domingo, 18 de octubre de 2020

A LAS CHAVITAS DEL DÍA.




A las "chavitas del día", quizás antes, pertrechado con su mochila henchida de ilusión y ganas, además de toda la ropa lavada del día anterior y que secó gracias al haberla colocado junto al viejo y potente radiador que ocupaba casi la totalidad de unos de los mamparos de la habitación por la que había pagado treinta y cinco euros la noche, incluyendo cena y desayuno, salía el caminante recubierto de varias capas de abrigo como si de una cebolla se tratara, a desafiar al gélido ambiente que abrazaba el camino.

Varios eran los lemas que habitaban en su mente desde que salió hace ya más de un mes de la ciudad del Betis: "jornada a jornada" y "el camino provee". Y así es, y así siguen morando en sus pensamientos.
Pero los kilómetros, ya más de seiscientos, pasan factura, comenzando a abrir pequeñas fisuras en las piernas, en los pies y en la mente, que si no se embadurnan bien de vaselina, "trombociles" y recuerdos de momentos y de personas que en algunas que otras ocasiones lo inflaron de vida, harían peligrar su ya primitiva intención de pisar el suelo de la plaza del Obradoiro. Pero sigue; el caminante, sigue; el caminante, descubre; y sobre todo, el caminante, se descubre. 
Pero si los kilómetros dejan mella, con lo que no había contado y no ya por no haberlo pensado, era con el frío; ese frío que no habita por su sur del sur y al que no se acostumbra su cuerpo desprovisto de grasa. "Mañanita fresquita" le dicen los lugareños zamoranos, cuando él solo sabe acordarse de cómo pueden vivir los esquimales y los inuits, no dejando que el frío ártico lo lleve a la idea de desistir en su empeño. "No. Desistir no", se dice, "y menos ahora que ya tan solo me queda por comer una de la cuatro porciones de tortilla". 
Y mira hacia atrás y se da cuenta de todo lo que ha adquirido. no quiere pensarlo, pero bien sabe que el contenido de su mochila no es el mismo que con el que salió de su sur. "El camino provee" no deja de decirse desde que comenzó. y efectivamente así es. Vas recogiendo algo de allí y algo de allá, guardándolo en su mochila y buscándole rinconcitos para que no se pierdan, ya que piensa que le será  necesario en su camino. Pero también se da cuenta que si llena demasiado su mochila, llegará un momento en el que, por su peso, no podrá seguir adelante. Y es por eso por lo que a lo largo del camino andado, se desprende de alguna que otra prenda que por estar ajada, rota o simplemente por haber hallado otra igual o semejante que le hace mejor "apaño", le podían resultar perjudicial para su camino el seguir con ella. Porque lo que tiene claro, y eso lo ha aprendido en el camino, es que no se iba a poner a zurcir un calcetín, por muy encariñado que esté con él; los zurcidos no dejan de ser zurcidos. 
Y sigue caminando, recordando los kilómetros y las vivencias que ha dejado tras de sí, pero sobre todo, en los que le quedan para llegar a su objetivo. Atrás, hoy que cumple sesenta y dos, ha dejado más de seiscientos veinte kilómetros, sabiendo que los pocos más de doscientos que le restan, los va a vivir intensamente, valiéndose, claro está, del poso que le han dejado los ya recorridos.



A Capi, sencillamente por ser como es.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

EL PALOMO BUCHÓN


Realmente no lo conozco, pero sí puedo decir que la brillante idea fue de lo más nefasta. Si todas las ideas de este “cerebrito” municipal, de ese “bien pensante” al que contribuyo pagando su sueldo mensual, son tan brillantes, estamos todos los contribuyentes de este rincón sureño con el derecho de exigir a quien corresponda que se dé una llamada de atención a ese excelente ejecutor de órdenes. Pero la culpa no la tiene él; la culpa la tiene el responsable de ese ejecutor, el que tuvo esa feliz idea y ordenó que se llevara a cabo.
Y viene a mi memoria una historia que me contaron hace ya muchas canículas, y que al recordar el número aproximado de ellas, me han hecho pensar que llevo más vividas que las que me quedan por vivir. Pero no vamos a pensar en ello y vamos a seguir con la historia que me relataron, de la que tengo que decir que dudo de que fuese cierta, aunque tampoco sería de extrañar.
Me contaron que nuestro monarca Borbón Carlos III, contagiado de las ideas ilustradas que recorrieron las monarquías europeas de mediados del XVIII, y de ello pueden dar fe los vestigios arquitectónicos de los que todavía podemos disfrutar, y de acuerdo con la idea de Monstequieu de que para ser un buen gobernante hay que estar con su gente y no por encima de ella, intentó llevar a cabo una política orientada a mejorar la vida de sus súbditos, afán el suyo que le llevó a que se le pueda calificar como el monarca (y vamos a remitirnos tan solo a una etapa de la historia) más “normal” dentro del absolutismo español. Pues bien, tan profundas reformas intentó realizar y tantas obras y edificaciones ordenó a que se levantasen, que no todas se realizaron. Y no se realizaron porque aunque las ordenó, no supervisó que se hubiesen ejecutado.
Así, los actuales cicerones que recorren los rincones madrileños explicando a los turistas las construcciones erigidas en tiempo del rey ilustrado, se vanaglorian y se entusiasman explicándolas con todo tipo de detalles.
Cierto día, uno de esos cicerones, tras visitar la Puerta de Alcalá, el ministerio de Hacienda (antigua Real Casa de la Aduana) y otras tantas edificaciones levantadas durante la época ilustrada, se paró con sus turistas en plena Casa de Campo y les comentó que tenían delante de sus ojos el Palacio que el monarca había ordenado construir en honor de su fallecida esposa María Amalia de Sajonia. Todos los turistas se miraron incrédulos tras la explicación del cicerone al comprobar que delante de sus ojos no había ningún palacio, y que solo veían un enjambre de pinos piñoneros. Una de esas visitantes se dirigió al guía turístico comentándole que diese una explicación del porqué había hecho ese comentario sobre el palacio en honor de la reina fallecida, a lo que el cicerone contestó lo siguiente: “efectivamente, señora, el rey ordenó que se levantase el palacio en honor de su amada mujer, pero nunca llegó a supervisar que su orden se hubiese cumplido”.
Y lo mismo que ocurrió con la orden dada por el rey ilustrado, ha ocurrido en esta capital sureña. El responsable municipal de parques y jardines ordenó en su momento que se construyera un parque con todo tipo de árboles, salpicado en su interior de confortables bancos de madera donde el paseante pudiese descansar a la sombra de los frondosos árboles. Y efectivamente, dicho responsable municipal supervisó que los árboles se plantaron, que los bancos de madera se anclaron al suelo, pero no supervisó que exactamente encima de tres de los bancos que salpicaban el parque, instalaron tres criaderos de palomas, que a día de hoy se pierden entre ramas a la vista de los paseantes y que por la ley de la gravedad hacen que los asientos reciban de vez en cuando los excrementos procedentes de los palomares.

Y cuento esto porque hoy, cuando, un par de horas después que pasase el pelotón de limpieza del parque y dejasen impolutos los bancos, tomé asiento con la intención de, con vista a la bahía, juntar algunas letras en mi bloc, recibiendo la sorpresa en plena libreta ya garabateada, de un recuerdo fecal de algún palomo buchón. Mi reacción no fue otra que la de dejar de escribir en el asunto que me ocupaba y, tras cambiarme de banco y cerciorarme que en mis alturas solo existían ramas de un moral, escribir sobre el incidente que había sufrido en primera persona.

martes, 11 de agosto de 2020

NO HAY CURA PARA EL AMOR


Nuevamente, deleitándome con el hablar armónico del maestro Cohen, recordé aquel artículo que escribí basándome en un poema suyo, hace ya varios otoños.


"Como cada viernes, cumpliendo la rutina semanal, Carla se aferró en la limpieza a fondo de su salón, aunque el esmero que normalmente ponía en ello parecía que había desaparecido en este viernes negro para ella. En esta ocasión se encontraba como ida, siendo sus movimientos como mecánicos y articulados, no empeñándose en nada de lo que hacía.

Cada pelusa que sacaba con el cepillo de debajo del sofá tres por dos, era como si perdiese una esquirla de su corazón herido; con cada mota de polvo que sacudía de la mesa de su televisión de plasma de cuarenta y dos pulgadas con su bayeta de microfibras rosa fucsia, se le fragmentaba en trozos ese cielo al que en tantas ocasiones subió, y que después del último whatsapp recibido hacía hoy no sabía cuánto tiempo, y al que no tuvo la valentía suficiente para responder, sabía que nunca más ascendería hasta esas alturas.
Porque el amor que sintió durante tanto tiempo, fue tan real como lo eran las campanadas anunciando las doce del medio día que estaban sonando en el reloj de péndulo, y que al repiquetear, cayó en la cuenta que no le había pasado la bayeta, por lo que mecánicamente se dirigió hacia él y, también mecánicamente, lo intentó dejar sin una mota de polvo. Pero el mismo éxito que tuvo en la conservación de su amor, tuvo a la hora de dejar su reloj pendular impoluto. Ni consiguió una cosa ni consiguió la otra.
Pero a ella le dio absolutamente igual, ya que su conciencia, ahora, la estaba ayudando a que se tranquilizase, habiendo puesto tanto ahínco en una cosa como en la otra. Al igual que no comprendía cómo no pudo mantener esa relación que tan feliz la hizo, y en la que puso encima de la mesa todo lo necesario para que así fuese, tampoco comprendía cómo, a pesar de pasar una y otra vez la bayeta por la superficie pulimentada del reloj, aquellas malditas motas de polvo, no desaparecían en su totalidad. Y así, comprendió que, al igual que por mucho que hizo para conservar su amor, no consiguiera retenerlo, ahora, con las dichosas motas, por mucho que pasase la bayeta, conseguiría que se marchasen.
Pensaba ella, a veces en voz alta, que pese al doble fracaso, seguiría sintiendo locura por esa persona y continuaría deseando ver a su reloj impoluto, y que el tiempo, por mucho que transcurriera, no iba a ser un bálsamo para curar esas heridas que tanto, y ahora por partida doble, la atormentaban. Así lo pensaba y así llegó incluso a gritarlo en su amplio salón, retumbando en aquellas cuatro paredes, unos “no hay cura para el amor”, y tras mirar de soslayo su reloj de péndulo, unos “no hay remedio para eliminarlas”.
Pero, ¡qué coño!, se dijo. ¿Cómo voy a comparar la pérdida de la persona que me dio durante tanto tiempo la vida, con la imposibilidad de eliminar esas dichosas motas de polvo? Sonrió de cara a su vacío salón, y tras conseguir aparcar en su maltrecho corazoncito los pensamientos sobre la persona perdida, se dirigió hasta el mueble donde guardaba entre otras cosas, bayetas y paños de limpieza, cogiendo una gamuza de algodón de color azul, que humedeció ligeramente, comprobando inmediatamente que fue el mejor remedio para la eliminación de las rebeldes motas.
Las motas habían desaparecido por fin, pero el dolor en su mente y en su corazón seguían presente, y cada segundo que transcurría, más la añoraba y más la necesitaba tener delante de sus humedecidos ojos. Tras sentarse en el dos, precisó verla junto a ella; le urgió recorrer su cuerpo desnudo y hurgar en su pensamiento; hacerla suya. Pero nuevamente comprendió que aquello era imposible, volviendo a gritar esa frase que tanto la estaba acompañando: “no hay cura para el amor”.
¿Y por qué no hay cura para el amor?, se preguntaba. ¿Por qué el hombre ha llegado a la luna, no para de dar vuelta alrededor de la Tierra, está preparando un viaje a Marte, y no ha podido descubrir un elixir para los corazones destrozados? ¿Por qué la Biblia en ninguno de sus versículos, ni el Corán en ninguna de sus aleyas o ni siquiera en ninguno de los cuatro libros de Confucio, se recogen una sola pócima para el mal de amores? ¿Por qué -seguía preguntándose- no consigo vaciar mi pensamiento y comenzar nuevamente a pensar pero ya sin ti, sin tus despertares, sin tus conversaciones, sin tus frases, sin tus manos, sin tu pelo, sin tu reloj y sin tu cepillo? ¿Por qué no consigo dejar de verte en mi bodegón, en mi lámpara de catorce brazos o en mi centelleante, ahora, reloj de péndulo? ¿Y por qué, por muchas fiestas a las que acuda, por muchas cenas que tenga con mis amigos, por muchas vacaciones que pase con mi marido, y por muchas veces que simule que soy feliz a base de histriónicas risas y que me lo paso bien en todos esos encuentros, no consigo olvidar a esa persona?

¡Coño!, ¿por qué no hay cura para el amor?"

lunes, 3 de agosto de 2020

TOCA PORQUE TOCA


  Hoy, que toca porque toca macro centro comercial, toca porque toca, y a pesar de la resaca "decapitadora “ en la que me encuentro, echar mano del Hugo Boss y garabatear el papel. Y la verdad es que para estos menesteres y en la misma situación, mis duros glúteos se hubieran asentado en el mullido asiento de mi vehículo, lugar que sería el más idóneo para afrontar este momento pandémico que nos ha tocado vivir, pero los efectos de la canícula propios de finales de julio me han obligado a pasar por la  puerta corredera que separa el infierno del Edén. ¡Boooo, qué calor hace afuera!
¡Uauuuu, qué fresquito se está aquí!  Y como dicen algunos amigos míos que todavía utilizan antiguos dichos tildados por algunos otros como “pueblerinos “, pero que yo, como de pueblo que soy, utilizo muy a menudo, “¡qué buen paso de tórtolas hay! “. Y la verdad es que sí, que el paso de tórtolas en el puesto en el que estoy dando cuenta de una gélida Cruzcampo, te alegra la vista y el espíritu, ya que, siendo realista, y no lenguaraz ni jactancioso, que no es mi estilo, a estas alturas de nuestro periplo ya no está uno para llevar la escopeta y los cartuchos para disparar a esas tórtolas, que volviendo y reincidiendo en lo dicho anteriormente, hacen gala de un vuelo eléctrico, en el que alternan rápidos aleteos con cortos planeos..
¡Tate, Domingo!, que solo llevas veinte minutos en este puesto.
Pues la verdad que ya no sé si garabatear sobre temas tortoleros, que visto que los cotos existentes cada vez las protegen más, hecho este que apruebo, ya que su vuelo es embelesador y hay que “mimarlas” (y que nadie se tome el término “mimarlas” como que hay que protegerlas de una súper manera especial en detrimento del resto de los animales, ya que ellas por sí solas, con sus vuelos, saben esquivar las acciones de cualquier desalmado armado que intente hacerles morder el suelo), o de la resaca mental que me ha dejado el final de mi ultima historia.
Y la verdad es que los dos temas me pueden dejar señales; así que, inteligentemente creo, tomo la decisión de darle descanso a mi Hugo Boss, que para el o la que no lo sepa, es el bolígrafo que me regalaron “mes amies “ cuando me cayeron los… . y tantos.

ZORREANDO

   
   Entré en la playa indeciso, dispuesto a la lucha porque sabía que los enemigos estaban merodeando, escondidos, agazapados, invisibles, mimetizados. Y yo, creyendo que estaba preparado, inmune a cualquier ofensiva enemiga, al igual que creía el que atacaron, me encontraba equivocado, pero muy equivocado; y eso que me atavié con la del zorro. Pero como yo soy muy cumplidor de refranes, hice de mí, y allí donde fui hice lo que vi, por lo que Antonio Banderas, dejó de ser el zorro para convertirse en don Diego de Mendoza; eso sí, salvando las distancias (de Cádiz a Málaga hay doscientos treinta y tres kilómetros más o menos; digo yo).
Y la verdad era que aunque había muchos zorros a mi alrededor, más de los que debieran se convertían en “orros”, “rros” y algunos en “os”, y para eso, como le dije a alguno, porque se lo dije, que conste que se lo dije a uno, “enfréntate a pecho descubierto al enemigo, pero espero que no te hayan sorprendido ya, pues no desearía compartirlo contigo, zo mamón” (lo de “zo mamón” no se lo dije, pero lo pensé). Y encima se me enfada, lanzándome una mirada “perdona vida”, que yo, que nunca he sido amante de lides, pensé que lo único que tenía que hacer era apartarme de su radio de acción, o lo que es lo mismo, respetar lo que en estos tiempos se mal denomina “la distancia social”. Otra alternativa, como hacen otras respetuosas personas, hubiese sido marcar en mi celular el cero noventa y dos, pero “pa qué”, si no va a venir nadie, si por aquí hay otra lid encarnizada a nivel municipal que está provocando entre otras muchas cosas, que los don Diego de Mendoza campen por las playas a sus anchas. Así que lo mejor que hice es darme una vueltecita por las olas, que según han dicho desde el principio de esta realidad que nos ha tocado vivir, la sal puede con el enemigo.

Añorado verano del diecinueve, que visto lo visto, podemos decir que fue un verano azul, sin Chanquete, pero azul; azul con sardinas y caballas. Y ya que aguas pasadas no mueven molinos, digamos eso de “esperado verano del veintiuno”. Y eso es lo que hay. Hasta entonces, esperemos que Catherine Zeta Jones nos siga aceptando con la máscara; o sin ella.

martes, 14 de abril de 2020

LA PARISINA (Capítulo 4)




CAPÍTULO IV
Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba algo.
El subinspector Álvarez, que luchaba para estar en la promoción que le permitiese jugar en la misma liga que el inspector Palomo, dio por terminado el registro de todas las pertenencias existentes en la maleta de Ernesto Sanromán, volviéndose para su jefe y preguntándole con la mirada que si con eso habían terminado ya. La verdad era que, y eso no se me había pasado por alto desde un principio, a pesar de ser compañeros de grupo, no existía lo que se conoce como “feeling” entre los dos; y no ya porque uno fuera subordinado del otro; no, la cosa no iba por ahí. El hecho de esas diferencias radicaba en que mientras Palomo había sido desde que entró en el cuerpo, hacía ya más de veinte años, un hombre de calle, curtido en mil batallas en las que se jugaba el pellejo en cada una de ellas, lo que curtió, Álvarez, salvo los dos o tres primeros años de servicio, hacía también otros veinte años, siempre había sido hombre de oficina; muy educado y buena gente, sí, pero sin experiencia en casos reales en los que había que demostrar su amor por la profesión policial. Y Palomo no soportaba eso; hubiera incluso preferido que el registro de la maleta la hubiera hecho el agente en prácticas, al que le veía más sangre en las venas, pero no quiso hacerlo llamar de la puerta de la sala VIP del aeropuerto que era donde se encontraba, y tampoco dejar en mal lugar a su subinspector. “Mierda, pensó Palomo, no le corre sangre por las venas; le corre horchata”, mientras se situó entre la maleta y el argentino, dirigiéndose a él. “Vamos a ver, señor Ernesto, porque hemos quedado que se llama usted Ernesto, ¿no?, ya hemos revisado el contenido de su maleta y no hemos encontrado nada; aparentemente; ¿me puede usted asegurar que en la maleta no haya algo más que tenga usted que declarar?”. El argentino, con toda la seguridad que había demostrado desde un primer momento, respondió a la pregunta con un movimiento negativo de su cabeza. “¿Seguro? ¿Me tendré que poner los guantes para dar un repasito?, le conminó pegando su cara a la del detenido, quien, impasible, echó la cabeza para atrás respondiendo con un frío y casi amenazante “póngaselos”. Instintivamente, mientras se ponía los guantes de látex que sacó del bolsillo, cruzó la mirada conmigo, recibiendo, también inconscientemente, un movimiento asertivo de mi cabeza. Comenzó primero a golpear levemente con sus nudillos el fondo de la maleta, recorriéndolo todo de una manera muy minuciosa y cambiando deliberadamente de intensidad en los golpes, al tiempo que pegaba su oreja al interior, esperando encontrar algún desacorde en sus golpes. Todo le pareció normal. Pasó a continuación a repetir la misma operación con el fondo de la tapa de la maleta, teniendo el mismo resultado. Observé que durante todo su repiqueteo en los fondos me miró en varias ocasiones, aunque yo seguía centrado en la cara del porteño, confirmándome que guardaba algo. Y así fue. El inspector se centró con sus golpeos de nudillos en los laterales de la maleta, comprobando que pudiese haber una especie de cámara entre las paredes exteriores e interiores. Tras poder acceder a ella valiéndose de una de las hojas de su navaja multiusos, encontró algo que no iba buscando. “Pero si está aquí mi amigo Benjamín Franklin”, le dijo al argentino cogiendo un fajo de quince billetes de quinientos dólares, para después seguir examinando todo el lateral de la maleta y encontrar otros tres fajos idénticos; en total treinta mil dólares. “¿Tiene algo que decir?”. “No sin la presencia de mi abogado”. Palomo en esta ocasión se quedó con las ganas de abofetearla nuevamente la cara, pero se lo pensó dos veces al reparar que Rafael Galán, el jefe de seguridad del aeropuerto, no tenía porqué ser testigo de algo que le pudiera perjudicar ante el juez: se conformó asiéndolo fuertemente por el brazo y empujándolo hasta la mesa, ordenándole que introdujera todas sus pertenencias en la maleta. El argentino comenzó a cumplir las indicaciones dadas por el inspector empezando injustificadamente por el neceser, ya que era el único objeto de sus pertenencias que no estaba a la vista, teniendo que sacarlo de debajo de alguna prenda de ropa que lo cubría. Para mí se delató, si bien yo tenía ya alguna sospecha de su neceser de cuero negro Pierre Cardin cuando lo sacó de la maleta el subinspector Álvarez, observando que cuando lo hacía, su propietario siguió con un interés especial el movimiento desde la maleta hasta la mesa.
No pude reprimirme. “Bonito neceser; de marca, ¿no?”, le dije en un notorio tono inculpatorio. Todo se paralizó en la sala. El frío volvió a adueñarse de todos los rincones. Las miradas se convirtieron en dagas asesinas, y el argentino, derrotado ya de tantos golpes recibidos, se atrincheró en su fingido valor para recibir el penúltimo de sus golpes, pasando por su cabeza que aunque le habían vencido en todas las batallas, la guerra aun no estaba perdida. Y atacó. “Cabrón boludo hijo de puta, no sabés dónde habés pisado; la repuerca de la concha de tu m......”. No llegó a finalizar la frase, pues nuevamente el inspector Palomo, esta vez sin siquiera tener en cuenta la presencia del jefe de seguridad, le abofeteó la cara sin quitarse los guantes de látex, recogiéndolo inmediatamente del suelo, tirándole fuertemente de la solapa de su chaqueta y colocándolo de nuevo delante de la mesa. Tras vaciar sobre la mesa sin ningún tipo de miramiento todo el contenido del neceser y analizar su interior, comprobó que tenía un doble fondo, abriéndolo también sin miramiento con la punta de su navaja y comprobando que en su interior había otro fajo de billetes de quinientos dólares y dos pasaportes, uno a nombre de Honorio Sanjuán y otro a nombre de Antonio Saavedra, aunque los dos con la misma fotografía. “Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi abogado”.

Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi abogado”.
Quién me iba a decir a mí que la compra de un óleo como otro cualquiera, por muy bonita que fuera mi parisina, iba a traer tanta cola, que un tío orondo con aspecto bonachón y bien vestido pudiera encerrar tanto y ser tan hijo de puta; está claro que las apariencias engañan, y que a mí, al no estar en guardia me cogió en total fuera de juego. Lo que no esperaba el porteño este de los cojones es que cuando me puse “el puñal en la boca” y la cinta en la cabeza al estilo Rambo, le iban a llover los problemas; ni él ni los cuatros peces gordos que con toda seguridad se encuentran detrás del comercio ilícito de obras de arte.
El inspector Palomo, con un poquito de ayuda mía, había solucionado la falsa identidad del argentino, además de un posible intento de tráfico de divisas, pero a esas alturas ya del día, sin haber cenado siquiera, se encontraba sin aclarar la verdadera identidad del óleo que tantos quebraderos de cabeza le estaban ocasionando, ya que los agentes franceses no llegaban hasta la mañana del día siguiente. Fue por lo que decidió hacer unas llamadas telefónicas para organizar cómo íbamos a pasar la noche. De momento decidió que el argentino pasara en calidad de detenido incomunicado en los calabozos de la comisaría de policía de la avenida de Blas Infante, por lo que movió los hilos para que un par de agentes lo trasladasen hasta dicha comisaria, ordenándole al subinspector que la sala de interrogatorios con las pertenencias del argentino, incluida mi parisina, que cada momento que pasaba la veía más lejos de llenar uno de los laterales de mi salón, quedaría custodiada toda la noche por otro par de agentes, mientras ellos se retiraban a descansar a un hostal que le había recomendado Rafael Galán, allá por la Puerta de la Carne, y qué el mismo le gestionó por teléfono.
¿Y con usted que hago?, dijo dirigiéndose a mí. Sé que no es culpable de nada, que no tiene nada, absolutamente nada que ver con lo que haya detrás del dichoso óleo; pero como comprenderá, no puedo dejarlo en libertad. Compréndame”. “Usted dirá, señor inspector; yo no puedo mover ficha mientras usted no lo haga; la pelota está en su tejado, pero solo le adelanto que lo de mi detención está difícil. Y le comprendo. Pero solo le pido que confíe en mí; creo que le he dado suficientes pruebas para hacerlo”. El inspector, con una media sonrisa cargada de dudas y pensamientos, captó perfectamente lo que quise decirle sin decirlo, al tiempo que vaciaba en el vaso, el medio botellín de cerveza de un tercio que le quedaba y que nos habíamos pedido, uno cada uno, en una cafetería del aeropuerto. “¿Entiendo que me propone que no le haga más preguntas y que esta noche le deje en libertad?”. “Entiende bien. Y para ello le propongo que como sé que mañana a primera hora debo de estar aquí un poco antes de que lleguen los franchutis, y como mi destino está a cien kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, lo que sería un fastidio para mí, que no ponga usted pega para que se marche mi esposa con su padre y que yo me quede a pasar la noche en uno de los mullidos sillones de la sala VIP; y si se quiere cubrir las espaldas, deje a un agente en la puerta para evitar mi hipotética huída”, le dije, observando cómo por su cabeza le pasaron intenciones de hacerme un sinfín de preguntas; pero no hizo ninguna. “Así lo haremos. Pero cuando termine mañana todo esto, que espero que así sea, creo que deberíamos de hablar largo y tendido, ¿no?”. “Sin problema alguno por mi parte; hablaré hasta donde pueda hablar. Solo le digo que ha actuado correctamente, porque si hubiera decidido llevarme al calabozo con el puto argentino, puede que le hubiese llamado personalmente su Director General”, le dije sin ningún tipo de recochineo; todo lo contrario. Confirmé con su decisión lo que ya había pensado durante el interrogatorio, que jugábamos en la misma liga; y cuando sucede eso, en muchas ocasiones sobran las explicaciones y la palabras.
Nos despedimos con un fuerte apretón de mano y yo me dirigí a la sala VIP a pasar la noche con un sandwich y una segunda cerveza, después de despedir a mi esposa y a mi suegro.
La verdad es que aquella noche, a pesar de lo cansado que me encontraba, apenas di un par de cabezadas, principalmente porque había un par de parejas coreanas o japonesas, no recuerdo ahora muy bien, que cogían su vuelo a primera hora, que no dejaron de hablar en toda la noche. Lo que sí recuerdo, porque me llamó mucho la atención, es que no se quitaron ninguno de los cuatro la mascarilla que llevaban puesta, hecho este al que no estábamos acostumbrado a ver aquí en España hace unos treinta años. Sus razones tendrían.
Y poco antes que diesen las nueve ya entraba por la puerta de la sala el inspector con ganas de tomarse un café. A esa hora ya me había tomado dos, pero le acompañé tomándome un tercero. “Los franceses están a punto de tomar tierra. Pasaron la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana. Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.

Pasaron la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana. Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.
Entramos los dos en la sala que sirvió de interrogatorio el día anterior y aunque su decoración todo en blanco ayudaba a que de sus paredes se desprendiera frialdad, esa mañana, sin resultarme acogedora, no me causó, quizás por la familiaridad de lo vivido el día anterior, tanto rechazo glacial. Allí se encontraban, todos de pie, el argentino, el subinspector Álvarez y el agente en prácticas; incluso encima de la mesa se encontraba en posición vertical, el canuto de cartón, habitáculo de mi parisina, que tengo que reconocer que sentí la curiosidad perentoria de volver a deleitarme con sus colores otoñales. El argentino, como resultado de haber pasado peor noche que yo, presentaba un aspecto desaliñado, con la camisa, debajo de su chaqueta, a medio remeter en el pantalón, que al igual que la Armani, parecían una pasa de las arrugas que habían cosechado durante toda la noche. Los ojos rojos, de no haber dormido, los párpados como inflamados y los mofletes colgantes, le daban un aspecto que rayaban la morbidez. Aun así, se mantenía en sus trece de no contestar sin la presencia de su abogado, a una batería de preguntas que le hizo el inspector.
Acaba de tomar tierra el vuelo procedente de Madrid, confirmándome que en la lista de pasajeros vienen los nombres de los dos agentes que me pasó ayer”, dijo Rafael Galán dirigiéndose a Palomo, abriendo la puerta sin llamar y sin un saludo previo, actitud la suya que nos chocó un poco a los allí presentes, y que supo enmendar enseguida con un “perdón” y unos “buenos días”, dando a continuación una explicación que en cierta medida justificaban su entrada en la sala. “Traigo otra noticia”, siempre dirigiéndose al inspector, pero con un entusiasmo algo infantil y atípico de todo un responsable de la seguridad de un aeropuerto. “Me confirma mi colega del aeropuerto Charles de Gaulle, que hace unos días, en la lista de pasajeros del vuelo Buenos Aires - París, llegó un tal Antonio Saavedra, nombre que coincide con uno de los pasaportes que encontró usted ayer en el neceser”. “Gracias Rafael”, contesto el inspector,”buen trabajo”. No me puede reprimir. “Y con las iniciales, AS, del pañuelo que llevaba en la chaqueta. Aunque esta apreciación mía puede ser pura coincidencia”, lo que me valió otra de las miradas asesinas del porteño, y a las que ya me estaba acostumbrando. También recibí otra de Palomo, pero la suya como diciéndome que no se me iba una. “Álvarez, acércate a la salida de pasajeros y recibe a los colegas franceses. Entiendo que tienes los nombres, ¿no? “Sí, jefe”. Intervino nuevamente el jefe de seguridad, al que parecía que la historia le estaba dando vida, buscando cada vez más protagonismo. “Inspector, si le parece bien, y si todavía no han bajado del avión, puedo acompañar al subinspector en mi coche hasta pie de escalerilla y recoger allí a los agentes franceses”. “Lo veo perfecto, Rafael; mejor incluso. Gracias por su interés”.
Sobre unos veinte minutos tardó en llegar a la sala la comitiva franco-española, tiempo suficiente en el que el inspector Palomo trató sin éxito alguno saber el verdadero nombre del argentino, así como conseguir una explicación razonable de la cantidad de dinero en dólares que llevaba en la maleta. “No hablaré sino en presencia de mi abogado” fue la única respuesta que consiguió del que para mí, ya, se llamaba Antonio, hipótesis que se confirmaría con el tiempo.
Llegaron por fin los agentes franceses en compañía de Álvarez, quedándose fuera de la sala, muy a su pesar, pero sin que nadie se lo tuviera que indicar, el jefe de seguridad. Saludos efusivos y presentaciones. Comisario Benoît Gómez y capitán Jean Gayangau, los dos, aunque con acento propio galo, hablando casi perfectamente el español. Antes de desprender a mi parisina del canuto en el que tanto tiempo llevaba presa, el comisario Benoît explicó muy sucintamente pero con una claridad meridiana el porqué de su estancia allí y la historia del lienzo que yo me había traído desde Paris. “Messieurs, la cuestión es bien sencilla. Hace un par de años, fueron robados de una colección personal, cuatro cuadros de gran valor, dos Manet, un Renoir y un Toulouse-Lautrec. Los tres primeros fueron encontrados a los pocos días, pero del Toulouse-Lautrec se perdió la pista. Hace cuatro meses por fin encontramos algunos datos sobre tres miembros de una banda de traficantes de arte, entre los que se encuentra le monsieur Saavedra, señalando al argentino, haciéndole un seguimiento vía Interpol a los tres. Sabíamos quienes eran pero no teníamos localizado el Toulouse. Por fin hace menos de un mes tuvimos noticias del paradero del lienzo en una de tantas galerías de arte que hay en el quartier de Montmartre, concretamente una situada en la calle de Mont Cenis“. Le interrumpió el inspector Palomo. “Perdón, Benoît, y ¿por qué no lo recuperasteis en ese momento y una vez con ella tirar de la cuerda hasta encontrar a los culpables?”. “Tiene su explicación, inspecteur, nos la jugamos. Hay varios cuadros desaparecidos desde hace ya algún tiempo y pensamos, bueno, estamos casi seguro, que esta banda se encuentra detrás de sus robos. Pues a lo que iba, nos la jugamos. Supimos esperar”, dijo Benoît, cogiendo entre sus manos el canuto que todavía seguía en posición erguida en lo alto de la mesa, para a continuación acercarse hasta el argentino y darle un par de golpes en el hombro, no muy fuertes, con el canuto. “Conocimos que querían sacarlo de la France de la manera menos sospechosa posible. Hace unos días supimos que le monsieur Saavedra viajó desde Buenos Aires para, vía España, sacar la obra de arte aprovechando la venta de la pintura a un simple turista (señalándome a mí con el canuto) profano en el mundo del arte”. Yo asentí con la cabeza porque en verdad, y lo reconozco a estas alturas de mi vida, no tengo ni la más pajolera idea de arte; y menos por entonces. “Hicimos un seguimiento estrecho a ce monsieur desde que dio el anticipo hasta que volvió para completar los setecientos francos que pagó por la obra; al mismo tiempo, le monsieur Saavedra, desde que llegó a París en compañía de una señorita, Anne-Marie Gil, también de la Argentina, fue sometido a un estrecho seguimiento. La tal mademoiselle Anne-Marie, que por cierto está detenida, declaró que hizo cierta amistad con su señora, mirándome nuevamente, para saber todo lo referente de vuestro regreso a la España. Y así de sencillo. No sé cómo llegó la pintura a manos du monsieur Saavedra, entendiendo que comprándosela a beaucoup plus (mucho más) de lo que se pagó por ella, ¿no?”, dirigiéndose a mí, a lo que yo contesté que “así fue”. “Y como decís en la España, colorín colorado esta fábula se ha acabado”. Fue entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que quería esconder el argentino, el comisario Benoît Gómez, hecho que no se me fue por alto, quitó, algo nervioso, según observé, una de las dos tapaderas del canuto, inclinándolo hacia la izquierda para que mi parisina se deslizara por su interior y cayera sobre su mano.

Fue entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que quería esconder el argentino, hecho que no se me fue por alto, el comisario Benoît Gómez, quitó, algo nervioso, según observé soslayadamente, la tapadera del canuto, inclinándolo hacia la izquierda para que mi parisina se deslizara por su interior y cayera sobre su mano.
Recuerdo hoy aquel momento como si lo estuviera viviendo. Por mi mente pasaron un sinfín de pensamientos, pero todos desembocaban donde mismo. Después de oír el relato del comisario Benoît, me había quedado bien claro que la parisina había dejado de ser mía; ya no me pertenecía. Porque sí, yo había pagado legalmente por un lienzo, como bien justificaba el contrato de compraventa que me hizo el vendedor de la galería, que seguramente estaría compinchado con el argentino, al que yo no le quitaba ojo en la sala, pero la procedencia del óleo era totalmente ilegal. No era culpable de nada, pero pierdo todo derecho de propiedad sobre esa maravilla otoñal. Mi gozo, y sobre todo el de mi esposa, solo nos ha durado unos días, pensé.
El intento del comisario de sacar el lienzo con la mayor delicadeza del canuto para no dañar la pintura, se vio empañado por el obstáculo que le presentaron al obstruir su paso los tres documentos que lo acompañaban en su interior. Varios fueron los intentos en el vacío para que saliese la pintura pero no consiguió su objetivo. Tan nervioso se puso que exclamó con desmedida virulencia “¡apporter des coseaux!” (¡traer unas tijeras!); “perdón, ¿tenéis unas tijeras?”. Todos nos extrañamos porque lo más lógico era que allí en aquella sala nadie tenía porqué llevar unas tijeras, pero comprendimos también que el estado de excitación del comisario Benoît por ver de una puñetera vez la pintura a la que había dedicado más de dos años de su vida para localizarla, justificaba su petición. “Tijeras no tenemos, comisario, pero le podría valer esto”, dijo el inspector Palomo sacando del bolsillo su navaja multiuso y haciéndosela llegar. Yo observaba atónito lo que estaba sucediendo, aunque recuerdo, y todavía hoy no me explico el porqué, que no le quitaba ojo al argentino, como si pensara que ante el interés de todos por ver fuera del canuto a la pintura, aprovechara para salir corriendo, estando preparado para que si así sucediese, hacerle un placaje a estilo rugby como lo hacía un amigo mío que practicaba ese deporte y que se llama Juan Antonio Caro.
Benoît cogió la multiuso en su mano y estuvo analizándola para ver cuál de sus hojas era la más idónea para seccionar longitudinalmente el canuto y así sacar la que ya era su parisina; eligió la más larga y fina. Con mucha sutileza colocó la punta de la navaja en el extremo del canuto y procedió a cortar. “Pardón, mon comissaire”, intervino el capitán Gayangeau; “le carton nous servira à le transporter; mieux vaut ne pas couper; me permettrez-vous (el cartón nos servirá para transportarla; mejor no cortar; ¿me permite usted?), extendiendo la mano para coger el canuto. El comisario, comprendiendo al capitán se dejó llevar por sus indicaciones. Enseguida el capitán comenzó a manipularlo y sin saber cómo, comenzaron primero a salir los contratos de compraventas y por fin el óleo hecho un rollo. Sin dejarlo salir al completo, el comisario procedió a extenderlo a lo largo de la mesa. En nada de tiempo su expresión pasó de la más apasionante y gozosa al rostro más iracundo y colérico que nunca había observado yo nunca; todo lo contrario que el cambio del rostro del argentino, que cuando vio la parisina desplegada en la mesa, se infló de vitalidad. “¡Merde, merde, merde; Qu'est-ce que c'est?” (mierda, ¿esto qué es?). La cara de Benoît se inundó de impotencia y de ira, la de Palomo de incredulidad y no entender nada. La sala entera se inundó de dudas y agotamiento mental. Cuando el comisario, que era un entendido en arte, vio la parisina extendida en la mesa, exclamó, “ni esto es un Lautrec ni esto es nada. Esta pintura no vale absolutamente nada; los cafés que me tomé esta mañana en el aeropuerto valen más que esta merde. ¿Dónde está el Toulouse-Lautrec, coño?”, yéndose para Antonio Saavedra, el argentino, y zarandeándolo hasta que su capitán se lo quitó de la vista.
Mientras todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño, más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.

Mientras todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño, más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.
Y yo, que ya estaba un poquito harto de todo lo que estaba sucediendo, me la jugué. “Inspector, ¿me permitís diez minutos tan solo?; no haga pregunta”. La cara del inspector se llenó de extrañeza, pero inmediatamente contestó, “diez minutos tan solo”. Me dirigí al argentino; lo cogí fuertemente por el pelo con una mano, mientras que la otra se agarró fuertemente a su entrepierna, diciéndole, “te voy a contar lo que vamos a hacer ahora; te vas a quedar totalmente en pelota, pero totalmente; a continuación te voy a poner las esposas que me va a dar el subinspector Álvarez y te voy a esposar a uno de estos cáncamos que vas a ver cuando quite la percha esta; cuando estés enseñándonos a todos tu flácido palmito sin poderte mover, voy a coger el canuto que todos conocemos y no sé si metértelo por la boca o metértelo por el culo; te aviso que mientras más te acuerdes de la concha de mi madre, porque sé que te vas a acordar, más te empujaré. Así que desnúdate ahora mismo que ya tan solo nos quedan ochos minutos”, soltándolo bruscamente y cogiendo el canuto en una mano y las esposas que ya estaban encima de la mesa en la otra. Lo tuvieron que desnudar entre el subinspector y el capitán Gayangeau. “Dejadlo en calzoncillo, ponerles las esposas, colgarlo de ese cáncamo y dejarlo de espalda a la pared en un primer momento”. Así lo hicieron pese a la oposición del porteño, al que cada vez lo veía más derrumbado. No sé quién pondría en su día ese cáncamo, pensé en aquel momento, pero el que lo hizo lo puso bien profundo, ya que pese a los tirones que daba el detenido no se movió ni un ápice de su posición natural. No le di tiempo a pensar, y sin que se lo esperara le di un fuerte golpe con el canuto en su entrepierna, observando como el dolor le subía por el estómago y le llegaba hasta la cabeza. “Bueno, amigo mío, nos quedan cinco minutos de placer, así que como veo que tu boquita es demasiado grande para este canuto y no vas a sentir mucho, lo mejor es que empecemos por abajo, así que te voy a quitar yo personalmente el calzoncillo y te vamos a poner de cara a la pared”. Con toda la parsimonia del mundo puse el canuto en el suelo, al tiempo que le decía al subinspector Álvarez que cuando yo le quitase el calzoncillo le diese la vuelta. Agarré el calzoncillo por los dos laterales y cuando lo llevaba a la altura de las rodillas escuché como decía “súbelo, boludo, que voy a cantar”. “Joder, le dije, retirándome y dejándole el calzoncillo por las pantorrillas, ¿y nos vas a privar ahora de esta maravilla?; lo mismo cuando tuvieras la mitad del canuto dentro, te empalmabas y podríamos vértela. Creo que vamos a seguir”. Me dirigí con la intención de quitarle completamente el calzoncillo y toda la sala se llenó de júbilo al oírlo, “el Toulouse se encuentra plastificado en el interior del canuto, entre sus paredes”. Recuerdo que solo oí al inspector Palomo decir, “llevabas ya nueve minutos y medio”.
Hoy, después de casi treinta años desde que sucedieran aquellos hechos, todavía recuerdo las caras de los allí presentes. Álvarez, el menos cañero, se limitó a descolgar al argentino y a conminarlo a que se vistiese, para ponerle las esposas y fijarlo a la silla en la que lo sentó. Benoît, sentado, y Gayangeau con toda la meticulosidad del mundo y valiéndose de la multiuso, centrados en quitar pequeñas tiras de cartón del canuto con el fin de no dañar la pintura. No se me olvidará la expresión del comisario cuando consiguió quitar una de las tiras de cartón y conseguir ver el plástico que envolvía el Toulouse-Lautrec; casi una hora les costó conseguir quitar todo el cartón; a continuación, con más esmero aun que con el cartón, procedieron con el plástico. Y por fin vio la luz. Lo extendieron a lo largo de la mesa, encima de la pintura que yo compré, y tengo que reconocer que entonces y hoy, yo veía más bonito el motivo que representaba la parisina, con la visión otoñal de una calle de París, que el que me ofrecía esa imagen de burdel que tanto representó Toulouse-Lautrec en sus pinturas; para gusto, los colores.
Aprovechando que un par de agentes, en compañía del subinspector Álvarez se marchaban con el detenido para Comisaría, y porque el estómago me estaba pidiendo manduca, vi prudente dejar solos al inspector y a los dos oficiales gabachos para que hablasen de “sus cosillas”, como yo las llamé por entonces, comentándole al inspector que me encontraba en la cafetería.
Allí en la cafetería, luchando con una buena cerveza y una tapa de patatas alioli, a la que le siguió un pequeña cazuela de callos con garbanzos, recordé todo lo sucedido en aquellos dos días. La verdad fue que lo único que tuve que hacer es llevar a la práctica la formación que por mi profesión, tuve en expresiones faciales y conductas posturales, comprobando que una observación minuciosa nos puede dar el verdadero estado de ánimo de una persona. Tampoco es cuestión de dar aquí una clase magistral sobre el tema, que para eso están ya los psicólogos, pero la verdad es que gracia a esa observación pudimos encontrar el cuadro robado. Luego, sobre el numerito del desnudo integral del argentino, no hay nada más efectivo en un interrogatorio que obligar a mostrar tus interioridades al detenido, y más aun cuando este no está muy orgulloso de lo que enseña, como era el caso del argentino.
Palomo llegó solo a mi encuentro, dejando a Benoît y a Gayangeau con el jefe de seguridad para agilizar su vuelta a París para el día siguiente, ya que ese día tenían que pasarse todavía para redactar un informe conjunto y presentarse delante de la jueza del caso con la que ya habían hablado por teléfono de todo lo sucedido. Me explicó que con los oficiales franceses habían llegado a un acuerdo por el que yo no había participado en ningún momento en el interrogatorio, siendo ellos, los policías, españoles y franceses, conjuntamente, los que habían resuelto el caso del Toulouse-Lautrec. Una vez me aclaró a los acuerdos a que habían llegado, se interesó en mi particular manera de proceder y mi agudeza, poniendo especial hincapié en cómo, porque no fue una sola vez, había llegado a la conclusión que el argentino guardaba lo que ellos no pudieron averiguar. “Inspector, le dije, no voy a intentar ahora hacerle ver que yo ea un súper hombre, cuando la verdad es que he tenido mucha suerte; al igual que los franchutes, me la jugué y me salió bien. Pero solo decirle que para jugármela debía de tener una base, y esa la conseguí a través de la observación. No sé si se dio cuenta a lo largo de los dos días que en ningún momento dejé de mirar al argentino; sus ojos, sus muecas, sus hombros, sus pies, sus manos cubriéndose sus partes más débiles; pero sobre todo sus ojos y su boca cuando sucedían cosas nuevas en la sala. Inspector, esto es para practicar mucho y no para explicarlo, compréndame. Y no olvide nunca que existe un lenguaje corporal de los mentirosos”. “Ya; de acuerdo con lo de la observación, pero, ¿y el interrogatorio tuyo que en menos de diez minutos le sacaste dónde estaba el lienzo?”. Me reí con su apreciación. “La observación me llevó a saber que el canuto guardaba algo; y acerté”. “Pero, me contestó, ¿se lo hubieras llegado a meter entre las piernas si no hubiese hablado?. Volví a reírme, esta vez a carcajadas, “si no hubiera hablado me lo hubiera tenido que meter yo, por enterado, o como dicen en mi tierra, por enteraillo”.
El inspector comentó que se tenía que marchar, que le esperaban los atestados y la jueza. “Ha sido un placer haberle conocido. Nunca en más de veinte años de servicio he aprendido tanto como en estos días, y todo gracias a usted. Dígame una última cosa, ¿dónde fue adiestrado para esto? Me quedé mirándole fijamente, en silencio, unos pocos segundos y le contesté: “creo que la última cosa la tiene que decir usted, ¿no?”. Sonrió, me alargó la mano y contestó: “Acompáñeme a recoger su parisina; y las noventa nunca existieron”.

EPÍLOGO
Madrid, 15 años después. Despacho del comisario Palomo.
Suena el teléfono.
  • Sí, dígame.
  • ¿Comisario Palomo?, soy tu colega Benoît, Benoît Gómez. ¿Me recuerdas?
  • Hombre, Benoît, claro que te recuerdo; para no me olvidarte de ti después de lo que vivimos juntos.
    Los dos comisarios estuvieron departiendo por más de media hora de asuntos intrascendentes y que la mayoría de ellos no venían al caso.
  • Por cierto, Palomo, ¿te acuerdas de la parisina? ¿Te acuerdas la cantidad de groserías que salieron de mi boca cuando la extendí encima de la mesa?
  • Hombre, Benoît, son cosas que no se olvidan; y la cara que se te puso.
  • Pues vaya negocio que hizo el comprador. La obra del autor de esa parisina es de las que más se ha revalorizado en estos años. ¿Tú me lo podrías localizar?

FIN



No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

lunes, 13 de abril de 2020

LA PARISINA (capítulo 3)





CAPÍTULO III

También anota toda la numeración de esa tarjeta de embarque y buscas al jefe de seguridad del aeropuerto; le dices que por favor nos haga llegar esa maleta y que se pase él también por aquí”. “A sus órdenes, mi inspector”, contestó el agente. “O no, mejor no. Encárgate tan solo de la esposa del señor, que el asunto del jefe de seguridad se encargará el subisnspector Álvarez”.
Los tres, el inspector Palomo, el argentino y yo, nos quedamos solos en la fría sala, a la espera de los acontecimientos que pudiesen venir con la llegada de los nuevos invitados a la fiesta tan especial que estábamos celebrando. Yo, y lo recuerdo como si fuera ayer, principalmente porque aquel día fue de esos que no se olvidan nunca en la vida de una persona, me encontraba muy tranquilo, como si no me estuviera jugando nada, y “ya ve”, si las cosas se torcían un poco, podían dar con mis huesos en la cárcel. Pero no, yo estaba sosegado. No sé si esa serenidad mía estaba motivada porque, creyendo fielmente en mi verdad, esperaba que el documento firmado por el Honorio de los cojones se encontraría durmiendo en el interior de la agenda de mi esposa que siempre suele descansar en el fondo de su bolso junto a un sinfín de abalorios, perifollos y pinturetas, comunes todos ellos en todo bolso de mujer, o bien era producida por la imagen que tenía delante de mis ojos, a poco más de un metro. Efectivamente, hasta ahora no me había fijado bien en la belleza de mi parisina, que, dormitando en lo alto de la mesa, me transmitía seguridad. Allí, como ángel yacente, flanqueada por tres de sus cuatro costados, trataba de expandir su belleza por toda la sala. Flanqueada por el bien, por el mal y por la justicia; por mí, que representaba la verdad y el bien, por el argentino, símbolo del mal y la mentira, y por el inspector, encargado de ejecutar la justicia. No creo yo que fuera el único en la sala que estuviera fascinado por tanta belleza; de una u otra manera, su popurrí de colores de fuego y ocres hacía necesario que toda persona que la observara, se sintiera atraída, y porqué no decirlo también, embrujada, con tanto arte otoñal. Fue desde entonces, y tengo que admitirlo, que el otoño para mí siempre ha sido otra primavera.
Pero el embrujo en que me vi envuelto durante el largo periodo de silencio, llegó a su fin cuando se oyeron dos repiqueteos en la puerta para a continuación, sin recibir respuesta desde el interior, abrirse de inmediato. “Mi inspector, en la puerta se encuentra la señora, ¿la hago pasar?”. “Hágala pasar, pero adviértale que solo responderá a mis preguntas”. “Y a usted, dirigiéndose a mí, le ruego que no intervenga si yo no se lo pido. Siga sentado de espalda a la puerta y no se vuelva”. Las órdenes del inspector fueron claras: las respuestas de mi mujer serían sin que ni yo la mirase. Lógico y normal, me dije; peor hubiera sido que me hubiera invitado a salir; así por lo menos me enteraría de sus respuestas. Y comenzó el agente con su interrogatorio. “Señora, le pediría que sus respuestas fueran lo más lacónicas posible, que no se me extienda más de lo preciso; así acabamos antes. ¿Es usted la esposa del señor que está sentado de espaldas? “Sí”, respondió. “Conoce usted al señor que está sentado de frente, y si así es, de qué lo conoce?”. "Le conozco de vista. No he hablado nunca con él directamente; bueno sí, en una ocasión. Le conocí en el aeropuerto de Madrid, cuando se dirigía a la cafetería a comprarle el lienzo de la parisina a mi marido, habiéndonos cruzado cuando yo salía y él entraba. Después le volví a ver en la puerta de embarque cuando nos hizo el favor de coger una bolsa con compras que yo hice en el aeropuerto y que no me dejaban embarcar porque ya llevaba una bolsa de mano, sirviéndole mi bolsa para meter el canuto con el lienzo en su interior que mi marido ya le había vendido”, respondió con gran seguridad después de haber mirado al argentino. “¿Y me puede decir usted por cuánto le vendió el lienzo su marido al señor Ernesto?”. Tras esta pregunta, ella titubeo un poco y dejó de mirar al inspector para volver su vista nuevamente hacia el argentino, saliéndose un poco de la pregunta que le había hecho el agente. “No sabía yo que se llamara Ernesto. Quiero recordar que en el papel que firmó había escrito otro nombre; Honorio, Horacio; no sé; tendría que mirarlo”. “Por favor, señora, cíñase a la pregunta que le he hecho, ¿en cuánto le vendió el lienzo su marido a ese señor?”. Aquí ella volvió a sentirse dubitativa, expresión que comprendió perfectamente el agente, saliéndole al paso inmediatamente. “Señora, quiero saber la cantidad que recibió su marido por el lienzo, no el precio que esté reflejado por la venta en cualquier papel”. Ella lo captó de inmediato. Cobró noventa mil pesetas, aunque en el documento que firmaron consta otra cantidad”. Todas las respuestas que estaba dando se ceñían a la verdad, al relato que yo había dado. Sus respuestas reforzaron mi tranquilidad y mi seguridad, pero más lo hizo aun la cara que se le estaba poniendo al puto argentino, que no dejaba de moverse en la silla dando signos de nerviosismo; en un par de ocasiones observé cómo se introducía las manos en los bolsillos de su chaqueta y hacía los gestos como si rebuscara algo; a la segunda, acordándome de la chequera del banco de Galicia y Buenos Aires que en varias ocasiones casi me refregó por la cara, hice como un ademán de levantarme para llamar la atención del inspector e indicarle con unos gestos con el rostro y con la manos que Honorio no dejaba de rebuscarse en su chaqueta, gestos que el inspector interpretó enseguida y le indicó que pusiese las manos encima de la mesa. Aparentemente, pensé, el inspector está de nuestro lado, del lado de la verdad. “¿Y tendría usted a mano ese documento de compraventa?”. “Sí señor”, le respondió mi esposa echando mano al bolso que lo llevaba colgado del hombro derecho. Como era de esperar, comenzó a hurgar en el fondo del bolso buscando el documento, tardando más de lo normal, por lo que el inspector la invitó a que lo pusiera encima de la mesa, desplazando hacia un lateral la parisina y los dos documentos de compraventa que se encontraban también encima, además del canuto de cartón que rodando cayó hasta el suelo, siendo recogido de inmediato por el agente en prácticas. Ella sacó la cartera, la agenda de donde habían salido las dos hojas para firmar el documento de compraventa con el argentino, en cuyo interior no se encontraba como yo esperaba el que andaba buscando, dos mecheros, un paquete de ducados, un paquete de chicle de menta, dos pinta labios y algunas cosas más que ahora no recuerdo. Después de buscar y de no encontrar lo buscado, cambiándole un poco el rictus de su cara, se le oyó decir, “perdón …..., ahora que lo recuerdo....., que lo metí en uno de los bolsillos”. Efectivamente. Abrió la cremallera interior de uno de los bolsillos interiores de su bolso Burberry de color negro que le regalé en su anterior onomástica y que le compré en el Corte Inglés de San Fernando, y sacó el dichoso documento de compraventa, abriéndolo, cerciorándose que era lo que buscaba y entregándoselo al inspector, quien lo revisó y comprobó que todo lo que yo le había dicho era cierto. Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.

Fue en el preciso momento en el que, tras comparar el inspector Palomo los dos documentos de compraventa, uno firmado por el argentino y el otro sin su firma, se dirigía hacia Ernesto para mostrárselos, cuando se abrió la puerta y aparecieron el subinspector Álvarez y el jefe de seguridad del aeropuerto, Rafael Galán.
El inspector, con buen parecer, decidió que el interrogatorio con el argentino debería de aplazarse hasta que no departiera con el señor Galán, al que recordaba de un servicio que tuvo que llevar a cabo hacía poco más de un año en el aeropuerto de San Pablo y del que guardaba un muy buen recuerdo. Pero antes de dirigirse al jefe de seguridad del aeropuerto, al que le envió un saludo gestual acompañado de una sincera sonrisa, invitó a mi esposa a que recogiese todas sus pertenencias que estaban esparcidas en un extremo de la mesa y que las metiese nuevamente en su bolso, a excepción del documento de compraventa. “Señora, con usted hemos terminado por ahora. Puede recoger sus pertenencias y volver con su familiar, aunque le digo que no va a ser posible que abandone todavía el aeropuerto; no creo que el señor Galán le ponga ninguna objeción para que la espera la pueda hacer en la sala VIP”, buscando cuando terminó la frase, el asentimiento del jefe de seguridad, encontrándolo de inmediato. La sorpresa de todos los ocupantes de la sala fue que cuando mi esposa estaba procediendo a recoger sus pertenencias en el bolso, se oyó la voz del argentino: “perdón, tengo la boca algo seca; ¿le importaría a vos, dirigiéndose a mi esposa, hacerme llegar un par de chicles?”. Todos se quedaron extrañados con la petición, procediendo el inspector a asentir ante la mirada que le hizo mi esposa. “Tome, quédese con el paquete”, dijo ella, lanzándoselo delante de las manos.
Mi esposa salió de la sala acompañada del agente en prácticas y de mi mirada, al tiempo que el inspector y el jefe de seguridad, después de un saludo efusivo entre los dos, salieron también de la sala y comenzaron a hablar nada más salir de la misma. Yo agudicé mis oídos para oír la conversación, a la que asistió también el subinspector Álvarez, dándole descaradamente la espalda al argentino; percibí más o menos las peticiones que le estaba haciendo el agente jefe del dispositivo, pero de pronto oí como un chirrido a mis espaldas, volviendo la cara de inmediato y quise percibir que el Honorio de los cojones había arrastrado la silla no sé para qué; lo que sí observé fue que las manos volvían encima de la mesa y cogían un par de chicles del paquete que le dejó mi esposa. “Buen sabor tienen estas gomas de mascar; puro sabor a ananás; vos tenés suerte con la mujer que le tocó”,me dijo con cierto aire de sorna.
Los dos agentes entraron nuevamente en la sala, cerrando la puerta por dentro, mientras el jefe de seguridad se encaminó a conseguir todas las peticiones que le había demandado el inspector Palomo. Por lo que yo pude oír, hasta que me sobresaltó el chirrido provocado por la silla, le había pedido que hiciese llegar el equipaje de Ernesto, la lista de embarque del vuelo Madrid Sevilla, así como la del vuelo París Madrid. “Bueno, señor Ernesto Sanromán, prosigamos con lo nuestro”, dijo el inspector volviendo a coger los dos documentos que le iba a enseñar cuando llegó el jefe de seguridad del aeropuerto y acercándose al argentino. “Veo claro que los dos documentos son idénticos salvo que en uno de ellos hay dos firmas y en el otro tan solo la de nuestro amigo el vendedor”, señalándome a mí. “¿Es su firma la que está debajo de Honorio Sanjuán?”. “No. Le vuelvo a repetir que yo no sé nada ni conozco ni hasta hoy he oído hablar de ese tal Honorio. Yo lo único que deseo es que me traigáis mi valija y me dejéis partir de una vez por todas. ¡No tengo nada que ver con este quilombo!”. El inspector comenzó a dar vueltas, desesperado, impotente ante las pruebas que tenía y que no le permitían acusarlo, por mucho que pensara que sí lo era. Aunque en verdad, él era el primero que no tenía claro el motivo de la detención, ya que no le cuadraban en absoluto las dos versiones que tenía encima de la mesa: la del argentino y la mía. Como ya me comentó una vez resuelto el caso, lo único que tenía claro, y todo por teléfono, es que iban detrás del robo de un valioso cuadro cuyo porteador era el tal Ernesto Sanromán; pero aquí entraba yo con mi versión y le descuadraba todo por completo. Además, aunque la parisina que se encontraba yaciendo en lo alto de la mesa estaba bien, como él se preguntó muchas veces, no la veía para tener tanto valor como le comentaron desde París. Aquí había algo que se le escapaba.
Y entonces se dirigió hacia mí. “Señor, sintiéndolo mucho, porque creo que usted es inocente, me veo en la obligación de decirle que no va a poder abandonar esta sala; ni su señora tampoco. Hay algo más grande que las pruebas que usted nos aporta sobre ese documento por duplicado. Detrás de todo esto se encuentra el robo de una obra de arte, y aquí tan solo tenemos la que compró usted en París por setecientos francos. Me temo, y esto lo pienso yo, que detrás de todo este caso hay toda una organización criminal dedicada al robo de obras de arte y que se han servido de usted para sacarla de París sin levantar ningún tipo de sospecha. Además, no hay pruebas aparentes que me demuestren que este señor, refiriéndose al argentino, haya firmado el documento que aportó su señora esposa”. Yo, en vez de venirme abajo con el panorama tan sombrío que me había dibujado, pensé que era el momento de pasar al ataque. Sabía de antemanos que el caso ni lo iba a solucionar ni me tocaba a mí solucionarlo; yo lo único que debía de probar es que la venta del lienzo se la hice al puto argentino de los cojones y que la versión que yo di de los hechos, apostillada por la de mi mujer, era totalmente cierta y que en ningún momento mentí a los agentes. “Muy bien, señor inspector, le entiendo perfectamente, pero déjeme que pruebe un par de cosas. La primera, que el bolígrafo con el que redactamos los documentos es propiedad del señor Ernesto o del señor Honorio, o como coño se llame”. “Dígame usted cómo lo va a probar”, mostrándose dispuesto a mi propuesta. “Que se saque de uno de sus bolsillos el bolígrafo Mont Blanc que cuando lo vea usted me dará la razón que es muy llamativo, y que además, tiene la misma tinta con la que se escribieron los dos documentos”. Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha probado la primera de las cosas de que me hablaba, ¿y la segunda?

Efectivamente, después de probar que Honorio era dueño de un Mont Blanc y que los documentos se habían escrito con ese bolígrafo, el inspector Palomo, tras dedicarme una sonrisa acompañada de una cara con cierto estupor, me hizo otra pregunta: “ha demostrado la primera de las cosas de las que me hablaba, ¿y la segunda?
La verdad fue que, a sabiendas del follón en el que estaba metido sin partirlo ni probarlo, el hecho de ver la cara del argentino, totalmente henchida de ofuscación al probar lo de su bolígrafo, me reconfortó mucho, y más cuando tras garabatear el inspector con el Mont Blanc en un folio en blanco que se sacó de su maletín comparando la tinta con los documentos de compraventa, y hacer el comentario de “¡coño, qué maravilla; cómo se desliza en el papel el dichoso bolígrafo!; en verdad es que hay diferencia entre escribir con esto y hacerlo con un bolin o un bic”, se los puso por delante, preguntándole “¿puede negar ahora que con su bolígrafo no se escribió este documento?, ¿y puede negar que la firma que hay encima de Honorio Sanjuán no la hizo usted? “Le vuelvo a repetir, señor agente, que no conozco al tal Honorio?, le contestó de muy malas maneras, tosiendo fuerte y repetidas veces, por lo que se llevó las manos a la boca. Palomo volvió a la carga: “no le he dicho que si conoce al tal Honorio Sanjuán, lo que le he preguntado es que si usted ha firmado encima del nombre de Honorio. Respóndame, carajo, de una puta vez”. El porteño se vio cogido sin respuesta alguna, por lo que acudió al tópico de “no responderé sin la presencia de mi abogado”. Había quedado claro, por lo menos para mí, y para los agentes también, que la rúbrica que aparecía junto a la mía en el documento de compraventa era la suya; daba igual que se llamase Honorio, Ernesto o Periquito el de lo Palotes, que en verdad cualquiera sabía cuál sería su verdadero nombre.
Fue después de la negativa del argentino a no declarar sin la presencia de su abogado, y después que le diera un doble golpe en el hombro sin fuerza alguna, como diciéndole, “estás pillado, pibe”, cuando el inspector se me dirigió pidiéndome cuál era la segunda prueba de la que yo hablaba.
Yo no quería alargar más la situación que estaba viviendo, pero era sabedor que la única manera que había para que acabase aquella pesadilla era que viniesen prontos los agentes gabachos. Aun así quería darle otro revolcón al puto porteño de los cojones, y que conste que yo no tengo nada en contra de los argentinos; todo lo contrario, me caen pero que muy bien; de hecho, mi dentista es argentino, al igual que mi compañero de pádel; vaya eso por delante. Pero el Honorio este, pensé en aquel momento, me había jodido mi viaje a París; hoy, después de recordar como se desarrollaron los hechos, tengo que reconocer que lo vivido hubiera pasado con Honorio o sin Honorio; estaba claro que estaban esperando que alguien comprase esa maravillosa y otoñal parisina; y me tocó a mí. Pero a lo que íbamos. Le contesté al inspector. “Pregúntele en que bolsillo tiene la chequera del Banco de Galicia y Buenos Aires que en varias ocasiones casi me cruza la cara con ella, demostrándome con ello su poderío económico para quedarse con mi óleo. Pregúnteselo por favor, señor inspector, porque no creo que se haya desecho de ella; iba a decir que la podía tener en su maleta, pero no, ya que las maletas se facturaron en el aeropuerto de París”. “Usted dirá, señor Ernesto, dijo Palomo dirigiéndose al porteño, ¿lleva encima esa chequera?”. “Vos sabés, porque ya lo dije antes, que no hablaré sin la presencia de mi abogado. No obstante, por referencia a vos, decir que no sé nada de esa chequera y que todo son invenciones del pibe este”, refiriéndose a mí de una forma despectiva. “Vacíese los bolsillos, ahora, y no me haga perder los nervios”. Honorio, sin levantarse de la silla y arrimado a la mesa como si estuviera buscando el calor de un hipotético brasero en invierno, se quitó la chaqueta y la puso justamente encima de mi parisina, escuchándose en la sala un “¡no!” por mi parte, “¡encima no!”. Inmediatamente el subinspector Álvarez levantó la chaqueta por el cuello con la mano izquierda mientras con la derecha cogía el lienzo y lo retiraba, dejándola caer nuevamente sobre la mesa y enrollando el lienzo con mucha delicadeza para introducirlo en su canuto. “Álvarez, enrolla los tres documentos y los introduce también en el tubo ese de cartón”, dijo el inspector, “y vacía todo lo que haya en los bolsillos de la chaqueta”. Álvarez esparció en lo alto de la mesa todo lo que encontró en los bolsillos de la chaqueta pero la chequera no aparecía. “Bolsillos del pantalón”, dijo Palomo. “Señor agente, no tengo nada; ni chequera ni nada; compruebe usted mismo”, dijo Honorio levantándose de la mesa pero sin apartarse de ella. El subinspector Álvarez registró en los bolsillos del pantalón encontrando tan solo un pañuelo blanco perfectamente doblado, que al ponerlo junto al resto de objetos personales salidos de la chaqueta, se pudo observar que llevaba bordado en azul las iniciales AS, hecho este que llamó la atención de Palomo pero sobre el que no hizo ningún comentario. El inspector lo único que hizo al ver que no aparecía la chequera fue dirigirse a mí y hacer un ademán con la cabeza como diciendo que la chequera no aparecía, que no había segunda prueba. Yo, sentado todavía enfrente de Honorio, me dirigí a Palomo rogándole permiso para hablar con el porteño, ruego que me concedió. Sentado, me acerqué todo lo que podía a la mesa, en la misma posición que tenía él y mirándolo a los ojos le dije: “señor Honorio, ¿le gustan las gomas de mascar de mi esposa? Tras la pregunta que le hice, aprecié cómo su rostro se demudaba, llenándose de ira y de rabia. Lo estaba provocando; deseaba que perdiera los nervios. Y proseguí, tirando de la cuerda, suponiendo de antemano que el inspector me dejaría tensarla todo lo que yo quisiera. “En mi tierra, allá en el sur, a los cerdos les encantan comer gomas de mascar, pero a los niños traviesos le gustan pegar los chicles debajo de la mesa; ¿usted es un cerdo o es un pibe travieso? Y ya no se pudo reprimir más, empezando a vociferar. “La concha de tu reputa madre, cabrón de mierda. Juro por mis muertos...”, y no terminó la frase porque se levantó avalándose hacia mí; gracias que el subinspector Álvarez lo redujo enseguida y lo volvió a sentar en la silla, pero ya a algo más de un metro separado de la mesa. Me dirigí a Palomo diciéndole: “señor inspector, mire debajo de la mesa”. El “hijo de puta” que salió de la boca del agente y su mano abierta impactando en la cara de Honorio casi coincidieron en el tiempo, teniendo que ser recogido del suelo por Álvarez. El argentino había pegado con chicle a la tapa de la mesa, por debajo, la chequera de la que yo hablaba, presionándola con sus rodillas y muslos, de ahí su interés de acercarse tanto a la mesa. Cometió el fallo en el momento que arrastró la silla cuando el inspector hablaba con el señor Galán fuera de la sala y todos le dábamos la espalda; no pensó que yo oyera el chirrido al acercar la silla a la mesa.
Los dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus apreciaciones …............”

Los dos agentes, sobretodo el inspector, se quedaron estupefactos, y yo aprecié como por la cabeza de Palomo pasaban multitud de preguntas sobre mí. “De verdad que me ha dejado usted sin palabras con sus apreciaciones; muy agudo, sí señor”.
Aunque sabía que el caso le quedaba mucho para su resolución, principalmente porque el mismo inspector era el primero que no estaba debidamente informado sobre su alcance, como bien me manifestó en su momento, lo que sí se estaba demostrando era que el Honorio era parte importante de una trama nada legal. Yo, habiendo vivido en primera persona toda la movida, por llamarla de algún modo, no tenía duda alguna de su pertenencia a la trama, pero también comprendía el papel y la situación del inspector Palomo. Él había recibido la orden tan solo de detener a un sospechoso de traficar con obra de arte, y todo a la espera que se personaran los agentes franceses que eran realmente los que conocían los verdaderos intríngulis del caso. Pero ahora se le presenta un segundo actor, que en este caso era yo, que por arte de birlibirloque, y mientras que no se demostrara lo contrario, podría ser cómplice del tal Ernesto; por muchas pruebas que presentara demostrando que el Honorio de los cojones le había comprado el lienzo, ninguna era concluyente de mi inocencia. Y yo comprendía su postura cuando me decía que no podía abandonar el aeropuerto mientras que no llegasen los franceses y se alumbrasen de alguna manera las lagunas que inundaban el caso. Así que, aunque me tocase jorobarme, no me quedaba más remedio que permanecer allí. Y en verdad era que yo estaba disfrutando con los acontecimientos que estaban sucediendo, ya que en cierta medida estaba saliendo victorioso de ellos; y sobre todo, de pasar por encima del argentino. No se me olvidará la ira reconcentrada que inundó su cara cuando, tras descubrirse lo de la chequera pegada debajo de la mesa, me dijo aquello de “la concha de tu reputa madre”. Yo era sabedor de mucho antes de estos hechos, que uno de los mayores insultos que podían proferir los argentinos era precisamente el que él me había dedicado, pero tengo que reconocer que en aquel momento, y todavía hoy cuando lo recuerdo, a mí me supo a gloria. Yo vi que fue el mayor insulto que me podía hacer, “la concha de tu reputa madre”, pero como yo fui el que lo iba buscando, porque si lo conseguía, el esparcía por todo el ambiente de la sala su derrota, pues fue el piropo más bonito que jamás hubiera recibido. Y perdona, mamá.
Yo disfruté mientras que mi mente se encontraba absorta en probar mi inocencia, pero cada vez que abandonaba ese estado de ensimismamiento en el caso, mi cerebro se dirigía a pensar en el estado de cabreo que pudiese tener mi esposa, culpándome a mí de todo lo que estaba ocurriendo. A ver cómo le explicaba que el follón que estábamos viviendo comenzó en el preciso momento en que decidió, porque eso sí quiero aclararlo, lo decidió ella, comprar la dichosa parisina. Bueno, lo de dichosa no se lo diré a ella. Me tranquilizaba un poco que el señor Rafael Galán la autorizase a disponer de la sala VIP del aeropuerto, donde en compañía de mi suegro, que era el familiar del que hablé que venía a recogernos, podrán deleitarse con los aperitivos y frutos secos de que se disponen en dicha sala.
El sonido de unos artejos impactando la puerta de la sala en la que nos encontrábamos, vino a bajarme de las alturas de las que colgaba. Era un auxiliar de tierra del aeropuerto, Antonio Sánchez, que, por indicaciones del jefe de seguridad, quien también llegó inmediatamente detrás, traía una maleta que por su tamaño no era la más idónea para recorrer tres continentes como apuntó en su declaración el argentino. El señor Galán, tras indicarle al auxiliar de tierra que dejase la maleta encima de la mesa, invitándole a que abandonara la sala, se me dirigió pegando su cara a mi oído y me indicó que “no se preocupe por su señora y su suegro; se encuentran perfectamente en la sala VIP donde les he hecho llegar unos sandwiches y unas piezas de fruta, que por cierto, me he reído mucho con él porque es bético como yo”. También le comentó a Palomo que tenía en su bolsillo las listas de embarque de los dos vuelos y que en las dos venía un pasajero con el nombre de Ernesto Sanromán, coincidente con el nombre que venía en el pasaporte que ya le retiraron nada más bajar del avión.
El subinspector Álvarez, tras ponerse unos guantes de látex (aprovecho para recordar que son necesarios para salir a la calle en estos momentos de pandemia) de color celeste, procedió a la apertura de la maleta, después de que el argentino, con caras de pocos amigos, confirmase que era la suya, tras levantarse de la silla y acercarse hasta la mesa. El registro lo presencié sentado en la silla, pero en vez de estar pendiente de las prendas y otras cosas que sacaba el subinspector, lo hice sin quitar la vista del rostro de Honorio, al tiempo que observé también, de una manera soslayada, cómo las miradas del inspector iban a caballo entre la maleta y mi cara. Desde mi posición me centré en todos y cada uno de los gestos que apareciesen en la cara del argentino, en cada una de sus muecas, en cada uno de sus posibles tics, y sobre todo en sus miradas y en sus labios, porque de la posición de sus hombros ya no me interesaban, pues desde hacía ya algún tiempo estaban caídos, derrotados y no se podían extraer ninguna conclusión delatora de ellos. No pestañeé; aquellas largas y penosas sesiones de interrogatorios en mi periodo de formación me valieron de mucho; esas que hacen que te salga un sexto sentido y adelantarte en ocasiones a los acontecimientos; esas que no se pueden explicar, pero esas mismas que no se pueden borrar de la mente de los que las hayan sufrido. Y lo curioso de todo fue que el argentino, perro viejo donde lo hubiese, estaba más pendiente de mí que del propio registro de su maleta; todavía pienso que por entonces jugábamos en la misma división, aunque el inspector Palomo, que en un primer momento me había subestimado, no nos andaba a la zaga.
El subinspector Álvarez terminó el registro, poniendo todo el contenido de la maleta encima de la mesa, examinando prenda por prenda minuciosamente, zapatos, neceser, un diccionario castellano-francés, un plano de París y un libro, además de varias bolsas vacías, no encontrando aparentemente nada que pudiese aportar algo nuevo. Pero el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba algo.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
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