Aunque
es la primera vez que entro en esta habitación, la tuya, fueron
muchas las ocasiones en las que estuve sin que tú me hubieras
invitado. A mí no, a mí nunca me invitaste; tú preferías a los
más guapos y fuertes; preferías a Jaime, por sus ciento ochenta y
seis centímetros; a Juan José, por los mismos y por su cabeza
ensortijadas que lo asemejaban al chico travieso que no era; a
Jacinto, que pese a su ambigüedad, tú sólo le veías el lado que
te convenía, el masculino; a Jeremy, el canadiense que vino de
Erasmus y que, sin ser bien parecido, ya que era algo retaco y de
nariz aplastada, quizás por tu particular esnobismo, pudo disfrutar
en tus sábanas; a Carolina, por lo que todos sabemos y que no es el
momento ahora de rememorar; a Jesús, que, aunque no es de tu agrado,
lo invitaste a pasar en un par de ocasiones porque, en las dos, y eso
bien lo sabes, aunque no lo reconozcas, te agasajó con un regalo, un
perfume en la primera ocasión, y un bolso de marca, la segunda.
Y
mientras yo, desde el salón de tu piso de estudiante que compartías
con cinco compañeras, carcomiéndome cada vez que oía como cerrabas
la puerta con la cadenita de seguridad; consumiéndome cada vez que
oía el chirriar de tu cama; atormentándome cada vez que intuía
aquello de lo que me hubiera gustado ser protagonista . Sí, ya lo
sé; ya sé que ni siquiera debería de ….......; bueno, mejor me
callo.
¿Recuerdas
cuando nos quedamos encerrados en unos de los cuartos de baño de la
Casa Loma, el mismo día que tras visitar el Museo del Tren, pedimos
un Jerez en el restaurante 360 de la Torre CN? A ti no sé, seguro
que no, pero lo que es a mí, ese viaje de nuestro paso del ecuador,
no se me olvidará nunca, y eso que fue allí, en el aeropuerto
internacional Pearson de Toronto, durante las cinco largas horas de
espera para coger nuestro vuelo de regreso a Madrid con escala en
Amsterdam, cuando me dejaste bien claro que entre nosotros nunca
existiría nada que tuviera que ver con sábanas de raso o con largas
sesiones en un mullido sofá, saboreando un buen vino y oyendo al
maestro Cohen. Lo nuestro, por mucho que yo te llevase en todos mis
equipajes y que estuviera dispuesto a construirte un castillo como el
de la casa Loma, se limitaría a coincidir en las cada vez más
distantes reuniones de compañeros de carrera.
Es
ahora, después de dejar encerrada bajo llave en el sótano de casa a
mi fiel compañera inseguridad, por llamarla de alguna manera, y de
mostrarme tal y como nunca fui capaz de hacerlo en mi etapa de
pardillo, cuando, y sin proponérmelo, recibo tu invitación.
Pues
aquí estoy.
A mi amigo Paco.