada de grandes cantidades de dinero (oro y plata) que gastarían en numerosas campañas militares; supuso el alejamiento cada vez más del resto de las potencias europeas, que recelosas del éxito español, no cejaban en sacar partido de una u otra forma de la política colonial española; y entre otras cosas, supuso, debido a la política matrimonial llevada a cabo por los Reyes Católicos, la llegada a nuestra corona de una familia real ajena a la nobleza española y a todo lo que oliese a España, y que condicionó nuestra política exterior durante los siguientes siglos. Esta familia fue la familia de los Austria o Habsburgo.
Y entonces, vosotros diréis, ¿qué tiene que ver el descubrimiento de América o la llegada de los Austria con la historia de Bornos? Pues os tengo que contestar que nada, absolutamente nada. O es que pensáis que Bornos va a estar en los entremeses, el primer y segundo plato, y en los postres. Pues estáis equivocados; y lo que es peor, estáis mal acostumbrados.
Sé que no me creéis, pero es así. Bornos no tiene absolutamente nada que ver con el descubrimiento de América. Que probablemente, que no es seguro, los hermanos Pinzón estuvieran casados con dos bornichas. Puede. Y que sus hijos, mientras ellos estuvieron de crucero por las Américas pasaran largas temporadas en casas de sus abuelos en Bornos, también puede.
Pero de ahí a que se pueda relacionar tan magnánimo hito histórico con la historia de nuestro pueblo, va un auténtico abismo.
Y con respecto a la llegada de los Austria a nuestra corona, menos todavía. Este hecho histórico sí que hay que desligarlo categóricamente de la historia de Bornos. A no ser que, y de esto no existe ninguna prueba (pero nunca se sabe), los hijos de los emigrantes españoles de la época, durante las excursiones que hacían sus padres los fines de semana desde Suiza, Alemania o Francia, a la ciudad de Gante (Bélgica), que era donde vivía de niño el futuro rey Carlos I (casa de los Austria), jugasen con él, al contra, a la múa o al chindi. Pero así y todo, aunque esos niños bornichos jugasen con Carlitos (futuro rey de España), no podemos ligar nuestra historia con la del rey español y futuro emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Así que, sintiéndolo mucho, tengo que decir que durante finales del siglo XV y principios del XVI, nuestro querido pueblo no estuvo presente en hecho histórico relevante. Es extraño, pero lo que es, es; y así lo cuento.
Domingo
martes, 15 de noviembre de 2011
BORNOS EN LA HISTORIA (V)
Hablar de Abbasíes es hablar de esplendor musulmán. Hablar de Omeyas es hablar de esplendor musulmán. Hablar de Abbasíes y de Omeyas, es hablar de luchas de poder y de guerras entre familias con el único fin de conseguir el califato.
Y Bornos, Al-Bornuz, no podía escapar a esas luchas entre familias, que al fin y a la postre, supusieron la decadencia, o mejor dicho, el fin de la política expansionista del gran imperio musulmán. Perdurarían las dos familias durante varios siglos en el poder, una en Bagdad y la otra en Córdoba, pero sus luchas internas serían el germen de su destrucción. Después, los historiadores se encargarían de decir que su decadencia fue motivada por el auge del cristianismo en occidente y de los Otomanos en Oriente, pero el ocaso del vasto imperio musulmán fue motivado por ellos mismos.
Y es ésta la historia que todavía hoy, en el seno de la cultura Tuareg (que nada tiene que ver con el antiguo imperio musulmán), se transmite de padres a hijos, y que por cosas del azar, ha llegado hasta mis oídos.
Me contaban, que muchos años antes de comenzar las intrigas entre Abbasíes y Omeyas, ambas familias, emparentadas, disfrutaban de placenteros baños en las extraordinarias aguas medicinales que manaban en las cercanías de lo que hoy constituyen el pueblo de Bornos. Allí, las grandes familias musulmanas, entre las que destacaban la de los Abbasíes (en el poder) y la de los Omeyas, pasaban los días totalmente desnudos, mientras sus cuerpos se rejuvenecían con el fluir de las aguas sulfurosas. Ya hastiados de tantas aguas, subían al pueblo envueltos en largas túnicas de lana o algodón, algunas con capuchas, a las que llamaban al-bornuz, nombre éste por el que se conoció en todo el Islam, desde los Pirineos hasta la India, al pueblo de Bornos.
Digo lo de al-bornuz con capucha, porque fue ésta, según cuenta la leyenda Tuareg, la razón por la que se enemistaron las dos familias musulmanas más poderosas.
Según cuentan, los primeros al-bornuz(es) utilizados por la familia de los Abbasíes, y que irradiaron al resto de los usuarios de las aguas que manaban a orillas del Guadaletho (río del olvido), eran sin capuchas. Los Omeyas, que según cuentan también, eran por lo general algo presumidos, añadieron a los albornoz(es) una capucha, para evitar los constipados que pudieran coger en su vuelta al pueblo con la cabezas mojadas.
Muy pronto, muchas de las otras familias, nunca la de los Abbasíes, fue copiando el modelo de al-bornuz de los Omeyas.
Así, lo que en un primer momento formaban una piña de familias, eso sí, bajo el poder de los Abbasíes, se transformó en una carrera de poner complementos distintivos a los dichosos al-bornuz(es) con el fin de destacar de los demás. El resultado final fue la formación de dos clanes de familias: el encabezado por la de los abbasíes, que se distinguían por el uso de al-bornuz(es) de colores oscuros y negros, sin capuchas, y el encabezado por la familia de los Omeyas, que se distinguían por el uso de los al-bornuz(es) blancos con capuchas.
Lo que vino después ya está perfectamente recogido en la historia: levantamientos, confabulaciones, conspiraciones y asesinatos que dieron lugar a la victoria de los partidarios de los al-bornuz(es) con capucha, y como consecuencia, la separación de Al-Andalus del resto del imperio musulman, formando en un primer momento un emirato, para convertirse más tarde en el Califato independiente de Córdoba.
Y todo ello, según cuenta la leyenda Tuareg transmitida de padres a hijos, se coció entre las aguas sulfurosas de Al-Bornuz.
viernes, 4 de noviembre de 2011
BORNOS EN LA HISTORIA (IV)
¿Existió en realidad el rey Arturo? Aunque no haya en la actualidad datos los suficientemente fehacientes que nos aseguren la existencia del mítico rey britano, los diversos estudios que hablan sobre él lo sitúan a principios del siglo VI.
Alrededor de él emergen historias como la de los Caballeros de la Tabla Redonda, la de su joven y bella esposa Ginebra, la de su fiel caballero Lancelot (que según las malas lenguas le regaló en compañía de la bella Ginebra un hermoso gorro de vikingo), la del mago Merlín y la de su hermana Morgana (hechicera adiestrada por el mismísimo mago), o la de la espada Excalibur.
Centrándonos en la famosa Tabla, a día de hoy, ningún historiador o estudioso del tema, ha sabido explicar el porqué de la decisión real de reunir a todos sus caballeros alrededor de una mesa redonda.
Según la leyenda, y antes que el mítico rey tomara la decisión de reunir a todos sus caballeros entorno a una mesa, los mandó a que visitasen todas las cortes europeas, por muy pequeñas que éstas fuesen, y anotasen cualquier detalle que viesen, para que una vez informado, fuese el mismo rey el que tomase la decisión de aplicarlo en sus dominios, y siempre en busca de un mejor gobierno de sus posesiones.
Pues bien, uno de sus caballeros, después de entrar por los Pirineos en la Península Ibérica, atravesándola de norte a sur, vino a caer precisamente en la falda del monte Calvario, lugar éste que por entonces, estaba ocupado por una amalgama de pueblos que estaban condenados a entenderse si querían pervivir en la zona.
Allí convivían los descendientes de la civilización que allá por el siglo IV a.C. formaban la cultura del “Bujerilius”, y que tras nueve siglos habían sabido aislarse lo suficiente para no ser engullidos por el expansivo imperio romano; junto a ellos, y con su carácter altanero y soberbio, propio de todo pueblo que durante siglos se considera como de una raza superior, convivían los romanos que pudieron escapar de la masacre que llevaron a cabo en Carissa Aurelia los vándalos del norte. Con bujerilianos y romanos, habitaban la zona, unos pocos vándalos que tras su paso fulgurante y devastador por las tierras de Carija y Borniche, decidieron quedarse con el fin de disfrutar de la belleza y riqueza de estas tierras, no siguiendo el camino hacia el norte de África como lo hicieron el grueso de sus hermanos de cultura. Por último, habitaban la zona, un grupo que formaban las primeras avanzadillas del pueblo visigodo.
Esta era la realidad que a principio del siglo VI se vivía, no ya en la zona del Bujerillo ni en la de Carissa, sino en la que a día de hoy está levantado nuestro pueblo.
Tanta diversidad de culturas y costumbres estaban condenados al entendimiento si querían subsistir. Y fue entonces cuando, tras muchas conversaciones y discusiones, decidieron formar un gobierno común, el cual estaría formado por cuatro miembros de cada pueblo, y que se reunirían todas las tardes tras la primera comida en un lugar que construyeron para ello en el centro del asentamiento, exactamente en lo que hoy día está localizado el Palacio de los Ribera.
Para esas reuniones diarias, construyeron un pequeño estanque circular de unos tres metros de diámetro, en torno al cual dispusieron varios asientos de mampostería con respaldar, todo ello cubierto por un entramado de enredaderas y hojas de palmeras, y donde los dieciséis representantes, en posición semi tendido (o semi sentado, según se quiera ver), discutían las acciones a tomar para el buen gobierno de la población.
Guillermo de Essex, que así se llamaba el caballero enviado por el rey Arturo, quedó prendado, no sólo con la forma tan peculiar que constituía el lugar de reunión, sino con los resultados tan positivos que salían de esas reuniones para el gobierno del pueblo. Fue por ello por lo que, tras despedirse como buen caballero, partió de vuelta para su corte, donde informó a su rey de todo lo visto. El rey Arturo, emulando al Merenderibus, que así llamaban al lugar de reunión de nuestros antecesores, ideó entonces la famosa Tabla Redonda.
Contaba el tal Guillermo de Essex, que le llamó mucho la atención el hecho de que, las mujeres, cuando tenían que trasladarse de un extremo a otro del asentamiento, le hacían un amplio rodeo al Merenderibus, con el fin de no ser objeto de las miradas y comentarios de los representantes populares allí reunidos.
Domingo
BORNOS EN LA HISTORIA (III)
De todos y todas es sabido, la consideración que el enclave de Carissa Aurelia tuvo durante la ocupación romana de la Península Ibérica. Asentamiento humano mucho antes de que llegasen los romanos (se cree que desde el neolítico inferior o el calcolítico), supieron elegir para su estancia por esta zona, uno de los lugares con mejores vistas que pudiesen encontrar.
Los romanos, amén de grandes estrategas, eran amantes de la belleza, del buen vivir, del goce extremo y del buen comer, no pudiendo elegir mejor emplazamiento donde dar rienda suelta al placer de los sentidos.
Hoy, trasladándome mentalmente a aquella época, me imagino a esos señores romanos, envueltos en túnicas blancas con adornos ribeteados áureos, recostados sobre mullidos cojines en alargadas asientos, y deleitándose con las paradisiacas vistas que le ofrecía el serpenteo del río Guadalete.
Allí, en sus terrazas recubiertas por frondosas parras de donde manaban grandes racimos de uva al alcance de sus manos, y acompañados por plateados fruteros repletos de brevas, higos fafaríes, chumbos y damascos, se tramó la caída del gran Julio César.
Lo que empezó con una nimia imposición por parte de Julio César, al ordenar, en honor de su madre, el cognomen de la ciudad, Aurelia, vino a suponer el fin de su vida. Haciendo un inciso, hay que apuntar de que la decisión de César de darle el mencionado nombre a la ciudad en honor de su madre, fue debido a que con anterioridad a su orden, ya había desempeñado los cargos de cuestor, primero, y procónsul, después, en la provincia romana de Hispania, conociendo de sobra las excelencias del enclave de Carissa.
Durante varios años, antes de la imposición cesariana de llamar a la ciudad Carissa Aurelia, ésta había sido bautizada como Carissa Paradisia, por la semejanza con el paraíso que desde sus amplias terrazas se podía observar.
De nada sirvieron las prebendas que desde Roma se le concedieron a la ciudad, como el derecho a poder acuñar moneda propia, o la consideración jurídica que se le otorgó (contaba entre las veintisiete ciudades que a finales del siglo I a. de C. poseían el ius latii) y que hacían de la antigua Carissa Paradisia una de las ciudades romanas más reconocidas en la península.
Pero los días de Julio César estaban contados.
Fue en una de sus terrazas donde, después de deleitarse opíparamente con copiosas bandejas de chorizo, morcilla, tocino y aceitunas partidas, se urdió, en venganza a la decisión de cambiar el nombre de la ciudad, el asesinato del que tan exitosas campañas encabezó con las legiones romanas.
Al gobierno de la ciudad de Carissa Aurelia sólo le bastó ofrecer a los asesinos, Bruto y Casio, una casa con amplia terraza y vistas al valle del Guadalete, para que acabasen con la vida del que se había hecho nombrar, cónsul y dictador perpetuo.
Aunque consiguieron acabar con la vida de Julio César, no se tiene constancia de que los asesinos volviesen para ocupar las prometidas casas con terraza, ya que su asesinato fue la causa del comienzo de la Guerra Civil en Roma, en la que los seguidores de César vencieron a las tropas encabezadas por los asesinos Bruto y Casio.
Domingo
Los romanos, amén de grandes estrategas, eran amantes de la belleza, del buen vivir, del goce extremo y del buen comer, no pudiendo elegir mejor emplazamiento donde dar rienda suelta al placer de los sentidos.
Hoy, trasladándome mentalmente a aquella época, me imagino a esos señores romanos, envueltos en túnicas blancas con adornos ribeteados áureos, recostados sobre mullidos cojines en alargadas asientos, y deleitándose con las paradisiacas vistas que le ofrecía el serpenteo del río Guadalete.
Allí, en sus terrazas recubiertas por frondosas parras de donde manaban grandes racimos de uva al alcance de sus manos, y acompañados por plateados fruteros repletos de brevas, higos fafaríes, chumbos y damascos, se tramó la caída del gran Julio César.
Lo que empezó con una nimia imposición por parte de Julio César, al ordenar, en honor de su madre, el cognomen de la ciudad, Aurelia, vino a suponer el fin de su vida. Haciendo un inciso, hay que apuntar de que la decisión de César de darle el mencionado nombre a la ciudad en honor de su madre, fue debido a que con anterioridad a su orden, ya había desempeñado los cargos de cuestor, primero, y procónsul, después, en la provincia romana de Hispania, conociendo de sobra las excelencias del enclave de Carissa.
Durante varios años, antes de la imposición cesariana de llamar a la ciudad Carissa Aurelia, ésta había sido bautizada como Carissa Paradisia, por la semejanza con el paraíso que desde sus amplias terrazas se podía observar.
De nada sirvieron las prebendas que desde Roma se le concedieron a la ciudad, como el derecho a poder acuñar moneda propia, o la consideración jurídica que se le otorgó (contaba entre las veintisiete ciudades que a finales del siglo I a. de C. poseían el ius latii) y que hacían de la antigua Carissa Paradisia una de las ciudades romanas más reconocidas en la península.
Pero los días de Julio César estaban contados.
Fue en una de sus terrazas donde, después de deleitarse opíparamente con copiosas bandejas de chorizo, morcilla, tocino y aceitunas partidas, se urdió, en venganza a la decisión de cambiar el nombre de la ciudad, el asesinato del que tan exitosas campañas encabezó con las legiones romanas.
Al gobierno de la ciudad de Carissa Aurelia sólo le bastó ofrecer a los asesinos, Bruto y Casio, una casa con amplia terraza y vistas al valle del Guadalete, para que acabasen con la vida del que se había hecho nombrar, cónsul y dictador perpetuo.
Aunque consiguieron acabar con la vida de Julio César, no se tiene constancia de que los asesinos volviesen para ocupar las prometidas casas con terraza, ya que su asesinato fue la causa del comienzo de la Guerra Civil en Roma, en la que los seguidores de César vencieron a las tropas encabezadas por los asesinos Bruto y Casio.
Domingo
jueves, 3 de noviembre de 2011
BORNOS EN LA HISTORIA (II)
El origen de la civilización asentada a principios del siglo IV (a.C,) en la zona conocida actualmente como “Bujerillo”, se desconoce completamente. Los pocos restos encontrados, y no precisamente en su zona de asentamiento, parece ser, según algunos estudiosos del tema, que tienen fuertes influencias griegas y fenicias. Otros en cambio, se han atrevido a afirmar que podían haber sido el resultado de una pequeña escisión, antes de su total desaparición, de la enigmática civilización tartésica.
Lo que con toda seguridad sí se puede establecer, es que fue de este pequeño asentamiento “Bujerilius” (entre doscientas y quinientas personas), que es como se le conocería siglos más tardes en la civilización romana, donde, tras duras y encarnizadas luchas fratricidas, surgió un pequeño grupo (compuesto por treinta o cuarenta familias), que tras sentirse perdedores, y ante la falta de suministros y materias primas en la zona, decidieron emprender un largo peregrinar hacia un “no sabe dónde”
Con rumbo norte-nordeste, cruzaron toda la península ibérica en busca de un asentamiento que le proveyesen, aunque fuesen tan solo para subsistir, de los alimentos necesarios para intentar mitigar las malas condiciones por las que pasaron en su nunca olvidado Bujerilius.
Mientras que algunas de esas familias cruzaron la cadena pirenaica por el paso de Roncesvalles, hasta asentarse en la Helvetia (actual Suiza) unos, y en la Germania (actual Alemania) otros, el grueso del grupo emigrante se asentó en una zona, a caballo entre las actuales Barcelona y Gerona, en la comarca del Vallés, a la que los romanos, siglos más tarde, y tras integrarse con el pueblo Layetano, llamaron Sancelonense.
Son muchos las pruebas y vestigios que demuestran la continua añoranza que estos pobladores de la Sancelonense, tenían de su Bujerilius, hasta el punto que, tras muchos esfuerzos, y a pesar que algunos de sus miembros mantuvieron de por vida grandes diferencias con algunos de los bujerillonenses, consiguieron, poco antes de la dominación romana, y tras un ir y venir de sus emisarios, volver a reunirse y confraternizar alrededor de una buena cazuela, en compañía de layetanos y lacetanos.
Por último, y aunque se tiene constancia de que miembros de la civilización bujeríllica se extendieron por toda la península ibérica, no con la intensidad que lo hicieron en la Sancelonense, es de destacar algún que otro asentamiento en el seno de la civilización lusitana (concretamente en su parte más oriental) y en el seno de la cultura conocida como de los Vetones, algo más al norte que la anterior, donde se especializaron en el secado y salado de las piernas de cerdos.
Domingo
Lo que con toda seguridad sí se puede establecer, es que fue de este pequeño asentamiento “Bujerilius” (entre doscientas y quinientas personas), que es como se le conocería siglos más tardes en la civilización romana, donde, tras duras y encarnizadas luchas fratricidas, surgió un pequeño grupo (compuesto por treinta o cuarenta familias), que tras sentirse perdedores, y ante la falta de suministros y materias primas en la zona, decidieron emprender un largo peregrinar hacia un “no sabe dónde”
Con rumbo norte-nordeste, cruzaron toda la península ibérica en busca de un asentamiento que le proveyesen, aunque fuesen tan solo para subsistir, de los alimentos necesarios para intentar mitigar las malas condiciones por las que pasaron en su nunca olvidado Bujerilius.
Mientras que algunas de esas familias cruzaron la cadena pirenaica por el paso de Roncesvalles, hasta asentarse en la Helvetia (actual Suiza) unos, y en la Germania (actual Alemania) otros, el grueso del grupo emigrante se asentó en una zona, a caballo entre las actuales Barcelona y Gerona, en la comarca del Vallés, a la que los romanos, siglos más tarde, y tras integrarse con el pueblo Layetano, llamaron Sancelonense.
Son muchos las pruebas y vestigios que demuestran la continua añoranza que estos pobladores de la Sancelonense, tenían de su Bujerilius, hasta el punto que, tras muchos esfuerzos, y a pesar que algunos de sus miembros mantuvieron de por vida grandes diferencias con algunos de los bujerillonenses, consiguieron, poco antes de la dominación romana, y tras un ir y venir de sus emisarios, volver a reunirse y confraternizar alrededor de una buena cazuela, en compañía de layetanos y lacetanos.
Por último, y aunque se tiene constancia de que miembros de la civilización bujeríllica se extendieron por toda la península ibérica, no con la intensidad que lo hicieron en la Sancelonense, es de destacar algún que otro asentamiento en el seno de la civilización lusitana (concretamente en su parte más oriental) y en el seno de la cultura conocida como de los Vetones, algo más al norte que la anterior, donde se especializaron en el secado y salado de las piernas de cerdos.
Domingo
BORNOS EN LA HISTORIA (I)
Hace ya unos treinta mil años, más o menos, allá por el paleolítico superior, y huyendo de un grupo de homínidos que habían llegado procedentes del actual continente africano, en una noche cerrada con agua y un brusco ambiente que hacía que las escasas pieles que los cubrían no sirviesen para que todos estuviesen ateridos de frío, llegaron a lo que en la actualidad se conoce como “piedra rodadera”, un grupo de homínidos que la paleontología los ha clasificado como Homo Sapiens.
Pues bien, allí en la falda de la piedra rodadera, y en aquella noche cerrada, pusieron su primer asentamiento, a la espera de que las primeras luces del día les revelasen el lugar exacto donde se encontraban. Y fue la alborada, la que, viendo aquel enjambre de cuerpos humanos apiñados buscando el calor humano unos con otros, y como intencionadamente, envió un único rayo de luz a las pupilas del más fuerte y experimentado de aquellos homínidos; era el jefe del grupo. A duras penas y con la intención amable de no molestar a ningún miembro de aquel enjambre humano, el jefe se levantó desperezándose, quedando obnubilado por lo que veían sus ojos. Las nubes habían desaparecido y unas enormes montañas en lontananza veían como el sol poco a poco ascendía por sus cúspides.
El jefe, fornido, con melena y barba negra, no pudo reprimirse, y lo que hasta hoy, para dirigirse a sus acompañantes, habían sido signos y gruñidos, se convirtió en sonidos audibles y con sentido.
- Booo, quillo, boooooo –dijo el jefe, apareciendo la sonrisa y el embeleso en su rostro-.
Los más de cincuenta, entre hombres, mujeres y niños, que formaban el grupo, y que hasta ahora se encontraban profundamente dormidos, abrieron los ojos al unísono, quedando totalmente extasiados, no ya por esos sonidos que procedentes de la boca de su jefe, llegaban a sus oídos, sino por lo que estaban viendo sus ojos. Todos, espontáneamente, y también al unísono. se levantaron y comenzaron, con los rostros iluminados y señalando a las montañas, a saltar y a emitir los mismos sonidos que habían oído se su jefe.
- Boooo, quillo, booooooooooooo –repetían una y otra vez, no creyendo lo que veían sus ojos-.
Habían encontrado su paraíso, decidiendo, después de inspeccionar la zona, quedarse en esa falda de la piedra rodadera, y creando el primer asentamiento humano en la historia de la humanidad. Descubrieron el río, inundado de carpas, barbos y blas blas, árboles frutales a los que llamaron “a mas cos” (se cree que fue el primer fruto que recibió nombre por parte de los humanos) y allí, de la misma piedra rodadera, extrajeron la materia prima con las que fabricaron sus hachas y sus puntas de flechas que les servían para cazar la gran cantidad de conejos que merodeaban por los alrededores de su asentamiento.
Los paleontólogos no han podido fechar con exactitud hasta cuando perduró este asentamiento de homo sapiens en la zona; lo único que se sabe es que, “de buenas a primeras”, desaparecieron como por ensalmo. Nunca más se supo de ellos.
Domingo
Pues bien, allí en la falda de la piedra rodadera, y en aquella noche cerrada, pusieron su primer asentamiento, a la espera de que las primeras luces del día les revelasen el lugar exacto donde se encontraban. Y fue la alborada, la que, viendo aquel enjambre de cuerpos humanos apiñados buscando el calor humano unos con otros, y como intencionadamente, envió un único rayo de luz a las pupilas del más fuerte y experimentado de aquellos homínidos; era el jefe del grupo. A duras penas y con la intención amable de no molestar a ningún miembro de aquel enjambre humano, el jefe se levantó desperezándose, quedando obnubilado por lo que veían sus ojos. Las nubes habían desaparecido y unas enormes montañas en lontananza veían como el sol poco a poco ascendía por sus cúspides.
El jefe, fornido, con melena y barba negra, no pudo reprimirse, y lo que hasta hoy, para dirigirse a sus acompañantes, habían sido signos y gruñidos, se convirtió en sonidos audibles y con sentido.
- Booo, quillo, boooooo –dijo el jefe, apareciendo la sonrisa y el embeleso en su rostro-.
Los más de cincuenta, entre hombres, mujeres y niños, que formaban el grupo, y que hasta ahora se encontraban profundamente dormidos, abrieron los ojos al unísono, quedando totalmente extasiados, no ya por esos sonidos que procedentes de la boca de su jefe, llegaban a sus oídos, sino por lo que estaban viendo sus ojos. Todos, espontáneamente, y también al unísono. se levantaron y comenzaron, con los rostros iluminados y señalando a las montañas, a saltar y a emitir los mismos sonidos que habían oído se su jefe.
- Boooo, quillo, booooooooooooo –repetían una y otra vez, no creyendo lo que veían sus ojos-.
Habían encontrado su paraíso, decidiendo, después de inspeccionar la zona, quedarse en esa falda de la piedra rodadera, y creando el primer asentamiento humano en la historia de la humanidad. Descubrieron el río, inundado de carpas, barbos y blas blas, árboles frutales a los que llamaron “a mas cos” (se cree que fue el primer fruto que recibió nombre por parte de los humanos) y allí, de la misma piedra rodadera, extrajeron la materia prima con las que fabricaron sus hachas y sus puntas de flechas que les servían para cazar la gran cantidad de conejos que merodeaban por los alrededores de su asentamiento.
Los paleontólogos no han podido fechar con exactitud hasta cuando perduró este asentamiento de homo sapiens en la zona; lo único que se sabe es que, “de buenas a primeras”, desaparecieron como por ensalmo. Nunca más se supo de ellos.
Domingo
lunes, 21 de marzo de 2011
LA FUERZA DE LA LUNA LLENA.
Y menos mal que decidí ir en moto, que si lo hago en coche, no llego.
Sí señoras y señores, este fin de semana, coincidiendo con la hora punta de la bajamar, la costa de la capital gaditana se convirtió en un peregrinar constante de personas ávidas por ver algo que nunca habían visto.
La prensa se encargó en publicar a bombo y platillo, a instancia de la Consejería de Medio Ambiente, que lo que se avecinaba este fin de semana era algo insólito; que se verían imágenes que nunca habían sido blancos de nuestras retinas, todo ello por la cercanía entre La Tierra y la Luna.
Y la convocatoria tuvo su éxito; vaya que si lo tuvo.
Allí se encontraban los avaros buscadores de pequeñas piezas preciosas con sus detectores de metales; los buzos que se sumergían buscando algún que otro cofrecillo dieciochesco que le privase mañana lunes tener que ir a las oficinas del INEM; los historiadores, ilusionados de encontrar algún vestigio donde apoyarse para buscar una nueva explicación del porqué los franceses no lograron entrar en Cádiz, o algún pecio del siglo XVII que corroborase que el comercio de Cádiz con América ya era floreciente en el reinado de Felipe III. No faltaban los vendedores de refrescos y bolsas de patatas, y eso que a la hora de la gran peregrinación, apetecía más unos churros o una buena tostada con aceite; incluso un buen “ablandao”. Y cómo no, allí se encontraban ellos; los de unos y los de otros; los de un lado y los del otro; y todos, los unos y los otros, sacando pecho y contestando a saludos hipócritas con sonrisas forzadas. Bueno, de ellos, de los unos y de los otros, no tengo ganas de hablar.
A lo que íbamos, ¡qué de gente había allí!
Allí, debajo del gran drago del “Hospital de Mora”, mirando a la Caleta, me encontré con el gran Paco Alba que, moviendo la cabeza viendo la muchedumbre que pateaba por la playa de su alma, había escrito en el reverso en blanco de la envoltura de un paquete de “Celtas Cortos”, un pasodoble que, cantado por la comparsa “Los Fígaros” en 1964, comenzaba así:
“No es que la luna tenga luz de plata
como nos dicen algunos poetas
es que de noche se baña en las aguas
de nuestra típica y bella Caleta.
Y los reflejos de su verde laca
moja y empapa su gran pandereta
y, con la luz que a Cádiz le arrebata,
luego ilumina al resto del planeta…….”
Apoyado en la balaustrada, observando un sinfín de barquitas que parecían encalladas en la blanca arena, coincidí también con el chiclanero Mendizábal, el de la desamortización de 1836, comentándome que se extrañaba de ver tanta caterva ociosa a tan temprana hora de la mañana.
Apoyando su espalda y su pie derecho en una de las columnas del Balneario de la Palma, en la misma playa de la Caleta, y con un cigarrillo a medio apagar en la boca, se encontraba, no creyendo lo que veían sus ojos, el gran Beni de Cádiz. “La gente está loca –me decía-; que coño han venido a ver aquí, domingo por la mañana, con lo bien que se está acurrucao a estas horas con la parienta. No me extraña que más de uno piense que van a poder trincar algún duro de los antiguos. Lo que yo te diga, pisha, la gente está aburría”.
Y no me quedó más remedio que, después de despedirme, darle la razón al Beni.
Como vi a mucha gente camino del castillo de San Sebastián, decidí, como buen pazante que soy, acercarme para ver que ocurría allí. Y fue a medio camino del malecón que une a la isla con la ciudad, donde me encontré de bruces, todo nervioso y a punto de enloquecer con lo que estaba observando, al maestro don Manuel de Falla. Don Manuel –le dije-, le veo mala cara; ¿le ocurre algo?, ¿necesita ayuda?
¿Qué si me ocurre algo?, ¿Qué si necesito ayuda? –me respondió-. Pues sí, hijo mío, necesito ayuda. ¿Es normal esto? ¿Es normal que un domingo por la mañana, con los problemas que tienen los japoneses, los libios, los haitianos, o por qué no, con los problemas de paro que tenemos aquí en España, venga este tropel de almas aburridas y ociosas a romper mis momentos dulces de inspiración? No es normal, hijo mío; no es normal. Está claro que aquí lo que hace falta es un desconeje.
Con el mayor tacto que pude mostrar, y viendo que no era el mejor momento para conversar con el autor del “Amor brujo”, me retiré con el mayor de los sigilos, en busca de la calle de Pericón de Cádiz, donde había dejado mal aparcada la moto.
Y fue a escasos metros de la moto, ya divisándola, cuando, recostado en la acera sobre mullidos cojines, ataviado con una blanca toga con ribetes rojo y rodeado de varias ensaladeras colmadas de una gran variedad de frutas, crucé la mirada con el mismísimo Lucius Cornelius Balbus el Mayor, primo hermano, según dicen por ahí, del mismísimo Cayo Memmio, el de la caseta de la feria de Bornos.
No pude reprimirme y me dirigí hacia él. Bien estamos, señor cónsul –le dije-; no le falta a usted ni un perejil.
¿Biénibus?, ¿tú crees que estoy biénibus? Pues estoy hasta los cojonibus con esta chusma. A galeribus los mandaba yo a todos. Manda cojonibus que se hayan levantado a las ocho de la mañanibus para ver una maream bajam, con lo biénibus que se está a estas horis de la mañana, dale que te pegus, dale que te pegus. Lo que yo te diga, pishus, a galeribus los mandaba yo a totus.
Y llegué a la moto y me fui para casa.
Y que conste que yo sólo pasaba por allí; que no crea nadie que fui a ver la bajamar. Ni mijita.
Domingo
sábado, 26 de febrero de 2011
UNA DE CARNAVAL: LA TARDE DE LOS MUERTOS VIVIENTES.
Me pide por email un futuro pregonero de carnaval, que rememore aquel año en el que nos atrevimos a salir, el día de nuestra cabalgata, de zombis. Y digo, al igual que dice él, que nos atrevimos, porque para hacer lo que hicimos, hay que tener muy, muy, pero que muy poca vergüenza. Porque, la cuestión no se limitó a mal vestirnos de aquellas guisas, sino, una vez ya en la cabalgata, meternos de lleno en la piel de aquellos asquerosos personajes, con una interpretación que hoy, después de haber pasado por nuestros carnés, más de veinte años, me parece, y según me comenta el demandante de este artículo, de lo más bochornoso.
Y os cuento.
Todo pasó a escasas horas de que el organizador de nuestra cabalgata diese la orden de que ésta enfilase la avenida San Jerónimo.
“¿De qué nos disfrazamos?” –decía uno-. De esto, de aquello o de lo otro. “Pero si no tenemos nada preparado; ya es tarde” –decía otro-.
Y fue entonces cuando, a uno de ellos, se le ocurrió la feliz idea de que nos disfrazásemos de zombis. Pues venga, manos a la obra.
Nos fuimos al corral de mi casa, y después de agenciarnos cada uno la ropa más vieja que pudimos conseguir, le pedimos a mi madre el brasero o “sarteneja” vieja en la que guardaba la ceniza del cisco que compraba en lo de borrasca o en lo de la madre de Paquirri.
Después de ajironarnos la ropa que nos pusimos, ya vieja de por sí, nos embadurnamos desde los pies a la cabeza con una mezcla de ceniza y agua. El aspecto que adquirimos fue de lo más repugnante y asqueroso.
A continuación, no contentos con el pelaje obtenido, le pedimos a mi madre el frasco de “crome” y, con toda la parsimonia que pudimos tener a esas alturas, regamos nuestros rostros con finos hilos del líquido carmesí: por la frente, por los pómulos, por la comisura de los labios, e incluso por los párpados.
Ya estábamos listos. Marchemos a la cabalgata.
Éramos cuatro, pero desde el corral de mi casa hasta la puerta de San Jerónimo, nos buscamos cada uno a un amigo. Yo recuerdo que el mío se llamaba JB, y también recuerdo que el dichoso amigo JB me obligó a comportarme de una manera nada habitual en mí, observando que mis compañeros de guisa se comportaban igual que yo, arrebatándome a mi amigo y cediéndome los suyos.
Ya en la puerta de San Jerónimo, los cuatro que salimos de mi casa, dejamos de existir, siendo los cuatro amigos que nos encontramos por el camino, los que, al son de la caja y el bombo, y vitoreados por el clamor de mil y una máscara, interpretaban una y otra vez el ritual ignominioso propio de los muertos vivientes, y que en más de una ocasión habíamos visto en las películas del cine del “Papi”. Desde la posición supina, nos íbamos incorporando con movimientos lentos y desacompasados, siempre, repito, al son del redoble, dirigiéndonos en actitud ofensiva hacia el respetable, y provocando la lógica estampida ante el ataque de tan macabros personajes.
Y así una y otra vez, a lo largo de todo el recorrido de la cabalgata.
Recuerdo que, nuestras señoras, ajenas a nuestros “numeritos”, iban ataviadas con lujosos trajes dieciochescos, y al enterarse de nuestros comportamientos, se prestaron diligentemente en encontrarnos para convencernos de que desistiésemos en nuestras vergonzosas conductas. Nuestra suerte fue que no nos encontraron hasta que, ya de vuelta, la cabalgata iba llegando a su fin. Lamentablemente pudimos observar que, cuando nos encontraron, sus reprimendas iban dirigidas a los cuatro que salimos de mi casa, quedando totalmente indemnes los cuatro amigos que se adueñaron de nuestros cuerpos y que realmente fueron los verdaderos culpables de esos comportamientos tan indecentes.
Después de narrar esta historia, pido a quien tuviese la feliz idea de tomar alguna instantánea de lo relatado, la cuelgue en esta página. Quiero recordar que fue en la cabalgata del 88.
Domingo
viernes, 18 de febrero de 2011
Y AHORA QUÉ VAMOS A HACER LOS VECINOS GADITANOS….
.
Con la grave crisis que nos está asolando a todos, a los vecinos de la capital, Cádiz, se nos ha presentado una situación, yo diría que un dilema, que lo único que puede hacer es empeorar nuestra realidad económica.
La causa de esta situación que se nos puede presentar, no sólo afecta a los vecinos de Cádiz, sino que también afecta muy directamente, y por efecto dominó, al resto de las poblaciones de la provincia, en una relación que decrece al tiempo que el municipio en cuestión se encuentre más alejado de la capital. O lo que es lo mismo, Puerto Real se verá más afectada que Torre Alháquime, estando nuestro querido Bornos en una posición intermedia con respecto al resto de municipios gaditanos.
Ni que decir tiene que aquellos vecinos, que como en mi caso, procedemos de la provincia, y que tenemos, a parte del cariño que le profesamos a nuestro pueblo, cierta necesidad de visitar nuestras raíces, vamos a sentirnos menos perjudicados por la hipotética situación a la que me refiero.
Pero curiosamente, lo que para unos, los vecinos de Cádiz, puede ser un gran contratiempo en los planes particulares de salir de esta crisis, ahondándolos aún más, para otros, y me refiero en general a los vecinos de los pueblos gaditanos, y en particular a los vecinos de Bornos, puede ser una puerta de salida a la grave situación económica y laboral por la que atraviesan.
Y toda la palabrería que he liado, no es por otro motivo que el de la publicación en la portada del Diario de Cádiz de hoy día 17 de febrero, y en la que se recoge las declaraciones de una”política” aspirante a la alcaldía de la capital y en la que dice de que “si gana las próximas elecciones creará 1.200 empresas”.
Pues bien, y a lo que iba, si esto fuera verdad, ¿qué iba a ser de los vecinos de Cádiz?, ¿dónde íbamos a vivir?, porque lo que nadie me puede discutir es que si en Cádiz se crean 1.200 empresas, habría que derruir la mayoría de las viviendas para la instalación de esas empresas. Por consiguiente, el siguiente paso sería el que miles de vecinos gaditanos tendrían que buscar casa en otros pueblos de la provincia, los cuales se beneficiarían del boom empresarial gaditano. Así que, mi amigo Pepín Navas, con su inmobiliaria, se vaya aprovisionando de algunas casas porque si llega a la alcaldía gaditana la autora “pinocha” de tan magnífica declaración, vamos a tener que construir hasta en la “piedra roaera”.
Domingo
martes, 8 de febrero de 2011
AL SEÑOR PREGONERO.
“¿Todo te pasa a ti?”. “¡Hay que ver las cosas que le pasan a este chiquillo!”. Éstas y otras muchas frases en la misma línea, son las que me dedica muy a menudo, menos de las que yo quisiera, el bueno de don Antonio Vega, que por cierto, aprovecho para felicitarlo por su designación como pregonero de nuestro carnaval 2011. Nombramiento éste por el que, dicho sea de paso, en contra de los hostigadores que continuamente, con o sin razón, no cejan de bombardear al que creen, erróneamente, dueño de la llave de la prosperidad y que se niega a darle paso, aprovecho para felicitarlo por haber acertado en la elección de pregonero. Elección ésta que, aunque ya le predije al designado, no ha cogido a nadie de sorpresa, ya que de todos es sabido su casamiento feliz con todo lo que huela a carnaval.
¿Y aconsejarle?, ¿qué le puedo aconsejar yo en estas lides donde él es un maestro? Pues nada, absolutamente nada. Solamente que se sepa rodear de buenos amigos, que sea receptivo con ellos y que, a diferencia de otros que van de estrella en el mundo del carnaval cuando se suben a unas tablas para, con versos blancos o rimas asonantes, hacer llegar a los concurrentes su demagogia barata y enaltecedora de su ideal de igualdad y justicia (su igualdad y su justicia. Esa igualdad y esa justicia basada en la más impensable de las utopías y que dista mucho de sus comportamientos diarios. Pero eso queda bien; eso vende), sea él: el Antonio Vega que todos conocemos.
Y si lamento, hasta cierto punto, su designación como pregonero, es porque cabe la posibilidad de que, debido a los innumerables compromisos que acompañan su nombramiento, me vea privado de su compañía el viernes de coro en nuestro garito particular de la calle la Palma. Espero que no suceda; que un año más podamos disfrutar juntos, entre copa y copa, entre tortillitas de camarones y chipirones en su tinta, de los Pardo, Miguélez, Lama, entre otros muchos, y hasta con algunas de las componentes del coro femenino; y al término del carrusel, con las ilegales y callejeras.
Y nada más, amigo Antonio. Lo dicho. Que te acompañe la suerte, que el saber carnavalesco ya te sobra.
Domingo
lunes, 17 de enero de 2011
VEN CAPITAN TRUENO (II)
Hace ya algún tiempo, no recuerdo cuánto, después de tener un sueño, escribí sobre el Capitán Trueno y su novia Sigrid, la bella rubia escandinava. Y recuerdo que, aunque el sueño terminó con una mirada por parte del valeroso capitán con la que me perdonaba la vida, y todo por haber recibido alguna que otra atención especial por parte de su amada, en respuesta por haberle salvado la vida cuando el berberisco estaba a punto de atravesarla con su reluciente daga, quedé impresionado con la forma tan inteligente como actuó con el fin de conseguir su objetivo, que no era otro que el liberarnos a las familias cristianas de las garras de aquellos berberiscos desalmados.
Y digo lo de actuar de esa forma tan inteligente porque, si hubiera sido otro (y no me hagáis decir ningún nombre) cuando recibió la orden real de liberarnos, orgulloso y “ensoberbiado” por su poderío físico, hubiese atacado sin más, sin analizar los “pros” y los “contras” de su irracional ataque, intentándose adaptar a cuantas circunstancias imprevisibles e inesperadas le fuesen surgiendo. El resultado en ese caso hubiese sido desastroso.
Pero no, el valeroso capitán, en un primer momento, y eso lo recuerdo perfectamente, se acercó a nuestros captores para negociar nuestra liberación, cosa ésta que sabía de antemano que no conseguiría, pero esa primera visita le valió para hacerse cargo de la situación en la que nos encontrábamos.
Una vez reunido con su gente, entre la que se encontraba la rubia que me cautivó en mi adolescencia, estudiaron cómo, cuándo y con qué iban a atacar a la partida de infieles berberiscos, con la premisa principal que a ninguno de nosotros nos ocurriese nada.
Y lo consiguieron. Y lo consiguieron porque en ningún momento dieron ningún palo de ciego, en ningún momento dejaron de reconocer la gravedad de su empresa, y en ningún momento, con el pretexto de conseguir nuestra liberación, se pusieron del lado de nuestros captores colmándolos de maravedíes.
Por todo eso es por lo que, en estos dramáticos momentos por los que estamos pasando, no dejo de soñar despierto con aquellos versos del grupo de rock “Asfalto” y que ya a finales de los 70 nos hablaba del héroe de mi sueño.
Ven, Capitán Trueno, haz que gane el bueno ……
http://www.coveralia.com/letras/capitan-trueno-asfalto.php
domingo, 16 de enero de 2011
VEN, CAPITÁN TRUENO.
Anoche, tuve un sueño sobre un sueño que tuve en la etapa de mi vida en la que caían las últimas hojas de mi infancia y manaban los primeros brotes de mi adolescencia.
El sueño que tuve y que rememoré esta pasada madrugada, fue el siguiente, teniendo que decir que tuvo gran importancia en mi persona, ya que supuso mi primer desengaño amoroso:
“Yo, hijo de un caballero medieval, fui raptado en compañía de mis padres y hermanos, junto a otras tres familias cristianas más, por una partida de musulmanes.
Era la época en la que el rey castellano estaba reconquistando la parte más occidental de la actual Andalucía. Las tierras reconquistadas eran repobladas por familias cristianas que en una gran mayoría, como era el caso de mi padre, habían servido, en régimen de libertad, a las órdenes del monarca o de algún otro noble.
Pues el caso era que a mi padre le había tocado en suerte una gran extensión de tierras situadas en los alrededores de la actual carretera de Borniche.
Una tarde, poco antes de la cena, cuando yo estaba practicando el arte de la espada con mi hermano de trece años, un año menor que yo, se presentaron en mi casa una partida de musulmanes y, a punta de jinetas, nos llevaron a todos los miembros de mi familia, a las afueras del pueblo. En los bajos de lo que hoy se denomina piedra “roaera”, nos maniataron a las cuatro familias y acamparon a escasos veinte metros de nosotros. Muy pronto, mandaron un emisario a Sevilla, exigiendo el pago de un fuerte rescate por nuestra liberación.
Fue pasados ya más de veinte días, y con los doce musulmanes dispuestos a acabar con nuestras vidas, cuando llegó un emisario cristiano, informando de que en pocos días traerían el dinero del rescate. El emisario castellano era un hombre fuerte, moreno y con media melena. Montaba un extraordinario caballo negro y portaba una espada toledana que relucía más que el “chapín de las monjas”.
Se marchó el castellano y todavía tuvimos que esperar varios días para verle de nuevo. Fue al amanecer del veintiuno de junio, cuando, estando yo absorto con la aparición del sol entre los picos de la Sierra de San Cristóbal, cuatro jinetes llegaron al campamento y, desmontando rápidamente sus caballos, con espada en mano, hicieron frente a nuestros secuestradores. Las fuerzas eran desiguales, ya que los musulmanes triplicaban el número de cristianos. Pero éstos, sin amilanarse en ningún momento, hacían silbar sus espadas manteniendo a raya a sus enemigos.
Muy pronto, por las voces de sus compañeros, pude enterarme de los nombres de los atacantes. Uno, muy fuerte, que repartía unos mamporros increíbles, se llamaba Goliat. Otro, un veinteañero rubio con una agilidad increíble, se llamaba Crispín. El tercero, o mejor dicho, la tercera, cosa ésta que me sorprendió mucho, era una bella mujer que manejaba la espada como el mejor de los guerreros y se llamaba Sigrid. Al último de los cristianos, el mismo que días antes había estado en el campamento anunciando el pago del rescate, le llamaban Capitán.
La lucha era encarnizada. Las jinetas y cimitarras no podían con el duro acero toledano.
El grupo de secuestrados quedamos sin guardia que nos vigilasen, momento que yo aproveché para intentar zafarme de las ataduras que me maniataban. Lo conseguí justo en el mismo momento en el que, a escasos cinco metros de nosotros, un fuerte golpe de uno de los musulmanes, lograba desarmar a la bellísima atacante, acorralándola a media falda de la piedra “roaera”. Conseguí ponerme en pie y, justo en el momento en el que el sarraceno sacaba una larga y afilada daga de su cintura y la dirigía directamente al cuello de Sigrid, le golpeé con una piedra en la cabeza, quedando en el suelo desangrado el maldito moro. Lo había matado en el acto. Había salvado la vida de Sigrid. Ella, con media sonrisa, clavó sus espectaculares ojos azules en mí, mostrándome su agradecimiento. No olvidaré nunca esa mirada. Me cautivó.
Más tarde, cuando todos los musulmanes yacían muertos en el suelo, Sigrid, ante la mirada algo celosa del Capitán, se acercó a mí, dándome un largo beso en la mejilla y diciéndome: “volveré cuando hayas crecido; seré tuya”.
Nuestros salvadores, montados ya en sus caballos con el fin de regresar a Sevilla, se despidieron de nosotros, recibiendo yo por un lado, la sonrisa complaciente de Sigrid, y por otro, la mirada desafiante del Capitán. “
Al día siguiente de mi sueño, recuerdo hoy, a mis cincuenta, que mi padre me trajo de Sevilla el último capítulo del “Capitán Trueno”. Lo abrí con una avidez inimaginable y vi en la última de las páginas, como Sigrid le profesaba su amor al valeroso Capitán Trueno. Todo había sido un sueño.
Fue un sueño, pero la mirada de Sigrid no la olvidé en mucho tiempo.
Ese tebeo que me trajo mi padre de Sevilla, fue el último que leí del “Capitán Trueno”. Desde ese momento, me aficioné por la lectura de “El Jabato”, con sus compañeros Taurus, Fideo y su amada Claudia.
El sueño que tuve y que rememoré esta pasada madrugada, fue el siguiente, teniendo que decir que tuvo gran importancia en mi persona, ya que supuso mi primer desengaño amoroso:
“Yo, hijo de un caballero medieval, fui raptado en compañía de mis padres y hermanos, junto a otras tres familias cristianas más, por una partida de musulmanes.
Era la época en la que el rey castellano estaba reconquistando la parte más occidental de la actual Andalucía. Las tierras reconquistadas eran repobladas por familias cristianas que en una gran mayoría, como era el caso de mi padre, habían servido, en régimen de libertad, a las órdenes del monarca o de algún otro noble.
Pues el caso era que a mi padre le había tocado en suerte una gran extensión de tierras situadas en los alrededores de la actual carretera de Borniche.
Una tarde, poco antes de la cena, cuando yo estaba practicando el arte de la espada con mi hermano de trece años, un año menor que yo, se presentaron en mi casa una partida de musulmanes y, a punta de jinetas, nos llevaron a todos los miembros de mi familia, a las afueras del pueblo. En los bajos de lo que hoy se denomina piedra “roaera”, nos maniataron a las cuatro familias y acamparon a escasos veinte metros de nosotros. Muy pronto, mandaron un emisario a Sevilla, exigiendo el pago de un fuerte rescate por nuestra liberación.
Fue pasados ya más de veinte días, y con los doce musulmanes dispuestos a acabar con nuestras vidas, cuando llegó un emisario cristiano, informando de que en pocos días traerían el dinero del rescate. El emisario castellano era un hombre fuerte, moreno y con media melena. Montaba un extraordinario caballo negro y portaba una espada toledana que relucía más que el “chapín de las monjas”.
Se marchó el castellano y todavía tuvimos que esperar varios días para verle de nuevo. Fue al amanecer del veintiuno de junio, cuando, estando yo absorto con la aparición del sol entre los picos de la Sierra de San Cristóbal, cuatro jinetes llegaron al campamento y, desmontando rápidamente sus caballos, con espada en mano, hicieron frente a nuestros secuestradores. Las fuerzas eran desiguales, ya que los musulmanes triplicaban el número de cristianos. Pero éstos, sin amilanarse en ningún momento, hacían silbar sus espadas manteniendo a raya a sus enemigos.
Muy pronto, por las voces de sus compañeros, pude enterarme de los nombres de los atacantes. Uno, muy fuerte, que repartía unos mamporros increíbles, se llamaba Goliat. Otro, un veinteañero rubio con una agilidad increíble, se llamaba Crispín. El tercero, o mejor dicho, la tercera, cosa ésta que me sorprendió mucho, era una bella mujer que manejaba la espada como el mejor de los guerreros y se llamaba Sigrid. Al último de los cristianos, el mismo que días antes había estado en el campamento anunciando el pago del rescate, le llamaban Capitán.
La lucha era encarnizada. Las jinetas y cimitarras no podían con el duro acero toledano.
El grupo de secuestrados quedamos sin guardia que nos vigilasen, momento que yo aproveché para intentar zafarme de las ataduras que me maniataban. Lo conseguí justo en el mismo momento en el que, a escasos cinco metros de nosotros, un fuerte golpe de uno de los musulmanes, lograba desarmar a la bellísima atacante, acorralándola a media falda de la piedra “roaera”. Conseguí ponerme en pie y, justo en el momento en el que el sarraceno sacaba una larga y afilada daga de su cintura y la dirigía directamente al cuello de Sigrid, le golpeé con una piedra en la cabeza, quedando en el suelo desangrado el maldito moro. Lo había matado en el acto. Había salvado la vida de Sigrid. Ella, con media sonrisa, clavó sus espectaculares ojos azules en mí, mostrándome su agradecimiento. No olvidaré nunca esa mirada. Me cautivó.
Más tarde, cuando todos los musulmanes yacían muertos en el suelo, Sigrid, ante la mirada algo celosa del Capitán, se acercó a mí, dándome un largo beso en la mejilla y diciéndome: “volveré cuando hayas crecido; seré tuya”.
Nuestros salvadores, montados ya en sus caballos con el fin de regresar a Sevilla, se despidieron de nosotros, recibiendo yo por un lado, la sonrisa complaciente de Sigrid, y por otro, la mirada desafiante del Capitán. “
Al día siguiente de mi sueño, recuerdo hoy, a mis cincuenta, que mi padre me trajo de Sevilla el último capítulo del “Capitán Trueno”. Lo abrí con una avidez inimaginable y vi en la última de las páginas, como Sigrid le profesaba su amor al valeroso Capitán Trueno. Todo había sido un sueño.
Fue un sueño, pero la mirada de Sigrid no la olvidé en mucho tiempo.
Ese tebeo que me trajo mi padre de Sevilla, fue el último que leí del “Capitán Trueno”. Desde ese momento, me aficioné por la lectura de “El Jabato”, con sus compañeros Taurus, Fideo y su amada Claudia.
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