miércoles, 25 de marzo de 2020

DECIMOSEGUNDO

Decimosegundo día de lucha contra el coronavirus. ¿Recordáis el primer día? Pensábamos que nos faltaba una eternidad para estar quince días confinados, y ya llevamos doce. Sí, que los primeros quince han sido aumentado con otros quince, pero no debemos de deprimirnos ni bajar los brazos. Hay que meterse en la cabeza tan solo que ya nos quedan doce días menos de confinamiento para alcanzar la victoria y acabar con este mal bicho. Es duro, pues claro que es duro. Pero los límites de la resistencia humana no se conocen hasta que la situación que hay que vivir nos hacen esforzarnos hasta límites insospechados y que desconocíamos que fuéramos capaces de conseguir. Tenemos que conseguir que el sufrimiento que estamos pasando sea la base principal de nuestra resistencia, que sea el principal alimento en el que nos apoyemos para vencer. Y ese es el camino a seguir. Fuerza a todas las personas.  

Sigamos con las idas y venidas de nuestra parisina.

No tuve c…...... No lo hice, remitiéndome a responder con un “no te había visto” y prosiguiendo hasta los aseos. Fue curioso que cuando entré en el minúsculo recinto del aseo del avión, comencé a sentirme como si me encontrara en un amplio cuarto de baño. Tal fue así que sin ganas ninguna que tenía de miccionar o evacuar, como ya comenté en el capítulo anterior, me senté en el inodoro, no sin antes enjabonarlo (repito, enjabonarlo) y recubrirlo con cuádruple capa de papel por dentro y por fuera, con riesgo de tener que llamar al fontanero de guardia por riesgo de atasco. No llegó a tanto. Lo que es verdad es que estuve sentado por espacio de casi diez minutos. Y no pensé en mi esposa y en sus justificados enojos, ni en la altanería de Honorio el porteño, ni que iba a varios miles de pies de altura, con lo que a mí siempre me aterroriza eso de volar. Solo pensaba en la parisina. La tenía grabada en mi mente como si me hubiera pasado todos los años de mi vida, por entonces treinta y poco, observándola día sí y día también. Podía ver en mi mente cuántos peldaños tenía la escalera que aparecía en la casa de la izquierda, o cuantos árboles se podían contar desde el principio hasta darte de bruces con la cúpula de la basílica, o incluso cuántos cientos de hojas dormitaban en el suelo, algunas casi en movimiento, desprendida de esos árboles, lo que me hacía ver que el lienzo fue pintado a principios de la estación otoñal. ¿Cómo sería el cuadro que tenía el argentino en su casa, pintado en la estación de primavera? Era patente que los colores grises y ocres de esta parisina serían bien distintos a la que poseía el orondo, con colores verdes y luz radiante primaveral. La primavera es preciosa, pero me quedo con el otoño de la mía. Quiero esta parisina. La quiero recuperar. Haré todo lo posible por recuperarla. La recuperaré. Esa fue la última frase que pensé antes que se encendiera una luz roja del aseo, encima de la puerta, y oír por el altavoz que tomásemos asiento y nos pusiésemos los cinturones. Enseguida me levanté como si me estuvieran pinchando, y tras hacer correr el agua por el inodoro para que todo el enjambre de papel desapareciera y acicalarme un poco en el espejo, salí como un rehilete del aseo y me encaminé hasta mi asiento, no sin antes, cuando iba a la altura de Honorio, acercarme hasta su oído y decirle que tenía que hablar con él cuando tomasen tierra. Su “entre nosotros está todo hablado” me sentó a cuerno quemado, llegando hasta mi asiento hecho todo un energúmeno, si bien me propuse no pagar mi ira con mi esposa, ya que en verdad no tenía ninguna culpa de lo que estaba ocurriendo, aunque ella siguió echando leña al fuego. “¿Dónde te has metido?; me dije, ¿estará buscando obras de arte en la bodega del avión para después venderla al mejor postor?” Fue el recibimiento de ella, a lo que yo le contesté con un “en la bodega no tengo yo nada de mi propiedad para poder vender”, respuesta que nada más que la terminé, pensé que se la había puesto a huevos, arrepintiéndome enseguida. Pero fue tarde, ya que ella recogió el guante de inmediato: “tampoco era tuya la parisina y la vendiste sin contar conmigo para nada”. Me callé.
Y por fin aterrizó el aparato. La verdad es que el aterrizaje fue de lo más suave, al tiempo que yo lo único que pensaba era cómo abordaría al argentino para intentar deshacer el trato. Sabía que iba a ser difícil, casi imposible, pero yo lo intentaría. Lo abordé en el mismo pasillo del avión, cuando pasaba a la altura de mi asiento guardando la cola para descender. “Te pediría que no te dirigieras más a mí”, me contestó después de un doble requerimiento por mi parte. En verdad es que cuando pasó a mi altura y vi que llevaba el canuto como abrazado entre sus dos gruesos e inconsistentes brazos, como diciéndome que le pertenecía, al tiempo que sentí una congoja indescifrable, se apoderó de mí una sensación de ira que si no llega a ser por el fuerte tirón que me dio mi mujer del brazo, leyendo mis intenciones, me hubiera abalanzado contra el argentino. Así y todo, pude salir de mi asiento y colocarme en la fila saliente, a dos personas por detrás de él, dirigiendo una mirada a mi esposa para que me siguiera. Salimos del avión, despidiéndonos amablemente de las azafatas y del segundo comandante que se encontraban en la puerta de salida a pie de escalerilla, y tras bajar varios escalones, a cuatro o cinco de la pista, y cuando el argentino se encontraba en el último de la escalerilla, observé como fue abordado por dos señores, que después de identificarse, lo invitaron a que les acompañara.


Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

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