miércoles, 20 de febrero de 2019

BORNOS, EL GRAN DESCONOCIDO.


Dejándonos de chovinismos y espíritus fanáticos, o para ir al grano para que nadie se lleve a engaño, olvidándonos de ideas xenófobas que lo nuestro es lo mejor y que lo que existe o viene de fuera de nuestras fronteras no tiene valor alguno, tengo que decir que cada vez que paseo por el pueblo que me vio nacer, Bornos, me da tristeza y dolor. 
Pero esa tristeza o ese dolor del que hablo no está motivado porque vea que sus calles y monumentos se encuentran en mal estado o en un estado de conservación paupérrimo, si bien podrían mejorar. No, no van los tiros por ahí. Me da tristeza porque mi pueblo no es valorado allende nuestras fronteras como debería de serlo; de ahí el título del artículo, Bornos, el gran desconocido.
Porque me pongo a comparar con el resto de los pueblos que tenemos a tiro de piedra, desde Arcos a El Bosque, desde Grazalema a Setenil, o desde Zahara de la Sierra a SñVillaluenga del Rosario, por no mencionar todo el enjambre que conforman los Pueblos Blancos, y no encuentro en ninguno de ellos un todo, por no decir un algo, con lo que superen al pueblo de Bornos.
¿Existe en alguno de los Pueblos Blancos un solo pueblo que tenga un patrimonio Arquitectónico más rico que el que posee el pueblo de Bornos? ¿Existe en tan afamada ruta algún núcleo urbano desde donde se levante una persona deleitándose con un amanecer como el que pueden disfrutar los habitantes de Bornos? ¿Existe algún pueblo de la serranía gaditana en el que en las noches de luna llena, descrestando nuestro satélite por los picos más elevados de la provincia, lleve a pensar al observador a orillas del lago que se encuentra en el mismo paraíso? Y ya que se habla del lago, ¿existe algún pueblo de la provincia de Cádiz que pueda disfrutar a medio tiro de piedra de un embalse donde practicar todo tipo de deporte acuático? Pues no lo hay. Siendo objetivo, realista y sin ningún ápice de chovinismo, reitero, no hay ningún pueblo gaditano en el confluyan tanto privilegio junto. 
Entonces, ¿por qué ese Bornos desconocido? ¿Por qué cada vez que paseo por el patio de armas del Castillo Palacio de lo Ribera o por el jardín renacentista con sus frondosos y bien cuidados setos y parterres, oigo de bocas de algún foráneo que ha caído por casualidad por allí que “le era inimaginable que en este pueblo hubiera esta maravilla”? ¿O por qué cada vez que llego a la logia o imafronte pompeyano tengo que detener mi caminar porque los visitantes se están fotografiando con esa maravilla impensable para ellos y que nunca antes habían visto algo igual? Y para acabar, por poner un último ejemplo, ¿por qué se quedan sorprendidos, preguntándose cómo en un antiguo convento se están impartiendo clases de secundaria y bachillerato? Y si el visitante tiene la suerte de caer por las calles de Bornos cuarenta días antes de Semana Santa, se preguntará que por qué este pueblo desconocido disfruta de un carnaval que a buen seguro es el referente de todos los carnavales de la serranía gaditana; ningún otro habitante serrano puede entender la fiesta de carnaval como lo entiende el bornicho.
Entonces, ¿por qué es el gran desconocido?
Quizás en la pregunta esté la respuesta. ¿En su gente?
Es el bornicho el que tiene que concienciarse de la realidad que le ha tocado vivir. Es el bornicho el que tiene que preocuparse para que ese desconocimiento que se tiene de su pueblo, sin pasarse, como diría algún amigo mío ya que la muchedumbre tampoco es aconsejable, pase al olvido. La materia prima se tiene, ahora lo que hay que hacer es saber gestionarla.

Pda.: es verdad que el actual equipo de gobierno ha dado el primer paso para acabar con ese desconocimiento que se tiene del pueblo de Bornos.

sábado, 2 de febrero de 2019

REINSERCIÓN AL MUNDO DE LA NORMALIDAD


Carlitos, que así le llamaban sus padres, y sus amigos, era, a sus catorce años, y a pesar de alguna que otra tara que llevaba a sus espaldas a juicio de todos los que le rodeaban, el que mejores notas sacaba de su clase de tercero A. Taras que tenía para todos, incluso para sus padres, pero que para él comenzaron a desaparecer de su mente, que no de su cuerpo, cuando terminó sus estudios primarios y pasó al instituto. Taras que propiciaron que al tercer día en el insti, y ante su negativa junto a su compañero de pupitre, Pedro, el pecoso regordete que era como le llamaban los acosadores, a pasar por los abusos a que intentaban someterlos un grupo de repetidores de segundo, les dieran una soberana paliza después de sonar la sirena anunciadora de fin de clases, por la que tuvieron que pasar por urgencia del hospital. Pero taras que, ya a sus doce años, y tras la visita al hospital, sirvieron para reconsiderar su existencia y, olvidándolas por completo, hicieron que un nuevo Carlitos brotase ante la realidad que le había tocado vivir y que hasta entonces le había hecho existir preso de su apariencia.
 Su cojera manifiesta motivada por haber nacido con una pierna más corta que la otra, su brazo izquierdo amuñonado a la altura de la muñeca, o el hecho casi insólito de tener dos filas de dientes fueron, antes de seguir siendo una rémora, el mayor de los estímulos para convertirse en lo que para los demás era una persona normal. A tomar por culo los fantasmas y las lacras mentales con las que había convivido hasta entonces -se decía. A la mierda -continuó diciéndose- los complejos que le habían acompañado desde que tuvo uso de razón y que le hacían el más infeliz de los seres de su entorno. 
Su reinserción al mundo de la normalidad, que era como él mismo llamó jocosamente a su transformación mental, comenzó en el instante en el que en el hospital le daban cinco puntos de sutura en el labio superior, tras una de las patadas que tuvo que soportar por parte de uno de sus agresores. Allí, y tras la mirada solapada y cargada de prejuicios del enfermero al ver su doble fila de dientes cuando realizaba su saturación labial, fue cuando decidió que tenía que hacer lo indecible para someterse a una intervención en su mal poblada dentadura. Dicho y hecho. En poco más de tres meses, aprovechando las vacaciones de Navidad, sus padres lo llevaban a una clínica odontológica y lo sometían a una feliz intervención de su malformación bucal, y que lo único negativo que le trajo para él fue que ese treinta y uno de diciembre no pudo comer las doce uvas, y con las que siempre disfrutaba tanto.
Esa transformación se fue produciendo a paso agigantado. Su círculo de amigos, cada vez más extenso y en cuyo centro no dejó de estar nunca su queridísimo Pedro (que movido por el cambio que estaba viviendo en su también queridísimo Carlitos, dejó de apiporrarse de hamburguesas, golosinas y todo tipo de comida basura, y unido al deporte que comenzó a practicar de una manera periódica, consiguió un aspecto de lo más llamativo, sobretodo para sus compañeras de recreo) y su adicción a la lectura de una manera frenética, tuvieron como respuesta inmediata el que comenzase a albergar en su interior una serie de sensaciones desconocidas para él hasta entonces. Comenzó a conocer la felicidad. Y fue así como los resultados académicos fueron cada vez más positivos, convirtiéndose por méritos propios en un alumno brillante.
Con la ayuda de sus padres, con la de algunos de sus profesores, con la de sus compañeros de clase y sobretodo, con sus ansias de superación y sus ganas de reinserción al “mundo de la normalidad”, venció una tras otra de las batallas que tuvo que lidiar en la vida. 
Y ya a punto de comenzar su último curso de enseñanza obligatoria, le daba las gracias a aquel grupo de macacos que le intimidaron y le propinaron una soberana paliza, al enfermero que sin quererlo mostrar se reía en su interior de su malformación bucal, a todos aquellos profesores que sin decirlo, se apiadaban de sus taras pero haciéndole ver solapadamente, con hipócrita piedad, su inferioridad con respecto al resto de compañeros y compañeras, o a todos aquellos viandantes que al cruzarse con él en la calle, apartaban su vista en señal de repudio al toparse con el muñón de su brazo derecho.
A todos ellos, gracias -se dijo en multitud de ocasiones-, rompiendo en su mente con los prejuicios sociales de la sociedad en la que le había tocado vivir, donde las apariencias priman sobre lo auténtico. Él lo consiguió, si bien nunca olvidó que siempre debía de llevar el arma cargada, si no para atacar, sí pare defenderse.











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