Día
tras día, antes que los dígitos de mi Casio de siete euros comprado
en el chino de enfrente del estanco, den las doce y media, y desde
que el estío comenzó para él, coincidiendo con el cierre de las
aulas por vacaciones, Javier, por llamarlo de alguna manera, ya que
me consta que ese no es su verdadero nombre, sube las escaleras de
dos tramos que comunica la plaza que otrora tuvo en su centro una
piscina oval con aproximadamente un pie de profundidad y que ya que
ha salido a colación, decir que no pocos en su infancia humedecieron
sus coreanas o caracacos en sus aguas plagadas de nenúfares y peces
de colores, con los jardines. Así es. Día sí y día también, sin
faltar ni uno solo.
Y yo,
día sí y día también, sin importarme que sea lunes, jueves o
domingo, también allí, sentada en uno de los bancos de mampostería
que se encuentran adosados a la pared del edificio que separa el edén
del patio de armas columnado, y con la intención de no ser
descubierta, espero verlo aparecer tras su subida de los dos tramos
de escalera. Y siempre igual.Todos los días lo observo como tras
cruzar el dintel de la cancela de hierro forjado, la expresión de su
rostro cambia como por ensalmo; de un semblante que denota
intranquilidad, desasosiego y necesidad cuando pisa el primero de los
escalones de la escalera, se torna en un rostro satisfecho y henchido
de felicidad. Un rostro que expresa, cada día al poner un pie en el
jardín, la misma sensación de placer que experimentara el día
anterior, y el anterior, y el anterior, …... .Y si él es dichoso,
yo, en mi poyo a la sombra de la sombra, con la intención perenne de
no ser descubierta, lo soy aun más, deleitándome con sus miradas
profundas dirigidas a los mismos parterres que mirara el día
anterior, a las mismas palmeras también del día anterior, a la
misma boina vegetal que cubre el merendero, hoy igual que siempre, al
que se llega desde cuatro puntos distintos del jardín, con cuatro
poyetes guardadores de mil y una historias relatadas a lo largo de
sus incontables años, y una pequeña alberca circular en su centro,
poseedora de un agua mágica que, según dicen, porque yo no la he
tocado, hace que cuando se mojan los dedos en periodo canicular, se
experimenta un alivio tan placentero por todo el cuerpo, semejante al
zambullido debajo de una catarata.
Él
descubriendo el mismo descubrimiento que descubrió ayer; yo, al
igual que ayer, embelesándome con el semblante de deleite que brota
tras su descubrimiento diario, deleitándome con sus gestos,
deleitándome con sus expresiones, deleitándome con sus continuas e
incesantes miradas a cada rincón de este edén, su edén, mi edén,
aunque, y eso me apena, nunca fui objetivo de sus miradas, ni tampoco
objetivo de las repetidas instantáneas que a diaria toma con la
cámara fotográfica de su celular y que también a diario remite a
sus amigos que, por la distancia, no pueden disfrutar a diario de sus
idílicas visiones.
Y yo,
aunque me sigo deleitando con su deleite, me preocupo cuando, sin
poder abandonar la sombra de la sombra en uno de los poyos, se
adentra en su vergel paradisiaco y emboca con su mirada, con naranjos
y parterres limitados por incipientes setos boneteros, la joya de su
oasis particular, joya a la que él, imbuido de espíritu altruista,
al igual que muchos de sus conterráneos, sufragó para su
reconstrucción, y de la que se podrían escribir y relatar
innumerables historias y vivencias de todas las especies, desde las
deportivas a las sisonas, desde las amorosas hasta las buscadoras de
nuevos horizontes astrales, y porqué no también, ya que fueron sus
orígenes, la de galería de arte.
Y es
entonces, de vuelta de la Logia, y tras remojarse sus carnosos labios
y su bigote a lo Charles Bronson en la mal llamada fuentecita de la
piscina, se aproxima con sus andares cansinos hasta donde yo siempre
he creído que no me vería, camino del patio de armas. Deseo que los
apenas sesenta metros existentes entre la piscina y mi poyo, sean
interminables; que yo pueda recrearme y deleitarme al tiempo que se
me acerca antes de que gire para el patio de armas con su remozada
fuente central. Pero no; en pocos segundos se me acerca y en muchos
menos se me va sin que haya, aparentemente, advertido mi presencia.
Ni fui objetivo de sus miradas, ni objetivo del objetivo de su cámara
fotográfica. ¿Tan a la sombra estoy que no se me ve? Pues la verdad
es que sí, por lo menos para él.
Y ya
sólo me queda esperar a mañana, sabiendo que volverá a entrar por
debajo del dintel de la cancela de hierro forjado, y que volverá a
repetir la misma rutina de hoy, de ayer y de siempre, rutina que, en
honor de la verdad, me da vida.
A
mi amigo Rafael.