miércoles, 2 de septiembre de 2020

EL PALOMO BUCHÓN


Realmente no lo conozco, pero sí puedo decir que la brillante idea fue de lo más nefasta. Si todas las ideas de este “cerebrito” municipal, de ese “bien pensante” al que contribuyo pagando su sueldo mensual, son tan brillantes, estamos todos los contribuyentes de este rincón sureño con el derecho de exigir a quien corresponda que se dé una llamada de atención a ese excelente ejecutor de órdenes. Pero la culpa no la tiene él; la culpa la tiene el responsable de ese ejecutor, el que tuvo esa feliz idea y ordenó que se llevara a cabo.
Y viene a mi memoria una historia que me contaron hace ya muchas canículas, y que al recordar el número aproximado de ellas, me han hecho pensar que llevo más vividas que las que me quedan por vivir. Pero no vamos a pensar en ello y vamos a seguir con la historia que me relataron, de la que tengo que decir que dudo de que fuese cierta, aunque tampoco sería de extrañar.
Me contaron que nuestro monarca Borbón Carlos III, contagiado de las ideas ilustradas que recorrieron las monarquías europeas de mediados del XVIII, y de ello pueden dar fe los vestigios arquitectónicos de los que todavía podemos disfrutar, y de acuerdo con la idea de Monstequieu de que para ser un buen gobernante hay que estar con su gente y no por encima de ella, intentó llevar a cabo una política orientada a mejorar la vida de sus súbditos, afán el suyo que le llevó a que se le pueda calificar como el monarca (y vamos a remitirnos tan solo a una etapa de la historia) más “normal” dentro del absolutismo español. Pues bien, tan profundas reformas intentó realizar y tantas obras y edificaciones ordenó a que se levantasen, que no todas se realizaron. Y no se realizaron porque aunque las ordenó, no supervisó que se hubiesen ejecutado.
Así, los actuales cicerones que recorren los rincones madrileños explicando a los turistas las construcciones erigidas en tiempo del rey ilustrado, se vanaglorian y se entusiasman explicándolas con todo tipo de detalles.
Cierto día, uno de esos cicerones, tras visitar la Puerta de Alcalá, el ministerio de Hacienda (antigua Real Casa de la Aduana) y otras tantas edificaciones levantadas durante la época ilustrada, se paró con sus turistas en plena Casa de Campo y les comentó que tenían delante de sus ojos el Palacio que el monarca había ordenado construir en honor de su fallecida esposa María Amalia de Sajonia. Todos los turistas se miraron incrédulos tras la explicación del cicerone al comprobar que delante de sus ojos no había ningún palacio, y que solo veían un enjambre de pinos piñoneros. Una de esas visitantes se dirigió al guía turístico comentándole que diese una explicación del porqué había hecho ese comentario sobre el palacio en honor de la reina fallecida, a lo que el cicerone contestó lo siguiente: “efectivamente, señora, el rey ordenó que se levantase el palacio en honor de su amada mujer, pero nunca llegó a supervisar que su orden se hubiese cumplido”.
Y lo mismo que ocurrió con la orden dada por el rey ilustrado, ha ocurrido en esta capital sureña. El responsable municipal de parques y jardines ordenó en su momento que se construyera un parque con todo tipo de árboles, salpicado en su interior de confortables bancos de madera donde el paseante pudiese descansar a la sombra de los frondosos árboles. Y efectivamente, dicho responsable municipal supervisó que los árboles se plantaron, que los bancos de madera se anclaron al suelo, pero no supervisó que exactamente encima de tres de los bancos que salpicaban el parque, instalaron tres criaderos de palomas, que a día de hoy se pierden entre ramas a la vista de los paseantes y que por la ley de la gravedad hacen que los asientos reciban de vez en cuando los excrementos procedentes de los palomares.

Y cuento esto porque hoy, cuando, un par de horas después que pasase el pelotón de limpieza del parque y dejasen impolutos los bancos, tomé asiento con la intención de, con vista a la bahía, juntar algunas letras en mi bloc, recibiendo la sorpresa en plena libreta ya garabateada, de un recuerdo fecal de algún palomo buchón. Mi reacción no fue otra que la de dejar de escribir en el asunto que me ocupaba y, tras cambiarme de banco y cerciorarme que en mis alturas solo existían ramas de un moral, escribir sobre el incidente que había sufrido en primera persona.
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