No
sabía a qué, pero cada vez que por la ventana de su cocina
entraban, procedentes del patio interior del bloque de nueve pisos,
los acordes de aquella melodía que recordaba con cierta vaguedad que
oyera por primera vez en el compacto de sus padres cuando tenía no
más de siete años, o quizás seis, no lo tenía muy claro, sentía
una sensación de tristeza y de impotencia que sin saber porqué le
obligaba a refugiarse en el rincón existente en su dormitorio entre
una de las mesitas de noche y la cómoda de caoba que les regalara
una tía de su mujer cuando se cambiaron de piso, seis años después
de casarse. Y lloraba. Cada vez que se recluía en aquel rincón,
lloraba, encontrando en el llanto sus única vía de escape.
Y así
cada vez que llegaban a sus oídos retazos lejanos de esa canción.
Porque no sabía de dónde procedían. Lo mismo podía venir del
segundo que del noveno, del piso de la rubia del sexto que de uno de
los cuatro pisos del tercero, donde vivían una octogenaria con su
cuidadora, dos mujeres maduritas que según comentaban en el bar de
la esquina pertenecían al colectivo de gays y lesbianas, un
matrimonio sin hijos que aparentemente no pegaban ni con cola y un
atractivo y educado señor que entraba y salía del bloque siempre
muy trajeado y dejando tras su paso una estela de perfume que a buen
seguro no era de imitación. Y ni podía cerciorarse de dónde
procedían los dichosos acordes, asomándose al ojo de patio, ya que
nada más llegar a sus oídos, como con un resorte, corría a
recluirse en su refugio particular, ni podía pedirle a su mujer que
se cerciorará de dónde emanaban aquellas notas que tanto le
atormentaban, y eso que nunca, jamás en los más de quince años que
llevaban conviviendo, le había ocultado nada.
Y
volvió a sonar la dichosa melodía en aquella tarde de martes,
coincidiendo con la marcha de su mujer al gimnasio. Como siempre,
aceleró sus pasos por el largo pasillo tapándose los oídos, y tras
dejar de percibir los malditos acordes, se confinó en el único
lugar de la casa donde expiraba sus miedos y enigmáticos recuerdos a
modo de lágrimas y hondas respiraciones. Esos periodos de auto
reanimación les podía durar a veces hasta quince minutos, pero en
aquella tarde le duró mucho menos. Tras varios suspiros buscadores
de vida y de tranquilidad, acompañados de un continuo deslizar de
lágrimas por su mejilla, observó como no se encontraba solo en el
dormitorio. Dos negros ojos, semejantes a los de su mujer, lo
observaban extrañado y cargados de interrogantes.
- Julián -le dijo a su hijo, pero sin determinarse a abandonar su rincón ni su posición fetal- ¿qué haces debajo de la cama?
Su
hijo, un avispado chaval de ocho años, salió de debajo de la cama
con un huevo kinder a medio comer en una de sus manos con todo el
desparpajo propio de su edad. Desoyendo las advertencias de su madre,
había decidido romper la orden de comer chuchería tan solo los
fines de semana, no importándole lo más mínimo que lo hubieran
descubierto, ya que su cabeza se llenó de dudas tras ver el proceder
de su padre.
- Papá, ¿por qué lloras? Los hombres no lloran.
- ¿Porqué dices eso, Julián? Pues claro que los hombres pueden llorar.
- Pues mi maestro nos dice que los hombres no lloran; que las que lloran son las mujeres y las niñas.
- Pues si te ha dicho eso tu maestro, te digo que está equivocado. Todas las personas, hombres y mujeres, pueden llorar cuando lo necesiten. Por el hecho de llorar no se es mejor ni peor.
- Pero nos dice que los que lloran son débiles, y los hombres no son débiles, ya que son los que tienen que proteger a su familia. Y si eres débil no nos puedes proteger a mamá y a mí.
- Mira, cariño -se dirigió a su hijo, abandonando el rincón pero sentado en el suelo junto a la cama y poniéndolo delante de él-, mamá llora, papá llora, pero tanto mamá como papá te protegerán siempre. Porque hay muchas maneras de protegerte. Te protegemos con la palabra, con los consejos, con los ejemplos, y si hiciera falta, te protegeremos con la fuerza.
- Pero tú eres más fuerte que mamá, y tú eres el encargado de protegernos.
- Estás equivocado, hijo mío. No sólo se protege con la fuerza. Puede que yo tenga más fuerza física que mamá, más músculos, pero los músculos no son suficientes para poder protegerte. Según los momentos y las situaciones así utilizaremos una fuerza u otra. Hay una fuerza emocional, está la fuerza de la palabra, la de la razón, o la fuerza de la justicia. Y en esas fuerzas no creo yo que mamá sea más débil que papá; todo lo contrario. Y es la fuerza física la última que tenemos que usar. Y sí, Julián, los hombres pueden llorar y no dejar de ser fuertes.
- Gracias papá. ¿Puedes hacerme un favor?
- Dime, aunque ya sé por dónde quieres ir, y te digo de antemanos que no me ha gustado. Anda, dime.
- No le digas a mamá que me he comido un huevo kinder.
- No le diré nada, pero con dos condiciones.
- Vale. Dime qué condiciones.
- La primera que compartamos la mitad del huevo kinder que te queda y que se te está derritiendo en tu mano. Y la segunda que nunca más desobedezca a mamá.
- Vale. Toma, todo para ti.
Fue
entonces, fundiéndose en un abrazo con su hijo, cuando pudo ver el
porqué de su comportamiento ante la melodía que tanto le
atormentaba. Era la misma que oyó cuando, casi con la edad de su
hijo, fue testigo del maltrato físico que sufrió su madre de manos
de su padre, y todo por no reconocer, aunque hubiese sido con
lágrimas, las razones más que justificadas que su madre le esgrimía
por su tardanza de aquel día tras la salida del trabajo.