CAPÍTULO
IV
Pero
el inspector Palomo supo leer en mi expresión lo que yo había
sabido ver en el lenguaje gestual del argentino mientras observaba el
trasiego hasta la mesa de todas sus prendas y pertenencias. Guardaba
algo.
El
subinspector Álvarez, que luchaba para estar en la promoción que le
permitiese jugar en la misma liga que el inspector Palomo, dio por
terminado el registro de todas las pertenencias existentes en la
maleta de Ernesto Sanromán, volviéndose para su jefe y
preguntándole con la mirada que si con eso habían terminado ya. La
verdad era que, y eso no se me había pasado por alto desde un
principio, a pesar de ser compañeros de grupo, no existía lo que se
conoce como “feeling” entre los dos; y no ya porque uno fuera
subordinado del otro; no, la cosa no iba por ahí. El hecho de esas
diferencias radicaba en que mientras Palomo había sido desde que
entró en el cuerpo, hacía ya más de veinte años, un hombre de
calle, curtido en mil batallas en las que se jugaba el pellejo en
cada una de ellas, lo que curtió, Álvarez, salvo los dos o tres
primeros años de servicio, hacía también otros veinte años,
siempre había sido hombre de oficina; muy educado y buena gente, sí,
pero sin experiencia en casos reales en los que había que demostrar
su amor por la profesión policial. Y Palomo no soportaba eso;
hubiera incluso preferido que el registro de la maleta la hubiera
hecho el agente en prácticas, al que le veía más sangre en las
venas, pero no quiso hacerlo llamar de la puerta de la sala VIP del
aeropuerto que era donde se encontraba, y tampoco dejar en mal lugar
a su subinspector. “Mierda, pensó Palomo, no le corre sangre por
las venas; le corre horchata”, mientras se situó entre la maleta y
el argentino, dirigiéndose a él. “Vamos a ver, señor Ernesto,
porque hemos quedado que se llama usted Ernesto, ¿no?, ya hemos
revisado el contenido de su maleta y no hemos encontrado nada;
aparentemente; ¿me puede usted asegurar que en la maleta no haya
algo más que tenga usted que declarar?”. El argentino, con toda la
seguridad que había demostrado desde un primer momento, respondió a
la pregunta con un movimiento negativo de su cabeza. “¿Seguro? ¿Me
tendré que poner los guantes para dar un repasito?, le conminó
pegando su cara a la del detenido, quien, impasible, echó la cabeza
para atrás respondiendo con un frío y casi amenazante “póngaselos”.
Instintivamente, mientras se ponía los guantes de látex que sacó
del bolsillo, cruzó la mirada conmigo, recibiendo, también
inconscientemente, un movimiento asertivo de mi cabeza. Comenzó
primero a golpear levemente con sus nudillos el fondo de la maleta,
recorriéndolo todo de una manera muy minuciosa y cambiando
deliberadamente de intensidad en los golpes, al tiempo que pegaba su
oreja al interior, esperando encontrar algún desacorde en sus
golpes. Todo le pareció normal. Pasó a continuación a repetir la
misma operación con el fondo de la tapa de la maleta, teniendo el
mismo resultado. Observé que durante todo su repiqueteo en los
fondos me miró en varias ocasiones, aunque yo seguía centrado en la
cara del porteño, confirmándome que guardaba algo. Y así fue. El
inspector se centró con sus golpeos de nudillos en los laterales de
la maleta, comprobando que pudiese haber una especie de cámara entre
las paredes exteriores e interiores. Tras poder acceder a ella
valiéndose de una de las hojas de su navaja multiusos, encontró
algo que no iba buscando. “Pero si está aquí mi amigo Benjamín
Franklin”, le dijo al argentino cogiendo un fajo de quince billetes
de quinientos dólares, para después seguir examinando todo el
lateral de la maleta y encontrar otros tres fajos idénticos; en
total treinta mil dólares. “¿Tiene algo que decir?”. “No sin
la presencia de mi abogado”. Palomo en esta ocasión se quedó con
las ganas de abofetearla nuevamente la cara, pero se lo pensó dos
veces al reparar que Rafael Galán, el jefe de seguridad del
aeropuerto, no tenía porqué ser testigo de algo que le pudiera
perjudicar ante el juez: se conformó asiéndolo fuertemente por el
brazo y empujándolo hasta la mesa, ordenándole que introdujera
todas sus pertenencias en la maleta. El argentino comenzó a cumplir
las indicaciones dadas por el inspector empezando injustificadamente
por el neceser, ya que era el único objeto de sus pertenencias que
no estaba a la vista, teniendo que sacarlo de debajo de alguna prenda
de ropa que lo cubría. Para mí se delató, si bien yo tenía ya
alguna sospecha de su neceser de cuero negro Pierre Cardin cuando lo
sacó de la maleta el subinspector Álvarez, observando que cuando lo
hacía, su propietario siguió con un interés especial el movimiento
desde la maleta hasta la mesa.
No
pude reprimirme. “Bonito neceser; de marca, ¿no?”, le dije en un
notorio tono inculpatorio. Todo se paralizó en la sala. El frío
volvió a adueñarse de todos los rincones. Las miradas se
convirtieron en dagas asesinas, y el argentino, derrotado ya de
tantos golpes recibidos, se atrincheró en su fingido valor para
recibir el penúltimo de sus golpes, pasando por su cabeza que aunque
le habían vencido en todas las batallas, la guerra aun no estaba
perdida. Y atacó. “Cabrón boludo hijo de puta, no sabés dónde
habés pisado; la repuerca de la concha de tu m......”. No llegó a
finalizar la frase, pues nuevamente el inspector Palomo, esta vez sin
siquiera tener en cuenta la presencia del jefe de seguridad, le
abofeteó la cara sin quitarse los guantes de látex, recogiéndolo
inmediatamente del suelo, tirándole fuertemente de la solapa de su
chaqueta y colocándolo de nuevo delante de la mesa. Tras vaciar
sobre la mesa sin ningún tipo de miramiento todo el contenido del
neceser y analizar su interior, comprobó que tenía un doble fondo,
abriéndolo también sin miramiento con la punta de su navaja y
comprobando que en su interior había otro fajo de billetes de
quinientos dólares y dos pasaportes, uno a nombre de Honorio Sanjuán
y otro a nombre de Antonio Saavedra, aunque los dos con la misma
fotografía. “Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó
Palomo perdiendo los modales. “No hablaré sin la presencia de mi
abogado”.
“Entonces,
¿cuál es tu verdadero nombre?”, gritó Palomo perdiendo los
modales. “No hablaré sin la presencia de mi abogado”.
Quién
me iba a decir a mí que la compra de un óleo como otro cualquiera,
por muy bonita que fuera mi parisina, iba a traer tanta cola, que un
tío orondo con aspecto bonachón y bien vestido pudiera encerrar
tanto y ser tan hijo de puta; está claro que las apariencias
engañan, y que a mí, al no estar en guardia me cogió en total
fuera de juego. Lo que no esperaba el porteño este de los cojones es
que cuando me puse “el puñal en la boca” y la cinta en la cabeza
al estilo Rambo, le iban a llover los problemas; ni él ni los
cuatros peces gordos que con toda seguridad se encuentran detrás del
comercio ilícito de obras de arte.
El
inspector Palomo, con un poquito de ayuda mía, había solucionado la
falsa identidad del argentino, además de un posible intento de
tráfico de divisas, pero a esas alturas ya del día, sin haber
cenado siquiera, se encontraba sin aclarar la verdadera identidad del
óleo que tantos quebraderos de cabeza le estaban ocasionando, ya que
los agentes franceses no llegaban hasta la mañana del día
siguiente. Fue por lo que decidió hacer unas llamadas telefónicas
para organizar cómo íbamos a pasar la noche. De momento decidió
que el argentino pasara en calidad de detenido incomunicado en los
calabozos de la comisaría de policía de la avenida de Blas Infante,
por lo que movió los hilos para que un par de agentes lo trasladasen
hasta dicha comisaria, ordenándole al subinspector que la sala de
interrogatorios con las pertenencias del argentino, incluida mi
parisina, que cada momento que pasaba la veía más lejos de llenar
uno de los laterales de mi salón, quedaría custodiada toda la noche
por otro par de agentes, mientras ellos se retiraban a descansar a
un hostal que le había recomendado Rafael Galán, allá por la
Puerta de la Carne, y qué el mismo le gestionó por teléfono.
“¿Y
con usted que hago?, dijo dirigiéndose a mí. Sé que no es
culpable de nada, que no tiene nada, absolutamente nada que ver con
lo que haya detrás del dichoso óleo; pero como comprenderá, no
puedo dejarlo en libertad. Compréndame”. “Usted dirá, señor
inspector; yo no puedo mover ficha mientras usted no lo haga; la
pelota está en su tejado, pero solo le adelanto que lo de mi
detención está difícil. Y le comprendo. Pero solo le pido que
confíe en mí; creo que le he dado suficientes pruebas para
hacerlo”. El inspector, con una media sonrisa cargada de dudas y
pensamientos, captó perfectamente lo que quise decirle sin decirlo,
al tiempo que vaciaba en el vaso, el medio botellín de cerveza de un
tercio que le quedaba y que nos habíamos pedido, uno cada uno, en
una cafetería del aeropuerto. “¿Entiendo que me propone que no le
haga más preguntas y que esta noche le deje en libertad?”.
“Entiende bien. Y para ello le propongo que como sé que mañana a
primera hora debo de estar aquí un poco antes de que lleguen los
franchutis, y como mi destino está a cien kilómetros de ida y otros
tantos de vuelta, lo que sería un fastidio para mí, que no ponga
usted pega para que se marche mi esposa con su padre y que yo me
quede a pasar la noche en uno de los mullidos sillones de la sala
VIP; y si se quiere cubrir las espaldas, deje a un agente en la
puerta para evitar mi hipotética huída”, le dije, observando cómo
por su cabeza le pasaron intenciones de hacerme un sinfín de
preguntas; pero no hizo ninguna. “Así lo haremos. Pero cuando
termine mañana todo esto, que espero que así sea, creo que
deberíamos de hablar largo y tendido, ¿no?”. “Sin problema
alguno por mi parte; hablaré hasta donde pueda hablar. Solo le digo
que ha actuado correctamente, porque si hubiera decidido llevarme al
calabozo con el puto argentino, puede que le hubiese llamado
personalmente su Director General”, le dije sin ningún tipo de
recochineo; todo lo contrario. Confirmé con su decisión lo que ya
había pensado durante el interrogatorio, que jugábamos en la misma
liga; y cuando sucede eso, en muchas ocasiones sobran las
explicaciones y la palabras.
Nos
despedimos con un fuerte apretón de mano y yo me dirigí a la sala
VIP a pasar la noche con un sandwich y una segunda cerveza, después
de despedir a mi esposa y a mi suegro.
La
verdad es que aquella noche, a pesar de lo cansado que me encontraba,
apenas di un par de cabezadas, principalmente porque había un par de
parejas coreanas o japonesas, no recuerdo ahora muy bien, que cogían
su vuelo a primera hora, que no dejaron de hablar en toda la noche.
Lo que sí recuerdo, porque me llamó mucho la atención, es que no
se quitaron ninguno de los cuatro la mascarilla que llevaban puesta,
hecho este al que no estábamos acostumbrado a ver aquí en España
hace unos treinta años. Sus razones tendrían.
Y
poco antes que diesen las nueve ya entraba por la puerta de la sala
el inspector con ganas de tomarse un café. A esa hora ya me había
tomado dos, pero le acompañé tomándome un tercero. “Los
franceses están a punto de tomar tierra. Pasaron la noche en Madrid
y han tomado el primer vuelo de esta mañana. Espero acabar antes de
mediodía con este asunto”, a lo que yo le contesté con un irónico
“he pasado la noche muy bien ; gracias”.
Pasaron
la noche en Madrid y han tomado el primer vuelo de esta mañana.
Espero acabar antes de mediodía con este asunto”, a lo que yo le
contesté con un irónico “he pasado la noche muy bien ; gracias”.
Entramos
los dos en la sala que sirvió de interrogatorio el día anterior y
aunque su decoración todo en blanco ayudaba a que de sus paredes se
desprendiera frialdad, esa mañana, sin resultarme acogedora, no me
causó, quizás por la familiaridad de lo vivido el día anterior,
tanto rechazo glacial. Allí se encontraban, todos de pie, el
argentino, el subinspector Álvarez y el agente en prácticas;
incluso encima de la mesa se encontraba en posición vertical, el
canuto de cartón, habitáculo de mi parisina, que tengo que
reconocer que sentí la curiosidad perentoria de volver a deleitarme
con sus colores otoñales. El argentino, como resultado de haber
pasado peor noche que yo, presentaba un aspecto desaliñado, con la
camisa, debajo de su chaqueta, a medio remeter en el pantalón, que
al igual que la Armani, parecían una pasa de las arrugas que habían
cosechado durante toda la noche. Los ojos rojos, de no haber dormido,
los párpados como inflamados y los mofletes colgantes, le daban un
aspecto que rayaban la morbidez. Aun así, se mantenía en sus trece
de no contestar sin la presencia de su abogado, a una batería de
preguntas que le hizo el inspector.
“Acaba
de tomar tierra el vuelo procedente de Madrid, confirmándome que en
la lista de pasajeros vienen los nombres de los dos agentes que me
pasó ayer”, dijo Rafael Galán dirigiéndose a Palomo, abriendo la
puerta sin llamar y sin un saludo previo, actitud la suya que nos
chocó un poco a los allí presentes, y que supo enmendar enseguida
con un “perdón” y unos “buenos días”, dando a continuación
una explicación que en cierta medida justificaban su entrada en la
sala. “Traigo otra noticia”, siempre dirigiéndose al inspector,
pero con un entusiasmo algo infantil y atípico de todo un
responsable de la seguridad de un aeropuerto. “Me confirma mi
colega del aeropuerto Charles de Gaulle, que hace unos días, en la
lista de pasajeros del vuelo Buenos Aires - París, llegó un tal
Antonio Saavedra, nombre que coincide con uno de los pasaportes que
encontró usted ayer en el neceser”. “Gracias Rafael”, contesto
el inspector,”buen trabajo”. No me puede reprimir. “Y con las
iniciales, AS, del pañuelo que llevaba en la chaqueta. Aunque esta
apreciación mía puede ser pura coincidencia”, lo que me valió
otra de las miradas asesinas del porteño, y a las que ya me estaba
acostumbrando. También recibí otra de Palomo, pero la suya como
diciéndome que no se me iba una. “Álvarez, acércate a la salida
de pasajeros y recibe a los colegas franceses. Entiendo que tienes
los nombres, ¿no? “Sí, jefe”. Intervino nuevamente el jefe de
seguridad, al que parecía que la historia le estaba dando vida,
buscando cada vez más protagonismo. “Inspector, si le parece bien,
y si todavía no han bajado del avión, puedo acompañar al
subinspector en mi coche hasta pie de escalerilla y recoger allí a
los agentes franceses”. “Lo veo perfecto, Rafael; mejor incluso.
Gracias por su interés”.
Sobre
unos veinte minutos tardó en llegar a la sala la comitiva
franco-española, tiempo suficiente en el que el inspector Palomo
trató sin éxito alguno saber el verdadero nombre del argentino, así
como conseguir una explicación razonable de la cantidad de dinero en
dólares que llevaba en la maleta. “No hablaré sino en presencia
de mi abogado” fue la única respuesta que consiguió del que para
mí, ya, se llamaba Antonio, hipótesis que se confirmaría con el
tiempo.
Llegaron
por fin los agentes franceses en compañía de Álvarez, quedándose
fuera de la sala, muy a su pesar, pero sin que nadie se lo tuviera
que indicar, el jefe de seguridad. Saludos efusivos y presentaciones.
Comisario Benoît Gómez y capitán Jean Gayangau, los dos, aunque
con acento propio galo, hablando casi perfectamente el español.
Antes de desprender a mi parisina del canuto en el que tanto tiempo
llevaba presa, el comisario Benoît explicó muy sucintamente pero
con una claridad meridiana el porqué de su estancia allí y la
historia del lienzo que yo me había traído desde Paris. “Messieurs,
la cuestión es bien sencilla. Hace un par de años, fueron robados
de una colección personal, cuatro cuadros de gran valor, dos Manet,
un Renoir y un Toulouse-Lautrec. Los tres primeros fueron encontrados
a los pocos días, pero del Toulouse-Lautrec se perdió la pista.
Hace cuatro meses por fin encontramos algunos datos sobre tres
miembros de una banda de traficantes de arte, entre los que se
encuentra le monsieur Saavedra, señalando al argentino, haciéndole
un seguimiento vía Interpol a los tres. Sabíamos quienes eran pero
no teníamos localizado el Toulouse. Por fin hace menos de un mes
tuvimos noticias del paradero del lienzo en una de tantas galerías
de arte que hay en el quartier de Montmartre,
concretamente una situada en la calle de Mont Cenis“. Le
interrumpió el inspector Palomo. “Perdón, Benoît, y ¿por qué
no lo recuperasteis en ese momento y una vez con ella tirar de la
cuerda hasta encontrar a los culpables?”. “Tiene su explicación,
inspecteur, nos la jugamos. Hay varios cuadros desaparecidos desde
hace ya algún tiempo y pensamos, bueno, estamos casi seguro, que
esta banda se encuentra detrás de sus robos. Pues a lo que iba, nos
la jugamos. Supimos esperar”, dijo Benoît, cogiendo entre sus
manos el canuto que todavía seguía en posición erguida en lo alto
de la mesa, para a continuación acercarse hasta el argentino y darle
un par de golpes en el hombro, no muy fuertes, con el canuto.
“Conocimos que querían sacarlo de la France de la manera menos
sospechosa posible. Hace unos días supimos que le monsieur Saavedra
viajó desde Buenos Aires para, vía España, sacar la obra de arte
aprovechando la venta de la pintura a un simple turista (señalándome
a mí con el canuto) profano en el mundo del arte”. Yo asentí con
la cabeza porque en verdad, y lo reconozco a estas alturas de mi
vida, no tengo ni la más pajolera idea de arte; y menos por
entonces. “Hicimos un seguimiento estrecho a ce monsieur desde que
dio el anticipo hasta que volvió para completar los setecientos
francos que pagó por la obra; al mismo tiempo, le monsieur Saavedra,
desde que llegó a París en compañía de una señorita, Anne-Marie
Gil, también de la Argentina, fue sometido a un estrecho
seguimiento. La tal mademoiselle Anne-Marie, que por cierto está
detenida, declaró que hizo cierta amistad con su señora, mirándome
nuevamente, para saber todo lo referente de vuestro regreso a la
España. Y así de sencillo. No sé cómo llegó la pintura a manos
du monsieur Saavedra, entendiendo que comprándosela a beaucoup plus
(mucho más) de lo que se pagó por ella, ¿no?”, dirigiéndose a
mí, a lo que yo contesté que “así fue”. “Y como decís en la
España, colorín colorado esta fábula se ha acabado”. Fue
entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que
quería esconder el argentino, el comisario Benoît Gómez, hecho que
no se me fue por alto, quitó, algo nervioso, según observé, una de
las dos tapaderas del canuto, inclinándolo hacia la izquierda para
que mi parisina se deslizara por su interior y cayera sobre su mano.
Fue
entonces cuando con una cara de satisfacción, no menos que la que
quería esconder el argentino, hecho que no se me fue por alto, el
comisario Benoît Gómez, quitó, algo nervioso, según observé
soslayadamente, la tapadera del canuto, inclinándolo hacia la
izquierda para que mi parisina se deslizara por su interior y cayera
sobre su mano.
Recuerdo
hoy aquel momento como si lo estuviera viviendo. Por mi mente pasaron
un sinfín de pensamientos, pero todos desembocaban donde mismo.
Después de oír el relato del comisario Benoît, me había quedado
bien claro que la parisina había dejado de ser mía; ya no me
pertenecía. Porque sí, yo había pagado legalmente por un lienzo,
como bien justificaba el contrato de compraventa que me hizo el
vendedor de la galería, que seguramente estaría compinchado con el
argentino, al que yo no le quitaba ojo en la sala, pero la
procedencia del óleo era totalmente ilegal. No era culpable de nada,
pero pierdo todo derecho de propiedad sobre esa maravilla otoñal. Mi
gozo, y sobre todo el de mi esposa, solo nos ha durado unos días,
pensé.
El
intento del comisario de sacar el lienzo con la mayor delicadeza del
canuto para no dañar la pintura, se vio empañado por el obstáculo
que le presentaron al obstruir su paso los tres documentos que lo
acompañaban en su interior. Varios fueron los intentos en el vacío
para que saliese la pintura pero no consiguió su objetivo. Tan
nervioso se puso que exclamó con desmedida virulencia “¡apporter
des coseaux!” (¡traer unas tijeras!); “perdón, ¿tenéis unas
tijeras?”. Todos nos extrañamos porque lo más lógico era que
allí en aquella sala nadie tenía porqué llevar unas tijeras, pero
comprendimos también que el estado de excitación del comisario
Benoît por ver de una puñetera vez la pintura a la que había
dedicado más de dos años de su vida para localizarla, justificaba
su petición. “Tijeras no tenemos, comisario, pero le podría valer
esto”, dijo el inspector Palomo sacando del bolsillo su navaja
multiuso y haciéndosela llegar. Yo observaba atónito lo que estaba
sucediendo, aunque recuerdo, y todavía hoy no me explico el porqué,
que no le quitaba ojo al argentino, como si pensara que ante el
interés de todos por ver fuera del canuto a la pintura, aprovechara
para salir corriendo, estando preparado para que si así sucediese,
hacerle un placaje a estilo rugby como lo hacía un amigo mío que
practicaba ese deporte y que se llama Juan Antonio Caro.
Benoît
cogió la multiuso en su mano y estuvo analizándola para ver cuál
de sus hojas era la más idónea para seccionar longitudinalmente el
canuto y así sacar la que ya era su parisina; eligió la más larga
y fina. Con mucha sutileza colocó la punta de la navaja en el
extremo del canuto y procedió a cortar. “Pardón, mon comissaire”,
intervino el capitán Gayangeau; “le
carton nous servira à le transporter; mieux vaut ne pas couper; me
permettrez-vous”
(el cartón nos
servirá para transportarla; mejor no cortar; ¿me
permite usted?), extendiendo la mano para coger el canuto. El
comisario, comprendiendo al capitán se dejó llevar por sus
indicaciones. Enseguida el capitán comenzó a manipularlo y sin
saber cómo, comenzaron primero a salir los contratos de compraventas
y por fin el óleo hecho un rollo. Sin dejarlo salir al completo, el
comisario procedió a extenderlo a lo largo de la mesa. En nada de
tiempo su expresión pasó de la más apasionante y gozosa al rostro
más iracundo y colérico que nunca había observado yo nunca; todo
lo contrario que el cambio del rostro del argentino, que cuando vio
la parisina desplegada en la mesa, se infló de vitalidad. “¡Merde,
merde, merde; Qu'est-ce
que c'est?”
(mierda, ¿esto qué es?). La cara de Benoît se inundó de
impotencia y de ira, la de Palomo de incredulidad y no entender nada.
La sala entera se inundó de dudas y agotamiento mental. Cuando el
comisario, que era un entendido en arte, vio la parisina extendida en
la mesa, exclamó, “ni esto es un Lautrec ni esto es nada. Esta
pintura no vale absolutamente nada; los cafés que me tomé esta
mañana en el aeropuerto valen más que esta merde. ¿Dónde está el
Toulouse-Lautrec, coño?”, yéndose para Antonio Saavedra, el
argentino, y zarandeándolo hasta que su capitán se lo quitó de la
vista.
Mientras
todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino
volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño,
más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los
hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y
el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le
cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.
Mientras
todo aquello sucedía en la sala, la respiración del argentino
volvió a ser más sosegada, como viendo un futuro más halagüeño,
más favorable a sus intereses. Y eso lo percibí perfectamente. Los
hombros habían dejado de estar caídos, los ojos se le iluminaron y
el rictus de su cara que hasta ahora solo mostraba amargura, le
cambió por completo. Algo sucedía en la sala que nadie lo percibió.
Y
yo, que ya estaba un poquito harto de todo lo que estaba sucediendo,
me la jugué. “Inspector, ¿me permitís diez minutos tan solo?; no
haga pregunta”. La cara del inspector se llenó de extrañeza, pero
inmediatamente contestó, “diez minutos tan solo”. Me dirigí al
argentino; lo cogí fuertemente por el pelo con una mano, mientras
que la otra se agarró fuertemente a su entrepierna, diciéndole, “te
voy a contar lo que vamos a hacer ahora; te vas a quedar totalmente
en pelota, pero totalmente; a continuación te voy a poner las
esposas que me va a dar el subinspector Álvarez y te voy a esposar a
uno de estos cáncamos que vas a ver cuando quite la percha esta;
cuando estés enseñándonos a todos tu flácido palmito sin poderte
mover, voy a coger el canuto que todos conocemos y no sé si
metértelo por la boca o metértelo por el culo; te aviso que
mientras más te acuerdes de la concha de mi madre, porque sé que te
vas a acordar, más te empujaré. Así que desnúdate ahora mismo que
ya tan solo nos quedan ochos minutos”, soltándolo bruscamente y
cogiendo el canuto en una mano y las esposas que ya estaban encima de
la mesa en la otra. Lo tuvieron que desnudar entre el subinspector y
el capitán Gayangeau. “Dejadlo en calzoncillo, ponerles las
esposas, colgarlo de ese cáncamo y dejarlo de espalda a la pared en
un primer momento”. Así lo hicieron pese a la oposición del
porteño, al que cada vez lo veía más derrumbado. No sé quién
pondría en su día ese cáncamo, pensé en aquel momento, pero el
que lo hizo lo puso bien profundo, ya que pese a los tirones que daba
el detenido no se movió ni un ápice de su posición natural. No le
di tiempo a pensar, y sin que se lo esperara le di un fuerte golpe
con el canuto en su entrepierna, observando como el dolor le subía
por el estómago y le llegaba hasta la cabeza. “Bueno, amigo mío,
nos quedan cinco minutos de placer, así que como veo que tu boquita
es demasiado grande para este canuto y no vas a sentir mucho, lo
mejor es que empecemos por abajo, así que te voy a quitar yo
personalmente el calzoncillo y te vamos a poner de cara a la pared”.
Con toda la parsimonia del mundo puse el canuto en el suelo, al
tiempo que le decía al subinspector Álvarez que cuando yo le
quitase el calzoncillo le diese la vuelta. Agarré el calzoncillo por
los dos laterales y cuando lo llevaba a la altura de las rodillas
escuché como decía “súbelo, boludo, que voy a cantar”. “Joder,
le dije, retirándome y dejándole el calzoncillo por las
pantorrillas, ¿y nos vas a privar ahora de esta maravilla?; lo mismo
cuando tuvieras la mitad del canuto dentro, te empalmabas y podríamos
vértela. Creo que vamos a seguir”. Me dirigí con la intención de
quitarle completamente el calzoncillo y toda la sala se llenó de
júbilo al oírlo, “el Toulouse se encuentra plastificado en el
interior del canuto, entre sus paredes”. Recuerdo que solo oí al
inspector Palomo decir, “llevabas ya nueve minutos y medio”.
Hoy,
después de casi treinta años desde que sucedieran aquellos hechos,
todavía recuerdo las caras de los allí presentes. Álvarez, el
menos cañero, se limitó a descolgar al argentino y a conminarlo a
que se vistiese, para ponerle las esposas y fijarlo a la silla en la
que lo sentó. Benoît, sentado, y Gayangeau con toda la
meticulosidad del mundo y valiéndose de la multiuso, centrados en
quitar pequeñas tiras de cartón del canuto con el fin de no dañar
la pintura. No se me olvidará la expresión del comisario cuando
consiguió quitar una de las tiras de cartón y conseguir ver el
plástico que envolvía el Toulouse-Lautrec; casi una hora les costó
conseguir quitar todo el cartón; a continuación, con más esmero
aun que con el cartón, procedieron con el plástico. Y por fin vio
la luz. Lo extendieron a lo largo de la mesa, encima de la pintura
que yo compré, y tengo que reconocer que entonces y hoy, yo veía
más bonito el motivo que representaba la parisina, con la visión
otoñal de una calle de París, que el que me ofrecía esa imagen de
burdel que tanto representó Toulouse-Lautrec en sus pinturas; para
gusto, los colores.
Aprovechando
que un par de agentes, en compañía del subinspector Álvarez se
marchaban con el detenido para Comisaría, y porque el estómago me
estaba pidiendo manduca, vi prudente dejar solos al inspector y a los
dos oficiales gabachos para que hablasen de “sus cosillas”, como
yo las llamé por entonces, comentándole al inspector que me
encontraba en la cafetería.
Allí
en la cafetería, luchando con una buena cerveza y una tapa de
patatas alioli, a la que le siguió un pequeña cazuela de callos con
garbanzos, recordé todo lo sucedido en aquellos dos días. La verdad
fue que lo único que tuve que hacer es llevar a la práctica la
formación que por mi profesión, tuve en expresiones faciales y
conductas posturales, comprobando que una observación minuciosa nos
puede dar el verdadero estado de ánimo de una persona. Tampoco es
cuestión de dar aquí una clase magistral sobre el tema, que para
eso están ya los psicólogos, pero la verdad es que gracia a esa
observación pudimos encontrar el cuadro robado. Luego, sobre el
numerito del desnudo integral del argentino, no hay nada más
efectivo en un interrogatorio que obligar a mostrar tus
interioridades al detenido, y más aun cuando este no está muy
orgulloso de lo que enseña, como era el caso del argentino.
Palomo
llegó solo a mi encuentro, dejando a Benoît y a Gayangeau con el
jefe de seguridad para agilizar su vuelta a París para el día
siguiente, ya que ese día tenían que pasarse todavía para redactar
un informe conjunto y presentarse delante de la jueza del caso con la
que ya habían hablado por teléfono de todo lo sucedido. Me explicó
que con los oficiales franceses habían llegado a un acuerdo por el
que yo no había participado en ningún momento en el interrogatorio,
siendo ellos, los policías, españoles y franceses, conjuntamente,
los que habían resuelto el caso del Toulouse-Lautrec. Una vez me
aclaró a los acuerdos a que habían llegado, se interesó en mi
particular manera de proceder y mi agudeza, poniendo especial
hincapié en cómo, porque no fue una sola vez, había llegado a la
conclusión que el argentino guardaba lo que ellos no pudieron
averiguar. “Inspector, le dije, no voy a intentar ahora hacerle ver
que yo ea un súper hombre, cuando la verdad es que he tenido mucha
suerte; al igual que los franchutes, me la jugué y me salió bien.
Pero solo decirle que para jugármela debía de tener una base, y esa
la conseguí a través de la observación. No sé si se dio cuenta a
lo largo de los dos días que en ningún momento dejé de mirar al
argentino; sus ojos, sus muecas, sus hombros, sus pies, sus manos
cubriéndose sus partes más débiles; pero sobre todo sus ojos y su
boca cuando sucedían cosas nuevas en la sala. Inspector, esto es
para practicar mucho y no para explicarlo, compréndame. Y no olvide
nunca que existe un lenguaje corporal de los mentirosos”. “Ya; de
acuerdo con lo de la observación, pero, ¿y el interrogatorio tuyo
que en menos de diez minutos le sacaste dónde estaba el lienzo?”.
Me reí con su apreciación. “La observación me llevó a saber que
el canuto guardaba algo; y acerté”. “Pero, me contestó, ¿se lo
hubieras llegado a meter entre las piernas si no hubiese hablado?.
Volví a reírme, esta vez a carcajadas, “si no hubiera hablado me
lo hubiera tenido que meter yo, por enterado, o como dicen en mi
tierra, por enteraillo”.
El
inspector comentó que se tenía que marchar, que le esperaban los
atestados y la jueza. “Ha sido un placer haberle conocido. Nunca en
más de veinte años de servicio he aprendido tanto como en estos
días, y todo gracias a usted. Dígame una última cosa, ¿dónde fue
adiestrado para esto? Me quedé mirándole fijamente, en silencio,
unos pocos segundos y le contesté: “creo que la última cosa la
tiene que decir usted, ¿no?”. Sonrió, me alargó la mano y
contestó: “Acompáñeme a recoger su parisina; y las noventa nunca
existieron”.
EPÍLOGO
Madrid,
15 años después. Despacho del comisario Palomo.
Suena
el teléfono.
Sí,
dígame.
¿Comisario
Palomo?, soy tu colega Benoît, Benoît Gómez. ¿Me recuerdas?
Hombre,
Benoît, claro que te recuerdo; para no me olvidarte de ti después
de lo que vivimos juntos.
Los
dos comisarios estuvieron departiendo por más de media hora de
asuntos intrascendentes y que la mayoría de ellos no venían al
caso.
Por
cierto, Palomo, ¿te acuerdas de la parisina? ¿Te acuerdas la
cantidad de groserías que salieron de mi boca cuando la extendí
encima de la mesa?
Hombre,
Benoît, son cosas que no se olvidan; y la cara que se te puso.
Pues
vaya negocio que hizo el comprador. La obra del autor de esa
parisina es de las que más se ha revalorizado en estos años. ¿Tú
me lo podrías localizar?
FIN
No
quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de
“SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando
que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía.
Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.