sábado, 14 de marzo de 2015

EL JARDAZO.



Riéndome a carcajadas entré en casa cojeando y todo dolorido. Cerré la puerta de la calle y me apoyé en ella rememorando el fatídico momento en el que ciento ochenta y seis centímetros y casi cien kilos volaban por los aires y sufrían el mayor jardazo que nunca hubiese imaginado. Recordaba como, una vez impactado sobre el húmedo suelo, permanecía en el mismo, sin darle importancia ni al golpe, ni al pequeño charco sobre el que descansaba mi cuerpo, ni mucho menos a las posibles lesiones que me pudiese haber ocasionado el monumental jardazo que había pegado.
Lo único que me importaba en aquella posición era que alguien hubiese sido testigo de mi espectacular vuelo. ¡Qué vergüenza! -me dije- que alguien me haya visto. “Semitendido” como me encontraba, después de haberme incorporado un poco, mis ojos hicieron un rápido pero minucioso recorrido por todas y cada una de las incontables ventanas y terrazas desde las que hubiesen podido divisar mi aterrizaje forzoso. Porque, y esto coincidiréis todos y todas conmigo, cuando uno pierde el equilibrio por cualquier razón y da con el cuerpo en suelo “público”, y por regla general, le da más importancia a las posibles miradas testigos de la toma de tierra de nuestro cuerpo que a los posibles daños que hayan podido ocasionar el costalazo. Es lo mismo que cuando somos testigos de un monumental jardazo, antes de pensar en el daño que pudiese ocasionarle al sujeto del aterrizaje, esbozamos una ligera sonrisa, por no decir una sonora carcajada.
Pues eso fue lo que me ocurrió hace un par de días cuando subí a la azotea recién pintada del bloque en donde vivo. Sin haberme percibido de lo que pudiera ocurrir, las cuatro capas de pintura con resina que le habían dado, al contacto con el agua que cayó en esa madrugada, hizo que mi enorme mirador de la playa de la Victoria se convirtiese en una auténtica pista de patinaje.

Y fue cuando, apoyado en la puerta de casa, dolorido y carcajeando, mi hijo me vio y se me dirigió con rostro de preocupación, preguntándome sobre lo que me había sucedido, a lo que yo le respondí que no me había sucedido nada. ¿Cómo que no te ha sucedido nada?, si traes la cara desfigurada y desencajada. ¿Qué te ha sucedido? -repreguntó-. Yo, entre carcajadas, le respondí que había dado en la azotea un jardazo de campeonato, preguntándome él que qué era un jardazo, término que le expliqué, ya que él desconocía.
Y efectivamente, ese término de “jardazo” era una palabra que había oído yo de niño en el pueblo, pero que desde entonces ni lo había oído ni leído más. Y ya me asaltó la duda, pues por un momento pensé que dicho término pudiese ser, como otros muchos, de uso exclusivo de determinados lugares de nuestra geografía, y que son desconocidos en el resto del suelo español. Pero pensé también que, como ocurría con la mayoría de esos términos o vocablos a los que me refiero, tenían su origen o raíz en alguna palabra del castellano, que por economía del lenguaje o por similitud con otros términos, derivan en palabras que a día de hoy no están recogidas en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua y que son propios de determinados lugares. Y fue, cuando, a la pregunta de mi hijo sobre el significado del termino “jardazo”, me incliné por la posibilidad de que su uso pudiera deberse a que procedía del término “jarda”, que en Andalucía tiene el significado de “costal”. Como al golpe que da una persona al caerse, se le llama costalazo o costalada (por lo de caerse de costado), yo quise interpretar que costalazo es lo mismo que jardazo.
Pero miren ustedes que la interpretación que yo hice sobre el origen del tan mencionado término “jardazo”, aunque fuese así, se me vino abajo cuando, con el fin de salir de toda duda, acudí a nuestro diccionario, percatándome que el tan cacareado término “jardazo” existe como tal, dándole el significado que yo le di a mi hijo.

 O sea, que lo que yo di en mi azotea, fue un auténtico y mayúsculo jardazo. Lo que no tengo claro es que alguien, desde ventana o terraza, fuese testigo del mismo.  

lunes, 9 de marzo de 2015

LA PERSONA QUE SE HIZO GRANDE TRAS ABANDONAR SU SOBERBIA.



Al leer la prensa de ayer domingo y enterarme que la buena y civilizada señora Esperanza Aguirre (lo de buena que quede claro que va con retintín, por si alguien tiene alguna duda; y lo de civilizada, también. Lo de señora no lo pongo en duda) será la candidata por el partido de la gaviota azul a la alcaldía de Madrid, se me vino a la memoria lo que me ocurrió cierto día, de cierto año ya muy lejano, y en cierta fastidiosa e inacabable guardia militar que monté en el cuartel de Infantería de Marina de San Fernando.
Y os cuento.


Como oficial de guardia militar de aquel cierto día, y lo que os voy a contar es cierto, recibí la orden taxativa del jefe del estado mayor que, debido a la visita al día siguiente de una comisión de miembros de la ONU que además de visitar el acuartelamiento iba a asistir a la entrega de mando del nuevo general jefe, quedaba prohibida la entrada en todo el recinto militar de vehículos civiles desde el mismo momento en el que recibía dicha orden hasta que se hubiese marchado, ya al día siguiente, la mencionada comisión. Yo, que en el momento de recibir la orden intuí que su estricto cumplimiento, y a la orden me refiero, podría traerme algún que otro quebradero de cabeza, conociendo las “particularidades” del acuartelamiento, hice llegar al dador de la orden, la pregunta, también con retintín, que si “ningún vehículo civil podía entrar”, a lo que me respondió con el indefinido “ninguno”; así y todo, con más retintín todavía, le pregunté nuevamente haciendo uso de su respuesta, o sea, con el indefinido “¿ninguno?”, a lo que me volvió a responder, esta vez algo descolocado, con un “ninguno” más imperativo aun.
Con ese panorama claro como el agua, se marcharon todos y nos quedamos tan solo los miembros de la guardia militar de aquel día, es decir, algo más de treinta personas.
Todo fue sin ningún sobresalto hasta que, bien entrada la madrugada, recibo una llamada telefónica del jefe de la guardia de una de las puertas de acceso al recinto, diciéndome textualmente que “un jefazo se encuentra en la puerta con la intención de entrar en el acuartelamiento con su vehículo particular; ¿le dejamos entrar?”. Yo, esperando este momento, desautoricé la entrada del vehículo, a lo que el informante me advirtió, también textualmente que “este jefazo, que viene un algo calamocano, se está poniendo algo nervioso y que está comenzando a gritar”. Yo, en mis treces, y sabiendo la que se me iba a venir encima al conocer quien era el jefazo en cuestión, comuniqué al responsable de la puerta que “las órdenes están para cumplirlas”, asumiendo toda la responsabilidad.
Cinco o diez minutos más tarde, suena nuevamente el teléfono y el mismo responsable de la puerta de acceso me comunica, también textualmente, que “el jefazo acaba de entrar a pie y me ha preguntado por el nombre del oficial de guardia”. Se lo habrás dado, ¿no?, le pregunté, a lo que me contestó que sí.
Así que allí me encontraba yo, esperando lo que tuviera que venir, al final de un largo y ancho pasillo, por el que tendría que pasar con toda seguridad el jefazo en cuestión. En pocos minutos, veo aparecer a unos setenta u ochenta metros al tan mencionado jefazo, con sutiles cambaladas en su caminar y continuos intentos por recomponer su achaparrada figura, inflándome de valor por la que me iba a caer encima. Al tiempo que se me iba acercando, ese valor del que me inflé y del que se le presupone a todo militar, parecía que se diluía. Pero no, después de ...y tantos años de aquel suceso, tengo que decir que esa pérdida tan solo fueron apreciaciones pasajeras, no descomponiéndome cuando pasó a mi altura y dedicarme, eso sí, un bronco “buenas noches” acompañado de una mirada que pudiera ser catalogada como de “perdonavidas”.
Pasado el mal trago sólo quedaba el que diesen las nueve de la mañana y entregar la responsabilidad de la guardia militar a mi relevo.
Así dieron y, como de costumbre, fuimos a hacer el relevo al despacho del jefe del estado mayor. Dentro del despacho tras pedir permiso para entrar, tanto mi relevo como yo nos encontramos con la grata sorpresa que junto al jefe del estado mayor se encontraba el mismo señor achaparrado de la noche anterior, pero ahora emperejilado con un sinfín de medallas y condecoraciones, ya que en un par de horas se haría cargo del mando del acuartelamiento. Yo me dije, “tierra, trágame”. Tras hacer el relevo y antes que abandonásemos el despacho, el de apariencia beoda de la madrugada anterior se me acercó y, textualmente, me preguntó “¿usted tiene los cojones bien gordos, no?”, a lo que yo, quizás amparándome en que la orden que yo cumplí fue dada por la otra persona que se encontraba en ese momento en el despacho, contesté con un distendido “no sé a qué se refiere usted, mi general”. Tras una sonrisa poco histriónica del tantas veces condecorado, sonrisa en la que percibí un puñado de frases no lanzadas a mis oídos, fuimos autorizados a abandonar el despacho.

Tengo que decir que en los casi dos años posteriores al incidente relatado, en ningún momento me sentí perseguido, acosado o importunado por el protagonista principal de mi azarosa noche de guardia, ni por órdenes suyas que me llegasen a través de terceras personas. Más bien tengo que decir que en toda ocasión que coincidimos o fuera por él reclamado, que lo fui para cuestiones que ahora no vienen a cuento relatar, se comportó como el más caballero de entre los caballeros.



Pues ese comportamiento tan noble y educado es el que yo le recomiendo que tenga a la buena y civilizada señora Esperanza Aguirre (y ahora ya sin retintín) con los dos policías municipales que en su día lo que hicieron fue cumplir con las normas establecidas (de cumplimiento para todo ciudadano y ciudadana), caso hipotético que salga elegida alcaldesa de la muy noble villa de Madrid, recordándole que en estos pequeños detalles son en los que se ve la grandeza de una persona.


Dedicado a mi sobrina María del Carmen, deseándole una pronta recuperación.
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