sábado, 5 de mayo de 2012
LA SALA DE LOS SENTIDOS.
Y entró en aquella sala, sin compañía alguna que le distrajese, que le privase de ser el único en recibir de sopetón un alud de sensaciones jamás en su vida experimentadas.
Sin hacer nada para que ocurriese, la puerta se cerró tras de sí, entrando en un estado de semiinconsciencia que le fue de lo más gratificante. Sólo pudo, en un primer momento, recordar que había leído, en letras de color de bronce, un rótulo que decía “sala de los sentidos”. Y se dejó llevar.
Su vista, sus ojos se iluminaron y se hinchieron de vida, rememorando y evocando las imágenes más bellas y placenteras de su ya dilatada existencia. Tendido en la pequeña pendiente provocada por la ladera de la montaña, y cubierto por el manto de azul oscuro con motas blancas y relucientes, observaba cómo la luna, que se negaba a desaparecer entre las estribaciones montañosas en lontananza, se contemplaba orgullosa, altiva y a veces embaucadora, en el espejo líquido del lago. En aquella noche dominada por la luna, no existía el negro; lo que sí existía era un sinfín de tonalidades azuladas que ni el mejor de los pintores hubiese imaginado combinar en su lienzo.
Y en esa paz, en ese deleite provocado por la visión idílica, su oído, sus oídos, en el silencio de la madrugada, se atiborraron de insospechadas composiciones. Nunca hasta este momento se había deleitado con una sintonía tan dulce y relajante, no consiguiendo poder aislar, poder independizar, poder catalogar ni a uno solo de los sonidos que conformaban aquella composición llena de vida. Esa mezcla del arribar manso de las pequeñas olas hasta la orilla empedrada, del revoloteo nocturno de la lechuza buscando presa para satisfacer los buches de sus crías, de los sonidos de éstas demandando condumio, o del chapoteo juguetón de las carpas por alcanzar una luciérnaga despistada, hacían que la noche azulada se convirtiera en armonía.
Todo era paz en aquella sala. Incluso la brisa, la misma que provocaba el llegar de las olas a la orilla, ayudaba a que la noche azulada fuese más placentera. Y su olfato, ese olfato lastrado por los innumerables cigarrillos fumado a lo largo de su existencia, conseguía ahora percibir la amalgama de olores que portaba la brisa de madrugada. Una mezcolanza de olores que ni el mejor de los perfumistas hubiese imaginado. Era la leve brisa la que se encargaba de confeccionar el más envolvente de los cócteles aromáticos. Esa combinación de tomillo, romero e hinojo desgajado, con pequeños retazos de claveles, rosas y dama de noche, envueltos todos ellos, los olores, con el más cautivador de los almizcles que suponía el olor resinoso de los pinos, hacía que el todavía semiinconsciente visitante se sintiese el más volátil de los humanos.
Y en ese momento de sensaciones extremas y placenteras provocadas en su vista, en su oído y en su olfato, aún en la ladera de la montaña, su tacto, sus manos se deslizaron por los promontorios y recovecos del más voluptuoso de los cuerpos. No le hacía falta luz ni acomodar su vista a la luminosidad que ofrecía la luna; el deambular de sus manos hacía que su cerebro captase a la perfección la sinuosidad de las curvas exuberantes, elevándolo a la cúspide del placer.
Pero fue el gusto, el sentido del gusto, el que le catapultó al mayor de los placeres. La contienda que mantuvieron sus labios con los encarnados y carnosos labios de su sensual pareja, condimentada con la visita de intermitentes ráfagas con sabor a eucalipto, le hicieron deleitarse como si del más suculento de los manjares se tratase.
Domingo
LA FAMILIA CASTIGLIONE.
Carlos, el primogénito de una rica familia de comerciantes sevillanos establecidos en Cádiz tras el traslado de la Casa de Contratación, no había digerido que su padre le relegase, y le sustituyese al frente de los negocios que la familia mantenía con América, por Casto Umpiérrez, esposo de su hermana Cristina. El ser amante de la lectura (lector empedernido) y de la pintura, según el avaro de su padre, Umberto Castiglione, le impedían centrarse en los mil y un vericuetos del negocio familiar. Fue por ello, y por ser tan pusilánime, por lo que su padre, de ascendencia veneciana, lo situó al frente de un pequeño comercio de especies y salazones de pescado para el que no era necesario poseer ningún tipo de especialización, y más, teniendo un avispado ayudante que, como decía el veneciano, “saltaba en la palma de la mano”.
El empedernido lector, Carlos, pasaba horas y horas devorando libros, sin importarle lo más mínimo que se vendiesen dos, tres o veinte cuarterones de especies; para eso estaba Jacinto, su ayudante, además de para sisarle cuanto le viniera en gana, sabiendo que su señor nunca lo advertiría. Ni cuando venía su mujer, Catalina, a quejarse de los pavoneos y ostentaciones con los que su queridísima cuñada la agasajaba en multitud de ocasiones, la atendía como debiera, ni importarle en lo más mínimo que en no pocas ocasiones, fuese su suegro, un alto funcionario real, el que costease los vestidos de su mujer, con los que en las fiestas cortesanas de las que eran muy asiduos, disimularan en cierta medida su decrepitud económica.
Tras ocho años de matrimonio, todavía no habían conseguido tener ningún hijo, debido principalmente al poco interés que mostraba el varón en que el sueño de su suegro se hiciese realidad, pasando semanas y semanas sin que se le despertase la libido, y todo ello a pesar que Catalina se podía catalogar como mujer de sangre ardiente, como bien pudieron constatarlo durante su soltería, un abultado ramillete de jóvenes funcionarios reales.
Pero el destino se alió con el achantado Carlos. Circunstancias que nunca se aclararon en el seno de la familia, hicieron que su padre y su cuñado embarcasen en el mismo galeón rumbo al nuevo continente, parece ser, para ejecutar el mayor de los negocios llevados hasta ahora por la familia Castiglione. El galeón partió del puerto de Cádiz con rumbo a la costa africana, donde cargaría sus bodegas de esclavos de color con rumbo al puerto de Nueva Orleans. Una vez desembarcados los esclavos, cargaría sus bodegas de algodón con rumbo al puerto de Boston, donde una vez desembarcadas las balas de algodón, las bodegas se cargarían de té con rumbo a Lisboa, para volver a continuación al puerto de Cádiz cargado de especies orientales. El largo periplo fue todo un éxito para la familia Castiglione, si no fuera porque en Lisboa, concretamente en el barrio de La Alfama, y tras una fuerte discusión con unos pescadores portugueses, encontró la muerte Casto Umpiérrez, después de que le asestaran más de quince puñaladas en el pecho.
Pero la desgracia no quedó ahí. Nada más embarcar rumbo a Cádiz, Umberto Castiglione, comenzó a padecer unas fuertes fiebres que llegaron incluso a hacerle perder el conocimiento. Nunca más pudo pisar tierras españolas. Cinco días después de abandonar el puerto de Lisboa, la nave “Vencedora”, que así se llamaba el galeón de la familia Castiglione, atracaba en el puerto de Cádiz, donde el maestre Umberto, nombre por el que se le conocía en toda la ciudad, era desembarcado con los pies por delante. Fue así como el señorito Carlos de Castiglione se convertía en el único propietario del negocio familiar.
Fueron muy pocos los meses que tuvieron que pasar para que Carlos, sabiéndose reunir de los mejores comerciantes y marineros, y poniendo al frente de ellos al avispado Jacinto, hiciera realidad sus sueños, que no eran otros que dedicar todo su tiempo a recopilar el mayor número posible de libros escritos en lengua castellana, sin olvidar la adquisición de una cantidad ingente de obras pictóricas.
Rodeado de librerías de caoba, todas atestadas de libros, y de cuadros de los mejores pintores europeos de los siglos XVII y XVIII, el rico comerciante pasaba la mayor parte del día en su despacho de más de cien metros cuadrados.
Mientras tanto, su esposa, Catalina, después de doce años de matrimonio, daba a luz a un hermoso niños de cuatro kilos de peso al nacer, con la piel blanca y los ojos azules, color éste que coincidía con el que tenía en sus ojos el lugarteniente del señorito Carlos, el mismísimo Jacinto. Efectivamente, la abandonada Catalina, desde poco tiempo después del fallecimiento de su suegro, se aficionó a realizar continuas visitas a los aposentos de Jacinto, encontrando entre sus paredes lo que su marido nunca le supo dar en todo su matrimonio.
A Umberto, que así le llamaron al nacer, por su abuelo, le siguieron tres hermanos más, todos ellos varones, y todos ellos con los ojos azules.
Tanta fue la dependencia y necesidad que Catalina tenía del lugarteniente de su marido, que viendo que éste, su marido, cada día se encerraba más en sus quehaceres culturales, decidió proponerle a Jacinto que se instalase en su casa, cediéndole toda la planta alta.
Dicho y hecho. Jacinto se trasladó a vivir a casa de su jefe, recibiendo en su dormitorio, ubicado en la misma torre mirador, casi todas la noches, la visita de la deseosa Catalina, quien, lejos de esconderse y disimular delante de su marido, hubo alguna que otra ocasión en la que llegó a consumar el acto sexual en la habitación contigua a la que se encontraba el abnegado lector.
Fueron pasando los años y todo seguía igual en la lujosa casa de los Castiglione: el cabeza de familia leyendo, los amantes compartiendo cama y rincones, y los niños creciendo fuertes y sanos.
El pequeño Umberto se convirtió en todo un hombretón, y a sus dieciocho años, no solo había sabido adquirir la viveza y pericia en el mundo de los negocios de su padre biológico, sino que también había heredado de su padre, el que le dio el apellido, su pasión por la lectura y la pintura. De la que no heredó nada, ni lo persiguió nunca, fue de su madre, a la que consideraba una vulgar meretriz. Así, desde que a sus doce años la sorprendió en las cuadras de la casa, con las faldas arremangadas, en posición indecorosa, fornicando con su amante, dejó de dirigirle la palabra, hecho éste que no afectó en lo más mínimo a la promiscua Catalina, que lejos de reprimir su fogosidad, y en los dos últimos años antes del fatal desenlace, probó de los favores carnales de algún que otro jovenzuelo barbilampiño, que para más desgracia de su hijo, eran amigos suyos de pandilla.
Él, Umberto, sin pensar en sus hermanos, y harto ya de los comportamientos de su madre, los cuales habían trascendido por la ciudad, y el mismo día que cumplía los diecinueve, cuando volvía de su clase diaria de florete, hizo realidad los pensamientos que desde hacía ya mucho tiempo estaba maquinando. Tras encontrarse nuevamente en las cuadras de la casa a su madre con Jacinto, y con un solo golpe de brazo, los atravesó a los dos por el cuello cuando se encontraban en plena cúpula griega.
Ni la justicia ni la ciudad pidieron explicaciones, ya que por el bien de todos, vieron necesario lo sucedido. Tampoco el empedernido lector las pidió.
Domingo
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