martes, 26 de noviembre de 2019

SUMISIÓN OTOÑAL (Il Parrucchiere).


  • ¡Siéntate!

La voz sonó en su cabeza como a tormenta en una cerrada noche del penúltimo mes del año. Ya eran demasiados los truenos que llegaban a atemorizarlo en las últimas jornadas, incluso en los meses estivales, para que ahora, por San Andrés, se hubiera sobresaltado como lo hizo. Porque aquel ¡Siéntate!, con el cielo despejado como estaba cuando se produjo, le hicieron que se le pusiera la carne de gallina y se le erizaran los vellos de sus brazos, y más después que a la orden recibida, porque sí que lo fue, le siguiera un imperativo ¡y quítate la camiseta! 

Él, sin darle tiempo a que las dudas invadieran su proceder, acató los mandamientos otoñales recibidos, no sin dejar de hacer, coincidiendo con que ella se encontraba en otra habitación, una liviana e imperceptible observación.

  • Tampoco es para ponerse así.

Y se sentó. Y se descamisó. Y con los ojos cerrados, aguantó impasible a que su mandante hiciera con él lo que le viniese en ganas. De nada servirían sus observaciones ni sus sugerencias sobre el tema; como siempre no serían tomadas en cuenta. Y la verdad era que a él se la traía al pairo.
Y la espera iba a ser más larga de la deseada, ya que al tiempo que procedía a su descamisado, el ring ring del teléfono sonaba en el salón.
Pero no le dio mucho tiempo en darle juego a sus pensamientos con los ojos cerrados, ya que en esta ocasión, cosa extraña, la conversación telefónica tuvo una duración menor que la habitual. Y entonces llegó con el mismo ímpetu que cuando soltó aquel ¡Siéntate!

  • ¡Agacha la cabeza y no hables!

Sumisamente él obedeció, volviendo a cercenar su impaciente mirada al unir sus párpados, procediendo, sin intención alguna, a cerrar sus puños como muestra de intranquilidad por lo que le pudiera venir encima.
Y se dejó llevar, sin pasarle por su mente el no acatar aquel ¡Agacha la cabeza y no hables! , aunque eso sí, de vez en cuando se atrevía a entreabrir sus ojos para no ver nada, ya que la posición de su cabeza subyugada le impedía ver alguna cosa que le ayudara a sobrellevar por lo que estaba pasando.
Y fue en el momento en que su trance se encontraba en el punto más álgido, cuando una nueva frase de su mandante volvió a sobresaltarlo.

  • ¡Levanta la cabeza!

Y así lo hizo, aunque sin atreverse a quebrar su falta de visión por lo que le pudiera venir encima, dejándose llevar y a la espera de recibir otra frase imperativa, frase que se dejó esperar por espacio de unos largos e interminables minutos.


  • ¡Ea!, ya estás listo. Abre los ojos y dime cómo te he dejado. No me digas que no te he dejado bien; ni un trasquilón.
  • Pues la verdad es que te has lucido. Perfecto.   
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