viernes, 20 de diciembre de 2019

EL TRIUNFE DE LA "E".



Le mandé este escrito a mi editor, y él, con la prudencia y la mesura que le caracteriza me aconsejó que lo guardara en mi carpeta de artículos y no lo publicara, ya que me iban a llover les crítiques y más de une me iba a tachar de lo que no soy . Yo, haciendo caso omiso de su consejo y robándole unas gotitas de vehemencia a un buen amigo mío, he decidido publicarlo. 
Vaya por delante que siempre, o casi siempre, como le mayorie de les españoles, he sido defenser de les regles gramaticales marcades por nuestre Real Academia de la Lengua, si bien la realidad que nos está tocando vivir, provoca, y nunca mejor dicho, saltarnos a le torere, algunes de eses regles. Lo importante, a mi modeste parecer, es que haya consense y que todes les castellanes hablantes, les chilenes a la cabeza, que son les que más empeñe están poniendo, vayamos a une. Así si se decide robarle protagonisme a la “a” y a la “o”, para compartirle con la hasta ahora casi denostada “e”, pues adelante. Pero que conste que tenemes que ser consecuentes si nuestre RAE toma ese tipe de medides gramaticales, ya que le iba a hacer chique favor al reste de le poblacién mundial.
El primer probleme que nos íbamos a encontrar les castellanes parlantes es que a la hora de transcribir en el ordenador cualquier escrite, nos encontraríamos que todes les renglones iban a estar salpicades de palabres subrayades en rojo, como advirtiéndonos que estábamos cometiendo innumerables faltes de ortografíe. Inmediatamente el paquete Office o el OpenOffice, por mencionar algunes, deberán de adaptar sus programes, sobre todo el de tratamiente de textes, a les nueves regles gramaticales. 
No les va a quedar más remedie que adaptarse a la nueva realided social. Ne ni ne.
El probleme lo iban a tener les no castellanes parlantes. ¡¡¡Vaya problemen el suye!!!
Si se querían entender con nosotres, de nada les serviría lo hasta ahore estudiado o estudiada (estudiade) del castellane. Tendrían que empezar de nuevo; de nade le valdría lo aprendide hasta ahore.
Les ingleses lo pasarían fatal, ya que si hasta ahora les costaba Dios y ayude el dominar nuestre idiome, con les nueves regles gramaticales les iba a ser casi imposible. Digo yo. Que se joden, por lo del Brexit.
Les que iban a salir más beneficiades iban a ser los franchutes, ya que el castellane se iba a semejar más a su idiome, pues como todes sabemos, les gabaches son muy dados a terminar sus palabres en “e”.
Pues nada, que quien nos tenga que amparar nos ampare bien amparade si nuestre RAE adopta eses medides. La duda mía es saber si mi Hugo Boss, con el que estoy escribiendo estes palabres, seguirá llamándose igual o si cuando tenga que pedir un recambio tendré que preguntar por un Hugue Bess.

 Y me despido con aquel juego de mi infancia: “Queende Fernende Sépteme esebe el peletén, queende Fernende Sépteme esebe el peletén, queende Fernende Sépteme esebe el peletén, ¡Peletén!, esebe el peletén.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

MI HUGO BOSS



Sentado en mi sillón reclinable y garabateando con el Hugo Boss regalado por mis amigos el día de mis cincuenta y diez cumpleaños, se me viene a la mente un suceso acaecido ayer que si para el resto de los mortales pueda tener una nimiedad superlativa, para mí, y para otros muchos como yo, que también los hay, tiene una suprema importancia. 
Por cierto, cómo se desliza este Hugo Boss por el papel, que por cierto, también viene rotulado con el nombre de Hugo Boss. Se desliza con una suavidad tan solo comparable con.........; bueno, mejor me callo, pero que conste que este Hugo Boss, que quiero recordar que dije anteriormente (¿o no lo dije?) que me lo habían regalado mis amigos en el transcurso de una fiesta/comida con la que me sorprendieron (¡Y vaya si me sorprendieron! ¡Ya ve! ¡No ni na!), se desliza con una suavidad parecida a la del plumón de los eideres comunes islandeses (ese mismo que utilizan para los más caros edredones y prendas de abrigo). ¡Casi na!
Pues a lo que iba. Os cuento. Ayer tarde noche lo pasé mal, muy mal; yo, y me consta, también mi nutrido grupo de amigos con los que tengo la suerte de compartir un grupo de whatsapp y que son los mismos que acertaron de lleno en regalarme en mi cuarenta y veinte cumpleaños, una agenda de la marca Hugo Boss y un bolígrafo, como creo haber dicho anteriormente, de la misma marca que se desliza con una suavidad semejante a …......
Y lo pasé mal porque uno de mis amigos perdió la cartera. El buen hombre, sabiendo de antemano que la mayoría de nosotros no podíamos hacer nada por encontrarla, ya que más de la mitad de los componentes del grupo nos encontrábamos y residimos fuera de la localidad que nos vio crecer y donde se cimentó nuestra amistad, comunicó por el grupo su lamentable pérdida. Dinero, tarjetas, décimos de lotería de Navidad y algún que otro secretillo y recuerdo puestos a buen recaudo en el último de los rincones de la dichosa cartera.
Enseguida, porque se le veía muy apurado, todos nos volcamos en darle ánimos.. “El dinero, al igual que las tarjetas, se reemplazan”. “ El DNI, en tres días lo tienes de nuevo”. “No te preocupes de los billetes de lotería que llevas el mismo número que yo y ponemos una denuncia ya”. Todos eran consejos. Todos a una. Todos y cada uno de los componentes del grupo tratando de subir la moral del perdedor de cartera. ¡Qué bonito! Esos mismos señores que el pasado día de la Inmaculada, porque yo nací ese día de hace treinta y treinta años, se desplazaron desde distintos puntos de España para agasajarme y darme esa sorpresa que llevaré siempre en mi interior. Y encima me regalaron un bolígrafo Hugo Boss que aunque resulte pesado, y perdonadme, pero vuelvo a decir que se desliza por el papel (también Hugo Boss) con una suavidad hasta ahora desconocida para este amante de juntar letras (a la hora de garabatear). Una sensación al escribir, en contacto directo con tu mente, que te invita, que te provoca, que te incita a pensar palabras y frases y plasmarla en el papel (en el de Hugo Boss o en cualquier otro). Y es verdad lo que digo. ¡'Ya ve! 
Y volviendo a la pérdida de la dichosa cartera, no solo se quedaron esos señores (y ahí me incluyo) en mandarle mensajes animosos, sino que pronto echaron mano del acervo tradicional de sus madres y padres para con prácticas oratorias y costumbres ancestrales, colaborar en el hallazgo de tan lamentable pérdida.
Se escuchaba por el grupo: “yo no creo, pero si.......”. “Se lo he pedido a San Antonio Bendito (el de Padua) para que aparezca”. “Pues yo a San Cucufato. Le he echado un nudo a un pañuelo y le he rezado su letanía: San Cucufato San Cucufato, los cojones te ato..............no te los desato”.
Todos preocupados por la aflicción del amigo. Incluso los más agnósticos del grupo participaban en la labor: “Esperanza, ten esperanza”. “Vuelve por tus pasos”. “Memoriza el objeto perdido”. “Déjate llevar por tu corazonada y aparecerá”.
Todos preocupados por la misma causa. Todos a una. ¡Ya ve!
Y llegó la hora de dormir y tengo que reconocer que, al igual que le ocurrió al resto de los amigos como ya comprobé (a las cuatro y media de la madrugada tuvimos todos una conversación por whatsapp, hablando de nuestros insomnios), no pude coger el sueño. Aunque por distinto motivo y con distintas sensaciones, me ocurrió lo mismo que aquella noche tras la fiesta/comida sorpresa de mis sesenta cumpleaños. Aquella noche tampoco pude dormir; henchido de gozo y levitando en una nube, pasé toda la noche rememorando, desgranando, desmenuzando cada momento que me habían hecho vivir. Y eso que aun no había descubierto la suavidad que se experimenta al escribir con el Hugo Boss. Todavía hoy se me ponen los vellos como escarpias cada vez que recuerdo aquellos momentos.
Por eso es normal que yo me aflija con las penas de mis amigos; penas y pérdidas.
Pero esta mañana todo cambió. No sé si por corazonadas, la esperanza, San Antonio, el de Padua, San Cucufato, o todos y todas al mismo tiempo, obraron el “milagro” de la aparición de la cartera. Todo en orden. Nadie dio explicaciones ni preguntó dónde, cómo ni porqué. Lo importante es que nuestro amigo, a pesar de su vehemencia, dejó de estar compungido, y por extensión, el resto del grupo de whatsapp también dejó de estarlo.
Yo, dormiré esta tarde una buena siesta después de no haber pegado ojo en toda la noche, aunque más feliz, ya que he descubierto el suave escribir de mi Hugo Boss, que no sé si os he dicho quién me lo regaló. Otro día os lo cuento.


martes, 26 de noviembre de 2019

SUMISIÓN OTOÑAL (Il Parrucchiere).


  • ¡Siéntate!

La voz sonó en su cabeza como a tormenta en una cerrada noche del penúltimo mes del año. Ya eran demasiados los truenos que llegaban a atemorizarlo en las últimas jornadas, incluso en los meses estivales, para que ahora, por San Andrés, se hubiera sobresaltado como lo hizo. Porque aquel ¡Siéntate!, con el cielo despejado como estaba cuando se produjo, le hicieron que se le pusiera la carne de gallina y se le erizaran los vellos de sus brazos, y más después que a la orden recibida, porque sí que lo fue, le siguiera un imperativo ¡y quítate la camiseta! 

Él, sin darle tiempo a que las dudas invadieran su proceder, acató los mandamientos otoñales recibidos, no sin dejar de hacer, coincidiendo con que ella se encontraba en otra habitación, una liviana e imperceptible observación.

  • Tampoco es para ponerse así.

Y se sentó. Y se descamisó. Y con los ojos cerrados, aguantó impasible a que su mandante hiciera con él lo que le viniese en ganas. De nada servirían sus observaciones ni sus sugerencias sobre el tema; como siempre no serían tomadas en cuenta. Y la verdad era que a él se la traía al pairo.
Y la espera iba a ser más larga de la deseada, ya que al tiempo que procedía a su descamisado, el ring ring del teléfono sonaba en el salón.
Pero no le dio mucho tiempo en darle juego a sus pensamientos con los ojos cerrados, ya que en esta ocasión, cosa extraña, la conversación telefónica tuvo una duración menor que la habitual. Y entonces llegó con el mismo ímpetu que cuando soltó aquel ¡Siéntate!

  • ¡Agacha la cabeza y no hables!

Sumisamente él obedeció, volviendo a cercenar su impaciente mirada al unir sus párpados, procediendo, sin intención alguna, a cerrar sus puños como muestra de intranquilidad por lo que le pudiera venir encima.
Y se dejó llevar, sin pasarle por su mente el no acatar aquel ¡Agacha la cabeza y no hables! , aunque eso sí, de vez en cuando se atrevía a entreabrir sus ojos para no ver nada, ya que la posición de su cabeza subyugada le impedía ver alguna cosa que le ayudara a sobrellevar por lo que estaba pasando.
Y fue en el momento en que su trance se encontraba en el punto más álgido, cuando una nueva frase de su mandante volvió a sobresaltarlo.

  • ¡Levanta la cabeza!

Y así lo hizo, aunque sin atreverse a quebrar su falta de visión por lo que le pudiera venir encima, dejándose llevar y a la espera de recibir otra frase imperativa, frase que se dejó esperar por espacio de unos largos e interminables minutos.


  • ¡Ea!, ya estás listo. Abre los ojos y dime cómo te he dejado. No me digas que no te he dejado bien; ni un trasquilón.
  • Pues la verdad es que te has lucido. Perfecto.   

miércoles, 20 de febrero de 2019

BORNOS, EL GRAN DESCONOCIDO.


Dejándonos de chovinismos y espíritus fanáticos, o para ir al grano para que nadie se lleve a engaño, olvidándonos de ideas xenófobas que lo nuestro es lo mejor y que lo que existe o viene de fuera de nuestras fronteras no tiene valor alguno, tengo que decir que cada vez que paseo por el pueblo que me vio nacer, Bornos, me da tristeza y dolor. 
Pero esa tristeza o ese dolor del que hablo no está motivado porque vea que sus calles y monumentos se encuentran en mal estado o en un estado de conservación paupérrimo, si bien podrían mejorar. No, no van los tiros por ahí. Me da tristeza porque mi pueblo no es valorado allende nuestras fronteras como debería de serlo; de ahí el título del artículo, Bornos, el gran desconocido.
Porque me pongo a comparar con el resto de los pueblos que tenemos a tiro de piedra, desde Arcos a El Bosque, desde Grazalema a Setenil, o desde Zahara de la Sierra a SñVillaluenga del Rosario, por no mencionar todo el enjambre que conforman los Pueblos Blancos, y no encuentro en ninguno de ellos un todo, por no decir un algo, con lo que superen al pueblo de Bornos.
¿Existe en alguno de los Pueblos Blancos un solo pueblo que tenga un patrimonio Arquitectónico más rico que el que posee el pueblo de Bornos? ¿Existe en tan afamada ruta algún núcleo urbano desde donde se levante una persona deleitándose con un amanecer como el que pueden disfrutar los habitantes de Bornos? ¿Existe algún pueblo de la serranía gaditana en el que en las noches de luna llena, descrestando nuestro satélite por los picos más elevados de la provincia, lleve a pensar al observador a orillas del lago que se encuentra en el mismo paraíso? Y ya que se habla del lago, ¿existe algún pueblo de la provincia de Cádiz que pueda disfrutar a medio tiro de piedra de un embalse donde practicar todo tipo de deporte acuático? Pues no lo hay. Siendo objetivo, realista y sin ningún ápice de chovinismo, reitero, no hay ningún pueblo gaditano en el confluyan tanto privilegio junto. 
Entonces, ¿por qué ese Bornos desconocido? ¿Por qué cada vez que paseo por el patio de armas del Castillo Palacio de lo Ribera o por el jardín renacentista con sus frondosos y bien cuidados setos y parterres, oigo de bocas de algún foráneo que ha caído por casualidad por allí que “le era inimaginable que en este pueblo hubiera esta maravilla”? ¿O por qué cada vez que llego a la logia o imafronte pompeyano tengo que detener mi caminar porque los visitantes se están fotografiando con esa maravilla impensable para ellos y que nunca antes habían visto algo igual? Y para acabar, por poner un último ejemplo, ¿por qué se quedan sorprendidos, preguntándose cómo en un antiguo convento se están impartiendo clases de secundaria y bachillerato? Y si el visitante tiene la suerte de caer por las calles de Bornos cuarenta días antes de Semana Santa, se preguntará que por qué este pueblo desconocido disfruta de un carnaval que a buen seguro es el referente de todos los carnavales de la serranía gaditana; ningún otro habitante serrano puede entender la fiesta de carnaval como lo entiende el bornicho.
Entonces, ¿por qué es el gran desconocido?
Quizás en la pregunta esté la respuesta. ¿En su gente?
Es el bornicho el que tiene que concienciarse de la realidad que le ha tocado vivir. Es el bornicho el que tiene que preocuparse para que ese desconocimiento que se tiene de su pueblo, sin pasarse, como diría algún amigo mío ya que la muchedumbre tampoco es aconsejable, pase al olvido. La materia prima se tiene, ahora lo que hay que hacer es saber gestionarla.

Pda.: es verdad que el actual equipo de gobierno ha dado el primer paso para acabar con ese desconocimiento que se tiene del pueblo de Bornos.

sábado, 2 de febrero de 2019

REINSERCIÓN AL MUNDO DE LA NORMALIDAD


Carlitos, que así le llamaban sus padres, y sus amigos, era, a sus catorce años, y a pesar de alguna que otra tara que llevaba a sus espaldas a juicio de todos los que le rodeaban, el que mejores notas sacaba de su clase de tercero A. Taras que tenía para todos, incluso para sus padres, pero que para él comenzaron a desaparecer de su mente, que no de su cuerpo, cuando terminó sus estudios primarios y pasó al instituto. Taras que propiciaron que al tercer día en el insti, y ante su negativa junto a su compañero de pupitre, Pedro, el pecoso regordete que era como le llamaban los acosadores, a pasar por los abusos a que intentaban someterlos un grupo de repetidores de segundo, les dieran una soberana paliza después de sonar la sirena anunciadora de fin de clases, por la que tuvieron que pasar por urgencia del hospital. Pero taras que, ya a sus doce años, y tras la visita al hospital, sirvieron para reconsiderar su existencia y, olvidándolas por completo, hicieron que un nuevo Carlitos brotase ante la realidad que le había tocado vivir y que hasta entonces le había hecho existir preso de su apariencia.
 Su cojera manifiesta motivada por haber nacido con una pierna más corta que la otra, su brazo izquierdo amuñonado a la altura de la muñeca, o el hecho casi insólito de tener dos filas de dientes fueron, antes de seguir siendo una rémora, el mayor de los estímulos para convertirse en lo que para los demás era una persona normal. A tomar por culo los fantasmas y las lacras mentales con las que había convivido hasta entonces -se decía. A la mierda -continuó diciéndose- los complejos que le habían acompañado desde que tuvo uso de razón y que le hacían el más infeliz de los seres de su entorno. 
Su reinserción al mundo de la normalidad, que era como él mismo llamó jocosamente a su transformación mental, comenzó en el instante en el que en el hospital le daban cinco puntos de sutura en el labio superior, tras una de las patadas que tuvo que soportar por parte de uno de sus agresores. Allí, y tras la mirada solapada y cargada de prejuicios del enfermero al ver su doble fila de dientes cuando realizaba su saturación labial, fue cuando decidió que tenía que hacer lo indecible para someterse a una intervención en su mal poblada dentadura. Dicho y hecho. En poco más de tres meses, aprovechando las vacaciones de Navidad, sus padres lo llevaban a una clínica odontológica y lo sometían a una feliz intervención de su malformación bucal, y que lo único negativo que le trajo para él fue que ese treinta y uno de diciembre no pudo comer las doce uvas, y con las que siempre disfrutaba tanto.
Esa transformación se fue produciendo a paso agigantado. Su círculo de amigos, cada vez más extenso y en cuyo centro no dejó de estar nunca su queridísimo Pedro (que movido por el cambio que estaba viviendo en su también queridísimo Carlitos, dejó de apiporrarse de hamburguesas, golosinas y todo tipo de comida basura, y unido al deporte que comenzó a practicar de una manera periódica, consiguió un aspecto de lo más llamativo, sobretodo para sus compañeras de recreo) y su adicción a la lectura de una manera frenética, tuvieron como respuesta inmediata el que comenzase a albergar en su interior una serie de sensaciones desconocidas para él hasta entonces. Comenzó a conocer la felicidad. Y fue así como los resultados académicos fueron cada vez más positivos, convirtiéndose por méritos propios en un alumno brillante.
Con la ayuda de sus padres, con la de algunos de sus profesores, con la de sus compañeros de clase y sobretodo, con sus ansias de superación y sus ganas de reinserción al “mundo de la normalidad”, venció una tras otra de las batallas que tuvo que lidiar en la vida. 
Y ya a punto de comenzar su último curso de enseñanza obligatoria, le daba las gracias a aquel grupo de macacos que le intimidaron y le propinaron una soberana paliza, al enfermero que sin quererlo mostrar se reía en su interior de su malformación bucal, a todos aquellos profesores que sin decirlo, se apiadaban de sus taras pero haciéndole ver solapadamente, con hipócrita piedad, su inferioridad con respecto al resto de compañeros y compañeras, o a todos aquellos viandantes que al cruzarse con él en la calle, apartaban su vista en señal de repudio al toparse con el muñón de su brazo derecho.
A todos ellos, gracias -se dijo en multitud de ocasiones-, rompiendo en su mente con los prejuicios sociales de la sociedad en la que le había tocado vivir, donde las apariencias priman sobre lo auténtico. Él lo consiguió, si bien nunca olvidó que siempre debía de llevar el arma cargada, si no para atacar, sí pare defenderse.











miércoles, 23 de enero de 2019

LA MELODÍA


No sabía a qué, pero cada vez que por la ventana de su cocina entraban, procedentes del patio interior del bloque de nueve pisos, los acordes de aquella melodía que recordaba con cierta vaguedad que oyera por primera vez en el compacto de sus padres cuando tenía no más de siete años, o quizás seis, no lo tenía muy claro, sentía una sensación de tristeza y de impotencia que sin saber porqué le obligaba a refugiarse en el rincón existente en su dormitorio entre una de las mesitas de noche y la cómoda de caoba que les regalara una tía de su mujer cuando se cambiaron de piso, seis años después de casarse. Y lloraba. Cada vez que se recluía en aquel rincón, lloraba, encontrando en el llanto sus única vía de escape. 
Y así cada vez que llegaban a sus oídos retazos lejanos de esa canción. Porque no sabía de dónde procedían. Lo mismo podía venir del segundo que del noveno, del piso de la rubia del sexto que de uno de los cuatro pisos del tercero, donde vivían una octogenaria con su cuidadora, dos mujeres maduritas que según comentaban en el bar de la esquina pertenecían al colectivo de gays y lesbianas, un matrimonio sin hijos que aparentemente no pegaban ni con cola y un atractivo y educado señor que entraba y salía del bloque siempre muy trajeado y dejando tras su paso una estela de perfume que a buen seguro no era de imitación. Y ni podía cerciorarse de dónde procedían los dichosos acordes, asomándose al ojo de patio, ya que nada más llegar a sus oídos, como con un resorte, corría a recluirse en su refugio particular, ni podía pedirle a su mujer que se cerciorará de dónde emanaban aquellas notas que tanto le atormentaban, y eso que nunca, jamás en los más de quince años que llevaban conviviendo, le había ocultado nada.
Y volvió a sonar la dichosa melodía en aquella tarde de martes, coincidiendo con la marcha de su mujer al gimnasio. Como siempre, aceleró sus pasos por el largo pasillo tapándose los oídos, y tras dejar de percibir los malditos acordes, se confinó en el único lugar de la casa donde expiraba sus miedos y enigmáticos recuerdos a modo de lágrimas y hondas respiraciones. Esos periodos de auto reanimación les podía durar a veces hasta quince minutos, pero en aquella tarde le duró mucho menos. Tras varios suspiros buscadores de vida y de tranquilidad, acompañados de un continuo deslizar de lágrimas por su mejilla, observó como no se encontraba solo en el dormitorio. Dos negros ojos, semejantes a los de su mujer, lo observaban extrañado y cargados de interrogantes.

  • Julián -le dijo a su hijo, pero sin determinarse a abandonar su rincón ni su posición fetal- ¿qué haces debajo de la cama?

Su hijo, un avispado chaval de ocho años, salió de debajo de la cama con un huevo kinder a medio comer en una de sus manos con todo el desparpajo propio de su edad. Desoyendo las advertencias de su madre, había decidido romper la orden de comer chuchería tan solo los fines de semana, no importándole lo más mínimo que lo hubieran descubierto, ya que su cabeza se llenó de dudas tras ver el proceder de su padre.

  • Papá, ¿por qué lloras? Los hombres no lloran.
  • ¿Porqué dices eso, Julián? Pues claro que los hombres pueden llorar.
  • Pues mi maestro nos dice que los hombres no lloran; que las que lloran son las mujeres y las niñas. 
  • Pues si te ha dicho eso tu maestro, te digo que está equivocado. Todas las personas, hombres y mujeres, pueden llorar cuando lo necesiten. Por el hecho de llorar no se es mejor ni peor.
  • Pero nos dice que los que lloran son débiles, y los hombres no son débiles, ya que son los que tienen que proteger a su familia. Y si eres débil no nos puedes proteger a mamá y a mí.
  • Mira, cariño -se dirigió a su hijo, abandonando el rincón pero sentado en el suelo junto a la cama y poniéndolo delante de él-, mamá llora, papá llora, pero tanto mamá como papá te protegerán siempre. Porque hay muchas maneras de protegerte. Te protegemos con la palabra, con los consejos, con los ejemplos, y si hiciera falta, te protegeremos con la fuerza.
  • Pero tú eres más fuerte que mamá, y tú eres el encargado de protegernos. 
  • Estás equivocado, hijo mío. No sólo se protege con la fuerza. Puede que yo tenga más fuerza física que mamá, más músculos, pero los músculos no son suficientes para poder protegerte. Según los momentos y las situaciones así utilizaremos una fuerza u otra. Hay una fuerza emocional, está la fuerza de la palabra, la de la razón, o la fuerza de la justicia. Y en esas fuerzas no creo yo que mamá sea más débil que papá; todo lo contrario. Y es la fuerza física la última que tenemos que usar. Y sí, Julián, los hombres pueden llorar y no dejar de ser fuertes.
  • Gracias papá. ¿Puedes hacerme un favor?
  • Dime, aunque ya sé por dónde quieres ir, y te digo de antemanos que no me ha gustado. Anda, dime.
  • No le digas a mamá que me he comido un huevo kinder.
  • No le diré nada, pero con dos condiciones.
  • Vale. Dime qué condiciones.
  • La primera que compartamos la mitad del huevo kinder que te queda y que se te está derritiendo en tu mano. Y la segunda que nunca más desobedezca a mamá.
  • Vale. Toma, todo para ti.


Fue entonces, fundiéndose en un abrazo con su hijo, cuando pudo ver el porqué de su comportamiento ante la melodía que tanto le atormentaba. Era la misma que oyó cuando, casi con la edad de su hijo, fue testigo del maltrato físico que sufrió su madre de manos de su padre, y todo por no reconocer, aunque hubiese sido con lágrimas, las razones más que justificadas que su madre le esgrimía por su tardanza de aquel día tras la salida del trabajo.
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