Llevo
toda la noche casi sin dormir, porque la verdad es que alguna que
otra cabezadita he dado, después que tras la ensalada de aguacate
que junto a un yogourth desnatado sin azúcar me sirvió de cena, mi
mujer me dejó caer que el próximo día ocho de marzo, día de la
mujer, me las tenía que apañar solo y hacer todas las faenas de la
casa, ya que ella iba a secundar la huelga general de veinticuatro
horas en favor de la igualdad de la mujer, convocada por Podemos,
Izquierda Unida, el sindicato ceenete, entre otros.
Yo en
un primer momento, como buen marido compartiendo su iniciativa
huelguista, no rechisté y me dirigí, como casi todas las noches
después de cenar, a mi sofá con el fin de emborronar un poco mi
libreta y tratar de crear alguna historia o historieta. Pero he de
reconocer que ya desde que recogí los platos, los cubiertos, los
vasos y el mantel para llevarlo todo a la cocina, e incluso en los
minutos que tardé en meter la vajilla en el lavavajillas, mi cabeza
no paró de darle vuelta a lo que me esperaba el futuro día ocho de
marzo. Y por fin, tras dejar cargada una lavadora para activarla nada
más levantarme al día siguiente, ya que tengo la costumbre de no
ponerla por la noche y dejarla en su interior sin tender, por los
posibles olores a húmeda que pueda coger, me senté en mi sillón
favorito, con mi libreta de espiral favorita, y como no, con mi Pilot
azul también favorito, que por cierto, está a punto de que se le
acabe la tinta. Pero pronto me di cuenta que no era el momento para
inventar, que no estaba centrado, que los pensamientos sobre lo que
me espera el próximo día ocho de marzo no me dejaban centrarme, y
por mucho que luchara por concentrarme, nada de nada. Hoy, me dije,
no hay historieta que valga. Y fue por eso por lo que comencé a
enumerar todas las tareas que me quedaban por hacer el futuro y
fatídico día ocho de marzo.
Y fue
después de más de media hora cuando, tras muchas tareas escritas y
emborronadas a posteriori, emití un casi imperceptible grito de
euforia al darme cuenta que, sin ayuda de mi mujer, había podido
llegar a la conclusión de poder ir al gimnasio el próximo y que yo
había predicho aciago día ocho de marzo. Equivocado estaba. Sí,
tendría tiempo para ir al gimnasio. Porque
después de levantarme de la cama, poner la lavadora, barrer todo el
piso y pasarle un agüita con un chorreoncito de lejía (ya que los
jueves se le da un poco de lejía al suelo), adecentar los dos
dormitorios de los niños, que aunque hacen sus camas antes de irse
después que yo les prepare el desayuno, lo dejan todo que da pena,
limpiar el polvo del salón, pasillo y dormitorios, hacer los dos
cuartos de baño a fondo, tender la lavadora, ya que seguramente
mientras hacía las faenas descritas habría terminado, y claro está,
poner una nueva lavadora con la ropa de cama de mis hijos, que no sé
yo sí esperar a que se sequen después de tendida o coger unas de
sus armarios y que cuando se levante mi mujer estén los dos
dormitorios impolutos y en perfecto estado de policía. Que tras
desayunar de pie en la cocina, con el fin que no caiga ni una miga en
el salón, y prepararle a mi mujer el zumo natural, que no de bote,
de naranja y las pastillas (colesterol, tiroides y protector de
estómago) que tiene que tomarse en un vasito de plástico, todo en
su bandeja junto a un plato, la servilleta, cucharilla y cuchillo,
coger la moto y solucionar las dos citas que tenía para ese día con
Endesa y Gas Natural. Y esperando acabar pronto de las dos citas
previstas, poder ir al gimnasio, no sin olvidar que previamente
tendré que pasarme por el supermercado para comprar la leche
desnatada sin lactosa para mi mujer, así como los colines de
centeno, también para mi mujer, y la fruta.
Y a
disfrutar del día ocho de marzo, ya que como estará la señora de
huelga, esperemos que lo esté también para echar monsergas y
sermones, que aunque parezca que no, ya eso es todo un adelanto.
¡Cuánto
daría yo porque todos los días del año fueran ocho de marzo!