martes, 31 de marzo de 2020

DECIMOCTAVO

Decimoctavo día de lucha confinada contra el coronavirus, decimoctavo día en el que uno se levanta y ya no sabe si es lunes, jueves o domingo, decimoctavo día en el que hay que tener claro que debe de quedarse sin salir de casa otro día más por el bien de uno y del resto de habitantes de nuestro planeta; sí o sí. Es lo que nos queda y es lo que nos está salvando que este jodido bicho no se esté expandiendo más. Iba a decir que no quiero ser reiterativo con lo de quedarse en casa, pero sí, voy a serlo. Las mascarillas ayudan, los guantes de látex también, pero el mejor plan para ayudar a que los centros hospitalarios reciban cada vez menos pacientes infectados es no salir de casa; no hay otra. Y es lo que nos tenemos que meter en la cabeza y tratar de metérselo a todos los que nos rodean. Nosalirnosalinosalirnosalir. 



Y ahora prosigamos con nuestra historia de la parisina.

El inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”. La pregunta, y en el tono que me la hizo me cogió un poco a pie cambiado, intentando por un momento buscar las verdaderas intenciones que llevaba el agente al hacerla, intento que me resultó baldío, ya que no encontré ninguna respuesta. Fue por lo que, para salir del paso, pero intencionadamente, lo que hice fue repetir su misma pregunta pero cambiándole la entonación y añadiéndole un carácter dubitativo. “Que si la pusimos o la puse; la verdad es que no entiendo lo que me pregunta, señor agente”. No sé si hice bien o mal al contestar de esa manera, pero la verdad es que el inspector, lo recuerdo hoy tal como sucedió en aquel momento, y hace de esto ya una tira de años, le supo mi respuesta dubitativa como un rayo, volviendo a perder en cierta medida los nervios. Me preparé para el chaparrón, aunque seguía sin saber qué fue lo que me quiso preguntar. “Vamos a ver, ni se imagina usted el tiempo que llevamos trabajando en este caso, y ni se imagina tampoco las pocas ganas que tengo de escuchar paparruchadas, jilipolleces y desvaríos como los que usted ha dicho. Creo que mi pregunta está bien clarita”, y todo ello con un tono de voz bastante elevado y amenazante. No sé si hice bien o no, creo que sí, pero sobre la marcha decidí plantarle cara y no amilanarme, creyendo vender con mi postura una imagen de seguridad y que en ningún momento había tratado de sorprender a nadie, y mucho menos a la justicia.”Me va a perdonar usted, señor agente, me dirigí a él sin ningún tipo de altanería, pero hay dos cosas aquí en las que me pierdo, primero que no he entendido su pregunta, y al no entenderla lo único que he hecho es volvérsela a preguntar para que me la aclarase, y segundo, y es una cosa que me está preocupando desde que en la escalinata del avión usted me invitó a acompañarle, es que me habla usted ahora de un caso, y yo creo, que debería de decirme qué caso es este del que habla, porque yo estoy perdido, por favor”. Si la habitación era fría y las paredes, todas de blanco ayudaban a ello, mi respuesta ayudó a que la temperatura bajara unos grados más; hasta provocó que el argentino, que estaba calentito por el interrogatorio un poco agresivo al que seguramente lo habían sometido antes de yo entrar, levantó la cabeza y sintió escalofrío.
  El otro agente, subinspector que era, movió varias veces la cabeza y comenzó a caminar por la sala pero buscando disimuladamente acercarse hasta mí con el fin de poder actuar a tiempo por si su jefe reaccionaba como él pensaba que pudiera reaccionar. No hubo palabras durante un largo espacio de tiempo, pero aquel silencio era, lo recuerdo todavía hoy y se me ponen los vellos de punta, de los que nadie se atreve a romper porque a modo de puñal se te podía clavar en el corazón. Y lo rompió el que tenía que romperlo. Pero no como esperábamos que lo hiciera, demostrando su gran profesionalidad y dominio de la situación, ya que captó perfectamente la intención de mi respuesta, y pienso hoy que después de mi respuesta, el bueno del inspector me hubiera mandado para mi casa ya que se dio perfectamente cuenta de que yo no tenía absolutamente nada que ver con el caso que se traía entre manos. “Vamos a ver si acabamos de una vez por todas con este galimatías en el que estamos metidos y podemos deshacer el entuerto en el que creo que está usted implicado sin partirlo ni probarlo; bueno, probarlo sí, ya que veo que como ha reconocido, sacó usted una buena tajada”. La ruptura del silencio del inspector nos dejó a todos de piedra; a todos menos a mí, ya que en cierta medida me la jugué y me salió bien el envite; o por lo menos eso me pareció a mí. “Me refería a que en el papel que os sirvió como contrato de compraventa, y en el que venía la cantidad de cuarenta mil pesetas, cosa que no tengo porqué saber ni me interesa que realmente usted cobró, según dice, noventa mil, está tan solo la firma de usted, no teniendo validez alguna pues no se encuentra la del tal Honorio Sanjuán, que hasta este momento, si no me lo demuestra usted o alguien, no le pongo cara”. Educadamente me dejó de piedra, pero más me dejó la reacción del argentino, que comenzó a hablar sin que ninguno de los agentes se lo autorizara. “Vos ves, señor agente; no existe absolutamente ningún tipo de prueba que me relacione con la compraventa de este óleo; ya os lo comenté y vos no queré oírme. Este boludo, después de hacerle el favor de portearle el cilindro con su óleo para que pudiese viajar, me queré cargar el muerto y meterme en este quilombo. Ni yo le he pagado plata alguna, ni yo he firmado nada que pruebe que haya adquirido esa mierda de parisina, ni yo sé nada de ese tal Honorio Sanjuán”. La verdad era que el inspector llevaba razón, y aquel papel, sin la firma del argentino, del verdadero argentino, no tenía ningún valor; quedaba bien claro que la parisina, sin ser una mierda como había afirmado el porteño, calificativo que me había olido a cuerno quemado, tenía un único dueño, y ese era yo. Pues sí que está bien la cosa me dije. De pronto recordé un hecho en el que no había caído antes y que en cierta medida podía probar que no mentía, que el tal Honorio Sanjuán existía, por lo que, creyendo haberme ganado la confianza del inspector, me atreví a pedirle al jefe del dispositivo el permiso para demostrar lo que expliqué en mi relato de los hechos.



No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

lunes, 30 de marzo de 2020

DECIMOSÉPTIMO

Decimoséptimo día de lucha contra el bicho del coronavirus. Y permítanme hoy dedicarles estas primeras palabras de hoy a los niños y a las niñas, aunque seremos nosotros los mayores los que  lo tendremos que aprender para podérselo explicar luego a ellos y a ellas. 

Había oído hablar de bichos malos, pero como este, ninguno. Si me lo encontrara de frente, sin pensarlo, le daría una fuerte patada por los oeufs; cuando se agachara, un fuerte rodillazo en el mentón, y una vez en el suelo, lo patearía hasta acabar con él. Pero no puede ser. El bicho este no se ve venir. Es invisible. Por eso, lo que hay que hacer es esconderse, evitarlo hasta que se encuentre un liquidito que lo haga ser visible y entonces atacarlo de cara, luchar con él de tú a tú. La paciencia de saber cuándo actuar será la que nos dé la victoria. Por eso, amig@ mí@, juguemos al escondite con él; ya llegará nuestra hora y le venceremos.

Y ahora vamos a pasar a nuestra sesión de la parisina.

El agente volvió a mirarme, esta vez de abajo arriba, preguntándome que “si el argentino era yo o el que estaba siendo interrogado”, a lo que le contesté que yo no tenía nada de argentino, que yo era de Bornos, provincia de Cádiz. “Ya, es que se enrolla usted como los sudacas. Espere usted aquí y ya lo llamarán”.
¡Vaya el comentario del agente!, me dejó planchado. ¿Enrollarme? Ya quisiera yo tener la labia que tienen los argentinos; que sí, “que dan muchos rodeos para decirte una cosa concreta, que te adornan el lenguaje con términos innecesarios, sí; pero como esos rodeos que dan lo acompañan con una cadencia y una melodía tan angelical, hacen que te veas envuelto en un manto de seda dándote la sensación de suspensión en el aire”. Ese fue el pensamiento que tuve ante la respuesta seca del policía, que fueron las mismas palabras que me dijo una gran amiga mía después de haber tenido una experiencia con un pibe argentino, que según también me contó días antes de hacer yo el viaje a París, “no era guapo, no era alto, no era buen amante, pero amigo mío, entre beso y beso hacía unos comentarios....... ; me reconfortaba de tal manera que, al final, decidí ir buscando tan solo su conversación”. Estaba claro que la experiencia que tuvo mi amiga y la que tuve yo con los hijos de la tierra del tango se parecieron en muy poco, porque cada vez que pienso en el cabrón ese que está ahí dentro, pensé, se me revuelven las entrañas. No pude reprimirme y me dirigí al agente, que si bien al principio me observó con cierta displicencia, cuando conseguí transmitirle mis sensaciones y sentimientos, aunque reconozco hoy que en su momento lo hice con mucho de histrionismo, entonces, llegó a levantarse de la silla que ocupaba, ofreciéndomela para que la ocupara. “Señor agente, ¿es justo?, ¿es justo que por culpa de un cabrón como ese que está ahí dentro yo tenga que estar pasando por esto?, ¿es justo que una persona como yo que viene de pasar cinco días en París y que compró una pintura, concretamente una parisina que podía haber comprado aquí en España, en cualquier tienda de mueble, y que después la vendí porque un puto argentino se encapricho de ella, esté metido ahora en este lío? ¿Hubo un enjuague en la compraventa de mi parisina, señor agente? Por favor, dígame algo. Cuénteme algo que yo no sepa”. Recuerdo que mi teatralidad la llevé hasta el punto de dejar caer mi cuerpo sobre el marco de la puerta, flexionando un poco mis piernas y pareciendo como si fuera a desvanecerme, nada más lejos de la realidad, pero que hizo mella en la sensibilidad del agente, invitándome, como apunté antes, a sentarme en su silla y a comenzar a soltar por su boca mensajes tranquilizadores. “Quédese tranquilo, señor; si usted no ha hecho nada ilegal ni ha participado en nada turbio, no tendrá ningún problema. Tranquilícese. Yo no le he comentado nada, pero los tiros van contra el pájaro argentino. Eso sí, reconozco que le vamos a molestar un poco mientras que no se aclare la situación, y le adelanto que esto no se va a aclarar hasta que no lleguen los dos inspectores de la policía nacional francesa que estamos esperando. Y recuerde, yo no le he comentado nada”. “Pero, le contesté, dígame que hay detrás de todo esto, ¿qué tengo que ver yo con este follón?”. “Lo siento, respondió, ya he hablado demasiado. Y si lo he hecho es para tranquilizarlo un poco. Y recuerde que esta conversación no ha existido”.
Vi prudente no insistirle más al agente, ya que me di cuenta que, como bien me dio a entender, había hablado más de la cuenta, jugándose mucho; era evidente que estaba recién salido de la Academia de Policía y estaba poco baqueteado, como bien pude comprobar más tarde, dicho por él mismo, de que estaba en el año de prácticas que tienen los alumnos después de salir de la Escuela y dentro todavía del periodo de formación. Fue por eso por lo que, después de levantarme y pedirle que volviera a tomar asiento que ya me encontraba bien, y que él, muy educadamente, casi me obligara a seguir sentado, cogiéndome del brazo, me puse a pensar no recuerdo ahora en qué, pero lo que sí sé es que me quedé dormido en la silla. Y recuerdo que me quedé dormido porque no sé cuánto tiempo después, me sobresalté al oír el picaporte de la puerta abrirse sin delicadeza alguna. Enseguida me levanté, y tras restregarme un poco los ojos con la mano derecha, me topé casi de bruces con uno de los agentes que se encontraban en el interior, el menos afable, que venía expresamente a buscarme. “Pase usted para dentro”, al tiempo que le dedicaba una mirada a su compañero como criticándole el hecho que me hubiera dejado la silla. Entré en la sala, observando inmediatamente que los mofletes del argentino se encontraban más rojos de lo que yo estaba acostumbrado a verlos en el par de días que habíamos coincidido, y sin dilación alguna, el agente que mandaba aquel dispositivo, inspector según me enteraría más tarde, se dirigió a mí: “Vamos a ver, señor, le di antes la oportunidad de que me contase toda la verdad y me parece a mí que usted no me hizo caso”. “Perdone usted, señor agente, quiero dec....”, comencé a decir. “¡Cállese! Y no hable hasta que yo no termine, ¿Entendido?”, dijo levantándose de la silla en la que se había sentado nada más entrar y poniendo su cara a escasos veinte centímetros de la mía. “Usted hablará cuando yo lo diga; mientras, chitón”. Transcurrió más de medio minuto donde no se oyó ni el revoloteo de una mosca, treinta segundos que a mí me resultaron eterno. “¿Qué iba a decir usted?”. Tiene cojones la cosa, pensé. Me echa la bronca, me tiene casi un minuto en ascuas totalmente en silencio y ahora se deja caer preguntándome que qué iba a decir. Guerra psicológica en interrogatorio; y no sabe el pavo este, seguí pensando, que por mi profesión, estoy adiestrado en estos menesteres y prácticas. “Pues como iba a comentarle, señor agente, y ya se lo anoté a su compañero que se encuentra en el exterior, hubo un detalle que en mi anterior relato se me pasó por alto”, dije mientras observaba que en lo alto de la mesa se encontraba desplegada, hermoseándose, mi parisina, junto al canuto de cartón, el certificado que me hizo el marchante de la galería de arte y la hoja de libreta que nos sirvió al argentino y a mí para hacer el contrato de compraventa y donde se reflejaban nuestros nombres y la cantidad en que se la vendía. “Pues hable ya de una puñetera vez. ¿Qué se le fue por alto?”, dijo el inspector interpretando bien su papel de poli malo, cosa que me extrañó porque normalmente ese papel de poli malo lo realiza el agente de menor jerarquía, aunque a veces se suelen cambiar los roles. “Pues que en mi relato de los hechos comenté lo del precio; lo que me pagó el señor Honorio por el lienzo. Dije que me pagó noventa mil pesetas, y fue así, aunque en el papel que nos sirvió de compraventa pusimos que eran solo cuarenta mil”. El inspector, que se encontraba con la cabeza agachada mientras yo hablaba, la levantó, y con una media sonrisa a caballo entre chacotera y conspiradora, me preguntó “¿pusimos esa cantidad o la puso usted solo?”.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “SEGUIR EN CASA”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

domingo, 29 de marzo de 2020

DECIMOSEXTO

Decimosexto día y una hora menos de regalo de descoronavización. Comienza la segunda quincena, pero temiendo que no será la última. Pero no pasa nada; si hay que quedarse en casa una tercera, por el bien de todos, nos quedaremos. Hemos aguantado la primera y aquí estamos, quizás, y creo que estoy en lo cierto, más mentalizado de que el “maldito encierro” hay que llevarlo más a rajatabla, quizás más mentalizados que cuando podamos salir y las consecuencias económicas sean pésimas, meteremos el hombro para levantar esto, quizás más mentalizados que entonces comenzaremos a pedir responsabilidades, y no solo a los miembros del gobierno, y quizás que estaremos más mentalizados para que nunca más suceda lo que está sucediendo ahora, de levantar las murallas antes de que llegue el enemigo. En definitiva, quizás aprender de los fallos cometidos, porque por desgracia, la historia se repite y no aprendemos de nuestro errores; que nunca más suceda eso. 


Seguiremos pues con las peripecias entorno a nuestra parisina.

.....no sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las noventa mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la pintura al señor Ernesto, ¿le transmitió también el certificado de autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra de la tela?”. La pregunta que me hizo el agente me jodió y me molestó mucho, pero no por la pregunta en sí ni porque yo tuviera que ocultar algo; me fastidió porque en el relato de los hechos que le hice cuando me lo pidieron, yo me olvidé de ese detalle, y ese olvido podía llevar a los agentes a que naciera en sus subconscientes alguna duda sobre mí y mi proceder, y nada más lejos por mi parte. “Sí, señor agente, contesté, se lo entregué; en el cilindro de cartón, y rodeando el lienzo, le dejé el certificado de autenticidad que también sirve de contrato de compraventa. También en el interior de ese canuto, dije señalando al centro de la mesa, deberá de estar una hoja de libreta en la que figuran mi nombre y apellidos con mis datos y los del señor Ernesto, aunque ya os adelanto que el nombre que él me dio y por el que yo le conocía, era el de Honorio, y de apellido quiero recordar que me dijo que era Sanjuán, y es con ese nombre y apellido con el que figura en el papel que hicimos a modo de contrato de compraventa y en el que firmamos”. “Muy interesante todo”, comentó uno de los agentes; ¿algo más que decir?”. Yo callé. “Pues salga y espere ahí afuera con el compañero que estará en la puerta”.
La espera junto al tercero de los agentes se me hizo eterna, dándome tiempo en pensar en mil cosas. Lo primero que se me vino a la mente fue en lo que habría sido de mi mujer, por dónde andaría. Habría recogido las dos maletas y se encontraría ya con el familiar que había quedado en recogernos y que nos llevaría hasta Cádiz. Desesperada tenía que estar, recuerdo que lo pensé. Y no solo eso, sino que me estaría poniendo a parir: “y eso que se lo dije mil veces; no vendas la parisina. Pero él, como siempre, seguiría diciéndole a su padre, haciendo lo que le venía en ganas”. Y la verdad es que no quise oírla, pensé mientras asistía al deambular de la gente por la terminal del aeropuerto, pero sin ver a nadie; si la hubiera hecho caso......... En verdad es que no sé lo que hubiera pasado porque, pensé ya más fríamente, el problema creo que no radica en la venta del lienzo al argentino, sino en la pintura en sí. ¿Qué tiene de especial la parisina? Algo debe de tener para que el interés por ella sobrepase por bastante el que se pueda tener por una pintura cualquiera de almacén como yo consideraba que era. No es normal primero que el Honorio ese de los cojones me pagara esa cantidad tan desorbitada en comparación con la que yo pagué a un supuesto entendido como era el dueño de la pequeña galería de arte donde la adquirí, ni tampoco que el Cuerpo Nacional de Policía haya preparado un dispositivo especial venido desde Madrid, según entendí, para investigar el caso de un óleo de como diría un buen amigo mío, de “tres al cuarto”. ¿Habría comprado un Pisarro, un Degas o un Morisot y yo no lo sabía? Imposible; eso es imposible, me decía una y otra vez. Algo hay que se me escapa; lo único que espero es no salir salpicado. Y todo fue pensar en lo de las posibles salpicaduras cuando caí que nuevamente había cometido otro grave error en mi último relato de los hechos; no mentí intencionadamente, pero no conté toda la verdad, también sin intención alguna. Está claro que no se puede ir por la vida, recuerdo que pensé en aquel momento y lo ratifico ahora, de bueno y de piadoso; hay que ponerle, seguí pensando, un poquito más de maldad a las cosas, y más cuando te juegas el que te inculpen en un asunto que parece ser que no tiene muy buena tinta; en pocas palabras, que te puedes comer un marrón sin partirlo ni probarlo y verte con los huesos en la trena. Tan nervioso me puse que me dirigí al agente que me acompañaba en la puerta de la oficina de interrogatorio. “Perdón, señor agente, le dije con la mayor ingenuidad que pude sacar de mi interior, todo con el fin de hacerme más creíble, ¿le puedo hacer una observación? El policía, que se encontraba sentado franqueando la puerta, con un auricular en la oreja, me miró de arriba abajo con cierto desdén y me contestó: “si me vas a pedir que tienes ganas de ir a los aseos te adelanto que te aguantes un poco”. “No, le contesté, es sobre un asunto que he omitido cuando sus compañeros me han preguntado; sin ninguna intención no hable de él, y me he acordado ahora; lo decía por si se lo podía trasladar a sus compañeros, ya que puede ser importante, creo, para el esclarecimiento de los hechos sobre los que se me han preguntado”. El agente volvió a mirarme, esta vez de abajo arriba, preguntándome que “si el argentino era yo o el que estaba siendo interrogado”, a lo que yo le contesté que yo no tenía nada de argentino, que yo era de Bornos, provincia de Cádiz. “Ya, es que se enrolla usted como los sudacas. Espere usted aquí y ya lo llamarán”.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

sábado, 28 de marzo de 2020

DECIMOQUINTO

Decimoquinto día. Sí, ese mismo en el que se cumplía la primera fecha de confinamiento. Y me vais a perdonar que hoy comience esta entrada con un hecho que ha motivado que haya llovido en mis mejillas; en mis mejillas, en mi corazón y en mi alma. Han sido unas lágrimas convertidas en lluvia, pero lluvia de impotencia. Y todo por haber leído las palabras de un héroe más de los que está en primera línea de batalla, como otros muchos, y que transcribo textualmente: 

Cuando uno decide una profesión, se imagina lo mejor y lo peor que puede llegar a vivir, sin embargo, hoy mi estado de ánimo se ha venido abajo, quizás sea el acabar un turno y no poder marchar a casa, el cansancio de las horas acumuladas, de tanta tensión escondida tras un uniforme y una simple mascarilla, de guardarme mis verdaderos sentimientos frente a esto que esta pasando, de no ver a nadie de mi familia desde hace semanas o peor, de no saber cuando las volveré a ver... No lo niego, estoy asustado, porque mientras miles de personas se quejan de estar encerrados en sus casas junto a los suyos o parte de ellos, yo solo estoy deseando llegar a la mía y encerrarme para que pase otro día más. Veo cada noche miles de fotos junto a vuestra familia pasando esta fea historia, mientras yo lo paso tras un uniforme y a 700km de la mía. Mañana me despertará el despertador de nuevo, con el miedo de no saber si volveré a casa acompañado por algo que no quiero que lo haga. No quiero que me apoyes, ni tan siquiera que respondas, eso ya lo hacen los míos aún sin saberlo, tú solo puedes ayudarme de una manera, de esa manera que no solo me ayudas a mi, sino también a los tuyos... Quedándote en TU casa. Un día más es un día menos, APRIETA!”.

Palabras de mi hijo a 700 kms en primera línea de batalla. Lo ha dicho claro. Sobran las palabras. Sólo reiterar lo de que te quedes en casa, ¡¡¡coño!!!
Lo que te tenga que decir, hijo, ya te lo diré por privado, pero quiero adelantarte que solo los valientes reconocen que a veces tienen miedo, pero no olvides que ese mismo miedo es el que te hace más fuerte.

Proseguiré con mi parisina.

Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto (Honorio, por si alguien tiene alguna duda), no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.
Recuerdo que era una habitación de unos cinco por cinco aproximadamente, de paredes blancas, puerta de acceso blanca y mesa con cuatro sillas también de color blanco; ni un solo cuadro colgado en las paredes, cuando en este tipo de sitios siempre pende un cuadro del rey Juan Carlos; pues ni eso, ya que si hubiera estado con el uniforme azul de Almirante, hubiera dado a la fría habitación algo de calidez; pues ni eso; su aspecto tétrico se asemejaba más al tanatorio de un hospital que a una oficina policial. “Sentaros uno delante del otro”, dijo el agente que portaba el canuto, dejándolo en el centro de la mesa al mismo tiempo que nos hablaba. “No tenemos ganas de perder el tiempo, prosiguió, así que quiero saber de quién es la pintura que está enrollada en el interior de este tubo de cartón”. Yo, que había conseguido guardar la calma que gané en la escalerilla del avión, recuerdo, iba a hablar para relatar la única verdad, pero enseguida el argentino me ganó la vez, hablando en su papel de enojado:”señor agente, ya lo dije antes; el boludo este me pidió el favor a la entrada del vuelo que porteara el tubo por sus dimensiones porque tanto él como su mujer no podían introducirlo en el interior del avión, ya que los dos portaban sendas bolsas de mano; así de sencillo, señor agente; no hay ningún problema, y pensaba devolvérselo nada más pisar tierra. En verdad es que no entiendo todo el quilombo este que habéis montado”. En ningún momento el orondo charlatán se dignó mirarme a la cara mientras hablaba, porque si lo hubiera hecho, y de eso estoy seguro, lo hubiera fulminado con mi mirada asesina; la tenía; reconozco que la ira se apoderó de mi cuerpo, y aunque no llegué a verme en ningún espejo, se debería de ver reflejada en mi mirada. Cómo se puede ser tan hijo de puta, pensé, para inventarse esa sarta de mentiras. ¿Y por qué? Enseguida comprendí que alrededor de mi parisina, ya que por lo visto había vuelto a ser mía, según la declaración del puto argentino, debería de haber algo oscuro, algo que en verdad no se me pasaba por la cabeza, pero que visto lo visto, debería ser de cierta enjundia. Estaba claro que no es normal que tres policías estuvieran esperando el aterrizaje de un avión para saber quién era el dueño de un lienzo que me había costado al cambio unas quince mil pesetas, que sí, que era dinero, pero tampoco para montar este dispositivo. El argentino siguió repitiendo la misma historia pero engordándola y adornándola cada vez más, hecho este que me ponía cada vez más nervioso y de lo que no se le fue por alto a uno de los agentes que no me quitaba la vista de encima. Este mismo agente, viendo el cariz que estaba tomando la cosa, pareciéndole que la historia que estaba contando el argentino era cada vez más fantasiosa e inverosímil, se le acercó por la espalda y le ordenó, textualmente, que detuviera su historieta, invitándome a continuación a que contase lo que sabía sobre la pintura que iba enrollada en el cilindro de cartón que se mantenía en el centro de la mesa, inmóvil y como testigo de lo que allí estaba ocurriendo. Mi exposición, con una tranquilidad pasmosa que hasta mí me sorprendió, no hizo sino relatar tal y como sucedieron los hechos, ni más ni menos, sin ningún tipo de adorno, desde que paseábamos mi mujer y yo por la rue du Mont Cenis entrando en la tienda de arte, enamorándonos de la pintura de esa misma calle, la entrega de una señal, la recogida del oleo al día siguiente, expendiéndonos el vendedor el correspondiente certificado de autenticidad de la obra, el embarque en el vuelo de Air France, el fortuito encuentro con el señor Honorio, apostillando lo del señor Honorio y preguntándole al argentino el porqué del cambio de nombre, la venta de la pintura por una cantidad que no podía rechazar ya que me ganaba más de seis veces lo que pagué por él y los continuos desdenes por parte del porteño una vez había conseguido la parisina. “Lo que ha quedado claro, intervino uno de los agentes, es que uno de los dos miente. Así que vamos a acabar con los careos y vamos a empezar con los interrogatorios personales, advirtiéndoles a los dos que a partir de ahora es cuando nos ponemos más nerviosos, más que nada porque nada más empezar salimos de la idea de que cada uno tiene el cincuenta por ciento de estar mintiéndonos, y ni a mi compañero ni a mí nos gustan los mentirosos, así que por favor, os pedimos que os cuidéis muy mucho en mentir”. De piedra me quedé yo, no por nada, sino que por las palabras del agente me había metido en el mismo saco que el rollizo petimetre puto argentino, y eso no me agradaba en lo más mínimo. De inmediato, el agente que nos había echado la perorata me invitó a que me saliera de la habitación donde nos encontrábamos, no sin antes hacerme una última pregunta: “cuando cobró las noventa mil pesetas en el aeropuerto de Barajas y le entregó la pintura al señor Ernesto, ¿le entregó también el certificado de autenticidad del lienzo de la casa de pintura de París por la compra de la tela?


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

viernes, 27 de marzo de 2020

DECIMOCUARTO

Decimocuarto día de alprazolanes, orfidales y otros ales por culpa del coronavirus. Por culpa del coronavirus pero también por culpa de nuestra mente. Controlar la mente es quizás una de las tareas más arduas y difíciles del ser humano. Ya lo dijo el filósofo chino Lao Tsé, “quien conquista a otros, es fuerte; más quien se conquista a sí mismo es poderoso”. Y efectivamente, en unos momentos tan dificultosos como los que estamos sufriendo, momentos en los que a la mayoría se nos escapan las posibles soluciones, viéndonos impotentes sin poder hacer nada, y donde solo nos queda la reclusión y las medidas higiénicas, el poder controlar nuestra mente nos es vital. El saber discernir el grano de la paja, lo conveniente de lo perjudicial y las medidas placenteras de las perjudiciales, nos puede ayudar a sobrellevar de mejor grado la grave situación por la que estamos pasando. Huyamos de tantos bombardeos mediáticos de “telediarios” y redes sociales, sabiendo que la mayoría de ellos nos aportan en negativo. No podemos ni debemos darle la espalda a la realidad, pero no nos intoxiquemos del aluvión de noticias que nos llegan. 


Bueno, vamos a centrarnos en los vaivenes de nuestra parisina.

Yo miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más que ella. Miradas llenas de conjeturas, henchidas de cábalas infundadas, pero vacías de explicaciones. Yo no sé ella en aquel momento, aunque día más tardes me comentó que también, pero yo, en los minutos interminables que tardaron los dos policías y el argentino en llegar a la escalinata del avión, pensé que se me iba a salir el corazón; si me hubiera medido las pulsaciones las podía haber tenido por encima de ciento cincuenta; además, una sensación de culpabilidad. ¿Y qué malo había hecho yo? Yo tan solo me había ganado unas pesetas en la venta de un cuadro a un señor que ahora estaba retenido por la policía; nada más; yo no había hecho nada más. Fue entonces, en el momento en el que los tres se detuvieron a escasos veinte metros del avión, haciendo que hasta ellos se acercara el policía que nos tenía retenidos en la escalinata, cuando pensé de la fortaleza de la mente humana. Mi pensamiento se estaba sintiendo culpable de algo que no había hecho y estaba afectando a todo mi organismo. Me sentía debilitado, laxo, desfallecido; incluso comenzaron a venirme de pronto unos retortijones en el bajo vientre que conociendo mi organismo, era sinónimo de un cuadro diarreico; o sea, que sin haber hecho absolutamente nada de lo que se me pudiera culpar, por culpa de mi coco, de mi mente, me había convertido en una auténtica piltrafa. Estaba claro que si uno de los policías se hubiera acercado a mí a hacerme una pregunta, pensé en aquel momento, yo me hubiera delatado contestando que era culpable; hubiese sido igual de lo que me culpase: yo, culpable. Hoy me río, pero aquel momento de espera y las sensaciones tan aterradoras que tuve que padecer en la escalinata, para mí se quedaron, hasta el punto que desde entonces, y ya ha llovido, he tenido que hacer en más de una ocasión ejercicios de control de mente. Bueno, a lo que íbamos.
    
 Después de unos breves instantes de charla, que como ya dije antes se me hicieron interminables, los tres policías en compañía del argentino se acercaron hasta la escalinata y oí que uno de ellos, el que llevaba el canuto, le hacía a Ernesto una pregunta, a lo que Honorio, o Ernesto, o como se llamara, me señaló a la cara con la mano con un “este ha sido”. Si ya estaba descompuesto, en aquel momento lo único que me faltó fue desmayarme, teniendo que agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalinata porque me caía en redondo; gracias que una señora, bien fornida ella, alemana, me asió por el brazo y entre ella y el pasamanos pude guardar el equilibrio. “Perdón, señor, ¿podía acompañarnos hasta el interior del aeropuerto?, tenemos que hacerle unas preguntas”, se dirigió muy amablemente uno de los policías, concretamente el que se había quedado junto a nosotros en la escalinata. La delicadeza y cortesía con la que se me dirigió el agente parece que fue el mejor bálsamo para que mi intranquilidad injustificada desapareciera, comenzando de inmediato a sentirme más sosegado. “Señor agente, le dije, ¿me puede decir de qué se me acusa”?, a lo que otro de los agentes, en un tono menos afable que el de su compañero, me respondió que “no hay ninguna acusación pero tenemos que hacerle unas preguntas”. Yo me imaginé enseguida que los buenos agentes habían sido embaucados por el argentino contándole cualquier trola, comenzando a pensar que todo el problema giraba entorno de la parisina. Pero, ¿por qué?, me dije. “No hay ningún problema, contestaré a las preguntas que me hagáis, pero les pediría que fuesen rapiditas, que tengo ganas de llegar a casa”. Dos de los policías se miraron diciéndose algo como “este pardillo no nos va a aportar nada”, que en verdad era lo que yo deseaba que pensase.
Los cinco nos dirigimos hacia la terminal, después que yo con la mirada le indicara a mi mujer que me esperara fuera sin hablar nada, observando que los tres agentes, uno de ellos porteando el canuto de la parisina, aunque sin ponerle las esposas en ningún momento, iban pendiente de cualquier movimiento que hiciera el argentino, como si ya tuvieran referencias no muy buenas sobre él. Entramos en la terminal y nos dirigimos directamente a unas oficinas de seguridad donde comenzaron las preguntas y un careo entre el argentino y yo. Yo, hasta que no comenzó a inventar y a calumniar el señor Ernesto, no sabía por dónde iban los tiros exactamente, si bien tengo que reconocer que en ningún momento perdí la compostura y comprendí que en el mundo hay muchos lobos con piel de cordero.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

jueves, 26 de marzo de 2020

DECIMOTERCERO

Decimotercer día descoronavizante. Fuerte, muy fuerte, y lo peor es que se nos escapa de las manos, que no podemos hacer nada para que los números bajen; para que esa dichosa curva de la que tanto hablan los políticos vaya cogiendo pendiente abajo y se pierda en el subsuelo, en las alcantarillas y en las madronas. Y que entonces nazca otra curva, no roja, sino azul (por favor, no interpretemos mal los colores), esa que es la que ha cogido “carrerilla” para abajo y vamos a ver cuando se detiene; esa que con el esfuerzo de todos, consigamos que tape tantos socavones como se están abriendo. Porque en eso es en lo que hay que empezar a pensar ya, en construir, porque al puto bicho lo vamos a vencer, lo vamos a destruir. Nos va a dejar tambaleándonos, a pie cambiado, pero nosotros juntos, el pueblo, va a levantar lo que espero que sea una sociedad con unos valores que hasta antes de la llegada del bicho se tenían algo olvidados; unos valores que se vendían en los altares, en los atriles, en las Cámaras y en los mítines, pero que se ha venido a demostrar que todos eran humo, volátiles, mentiras. Conciencia. Esperemos que tengamos conciencia y estar aprendiendo de lo que realmente importa. 


Y ahora vamos a seguir con la parisina.

..y cuando el argentino se encontraba en el último de la escalerilla, observé como fue abordado por dos señores, que después de identificarse, lo invitaron a que les acompañara. Al igual que el resto de los pasajeros que descendíamos del avión, me quedé de piedra, yo quizás más, por aquello del trato tan estrecho que había tenido con él desde que nos conocimos en el vuelo que nos trajo a Madrid desde París, y todo a pesar de los desplantes que acababa de hacerme. Tengo que reconocer que tras los tres desplantes que me hizo en el avión, uno cuando venía de los aseos para mi asiento por el inminente aterrizaje y otros dos cuando en la cola del pasillo del avión le hice un par de requerimientos, le eché mil maldiciones y le deseé lo peor; pero de ahí a que lo estuvieran esperando a pie de escalerilla una pareja de policías para detenerlo...; la verdad es que no me lo esperaba. Y se lo llevaron escoltado, siendo yo testigo de primera línea.
¿Ernesto Sanromán?”, dijo uno de los policías enseñándole la placa, a lo que el argentino, sin pronunciar palabra alguna, asintió con la cabeza. “Agente del servicio central de la policía judicial. Acompáñenos hasta el interior del aeropuerto que tenemos que hacerle unas preguntas”. Los dos policías que escoltaron al argentino camino del interior del aeropuerto venían acompañados de un tercero que se quedó a pie de la escalerilla, cortándonos el paso mientras que sus compañeros con Ernesto Sanromán se alejaban del avión, todo con el fin de no mezclarnos con ellos.
Yo me hacía mil preguntas, pero la que más ocupaba mi mente era la del nombre del porteño. El muy gandul me dijo que se llamaba Honorio. Me mintió vilmente. ¿Por qué me mintió y qué perseguía con ese cambio de nombre cuando a mí ni me iba ni me venía? Lo mismo me daba con que su nombre fuera Ricardo como que se llamara Patricio. No entendía nada. Otra vez tenía que darle la razón a mi mujer cuando me decía que el argentino no le gustaba ni un pelo, que le daba mala espina. Y además de su falso nombre, me preguntaba ahora, durante el tiempo que tuve que estar esperando en la escalerilla del avión, el porqué de su desmedido interés por la compra de mi parisina. Todo me olía cada vez peor. Y con aquel maremágnum de pensamientos desordenados en mi cabeza sobre el tal Ernesto, que para mí seguía siendo Honorio, y cuando ya pensé que el policía que se encontraba a pie de escalerilla nos iba a permitir el paso, observo que se aleja unos metros del avión con una mano extendida señalándonos que no bajásemos y con la otra en el pinganillo que tenía en la oreja, y que seguramente lo comunicaba con los dos compañeros que en compañía del porteño se habían parado antes de entrar en la terminal de San Pablo y de cara al avión en el que habíamos llegado. Los viajeros comenzamos todos a impacientarnos, habiendo algunos que comenzaron a hablar de una manera algo agresiva. Que se estaba calentando el cotarro. Yo estaba allí en la escalerilla, pero mi sexto sentido se encontraba, no sé porqué, con los dos policías que escoltaban a Honorio; bueno, a Ernesto. Observaba como discutían y cómo en un par de ocasiones se cayó al suelo el canuto donde iba la que fue mi parisina. La verdad es que los dos golpes que dio en el suelo me dolió como si me hubiera caído yo. De pronto, y sin quitarse la mano del oído para asegurarse mejor el pinganillo en la oreja y hablando algo que no llegué a entender, el policía que se encontraba con nosotros se acercó al avión, hasta el pie de escalerilla. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Todo muy extraño. Y más extraño aun cuando el policía llegó hasta pie de escalerilla y comenzó a buscar con la vista a alguien de entre los que nos encontrábamos allí, al tiempo que el argentino y los dos policías que le acompañaban regresaban nuevamente hacia el avión, pero con la salvedad de que el canuto con la parisina en el interior ya no era portado por Honorio, por Ernesto, sino por uno de los policías. Yo miraba a mi mujer, mi mujer me miraba a mí, y los dos, sin mediar palabra alguna comenzamos a ponernos un poco nervioso; yo un poco más que ella.


No quiero ser pesado en mi reiteración, pero no hay que olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.

miércoles, 25 de marzo de 2020

DOCE PRIMEROS DÍAS (a petición de muchos amigos feisbusqueros).

2
Segundo día de encierro total, y cuando digo total, es total, no como el de algunos descerebrados, más de los que debieran. Y la verdad es que estoy un poco acojonado. Estoy viviendo uno de esos momentos en los que te planteas muchas cosas sobre tu existencia; te planteas muchas cosas, pero la principal es la de apreciar el valor de tu vida,  
el de la de tu familia, el de la de tus seres queridos. Una vida que cuando te abofetea, recordándote que a ti también te puede pasar, es cuando te hace pensar el verdadero valor de la existencia; de mi existencia; y de la tuya. Porque para que lo sepas, tú también me interesas; y mucho. Porque mi existencia, y no solo en estos momentos pandémicos por los que estamos atravesando, depende de la tuya; y también la tuya de la mía.  
Así que, como yo, tú también debes de quedarte en casa. Seguimos estando en contacto.

3
Día tercero de cuatro paredes. La realidad es esta y no otra, así que, para qué darle más vueltas: pasaremos los días que hagan falta recluidos intentando no desfallecer. Lo que está claro es que hoy me queda un día menos teniendo que ver sí o sí la parisina que da majestuosidad a mi salón. Esa misma parisina que compré en la rue du Mont Cenis, en el distrito parisino de Montmartre, por, quiero recordar, poco menos de 700 francos franceses, y que dicho sea de paso, me costó tener que emplearme bien a fondo para, primero, poder pasar por la puerta de embarque sin doblarla, y después, poder acceder al avión con ella. Menos mal que en las dos puertas se encontraban dos bellas azafatas, una de Dijon y la segunda de Toulouse, que aunque reticentes al principio, después, dejándose llevar por mi chapurreado francés del Sur del sur aprendido en mis años de pantalones cortos, zapatos gorilas y calcetines hasta las pantorrillas, accedieron a que pudiese viajar con mi parisina enrollada de casi metro y medio entre mis piernas, no sin antes dedicarles a las dos, por separadas, unas sonrisas y unas miradas cargadas de… … … .., y de las que hoy ya no se pueden utilizar salvo que corras con el riesgo de tener problemas con la justicia, pero que en aquel embarque consiguieron el objetivo.
Y ustedes diréis, ¿y a mí qué me importa lo que tuvo que hacer el pavo este para traerse sin doblar en el vuelo Paris Sevilla, con escala en Madrid, un lienzo de uno cuarenta por uno? Pues la verdad es que lleváis razón. Pero también tenéis que reconocer que os he robado una par de minutos de vuestro tedioso día y que puede que haya conseguido que en vuestro semblante se haya esbozado una leve y necesaria sonrisa.
Sigamos en casa. Ya queda menos.


4
Cuarto día de la “descoronavización”. Cuarto día en el que, pese a los resultados, se están ganando batallas. Sí, digo bien, ganando batallas; batallas que no son efímeras, que a su paso están dejando un poso y que a largo plazo tendrá su peso en la victoria final. Porque una batalla victoriosa es el comportamiento sin desfallecer del personal sanitario y auxiliares de los hospitales, porque una batalla victoriosa es asomarte a la ventana y no ver a ningún peatón, concienciado el pueblo de la necesidad de quedarse en casa, porque una batalla victoriosa es la presencia de esos trabajadores que por “Decreto” se encuentran al “pie del cañón” exponiéndose cada minuto, porque una batalla victoriosa es el hecho de que estés leyendo las tonterías y pamplinas de este “juntaletras” o te pongas a oír la actuación en directo de Rozalén o Alejandro Sanz. Que no te quepa la menor duda de que son victorias, y que como ya apunté antes, copiado en su día de mi amigo Fernando, con el paso de los días dejarán un poso inolvidable y un peso en nuestras conciencias. 
Y vuelvo ahora con mi parisina, aquella de uno cuarenta por uno que tanto trabajo me costó embarcar en el avión y que vari@s de vosotr@s os habéis interesado por ella, mandándome comunicaciones privadas, como adelantándose a la historia (real) que tuvo que vivir mi apreciado oleo.
Os cuento. Aunque pude conseguir que embarcase conmigo, la azafata, la de Toulouse, me exigió que no podía ir en mi asiento, ya que molestaría a los dos pasajeros que tenían que ir junto a mí, pues tuve la “gran suerte” de ir en el asiento central, trasladándome al último asiento de cola que circunstancialmente estaba libre por una cancelación de última hora. Sin pega alguna, dije yo. Y fue entonces cuando, ya en pleno vuelo, entablé conversación con un orondo argentino, cubierto de un sombrero tipo Bogart que ahora que recuerdo no le favorecía en nada, y con una pipa de madera de cerezo sin picadura, que también se dirigía para Sevilla. Tengo que reconocer que su melodioso hablar me cautivó (no pensar mal), provocando que desplegase el rollo en el que iba envuelto mi lienzo, quedando mi preciosa parisina expandida a lo ancho de todo el pasillo central, entre el reposabrazo del porteño y el mío. El argentino quedó prendado con la pintura, y tras analizarla minuciosamente, cosa que yo no hice cuando la adquirí en plena rue du Mont Cenis, me miró fijamente a los ojos y echó mano a su chequera que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta Armani de cuadros escoceses, diciéndome: “pide plata”, a lo que yo me quedé desconcertado sin saber qué contestar.
Me vais a perdonar, pero esto se está alargando y relatar toda la historia de mi parisina os va a quitar demasiado tiempo, así que mañana seguiré con el relato.

Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.

5
Quinto día de encierro “descoronavizante”; y ya que hablamos de encierro y utilizando un símil taurino (porque a mí me gustan los toros, sobre todo el momento ese del puro que me trae mi amigo Juanito el Canario y que nos fumamos en plena corrida), esperemos que se cumpla aquello de “no hay quinto malo” y a partir de hoy comencemos a ver la luz nuevamente. Difícil, muy difícil que así sea, ya que la realidad que estamos viviendo no se arregla de hoy para mañana. Pero hay que tener esperanza; hay que tener fe en la ciencia, en los científicos, y cuando llegue la primavera a nuestras vidas nuevamente, que va a llegar, fe en los humanos, que este ha sido un toque de atención que nos ha dado …..................... ¿Quién nos ha dado este toque? ¿Dios?, ¿Lucifer?, ¿La vida?, ¿La naturaleza?, ¿Los humanos, esos que yo pedía en los que tener fe cuando llegase nuevamente la primavera?  
Mejor sigo hablando de mi parisina.

......“Pide plata”, repitió un par de veces, al tiempo que no dejaba de mover su chequera delante de mi cara, dejándome todavía más descolocado. Recuerdo que pasaron por mi cabeza mil cosas al mismo tiempo, pero me centré en la que más me convenía. “Será un Cezanne, un Van Gogh o un Renoir?, me dije. “De aquí saco yo tajada”.
No, no lo vendo”, le dije, “además, fue un capricho de mi mujer y he pagado demasiado por él; no creo que usted pueda pagar tanto”. “Vos, pedí, que verás como llegamos a trato”, contestó. “Joder, joder, joder con el porteño este” pensé, “qué coño habrá visto el tío este en el lienzo para estar dispuesto a pagar lo que sea”. “Deja que me lo piense” le dije, y lo desplegué como pude encima de mis piernas. Lo miré por un lado, lo miré por el otro, lo miré de cerca, lo miré al lejos, dejándolo caer en el mamparo del avión y retirándome lo máximo que podía....., y nada; yo veía lo mismo que vi el día que lo compré; es decir, una pintura como otra cualquiera; lo compré porque le gustó a mi mujer, pero cuando yo fui al día siguiente a recoger el óleo con los setecientos francos que saqué en una oficina parisina del Banco Central Hispano, me dieron mil cuatrocientos dolores de barriga. Volví a sentarme, me acerqué lo máximo que pude a la firma y solo vi un garabato, un garabato donde ni ponía Cezanne, ni Van Gogh, ni Renoir, ni ningún nombre de otro pintor francés que yo conociera. ¿Entonces qué coño ha visto el gordinflón este en el oleo?, pensé hecho un basilisco.
Recuerdo que me dormí y pocos minutos antes de tomar tierra el avión en Madrid, me despertó un pequeño tirón en el brazo. Era el argentino.
Seguiremos mañana con el relato.

Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.

6
Sexto día descoronavizante y no veo el final. Eso sí, no me quiero ni imaginar aquellos humanos que tuvieron que padecer anteriores pandemias sin televisión, sin telefonía, sin internet y sin ninguna lluvia de “fake new”, tema este que sería motivo de un gran debate, con sus defensores y sus detractores, y no me refiero a estos últimos (a los fakes). Ellos no tendrían la información que tenemos nosotros, por lo que alarma social, creo, sería menor, pero no disfrutarían de esas conversaciones por whatsapp, de esas videconferencias grupales y de otros menesteres que te hacen más livianos los días de confinamiento. Yo particularmente, cada día que pasa trato de aislarme cada vez más del aluvión de noticias y comunicados que nos llegan por diferentes vías. 
Seguiremos pues con la parisina.

Despertá, boludo, que estamos a punto de tomar tierra en Madrid” fueron las primeras palabras que escuché al abrir los ojos. Era el argentino nuevamente. Con él me dormí y con él me desperté. Enseguida caí en la propuesta que me había hecho antes de caer en brazos de Morfeo. “Si le pidiera mil francos por mi parisina lo mismo hasta me los da, y así me gano algo más de seis mil pesetas” pensé haciéndome todavía el dormido. “Boludo, tres mil francos te doy por tu pintura; no creo yo que tu chica te dejara pagar tanto por esta pinturita que la podías encontrar en la esquina de la tienda de tu calle. ¿Lo tomas o lo dejas?”. Mi calculadora mental comenzó a dar vueltas y no me creía el resultado final: unas cincuentas mil pesetas sin partirla ni probarla, o lo que es lo mismo, seis letras del Opel Kadett que me había comprado unos meses antes. “Ni pensarlo”, me dije; “¡pero qué coño!, voy a ver si le saco un par de mensualidades más; o tres o cuatro”. “Boludo......, tú” le contesté esbozando una leve sonrisa socarrona para intentar traérmelo a mi terreno. “Te voy a decir una cosa, yo no tengo ninguna intención de vender esta parisina, pero como me has caído bien, si me das cinco mil francos, lo mismo hasta te la vendo”.
Mesdames et messieurs, attachez vos ceintures de sécurité; dans quelques instants, nous atterrissons à l'aéroport de Madrid Barajas”. Recuerdo como si lo estuviera viviendo en este momento. La voz de la azafata indicándonos que íbamos a aterrizar me puso de los nervios, desencajado; con ganas de cerrar los ojos y no abrirlos para nada. “A ver para que coño me ha despertado el argentino este de los cojones”, pensé, olvidando la oferta que me había hecho, lo que yo le había pedido y hasta de las letras de mi Opel Kadett. ”Para, para, para; no guitarrees que no tenés cuerdas. Cuatro mil te doy, y es la ultima palabra”, me dijo volviendo a sacar su chequera. Los nervios por el aterrizaje me atenazaron; le tenía pavor, lo que hizo que ni entrase a analizar la última oferta. La toma del tren de aterrizaje con el asfalto de la pista fue muy suave, abriendo los ojos y volviendo instintivamente mi vista para la minúscula ventana y así comprobar que todo había ido bien. Respiré hondo. “Boludo, qué, ¿lo toma o lo deja? Cuatro mil te doy”, insistió el argentino bailando la chequera delante de mi cara. “Ni para ti ni para mí; cuatro mil quinientos y no hablamos más”, le dije extendiéndole la mano para cerrar el trato. El porteño, después de entrecruzar nuestras manos, sacó su Mont Blanc para rellenar el cheque.

Uuuuuufffffff, ya me he extendido hoy demasiado. Mañana, esperando que las noticias sean mejores, proseguiremos.
Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.


7
Séptimo día de confinamiento. Una semana. Coronavirus, cabrón. Las cifras aumentan, pero nuestra fuerza también. El final no se ve, pero esa incertidumbre nos hace más fuerte y nos apiña más. No podemos desfallecer. No podemos caer en el error que cayeron los sufridores de la peste negra a mediados del siglo XIV. El comportamiento de la población ante aquella epidemia fue muy dispar. Mientras que los más pudientes huían a sus villas con el fin de escapar de la enfermedad, como bien se relata en el Decamerón, los que no tenían esa posibilidad de escapar, se entregaron a los placeres mundanos al presentir que su fin estaba cerca. Otros se apoyaron en la fe, haciéndose más devotos de lo que ya eran, mientras que otros se encerraron en sus casas con el fin de no relacionarse con nadie por miedo al contagio. Nosotros, ahora, no. Nosotros hechos una piña, aunque nos encontremos elementos discordantes. 
Y para ello vamos a seguir recordando la historia de aquella parisina.

El porteño, después de entrecruzar nuestras manos, sacó su Mont Blanc para rellenar el cheque. Tuve un momento de lucidez y le salí de inmediato al paso, antes que firmase, dejándole claro que no era muy amante de los cheques, que me gustaban ver a los billetes verdes de mil pesetas unos encima de otros formando un taco. El argentino, con toda la parsimonia del mundo, y sin inmutarse me dijo que no había problema, pero que tendría que esperar a llegar a Sevilla para ir a una oficina bancaria, y eso tendría que esperar al día siguiente, ya que el avión, tras el transbordo en Madrid no tomaría tierra en San Pablo hasta después de las diez de la noche. Yo recuerdo, que me mosqueé un poco, y ni corto ni perezoso, acordándome de diez letras de mi Opel Kadett le dije que teníamos cinco hora de transbordo en Madrid, que en el aeropuerto habría con toda seguridad alguna oficina bancaria donde sacar el dinero, a lo que él me contestó que así lo haría.
Ya en el aeropuerto madrileño, a solas con mi mujer, le relaté todo lo sucedido, apreciando que la incredulidad se adueñaba de su cara y de sus gestos. “Vamos a ver, me dijo, no te echo la bronca porque sé que el argentino ese no va a volver con las noventa mil pesetas, pero la parisina se compró porque desde que la vi me sedujo, y cuando yo le ponga un buen marco ni te imagina cómo se va a hermosear tu salón”. “Pero niña, que con las noventa mil pesetas te lleno yo las cuatro paredes de parisinas; y encima soy capaz de comprarte hasta un reloj de pared”, le dije al tiempo que le pellizcaba la mejilla a modo de caricia con el interior de mis dedos índice y corazón. “Así que, continué convenciéndola, si vuelve el gordito feliz, le recogemos muy gustosamente el fajo de billetes, le damos la parisina y ya nos pasaremos por un buen anticuario y te compras un par de buenos cuadros ya enmarcados y todo”. Realmente creo que la convencí, pero debo de admitir que el paso de los minutos sin ver aparecer al argentino, me hizo pensar que aquello había sido un fiasco y que la intención del boludo orondo no era otra que quedarse con la parisina de mi mujer y donarme un cheque sin fondo. Al final, como casi siempre, las mujeres llevan razón.
Pero cuál no sería nuestra sorpresa que una hora antes de embarcar, nos vimos aparecer a Honorio, que así se llamaba el argentino, haciéndonos señales con el brazo y acercándose hacia nosotros con una sonrisa de oreja a oreja y dándose golpecitos en el lado del corazón como diciendo que en el bolsillo interior de su Armani llevaba las noventa.

Y ya lo vamos a dejar para mañana, esperando que las noticias sean mejores.
Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.

8
Octavo día descoronavizante. Las cifras son alarmantes, no nos engañemos; pero este es el momento en el que debemos de unirnos más: todos a una. El pueblo vencerá al maldito virus, pues parafraseando a Machado, en España, en los momentos malos, lo mejor es el pueblo. Los políticos y los señoritos invocan a la patria, y con el fin de salvar sus errores y sus conciencias (que la mayoría ni la tienen), tratan de convertirse en sus salvadores. Mientras, el pueblo, no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. Y esto último es lo que va a suceder aquí. 
Pero vamos a dejarnos de emular a esos políticos señoritos salva-patrias y prosigamos con las peripecias de mi parisina.

............ y dándose golpecitos en el lado del corazón como diciendo que en el bolsillo interior de su Armani llevaba las noventa. La verdad es que me entró algo de congoja cuando lo vi aparecer. Mientras se acercaba a nuestra mesa, miré a mi mujer tres o cuatro veces, esperando su reacción. Y habló. “Yo me voy hasta la puerta de embarque; haz lo que te apetezca, pero que sepas que esa parisina me encantó desde el primer momento”. “Pero niña, le contesté, que son noventa mil pesetas, que si le resta las quince que nos gastamos en ella, nos quedan libre más de setenta; yo creo que no es para pensárselo”. “Adiós”, esa fue su respuesta, y se fue dejando el zumo de piña a medio tomar con cara de pocos amigos.
Honorio, el argentino, con insultante alegría y con una expresión de esas de “me como el mundo”, se cruzó con mi mujer a menos de dos metros de la mesa donde me encontraba, que, dedicándole una mirada bastante altiva y cargada de odio, siguió camino de la puerta de embarque, aunque su destino, como bien supuse y comprobé más tarde, fue una de esas tiendas de modas prohibitivas que tan enemigo soy de ellas.
Vos tenés el día de suerte hoy, pero no vea el quilombo por el que he tenido que pasar para conseguir la pasta; pensé que no llegaba”, llegó diciendo el porteño ya con el sobre en la mano. “Te invito a una birra antes de tomar el avión, que veo que acá sos algo rata”, prosiguió hablando al ver que yo no me decidía a intervenir. En verdad es que por mi cabeza rondaba la búsqueda de una respuesta para decirle que no iba a vender mi parisina. Aunque realmente yo deseaba venderla, ya que la pinturita no me decía absolutamente nada. Era un mar de dudas. Pasaron un ramillete de respuestas por mi cabeza mientras que él se acercó a la barra por las cervezas, pero no encontraba la idónea, principalmente porque diez letras del Kadett eran muchas letras y con ese dinero se podían tapar algunos agujeros, y algún que otro capricho. Pero todas mis dudas se esfumaron cuando de regreso con sus dos birras, una de ellas para mí, y sentado en la misma silla que ocupara mi mujer, me abrió la solapa del sobre blanco de Argentaria con billetes de cinco mil pesetas. Yo pensaba en ella; en mi mujer me refiero. Pero el color marrón de los billetes me ayudaban a mitigar las posibles consecuencias. “Cuatro mil quinientos francos franceses a veinte pesetas, noventa mil pesetas. He querido redondear a beneficio de vos, ya que el cambio del franco está ahora a diecinueve sesenta y cinco pesetas. Tené que haber dieciocho billetes de cinco mil. Contá, contá”. Y los conté. Dieciocho billetes. En verdad es que pensé en aquel momento que iban a hacer más bulto. Honorio sonreía, me miraba, y con un leve movimiento de cabeza me decía que le entregara mi parisina.

Y ya lo vamos a dejar para mañana, esperando que las noticias sean mejores.
Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Ya queda menos.

9
Noveno día de confinamiento coronavizante. Los números siguen siendo pésimos, y lo que es peor, desde las altas esferas nos dicen que seguirán empeorando en los próximos días. Es lo que tenemos. Aprendamos de lo que nos ha tocado vivir, saquemos conclusiones, volteemos la dinámica equivocada que llevábamos y aceptemos de una vez por toda de que estábamos viviendo al filo de la navaja, al borde del precipicio. Una minúscula mueca en el acero nos ha hecho tambalear, haciéndonos dar cuenta que ni el más duro de los metales alcanza una dureza sólida y total si los encargados en fundirlo olvidan que no puede haber abandono ni distracción a la hora de las mezclas necesarias . Esperemos que de una vez por toda, cuando salgamos de esta, porque vamos a salir, tomemos conciencia en conjugar las medidas exactas. 
Centrémonos ahora en nuestra parisina e intentemos dejarnos llevar por el fabuloso mundo de sus peripecias.

.......Honorio sonreía, me miraba, y con un leve movimiento de cabeza me decía que le entregara mi parisina. Los dos frente a frente. Miradas cargadas de palabras e intenciones. El sobre de Argentaria con los dieciocho billetes en su interior encima de la mesa, en el mismo centro, equidistante entre los dos. Mientras, mi parisina, enrollada en el interior de un canuto (hablando de canuto, ¿sabéis que a finales del siglo X y comienzos del XI hubo un monarca danés que fue rey de Dinamarca, Noruega, Suecia e Inglaterra que se llamaba Canuto II?), dormitaba extendida en el asiento de otra de las sillas, soportando nuestras miradas, bien directas bien soslayadas, esperando quizás saber en qué brazos iba a hacer el viaje hasta el aeropuerto San Pablo de Sevilla. Recuerdo que me llené de valor y extendí mi brazo izquierdo hasta tomar fuertemente el canuto, poniéndolo encima de la mesa, junto al sobre de Argentaria, pero sin soltarlo.”Aquí tienes la parisina, pero antes de que cambie de dueño me tienes que decir porqué tanto interés el tuyo en hacerte con ella; no es normal”. El argentino, poniendo una de sus manos encima del canuto, entre las dos mías que no se habían desprendido todavía de él, me sonrió diciendo, “boludo, creo que vos no entendé lo que es el arte en serie o en cadena según la luz”. “¿En cadena?; ¿el arte en cadena?;¿qué coño es eso?”, pensé contestarle; pero no lo hice. “Explícamelo tú, boludo, que yo de arte estoy pegado”, le contesté, pero utilizando el término boludo de una manera nada conciliadora, aspecto éste que no se le fue por alto a mi compañero de viaje. Te explico, me dijo.”El autor de esta parisina pintó en su día cinco imágenes de la rue du Mont Cenis, con el exterior de la Basílica del Sacré Coeur (Sagrado Corazón) al fondo, a distintas horas, con distinta luz según la estación del año y oscilando su posición a lo largo de la calle en unos cincuenta o sesenta metros”. “¡Qué bien!”, le contesté; “aburrido que estaba el tío. ¿Y qué? A mi eso no me dice nada. Esta, apretando con más fuerza el canuto, ¿a qué hora la pintó, recién levantado o ya con unas copas de coñac encima?”. “Prosigo. Pues que yo en mi casa tengo cuatro de esas pinturas y me falta precisamente esta, y es por lo que he pagado más de lo que vale realmente, para tener la serie completa. Y ahora me vas a preguntar que cómo supe que la parisina la había comprado vos, que cómo tengo los mismos vuelos que vos y todas las preguntas que queré hacerme. Pero toma el sobre y dame ya la pintura, boludo”, me dijo con aires de pocos amigos. Su respuesta me enervó en cierta medida, aunque antes de saltar como un basilisco, pude controlar mis primeras intenciones apaciguando mi respuesta. “Pues sí, parece ser que has hurgado en mi mente y has leído mis pensamientos, y te digo, mucha casualidad el que tú vayas a París en busca de un cuadro que no conoce ni su propio autor, y acabes consiguiéndolo en el vuelo que casualmente también te lleva hasta Sevilla, ciudad a la que se dirige el comprador de ese cuadro. Como también es mucha casualidad que la azafata me envíe a cola del avión y te encuentres allí como si estuvieras esperando que te llegara el maná del cielo. Tu me dirás........., boludo; y dilo pronto que ya mismo abren la puerta de embarque y mi mujer me estará esperando”.

Y ya lo vamos a dejar para mañana, esperando que las noticias sean mejores .
Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Ya queda menos.


10
Décimo día de estado de alarma descoronavizante. Décimo día, que tal como se predecía, las cifras van en aumento. Y décimo día en el que acordándome nuevamente a don Antonio Machado, el pueblo es el héroe; porque héroes son todos los miembros de la plantilla sanitaria de nuesro Servicio de Sanidad; porque héroes son todos los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, junto a los miembros de las Fuerzas Armadas; porque héroes son los transportistas, los trabajadores de supermercados, los profesores y maestros; porque héroes son todos los trabajadores que por Decreto están en su tajo cumpliendo como si no ocurriera nada; y porque héroes son también todos los españoles y españolas que se encuentran en sus casas confinados y ayudando a parar la virulencia de este virus. Lo dicho: el pueblo es el héroe. Y mientras, los políticos, los de unos y los de otros, y de los que no voy a perder tiempo en escribir sobre ellos, se retratan solos. 

Así que vamos a empezar a hablar un poco de mi parisina.

.........Tu me dirás........., boludo; y dilo pronto que ya mismo abren la puerta de embarque y mi mujer me estará esperando”. “Pues muy sencillo, contestó el porteño, te lo resumo enseguida. Me avisaron en mi querido Buenos Aires donde encontrar el óleo que andaba buscando; enseguida volé hasta París y cuando hallo al vendedor me dijo que ya estaba vendido, entregada una señal y que al día siguiente vendrían a llevárselo tras la entrega del dinero. Allí estaba yo al día siguiente cuando vos retiró la compra, te seguí, localicé tu hotel y por medio de otra persona pude enterarme que viajabas hasta Sevilla con escala en Madrid, pero todo eso a ultimísima hora, sin tiempo apenas para sacar el billete. Cómo conseguí la información?; pues si preguntá a tu hermosa mujer seguro que recuerda que tuvo una conversación con una chica española y le dijo cuáles eran vuestros planes de regreso a España. Con respecto al encuentro que tuvimos en los últimos asientos del avión, fue circunstancial; aproveché la ocasión de cerrar el trato ya que en mis planes estaba haberte hecho la oferta una vez tomado tierra en Sevilla. Así de fácil todo, boludo”. Yo me quedé algo dubitativo, contestándole “más vale creerlo y no averiguarlo”. Con mucha desgana extendí los brazos y le entregué el canuto, recogiendo a la vuelta el sobre de Argentaria, que volví a abrir y contar los dieciocho billetes de cinco mil, cerciorándome también que eran legales y que no se trataba de una variante del timo de la estampita. “Bueno, y ahora en Sevilla qué vas a hacer, ¿te quedas?, porque entiendo que en tus planes estará viajar hasta tu querida Argentina”. “En mis planes estaba quedarme un par de días o tres en Sevilla, desplazándome para conocer Marbella, pero visto lo visto, lo más seguro es que me quede aquí en Madrid hasta que encuentre vuelo para Buenos Aires”. Nos levantamos de la mesa, apuradas las cervezas, y nos dirigimos, entrecruzándonos con el numeroso público que iba y venía, camino de la puerta de embarque hablando de arte; bueno, yo realmente iba en el papel de un mero espectador que se traga todo lo que le quieran decir, ya que por aquel entonces, y no que ahora sepa mucho, no tenía ni la más zorra idea del arte de la pintura y de sus pintores. Así, recuerdo que me habló de la serie de cuadros que pintó el impresionista Monet sobre un mismo motivo pictórico, concretamente sobre la catedral de Rouen, vista a distintas horas del día y en distintas estaciones climáticas, y a lo que él hizo mención cuando me habló de la compra de mi parisina como un “arte en cadena” con el fin de impresionarme y dársela de “enteradillo”, ya que desde entonces he tratado de buscar esa expresión de “arte en cadena” y no la he encontrado por ningún lado.
Pero cual fue mi sorpresa cuando, ya viendo el número de la puerta de embarque que correspondía al vuelo de Sevilla, y en cuya cola de espera ya se encontraba mi mujer, eso sí, con una bolsa de una conocida marca de ropa, el señor Honorio se dejó caer con la siguiente frase: “¿sabés vos lo que le digo?, que voy a hacer lo que tenía pensado, que me voy para Sevilla”. Y la verdad fue que nos vino hasta bien que decidiera utilizar el mismo vuelo que nosotros, ya que si no lo hubiera hecho, la compra de mi mujer en la tienda de lujo hubiera tenido que ser facturada, pues no la dejaban entrar con ella al tener ya otra bolsa de mano de viaje; así que el canuto con la parisina en su interior, encontró asilo junto a la lujosa prenda.

Y ya lo vamos a dejar para mañana, esperando que las noticias sean mejores.
Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Ya queda menos.

11
Undécima jornada de confinamiento coronavizante. No soy partidario de hablar de números mientras la curva no sea descendente, ya que el principal motivo que me he encomendado con esta tarea diaria, es la de ayudar a los que tengan ganas de leer un poco para desconectarse del aluvión de noticias negativas procedentes desde la televisión y desde las redes sociales. Pero hoy me quiero acordar, tirandoles de las orejas y también exhortándole a que le tiren de la cartera como se merecen, de todas esas personas insolidarias, irresponsables, inconscientes, imprudentes y un sinfín de calificativos más que, haciendo caso omiso de las indicaciones de no salir a la calle salvo para los casos de extrema necesidad, no hacen sino pisotear el trabajo y el esfuerzo de todas aquellas personas que solidariamente con los demás y con nosotros mismos, sí llevamos a cabo el confinamiento. Repito, y lo digo bien claro: exhorto, animo y hasta obligo a los miembros de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y miembros de las Fuerzas Armadas (que en el estado de alarma son considerados agentes de autoridad en el ejercicio de sus funciones), a que denuncien y multen a esos desaprensivos y malvados (se me viene a la cabeza la película protagonizada por José Coronado, “No habrá paz para los malvados”) que impunemente se saltan las normas de confinamiento. Porque no solo ponen jilipollezcamente en peligro su salud e insolidariamente al del resto de personas que sí estamos acatando el confinamiento, sino que también, injusta y legalmente, dificultan el trabajo de todo el personal que están en primera linea de la batalla que estamos librando.  

Pero vamos a dejarnos de hablar de esos energúmenos y energúmenas y vamos a centrarnos un poco con el acontecer viajero de mi parisina.

.....así que el canuto con la parisina en su interior, encontró asilo junto a la lujosa prenda. Aunque temiamos que las azafatas, tanto la de la puerta de embarque como la de la entrada al avión, que no eran las mismas como todo el mundo supondrá que las del vuelo de Air France, pudiesen poner algún tipo de objeción para la entrada de la parisina, por aquello de su tamaño, no pusieron ningún tipo de impedimento; todo lo contrario, la de la entrada del avión de Air Europa le gastó una broma al orondo argentino diciéndole que “con el canuto asemejándose a un rifle sobresaliendo de la bolsa colgada al hombro y su pipa sin tabaco en la boca, solo le faltaba un sombrero de safari para imaginar que iba de camino a cualquier parque nacional africano”; y la gracia de la azafata no estuvo en lo que le dijo, sino en cómo se lo dijo, demostrando que su gracejo era propio de la mujer andaluza, como así comprobamos que era a lo largo del vuelo.
Durante todo el vuelo me tocó soportar las indirectas de mi mujer, y las directas también, como consecuencia de la venta de la parisina. “Era mía. No olvides que era mía”. “ Como ahora te dedicas al mundo del arte”. “El gremio de los marchantes de arte deberán de estar nerviosos con las nuevas incorporaciones en el oficio”; estas y otras fueron algunas de las frases que tuve que soportar durante gran parte del viaje. Y la verdad era que en el fondo llevaba gran parte de razón. Pero, como le dije durante el vuelo en varias cocasiones, “tampoco pa ponerse así; la he vendido y ya está”. Tan hasta allí me puso que opté por levantarme del asiento y, sin necesidad perentoria de micción o evacuación, encaminarme hasta los aseos. Nada más levantarme y enfilar el pasillo hasta la parte posterior del avión, observé cuan mástil sobrepasando en altura a toda la linea que formaban los cabeceros de los asientos, el canuto guarida de la que fue mi parisina, seguramente apoyado en las piernas del argentino, ya que nada más entrar en el avión lo sacó de la bolsa en la que había embarcado, para devolvérsela a mi mujer. Tengo que admitir que cuando vi aquella verga eniesta en la distancia, me emocioné; pero no por su forma, sino por su añorado contenido y por ese interior tan bucólico con el que disfrutamos nada más tenerla a la vista, adelantándome a lo que hubiera sentido la que realmente fue su dueña, si hubiera vuelto la vista en ese momento hacia la parte trasera del avión. “Pero ya la recompensaré”, me dije, sabiendo que cumpliría mi promesa.
Al tiempo que me iba acercando al canuto, camino de los aseos, recuerdo que el sentimiento de arrepentimiento me iba envolviendo, creando una verdadera maraña alrededor de mi mente; hasta tal punto me envolvió que me sentí cegado completamente y pasé de largo del argentino como si no hubiera estado allí. “Boludo, me dijo con mucho retintín, tomaste la pasta y pasaste de mí; no conocés a nadie, carajo, ¿Conseguiste ya chamugar con tu chica?, porque tenía cara de pocos amigos”. Si ya iba ciego y envuelto en remordimientos, con las palabras del Honorio de los cojones, porque así lo pensé en aquel momento, me entraron ganas de arrebatarle el canuto y tirarle a la cara el sobre de Argentaria, aunque no pudiese pagar los cargos de las prendas que se había agenciado mi esposa; ya escarbaría por otro lado. No tuve c…...... No lo hice, remitiéndome a responder con un “no te había visto” y prosiguiendo hasta los aseos.

Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.


12
Decimosegundo dia de lucha contra el coronavirus. ¿Recordáis el primer día? Pensábamos que nos faltaba una eternidad para estar quince días confinados, y ya llevamos doce. Sí, que los primeros quince han sido aumentado con otros quince, pero no debemos de deprimirnos ni bajar los brazos. Hay que meterse en la cabeza tan solo que ya nos quedan doce días menos de confinamiento para alcanzar la victoria y acabar con este mal bicho. Es duro, pues claro que es duro. Pero los límites de la resistencia humana no se conocen hasta que la situación que hay que vivir nos hacen esforzarnos hasta límites insospechados y que desconociamos que fuéramos capaces de conseguir. Tenemos que conseguir que el sufrimiento que estamos pasando sea la base principal de nuestra resistencia, que sea el principal alimento en el que nos apoyemos para vencer. Y ese es el camino a seguir. Fuerza a todas las personas.  
Sigamos con las idas y venidas de nuestra parisina.

No tuve c…...... No lo hice, remitiéndome a responder con un “no te había visto” y prosiguiendo hasta los aseos. Fue curioso que cuando entré en el minúsculo recinto del aseo del avión, comencé a sentirme como si me encontrara en un amplio cuarto de baño. Tal fue así que sin ganas ninguna que tenía de miccionar o evacuar, como ya comenté en el capítulo anterior, me senté en el inodoro, no sin antes enjabonarlo (repito, enjabonarlo) y recubrirlo con cuádruple capa de papel por dentro y por fuera, con riesgo de tener que llamar al fontanero de guardia por riesgo de atasco. No llegó a tanto. Lo que es verdad es que estuve sentado por espacio de casi diez minutos. Y no pensé en mi esposa y en sus justificados enojos, ni en la altanería de Honorio el porteño, ni que iba a varios miles de pies de altura, con lo que a mí siempre me aterroriza eso de volar. Solo pensaba en la parisina. La tenía grabada en mi mente como si me hubiera pasado todos los años de mi vida, por entonces treinta y poco, observándola día sí y día también. Podía ver en mi mente cuántos peldaños tenía la escalera que aparecía en la casa de la izquierda, o cuantos árboles se podían contar desde el principio hasta darte de bruces con la cúpula de la basílica, o incluso cuántos cientos de hojas dormitaban en el suelo, algunas casi en movimiento, desprendida de esos árboles, lo que me hacía ver que el lienzo fue pintado a principios de la estación otoñal. ¿Cómo sería el cuadro que tenía el argentino en su casa, pintado en la estación de primavera? Era patente que los colores grises y ocres de esta parisina serían bien distintos a la que poseía el orondo, con colores verdes y luz radiante primaveral. La primavera es preciosa, pero me quedo con el otoño de la mía. Quiero esta parisina. La quiero recuperar. Haré todo lo posible por recuperarla. La recuperaré. Esa fue la última frase que pensé antes que se encendiera una luz roja del aseo, encima de la puerta, y oír por el altavoz que tomásemos asiento y nos pusiésemos los cinturones. Enseguida me levanté como si me estuvieran pinchando, y tras hacer correr el agua por el inodoro para que todo el enjambre de papel desapareciera y acicalarme un poco en el espejo, salí como un rehilete del aseo y me encaminé hasta mi asiento, no sin antes, cuando iba a la altura de Honorio, acercarme hasta su oído y decirle que tenía que hablar con él cuando tomasen tierra. Su “entre nosotros está todo hablado” me sentó a cuerno quemado, llegando hasta mi asiento hecho todo un energúmeno, si bien me propuse no pagar mi ira con mi esposa, ya que en verdad no tenía ninguna culpa de lo que estaba ocurriendo, aunque ella siguió echando leña al fuego. “¿Dónde te has metido?; me dije, ¿estará buscando obras de arte en la bodega del avión para después venderla al mejor postor?” Fue el recibimiento de ella, a lo que yo le contesté con un “en la bodega no tengo yo nada de mi propiedad para poder vender”, respuesta que nada más que la terminé, pensé que se la había puesto a huevos, arrepintiéndome enseguida. Pero fue tarde, ya que ella recogió el guante de inmediato: “tampoco era tuya la parisina y la vendiste sin contar conmigo para nada”. Me callé.
Y por fin aterrizó el aparato. La verdad es que el aterrizaje fue de lo más suave, al tiempo que yo lo único que pensaba era cómo abordaría al argentino para intentar deshacer el trato. Sabía que iba a ser difícil, casi imposible, pero yo lo intentaría. Lo abordé en el mismo pasillo del avión, cuando pasaba a la altura de mi asiento guardando la cola para descender. “Te pediría que no te dirigieras más a mí”, me contestó después de un doble requerimeinto por mi parte. En verdad es que cuando pasó a mi altura y vi que llevaba el canuto como abrazado entre sus dos gruesos e inconsistentes brazos, como diciéndome que le pertenecía, al tiempo que sentí una congoja indescifrable, se apoderó de mí una sensación de ira que si no llega a ser por el fuerte tirón que me dio mi mujer del brazo, leyendo mis intenciones, me hubiera abalanzado contra el argentino. Así y todo, pude salir de mi asiento y colocarme en la fila saliente, a dos personas por detrás de él, dirigiendo una mirada a mi esposa para que me siguiera. Salimos del avión, despidiéndonos amablemente de las azafatas y del segundo comandante que se encontraban en la puerta de salida a pie de escalerilla, y tras bajar varios escalones, a cuatro o cinco de la pista, y cuando el argentino se encontraba en el último escalón de la escalerilla, observé como fue abordado por dos señores que después de identificarse, lo invitaron a que les acompañara.


Y no olvidar eso de “seguir en casa”. Y recalco: seguir en casa; se está demostrando que es la mejor solución para que el puto virus no te haga compañía. Castigo a los desaprensivos. Ya queda menos.
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