lunes, 21 de noviembre de 2016

DE AQUEL VIAJE A TORONTO


Aunque es la primera vez que entro en esta habitación, la tuya, fueron muchas las ocasiones en las que estuve sin que tú me hubieras invitado. A mí no, a mí nunca me invitaste; tú preferías a los más guapos y fuertes; preferías a Jaime, por sus ciento ochenta y seis centímetros; a Juan José, por los mismos y por su cabeza ensortijadas que lo asemejaban al chico travieso que no era; a Jacinto, que pese a su ambigüedad, tú sólo le veías el lado que te convenía, el masculino; a Jeremy, el canadiense que vino de Erasmus y que, sin ser bien parecido, ya que era algo retaco y de nariz aplastada, quizás por tu particular esnobismo, pudo disfrutar en tus sábanas; a Carolina, por lo que todos sabemos y que no es el momento ahora de rememorar; a Jesús, que, aunque no es de tu agrado, lo invitaste a pasar en un par de ocasiones porque, en las dos, y eso bien lo sabes, aunque no lo reconozcas, te agasajó con un regalo, un perfume en la primera ocasión, y un bolso de marca, la segunda. 
Y mientras yo, desde el salón de tu piso de estudiante que compartías con cinco compañeras, carcomiéndome cada vez que oía como cerrabas la puerta con la cadenita de seguridad; consumiéndome cada vez que oía el chirriar de tu cama; atormentándome cada vez que intuía aquello de lo que me hubiera gustado ser protagonista . Sí, ya lo sé; ya sé que ni siquiera debería de ….......; bueno, mejor me callo.
¿Recuerdas cuando nos quedamos encerrados en unos de los cuartos de baño de la Casa Loma, el mismo día que tras visitar el Museo del Tren, pedimos un Jerez en el restaurante 360 de la Torre CN? A ti no sé, seguro que no, pero lo que es a mí, ese viaje de nuestro paso del ecuador, no se me olvidará nunca, y eso que fue allí, en el aeropuerto internacional Pearson de Toronto, durante las cinco largas horas de espera para coger nuestro vuelo de regreso a Madrid con escala en Amsterdam, cuando me dejaste bien claro que entre nosotros nunca existiría nada que tuviera que ver con sábanas de raso o con largas sesiones en un mullido sofá, saboreando un buen vino y oyendo al maestro Cohen. Lo nuestro, por mucho que yo te llevase en todos mis equipajes y que estuviera dispuesto a construirte un castillo como el de la casa Loma, se limitaría a coincidir en las cada vez más distantes reuniones de compañeros de carrera.
Es ahora, después de dejar encerrada bajo llave en el sótano de casa a mi fiel compañera inseguridad, por llamarla de alguna manera, y de mostrarme tal y como nunca fui capaz de hacerlo en mi etapa de pardillo, cuando, y sin proponérmelo, recibo tu invitación.

Pues aquí estoy.

A mi amigo Paco.

sábado, 12 de noviembre de 2016

MAESTRO COHEN.




Sus cuatro paredes le asfixiaban, en su calle no se encontraba, en su ciudad se atormentaba, en su país y en el de al lado, porque en los dos tenía las mismas o casi las mismas sensaciones, llegó un momento en que no se identificaba. 
Ahora estoy con “Hallelujah”. 
Y fue por todo eso por lo que decidió abrirse, buscarse, encontrarse; aunque fuera tropezarse con su yo. Buscó en nuevas latitudes, en nuevos mares hasta ahora desconocidos para él, pero que siempre estuvieron en sus sueños; y en sus despertares; y en sus atardeceres. Bailó con la más fea, con la bien parecida y hasta con la más guapa. Le encantaba bailar, bailar y bailar, llegando a bailar, como a todos nos hubiera gustado, hasta el fin del amor. Y fue así, bailando y bailando, como llegó hasta las nítidas aguas de la diminuta isla de Hydra. Fue en esa diminuta isla helena, a pocos kilómetros de las llanuras en las que se adiestraban allá por el V a.C. los valerosos espartanos, donde, entre actuación y actuación en las tabernas de la isla, comenzó a respirar, a encontrarse; fue donde comenzó a susurrar con su voz cavernosa, fue donde encontró esas sensaciones que había echado en falta y que él necesitaba; y fue donde encontró a esa musa que todo artista busca para que comparta sus desayunos, sus comidas y hasta sus versos.
Y pasó su periodo de Hydra y fue cuando nuestro trovador de voz profunda y arrulladora experimenta una explosión continua que ha perdurado hasta este fatídico once del once.
Escribió al futuro, al amor, al desamor, a la entrega y al sentirse subyugado a su obsesión. Escribió y vivió lo que quiso y como quiso, y sobre todo, ha sabido dejar un legado que pervivirá, al igual que pervive el de su admirado Federico, por los siglos de los siglos.
Hoy, bailando un vals vienés, o recordando el té con trocitos de naranja que le sirvió su amiga Suzanne en Montreal, o evocando la resistencia francesa del partisano ante las tropas nazis de ocupación, el maestro estará sentado cara a cara junto a su Marianne.

Siempre estarás.
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