domingo, 4 de junio de 2017

A LA SOMBRA DE MI SOMBRA


Día tras día, antes que los dígitos de mi Casio de siete euros comprado en el chino de enfrente del estanco, den las doce y media, y desde que el estío comenzó para él, coincidiendo con el cierre de las aulas por vacaciones, Javier, por llamarlo de alguna manera, ya que me consta que ese no es su verdadero nombre, sube las escaleras de dos tramos que comunica la plaza que otrora tuvo en su centro una piscina oval con aproximadamente un pie de profundidad y que ya que ha salido a colación, decir que no pocos en su infancia humedecieron sus coreanas o caracacos en sus aguas plagadas de nenúfares y peces de colores, con los jardines. Así es. Día sí y día también, sin faltar ni uno solo.
Y yo, día sí y día también, sin importarme que sea lunes, jueves o domingo, también allí, sentada en uno de los bancos de mampostería que se encuentran adosados a la pared del edificio que separa el edén del patio de armas columnado, y con la intención de no ser descubierta, espero verlo aparecer tras su subida de los dos tramos de escalera. Y siempre igual.Todos los días lo observo como tras cruzar el dintel de la cancela de hierro forjado, la expresión de su rostro cambia como por ensalmo; de un semblante que denota intranquilidad, desasosiego y necesidad cuando pisa el primero de los escalones de la escalera, se torna en un rostro satisfecho y henchido de felicidad. Un rostro que expresa, cada día al poner un pie en el jardín, la misma sensación de placer que experimentara el día anterior, y el anterior, y el anterior, …... .Y si él es dichoso, yo, en mi poyo a la sombra de la sombra, con la intención perenne de no ser descubierta, lo soy aun más, deleitándome con sus miradas profundas dirigidas a los mismos parterres que mirara el día anterior, a las mismas palmeras también del día anterior, a la misma boina vegetal que cubre el merendero, hoy igual que siempre, al que se llega desde cuatro puntos distintos del jardín, con cuatro poyetes guardadores de mil y una historias relatadas a lo largo de sus incontables años, y una pequeña alberca circular en su centro, poseedora de un agua mágica que, según dicen, porque yo no la he tocado, hace que cuando se mojan los dedos en periodo canicular, se experimenta un alivio tan placentero por todo el cuerpo, semejante al zambullido debajo de una catarata.
Él descubriendo el mismo descubrimiento que descubrió ayer; yo, al igual que ayer, embelesándome con el semblante de deleite que brota tras su descubrimiento diario, deleitándome con sus gestos, deleitándome con sus expresiones, deleitándome con sus continuas e incesantes miradas a cada rincón de este edén, su edén, mi edén, aunque, y eso me apena, nunca fui objetivo de sus miradas, ni tampoco objetivo de las repetidas instantáneas que a diaria toma con la cámara fotográfica de su celular y que también a diario remite a sus amigos que, por la distancia, no pueden disfrutar a diario de sus idílicas visiones.
Y yo, aunque me sigo deleitando con su deleite, me preocupo cuando, sin poder abandonar la sombra de la sombra en uno de los poyos, se adentra en su vergel paradisiaco y emboca con su mirada, con naranjos y parterres limitados por incipientes setos boneteros, la joya de su oasis particular, joya a la que él, imbuido de espíritu altruista, al igual que muchos de sus conterráneos, sufragó para su reconstrucción, y de la que se podrían escribir y relatar innumerables historias y vivencias de todas las especies, desde las deportivas a las sisonas, desde las amorosas hasta las buscadoras de nuevos horizontes astrales, y porqué no también, ya que fueron sus orígenes, la de galería de arte.
Y es entonces, de vuelta de la Logia, y tras remojarse sus carnosos labios y su bigote a lo Charles Bronson en la mal llamada fuentecita de la piscina, se aproxima con sus andares cansinos hasta donde yo siempre he creído que no me vería, camino del patio de armas. Deseo que los apenas sesenta metros existentes entre la piscina y mi poyo, sean interminables; que yo pueda recrearme y deleitarme al tiempo que se me acerca antes de que gire para el patio de armas con su remozada fuente central. Pero no; en pocos segundos se me acerca y en muchos menos se me va sin que haya, aparentemente, advertido mi presencia. Ni fui objetivo de sus miradas, ni objetivo del objetivo de su cámara fotográfica. ¿Tan a la sombra estoy que no se me ve? Pues la verdad es que sí, por lo menos para él.
Y ya sólo me queda esperar a mañana, sabiendo que volverá a entrar por debajo del dintel de la cancela de hierro forjado, y que volverá a repetir la misma rutina de hoy, de ayer y de siempre, rutina que, en honor de la verdad, me da vida.

A mi amigo Rafael.
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