Lo que
nadie podía imaginar a finales de los sesenta, es que aquella niña
catire de ojos claros y cara angelical, con una marcada educación de
sólida base cristiana, católica, apostólica y romana, tras pasar
por un sinfín de escuchas, a hurtadillas casi siempre, cayera en un
mar donde sus deseos no veían otra cosa que hacer realidad aquellas
historias oídas, reales o inventadas, que machacaron sus sentidos
hasta convertirse en el único empeño de su vida; obsesión más que empeño.
Andreíta,
que así llamaban a la chica catire de cabellos ensortijados y ojos
siderales, pasó por su adolescencia, hasta convertirse en la bella
Andrea, por una vida rutinaria bajo los estrechos mandatos de una
estricta institutriz, quien ni respirar la dejaba a veces, hasta el
punto que la palabra amiga no existía para ella sino tan solo en el
horario de instituto, ya que le tenía totalmente prohibida la salida
a la calle fuera de horario de clases; su adolescencia se ciñó a la
asistencia a las aulas y, tras hacer la tarea que traía a diario, y
a una hora durante tres días a la semana de clases de guitarra, a la
búsqueda por las habitaciones de su casa casi palaciega del servicio
doméstico compuesto por tres criadas y una cocinera, con el fin de
escuchar las historias y amoríos que relataban, sin que percibieran
nunca su presencia, tras una cortina o escondida detrás de la
puerta.
Y eran
las repetidas escapadas que sobre todo relataban dos de las
sirvientas, en edad de coquetería, ya que la otra criada y la
cocinera estaban casadas, las que más llamaban la atención de
Andreita. Los relatos de las continuas visitas que las dos hacían en
compañía de sus pretendientes a lo que ellas llamaban el calistral
(eucaliptal), con el fin de juguetear fuera de las miradas de ojos
habladores, eran las que más llamaban la atención de la rubia
heredera, que si al principio de oírlas le resultaban hirientes,
casi ofensivas y fuera de tono, con el paso del tiempo, se
convirtieron en una droga sin la que no podía vivir. Los relatos, a
veces casi pormenorizados, de cuanto hacían y deshacían con sus
novietes, acabaron por encender los cada vez más acentuados deseos
de conocer lo desconocido a la fisgona señorita.
Y fue
ese mar de deseos cada vez más acentuado, lo que llevó a la todavía
angelical Andrea, a conocer la reacción de cada milímetro de su
cuerpo como nunca podía haber imaginado, creciendo y convirtiéndose
así en toda una mujer, ya a las puertas de entrar en la universidad.
A casi
mil kilómetros de su casa natal, Andrea, tras ser matriculada en la
facultad de Psicología, fue internada en una residencia de monjas,
donde la disciplina era aún mayor que la que ya tuviera en casa con
su aya. Lo que para cualquier chica de su edad, al dejar atrás el
instituto y sentirse una universitaria fuera de su localidad,
significaba su liberación y el descubrimiento de la vida de una
futura licenciada, para ella, supuso una continuación en un hábitat
con barrotes, todavía con más restricciones que las que ya venía
arrastrando desde su uso de razón, ya que de eso se encargó su
preceptora, al insistirle a la directora de la residencia que la
sometiesen a una estricta educación casi marcial. Pero lo que peor
llevaba ella, era que en la residencia no iba a poder deleitarse con
los relatos “calistrales”, que así los llamaba, en boca de su
servicio doméstico.
Pero
con lo que no contó Dolores, nombre de la institutriz, fue con que
las noches de las residencias de estudiantes, aunque fuesen de
monjas, son muy largas, y entre las Completas y los Laudes, pueden
haber muchos Maitines, y no precisamente para rezar. Así fue como
Andrea, ávida por conseguir su excarcelación, entró de lleno, sin
necesidad de oír detrás de una puerta, en el tema de las
conversaciones de relaciones de parejas. Fue entonces cuando se dio
cuenta que era de las más mojigatas del grupo de chicas que se
reunían una vez apagadas las luces, ya que de dieciséis o dieciocho
que eran, ya que dos solían quedarse en la cama, solamente ella y un
par de hermanas gemelas de un pueblo de Cáceres, eran las que no
habían tenido relación alguna con hombres, o por lo menos era lo
que contaban ellas, si bien la mayoría no habían pasado de besos
“con lengua” y algún que otro sobe en sus partes íntimas por
parte de sus acompañantes. Aun así, ni los relatos de las que sí
habían llegado a consumar, le llenaban tanto escucharlos como cuando
se deleitaba con las historias de sus sirvientas en el calistral. Era
entonces cuando Andrea, decepcionada la mayoría de los días,
abandonaba el conciliábulo nocturno para retirarse a su cama, donde,
con el recuerdo de las historias “calistrales” de Asunción y
Charo en su pensamiento, se dedicaba a recorrer su cuerpo con sus
manos mientras que imaginaba que en su almohada se encontraban los
labios del que por oída, era el más apuesto y versado en las artes
amatorias de los acompañantes de sus criadas; el resultado siempre
era el mismo.
Harta
ya de escuchar noche tras noche las mismas historias insulsas de sus
compañeras de residencia, Andrea estaba deseosa que llegasen las
fiestas navideñas para, con las vacaciones del primer trimestre,
volver a su casa, y no precisamente para disfrutar de sus familiares,
sino para poder oír nuevamente las mismas historias que día sí y
día también mojaban sus sábanas.
Por
fin llegó el deseado veintidós de diciembre y las clases terminaron
a las once de la mañana. La cadencia al cantar los números
premiados, con sus respectivos premios, de los niños de San
Ildefonso, le acompañaron en la cantina de la estación de tren en
la larga espera de casi dos horas para regresar a su tierra. Fue allí
donde conoció a un chaval que según decía él, era de su mismo
pueblo, y que precisamente, según él le comentó, estaba cumpliendo
con el deber a la patria en la misma ciudad en la que ella estaba
estudiando; Juan Manuel se llamaba, y en el pueblo conocían a su
familia con el apodo de los Lechuzas, así que él era Juan Manuel el
Lechuza. El traqueteo del tren que le llevaría hasta Sevilla,
diecisiete horas más tarde, caso que no hubiera ninguna avería, que
no sería de extrañar, ayudó a que comenzasen a intimar. Andrea,
harta de escuchar las ñoñerías de sus compañeras de residencia,
decidió que ya era hora de dejarse de relatos y pasar a la acción:
quería experimentar en su cuerpo esas sensaciones de las que sus
amigas, por llamarlas de algún modo, presumían delante de ella. Así
que, cerciorándose que no eran vistos por nadie, se dejó llevar por
la iniciativa del soldado. El empuje y el empeño que mostró el
Lechuza, llamaron la atención de Andrea, pero no hasta el punto de
entregarse por completo, no pasando su primera experiencia de un
sinfín de besos y un dejarse toquetear por debajo de su jersey y de
su falda, entre las estaciones de Córdoba y Sevilla, concretamente
entre las poblaciones de Almodóvar del Río y Peñaflor, debiéndose
el receso al acercamiento del revisor.
El
viaje desde Sevilla hasta su pueblo, en taxi, fue un poco engorroso,
ya que en ningún momento supo pedirle a su aya, que le acompañase
su paisano y primer amante, dejándolo en la estación sin saber
cuándo ni cómo Juan Manuel el Lechuza llegaría a su pueblo, aunque
el tiempo le vino a decir que en ella no había nacido ningún tipo
de sentimiento especial hacia su paisano, y que el hecho de no querer
dejarlo allí en la estación se debía a un sentimiento de lástima
hacia él.
Pero
una vez llegado a su casa, ilusionada como iba con la esperanza de
poder asistir de incógnito a los relatos de Asunción y Charo, se
llevó la sorpresa que tanto una como la otra ya no trabajaban allí,
y que según le comentó la cocinera, las dos habían quedado
embarazadas; textualmente María la cocinera le dijo refiriéndose a
los embarazos que, “tanto va el cántaro a la fuente hasta que se
rompe, así que usted, señorita, tenga mucho cuidado, que los
hombres todos buscan lo mismo”.
Por lo
demás, su presencia en el pueblo en estas fiestas navideñas no
varió mucho con respecto a tres meses atrás, ya que su institutriz
seguía tratándola como si de una niña de doce o trece años se
tratara, por lo que nada más llevar dos o tres días allí, Andrea
ya estaba deseando volver a la residencia. Tan mal lo pasó en esos
días de vacaciones que no tuvo tiempo ni de indagar dónde se
encontraba el calistral que tanto le obsesionaba, aunque en honor a
la verdad, llegó a jurarse en esos días que no se iría de este
mundo sin mantener relaciones en ese famoso y enigmático, para ella,
lugar. También, y no porque le quitase el sueño, se interesó por
Juan Manuel el Lechuza, enterándose que era vecino, puerta con
puerta, de la cocinera, quien le dijo que ese recluta estaba rondando
a una tal María Luisa, a la que Andrea no conocía y que vivía en
una calle paralela a la suya. Realmente a ella le daba igual, ya que
su primera experiencia amatoria no le dijo absolutamente nada; bueno,
casi nada.
Y
llegó el día de su vuelta a la residencia y todo sucedió como si
nada, como el resto de los trimestres y de los años venideros, hasta
concluir la carrera con éxito. Su vida fue plana, sin altibajos que
la perturbasen y sin ningún acontecimiento que fuese digno de
enmarcar. Tuvo aventuras, flirteos, historias cotidianas, pero sin
que nada ni nadie le quitase de su mente la idea del calistral; era
una obcecación. Incluso en una ocasión, le propuso a un noviete
soriano que tuvo, que le acompañase hasta su pueblo con la única
intención de visitar el famoso calistral y allí dar rienda suelta a
su obsesión, pero el compañero de clase de Burgo de Osma, sin saber
las intenciones de Andrea, se negó a bajar hasta Andalucía,
aduciendo tener que ayudar a su padre en la recolección de cereales.
Encefalograma
plano era su paso por la vida hasta conocer a Genaro, con el que se
casó dos años después de comenzar su labor docente en un colegio,
ya muy cerca de los treinta. Como siempre reconoció, su
embelesamiento por su marido le duró poco más de tres años, el
tiempo que tardó en conocerlo y de arrepentirse de no haberlo hecho
antes de haberse casado con él. Y no es que se hubiese desenamorado;
no, eso no. Lo que le ocurrió es que Andrea, a quien nunca le
abandonó su obsesión por el calistral, nunca encontró en su
relación con Genaro esas vivencias que con tanta pasión relataban
tanto Asunción como Charo, y de quienes, y aunque parezca
rocambolesco, se enteró que cuando quedaron embarazadas en su primer
trimestre de carrera, lo fueron del mismo hombre, el cual dejó
plantada a las dos. Incluso en varias ocasiones estuvo tentada de
ofrecerle a su marido que le acompañase al calistral, de cuya
ubicación ya se cercioró por boca de Asunción, a la que se
encontró en una de sus visitas al pueblo, pero sabía de antemano
que su Genaro no le iba a proporcionar lo que realmente ella
necesitaba: demasiado comedido para saciar su necesidad.
Y
vinieron los embarazos y con ellos una etapa de su vida más plana
aun que la que ya llevaba; ya ni su mente subía escarpadas laderas;
ya todo era conformismo y monotonía: los primeros gateos de la niña,
el primer diente, los primeros pasos, el primer “papá”, las
primeras gracias y vuelto a embarazar. Nervios, preocupaciones, mil
quiero y no puedo, pero todo plano. “Qué pena -pensaba Andrea en
el descanso de la guerrera-, antes por lo menos tenía mente para
volar y gozar; ya ni eso; qué desgraciada soy”.
Y
pasaron los años y sucedió lo que tenía que suceder. Ni Genaro
estaba por ella ni ella estaba por Genaro. Vive tu vida que yo
intentaré vivir la mía, que yo intentaré salpimentarme para por lo
menos saber a algo, que ahora, lo sé, estoy totalmente insípida.
Adiós , Genaro.
Tras
un periodo de tiempo algo “de aquí para allá” y dando tumbos
mentales, Andrea se centró, primero en sus hijas y después en la
búsqueda de su “yo”; de ese “yo” al que en ocasiones,
muchas, pensó que nunca tuvo, ya que su vida siempre estuvo
manipulada e hiper dirigida. Pero qué coño, se decía otras veces,
pues claro que tengo mi “yo”: ¿y mis ansias de escuchar?, ¿y
mis deseos?, ¿y mis jugueteos bajo las sábanas? Joder, ¿y mi
calistral? Pues claro que tengo mi “yo”. Ahí está mi verdadero
“yo”.
Y fue
así como volvió a reencontrarse. Fueron años de juergas, de
emociones, de subidas y bajadas, y de alegrías con sus hijas.
También hubo penas y desgracias, pero si esas hubiesen aparecido
tiempo antes, a buen seguro que no las hubiera superado. Ahora sí.
Ahora se comía el mundo.
Pero
le quedaba una cosa en la vida: su cosa. Le quedaba vivir en primera
persona en su calistral. Haría lo que hubiese que hacer. Con la
misma decisión que se entregó por primera vez al Lechuza, a la
altura de Almodóvar del Río, lo haría ahora, ya cerca de los
sesenta, a la persona que había decidido que le acompañase hasta el
calistral.
Casi
un año le costó encontrar a Ricardo, que fue precisamente el que
dejó embarazada a sus dos criadas. Con las ideas bien clara,
consiguió saber que el tal Ricardo había enviudado hacía ya unos
años y que seguía viviendo, a sus sesenta y uno, en el pueblo de la
que fuera su mujer, teniendo fama por su virilidad incluso con los
años que ya cargaba a sus espaldas. Con la picaresca que caracteriza
a una mujer necesitada sabiendo cuál es su necesidad, Andrea, con la
vehemencia a veces de Andreita, movió los hilos para encontrarse con
Ricardo. Le sorprendió. Andrea se sorprendió con la personalidad de
Ricardo y con el tacto con el que la trataba: nunca antes se había
sentido señora, nunca antes se había sentido mujer, nunca antes se
había sentido persona. Realmente aquella personalidad había
motivado que ella olvidase por completo sus anhelados deseos, su
obsesión y empecinamiento por gozar en el calistral; aquel hombre
estaba por encima de cualquier obnubilación; era simple y
sencillamente la obnubilación. Y lo más curioso de todo era que en
tres o cuatro encuentros que tuvieron, ninguno de los dos tuvieron
la necesidad de tener un simple roce de sus cuerpos. A los dos, y
sobre todo a ella, que era lo más extraño, le bastó con dialogar,
intercambiar miradas y comenzar a sentirse cómplices de una
experiencia que nunca con anterioridad habían vivido. Ella, sin
pretenderlo, le supo transmitir todo aquello de lo que hasta ahora
desconocía y que, como por ensalmo, había surgida en ella al poco
tiempo de echárselo a la cara.
Y fue
así como comenzó una relación que transformó por completo la vida
de dos personas y de sus allegados, una relación que tuvo su punto
más álgido en el preciso momento en el que, después de haber
tenido varios contactos íntimos, Andrea quiso hacer realidad de una
vez por todas la obsesión de toda su vida. Una mañana, después de
desayunar chocolate con churros en su casa, llenándose de valor, el
mismo que había estado almacenando durante toda su existencia para
cuando llegase el momento, le propuso hacer una excursión hasta el
calistral, propuesta que Ricardo, como si de su vida le fuera, aceptó
entusiasmado. Dicho y hecho. En poco más de una hora prepararon un
picnic y se encontraban subiendo por la ladera que daba acceso al
calistral, desde donde se apreciaba una de las panorámicas más
bella nunca visto por ser humano. Impresionante. Cuando llegaron a
los primeros árboles, Andrea se giró en el sentido de su marcha y
observó la postal más hermosa nunca visto por ella, quedando
boquiabierta; le parecía mentira que casi la mitad de su vida había
estado viviendo allí, y nunca, nunca había advertido tanta belleza.
Rodeados ya de eucaliptos (calistros) y matorrales, habían llegado a
un punto en el que ellos lo observaban todo y nadie que hubiese en
ese todo lo podían observar a ellos: era el punto donde desplegarían
el mantel para dar cuenta de la tortilla de patatas y de los filetes
empanados, mantel que serviría también para que Andrea viese
cumplido el sueño de su vida. Y fue ella, una vez recostada en el
mantel y dispuesta a sacar las fiambreras del macuto que llevaban,
cuando, con la vista perdida en lontananza, pensó sobre lo que
sentiría en breves momentos. “Si en mi casa o en la suya -pensaba
Andrea-, las veces en las que hemos consumado, ha conseguido que
volase como nunca hubiese imaginado, en este paraíso, puedo sentir
algo indescriptible; si las anteriores veces -proseguía pensando- yo
le hubiese dado dos orejas y rabo, en este edén, seguro que le
otorgo el indulto; porque -continuaba ella dándole juego a su
imaginación-, si de todos los hombres con los que he estado a lo
largo de mi vida, puedo decir que ninguno consiguió lo que consiguió
él, de hacer vibrar y hasta tintinear cada uno de los músculos de
mi cuerpo, haciendo que experimentase la sensación de levitar, aquí,
en el lugar que he estado esperando desde que nació en mí la
sensación de deseo, puede ser una experiencia inenarrable”. Y
hubiese seguido ella pensando si Ricardo, repetidamente para bajarla
de la nube en la que había subido, no la hubiese demandado para
empezar a dar cuenta de los pimientos asados, la tortilla y el resto
de viandas.
Ella
se le notaba feliz viendo como Ricardo comía, deseando que dejara de
hacerlo para recoger todos los táper de plástico con el fin de que
hormigas y demás bichos de campo diesen cuenta de su comida. Y por
fin todo recogido. Sólo ella y él frente a frente. Andrea se colocó
a horcajadas de Ricardo, de espaldas al maravilloso paisaje, y
comenzó a beber de sus labios como si de la fuente del maná se
tratase, mientras que sus dedos luchaban por abrirse camino en la
espesura que formaba el pecho velludo de su hombre. Pero muy pronto
se vio interrumpida en su particular cruzada por unas pequeñas
hormigas que le cosquilleaban la pantorrilla; en un primer momento
trató con un manotazo que desaparecieran, pero su intento resultó
en vano, teniendo que descabalgar a la ligera y lanzando algún
improperio hacia los minúsculos formícidos, al tiempo que pasaba su
mano con brusquedad por toda la pierna. Y vuelta a empezar. Ella, que
se había traído para la ocasión un vestido con apertura delantera,
comenzó a desabotonarse por la parte superior, sin darle tiempo a
Ricardo a que lo hiciera, y dejando al descubierto gran parte de su
canalillo, con lo que buscaba el encendido de su pareja. Pero cuando
ya él estaba librando el resto de la botonadura del vestido de
Andrea, inspeccionando minuciosamente al mismo tiempo con sus labios
toda su exhuberante delantera pasada por quirófano, ella, camino ya
del éxtasis, con los ojos entreabiertos, dio un salto como si de un
resorte se tratara al ver y sentir como una araña de considerables
dimensiones, recorría su brazo, al tiempo que observaba como todo el
mantel se encontraba infectado de hormigas de todos los tamaños.
Andrea no era mujer. Sus gritos de rabia seguro que se oyeron en todo
el pueblo, al tiempo que Ricardo se destornillaba de risa. Y no es
que ella le tuviese pánico a las hormigas, a las arañas o a los
escarabajos que le visitaron; a ella lo que le enrabietaba de esa
manera era que se había derrumbado de cuajo el mito, para ella, del
calistral.