Hay siglo XIX, siglo XIX; mi querido y añorado siglo XIX. Hasta entonces, y desde la toma del reino de Granada a manos de los Reyes Católicos, todo habían sido guerras, alianzas, entradas a raudales de dinero, gastos por encima de las posibilidades y vasallaje camuflado.
Pero el siglo XIX amaneció con los nuevos aires nacidos de la revolución francesa. Aires de libertad, de igualdad, de romper con esa realidad impuesta por las clases poderosas, incluida la iglesia. Aires de enseñanza, de cultura, de saber, de poder participar en el presente y futuro de nuestro pueblo.
Y tuvieron la suerte en la ciudad de Cádiz (a mi modesto entender, por ubicación geográfica y no porque Cádiz fuese manantial de libertades), de construir la estación donde pararía el primer tren de las libertades en la historia de España, y todo ello mientras en muchos pueblos de la provincia se combatía al invasor francés. Mencionar localidades como Algodonales, Grazalema, Alcalá de los Gazules o Bornos, donde los lugareños soportaron como pudieron con su sangre, la incapacidad gabacha por conseguir la plaza de Cádiz. Por eso, y perdonarme que haga un inciso, me chirrían todos los fastos, celebraciones y halagos que se está llevando la ciudad de Cádiz con lo del bicentenario, ciudad ésta en la que con toda seguridad no se hubiera podido aprobar nuestro primer texto constitucional a no ser que en la campiña y en la sierra gaditana no se hubiera estado instigando a las tropas francesas; pero así es la vida.
Y volviendo al tren de las libertades, aquél que por primera vez pasó por Cádiz, y que tras atiborrarse de ilusiones con las ventanas abiertas para el paso de nuevos aires, fuese desalojado por el que para mí ha sido el peor monarca que hemos tenido, y me refiero a Fernando VII, observamos que gozamos en la provincia de una nueva oportunidad. Ese mismo tren, el de las libertades, el que pocos años antes tuvo que irse sin pasajeros, vuelve a parar nuevamente en la provincia, construyendo en esta ocasión dos estaciones: una en Cádiz, en la casa de los hermanos Isturiz (actualmente ocupada por el Casino Gaditano, y en el que realicé una de las presentaciones de mi primer libro), y la otra en nuestro pueblo, en nuestro pueblo de Bornos.
Seguramente, mientras en esa casa de los Isturiz, sita en la plaza de San Antonio de Cádiz, los masones y liberales, entre los que se encontraban Mendizábal y Alcalá Galiano entre otros, preparaban el golpe militar que intentaría que el tren de las libertades enlazase con el cordón umbilical europeo, en Bornos, el maquinista de dicho tren, el entonces teniente Coronel Riego, estaría deleitándose con nuestras aguas, con nuestros olores, con nuestras panorámicas. Me imagino al ilustre ferroviario paseando por los jardines de nuestro castillo palacio en aquellos días de diciembre, o subiendo a la piedra rodadera y desde allí, deleitarse con el serpenteo del Guadalete y con la silueta de la sierra gaditana asemejándose a la de una mujer tendida; me lo imagino paseando por aquellas huertas y quedándose extasiado con las explicaciones que nuestros ancestros le darían sobre el fruto de los damascos, árboles que por entonces el eminente ferroviario sólo disfrutaría en sus primera flores. Incluso me imagino el mar de dudas que pasaría por su cabeza, cuando los ya mencionados Mendizábal y Alcalá Galiano, le comunicaron que era el momento propicio para la algarada militar y para que el tan anhelado tren comenzase a hacer chu chu chu. Seguramente, las primeras palabras de Riego fuesen las siguientes: “por favor, señores, dejadme un ratito más aquí”.
Domingo
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