Decimosegundo
día de lucha contra el coronavirus. ¿Recordáis el primer día?
Pensábamos que nos faltaba una eternidad para estar quince días
confinados, y ya llevamos doce. Sí, que los primeros quince han sido
aumentado con otros quince, pero no debemos de deprimirnos ni bajar
los brazos. Hay que meterse en la cabeza tan solo que ya nos quedan
doce días menos de confinamiento para alcanzar la victoria y acabar
con este mal bicho. Es duro, pues claro que es duro. Pero los límites
de la resistencia humana no se conocen hasta que la situación que
hay que vivir nos hacen esforzarnos hasta límites insospechados y
que desconocíamos que fuéramos capaces de conseguir. Tenemos que
conseguir que el sufrimiento que estamos pasando sea la base
principal de nuestra resistencia, que sea el principal alimento en el
que nos apoyemos para vencer. Y ese es el camino a seguir. Fuerza a
todas las personas.
Sigamos
con las idas y venidas de nuestra parisina.
No
tuve c…...... No lo hice, remitiéndome a responder con un “no
te había visto” y prosiguiendo hasta los aseos. Fue curioso que
cuando entré en el minúsculo recinto del aseo del avión, comencé
a sentirme como si me encontrara en un amplio cuarto de baño. Tal
fue así que sin ganas ninguna que tenía de miccionar o evacuar,
como ya comenté en el capítulo anterior, me senté en el inodoro,
no sin antes enjabonarlo (repito, enjabonarlo) y recubrirlo con
cuádruple capa de papel por dentro y por fuera, con riesgo de tener
que llamar al fontanero de guardia por riesgo de atasco. No llegó a
tanto. Lo que es verdad es que estuve sentado por espacio de casi
diez minutos. Y no pensé en mi esposa y en sus justificados enojos,
ni en la altanería de Honorio el porteño, ni que iba a varios miles
de pies de altura, con lo que a mí siempre me aterroriza eso de
volar. Solo pensaba en la parisina. La tenía grabada en mi mente
como si me hubiera pasado todos los años de mi vida, por entonces
treinta y poco, observándola día sí y día también. Podía ver en
mi mente cuántos peldaños tenía la escalera que aparecía en la
casa de la izquierda, o cuantos árboles se podían contar desde el
principio hasta darte de bruces con la cúpula de la basílica, o
incluso cuántos cientos de hojas dormitaban en el suelo, algunas
casi en movimiento, desprendida de esos árboles, lo que me hacía
ver que el lienzo fue pintado a principios de la estación otoñal.
¿Cómo sería el cuadro que tenía el argentino en su casa, pintado
en la estación de primavera? Era patente que los colores grises y
ocres de esta parisina serían bien distintos a la que poseía el orondo, con colores verdes y luz radiante primaveral. La primavera
es preciosa, pero me quedo con el otoño de la mía. Quiero esta
parisina. La quiero recuperar. Haré todo lo posible por recuperarla.
La recuperaré. Esa fue la última frase que pensé antes que se
encendiera una luz roja del aseo, encima de la puerta, y oír por el
altavoz que tomásemos asiento y nos pusiésemos los cinturones.
Enseguida me levanté como si me estuvieran pinchando, y tras hacer
correr el agua por el inodoro para que todo el enjambre de papel
desapareciera y acicalarme un poco en el espejo, salí como un
rehilete del aseo y me encaminé hasta mi asiento, no sin antes,
cuando iba a la altura de Honorio, acercarme hasta su oído y decirle
que tenía que hablar con él cuando tomasen tierra. Su “entre
nosotros está todo hablado” me sentó a cuerno quemado, llegando
hasta mi asiento hecho todo un energúmeno, si bien me propuse no
pagar mi ira con mi esposa, ya que en verdad no tenía ninguna culpa
de lo que estaba ocurriendo, aunque ella siguió echando leña al
fuego. “¿Dónde te has metido?; me dije, ¿estará buscando obras
de arte en la bodega del avión para después venderla al mejor
postor?” Fue el recibimiento de ella, a lo que yo le contesté con
un “en la bodega no tengo yo nada de mi propiedad para poder
vender”, respuesta que nada más que la terminé, pensé que se la
había puesto a huevos, arrepintiéndome enseguida. Pero fue tarde,
ya que ella recogió el guante de inmediato: “tampoco era tuya la
parisina y la vendiste sin contar conmigo para nada”. Me callé.
Y
por fin aterrizó el aparato. La verdad es que el aterrizaje fue de
lo más suave, al tiempo que yo lo único que pensaba era cómo
abordaría al argentino para intentar deshacer el trato. Sabía que
iba a ser difícil, casi imposible, pero yo lo intentaría. Lo abordé
en el mismo pasillo del avión, cuando pasaba a la altura de mi
asiento guardando la cola para descender. “Te pediría que no te
dirigieras más a mí”, me contestó después de un doble
requerimiento por mi parte. En verdad es que cuando pasó a mi altura
y vi que llevaba el canuto como abrazado entre sus dos gruesos e
inconsistentes brazos, como diciéndome que le pertenecía, al tiempo
que sentí una congoja indescifrable, se apoderó de mí una
sensación de ira que si no llega a ser por el fuerte tirón que me
dio mi mujer del brazo, leyendo mis intenciones, me hubiera
abalanzado contra el argentino. Así y todo, pude salir de mi asiento
y colocarme en la fila saliente, a dos personas por detrás de él,
dirigiendo una mirada a mi esposa para que me siguiera. Salimos del
avión, despidiéndonos amablemente de las azafatas y del segundo
comandante que se encontraban en la puerta de salida a pie de
escalerilla, y tras bajar varios escalones, a cuatro o cinco de la
pista, y cuando el argentino se encontraba en el último de
la escalerilla, observé como fue abordado por dos señores, que
después de identificarse, lo invitaron a que les acompañara.
Y
no olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa;
se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus
no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
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