- ¡Siéntate!
La voz
sonó en su cabeza como a tormenta en una cerrada noche del penúltimo
mes del año. Ya eran demasiados los truenos que llegaban a
atemorizarlo en las últimas jornadas, incluso en los meses
estivales, para que ahora, por San Andrés, se hubiera sobresaltado
como lo hizo. Porque aquel ¡Siéntate!, con el cielo despejado como
estaba cuando se produjo, le hicieron que se le pusiera la carne de
gallina y se le erizaran los vellos de sus brazos, y más después
que a la orden recibida, porque sí que lo fue, le siguiera un
imperativo ¡y quítate la camiseta!
Él,
sin darle tiempo a que las dudas invadieran su proceder, acató los
mandamientos otoñales recibidos, no sin dejar de hacer, coincidiendo
con que ella se encontraba en otra habitación, una liviana e
imperceptible observación.
- Tampoco es para ponerse así.
Y se
sentó. Y se descamisó. Y con los ojos cerrados, aguantó impasible
a que su mandante hiciera con él lo que le viniese en ganas. De nada
servirían sus observaciones ni sus sugerencias sobre el tema; como
siempre no serían tomadas en cuenta. Y la verdad era que a él se la
traía al pairo.
Y la
espera iba a ser más larga de la deseada, ya que al tiempo que
procedía a su descamisado, el ring ring del teléfono sonaba en el
salón.
Pero
no le dio mucho tiempo en darle juego a sus pensamientos con los ojos
cerrados, ya que en esta ocasión, cosa extraña, la conversación
telefónica tuvo una duración menor que la habitual. Y entonces
llegó con el mismo ímpetu que cuando soltó aquel ¡Siéntate!
- ¡Agacha la cabeza y no hables!
Sumisamente
él obedeció, volviendo a cercenar su impaciente mirada al unir sus
párpados, procediendo, sin intención alguna, a cerrar sus puños
como muestra de intranquilidad por lo que le pudiera venir encima.
Y se
dejó llevar, sin pasarle por su mente el no acatar aquel ¡Agacha la
cabeza y no hables! , aunque eso sí, de vez en cuando se atrevía a
entreabrir sus ojos para no ver nada, ya que la posición de su
cabeza subyugada le impedía ver alguna cosa que le ayudara a
sobrellevar por lo que estaba pasando.
Y fue
en el momento en que su trance se encontraba en el punto más
álgido, cuando una nueva frase de su mandante volvió a
sobresaltarlo.
- ¡Levanta la cabeza!
Y así
lo hizo, aunque sin atreverse a quebrar su falta de visión por lo
que le pudiera venir encima, dejándose llevar y a la espera de
recibir otra frase imperativa, frase que se dejó esperar por espacio
de unos largos e interminables minutos.
- ¡Ea!, ya estás listo. Abre los ojos y dime cómo te he dejado. No me digas que no te he dejado bien; ni un trasquilón.
- Pues la verdad es que te has lucido. Perfecto.