jueves, 8 de diciembre de 2016

DESPEDIDA Y CIERRE o CUANDO LAS HOJAS DEJAN A LOS ÁRBOLES DESNUDOS


Si alguna vez te desvela mi optimismo, no me reprendas.

Si alguna vez te molesta mi sonrisa, por a destiempo, no me riñas.

Si alguna vez te incomoda mi sed de aventura, acércame tu cantimplora, que yo seguiré la senda.

Si alguna vez te cansas de cabalgar conmigo, pídeme con tu mirada que tire de las riendas de mi corcel.

Si alguna vez te ves demasiada henchida de mimetizarte, no olvides, aunque sea por respeto, que yo no dejo de utilizar tu fondo de armario para estar a tu altura.

Si alguna vez adviertes como caigo sin paracaídas, confía en mí, sé cómo remontar el vuelo.

Si alguna vez, aclarando la oscuridad de nuestra habitación las primeras luces de la mañana entrando por las rendijas de la persiana de color marrón que pusimos meses atrás tras tocarnos el cupón de la ONCE, percibes que no soy tan bello como cuando me conociste, date media vuelta y piensa, aunque sólo sea pensar, que tienes mucha parte de culpa en mi adquirida fealdad.

Si alguna vez notas que he vuelto a restregar ajo en mi tostada con aceite, haciendo caso omiso o ignorando tu repulsa hacia esa hortaliza, sólo decirte que ni me lo tomes en cuenta ni que te sirva de pábulo para enojarte, que si sucede, pudiera ser debido a que es una llamada de atención, intencionada por mi parte, para hacerte comprender que las llamas pierden consistencia si no se le alimenta con buena madera.

Si alguna vez te sorprende, haciéndote pensar lo que no debiera, que te colme de mimos, carantoñas o regalos, no creas que lo hago por las razones que tu pudieras hacerlo conmigo, sino que, y esto te lo digo tal como lo siento, me apetecía; simplemente me apetecía.

Si alguna vez me ves salir de casa cargado con la mochila y con el cepillo de dientes eléctrico que me regalaste cuando cumplí los cuarenta y ocho, no creas que me voy a hacer el Camino de Santiago que tengo pendiente desde hace ya unos años (desde antes que me regalaras el cepillo de dientes eléctrico), sino que a lo mejor, y te digo que a lo mejor, no vuelvo más.


Por cierto, cariño, ¿dónde está mi mochila y el cargador del cepillo eléctrico?

lunes, 21 de noviembre de 2016

DE AQUEL VIAJE A TORONTO


Aunque es la primera vez que entro en esta habitación, la tuya, fueron muchas las ocasiones en las que estuve sin que tú me hubieras invitado. A mí no, a mí nunca me invitaste; tú preferías a los más guapos y fuertes; preferías a Jaime, por sus ciento ochenta y seis centímetros; a Juan José, por los mismos y por su cabeza ensortijadas que lo asemejaban al chico travieso que no era; a Jacinto, que pese a su ambigüedad, tú sólo le veías el lado que te convenía, el masculino; a Jeremy, el canadiense que vino de Erasmus y que, sin ser bien parecido, ya que era algo retaco y de nariz aplastada, quizás por tu particular esnobismo, pudo disfrutar en tus sábanas; a Carolina, por lo que todos sabemos y que no es el momento ahora de rememorar; a Jesús, que, aunque no es de tu agrado, lo invitaste a pasar en un par de ocasiones porque, en las dos, y eso bien lo sabes, aunque no lo reconozcas, te agasajó con un regalo, un perfume en la primera ocasión, y un bolso de marca, la segunda. 
Y mientras yo, desde el salón de tu piso de estudiante que compartías con cinco compañeras, carcomiéndome cada vez que oía como cerrabas la puerta con la cadenita de seguridad; consumiéndome cada vez que oía el chirriar de tu cama; atormentándome cada vez que intuía aquello de lo que me hubiera gustado ser protagonista . Sí, ya lo sé; ya sé que ni siquiera debería de ….......; bueno, mejor me callo.
¿Recuerdas cuando nos quedamos encerrados en unos de los cuartos de baño de la Casa Loma, el mismo día que tras visitar el Museo del Tren, pedimos un Jerez en el restaurante 360 de la Torre CN? A ti no sé, seguro que no, pero lo que es a mí, ese viaje de nuestro paso del ecuador, no se me olvidará nunca, y eso que fue allí, en el aeropuerto internacional Pearson de Toronto, durante las cinco largas horas de espera para coger nuestro vuelo de regreso a Madrid con escala en Amsterdam, cuando me dejaste bien claro que entre nosotros nunca existiría nada que tuviera que ver con sábanas de raso o con largas sesiones en un mullido sofá, saboreando un buen vino y oyendo al maestro Cohen. Lo nuestro, por mucho que yo te llevase en todos mis equipajes y que estuviera dispuesto a construirte un castillo como el de la casa Loma, se limitaría a coincidir en las cada vez más distantes reuniones de compañeros de carrera.
Es ahora, después de dejar encerrada bajo llave en el sótano de casa a mi fiel compañera inseguridad, por llamarla de alguna manera, y de mostrarme tal y como nunca fui capaz de hacerlo en mi etapa de pardillo, cuando, y sin proponérmelo, recibo tu invitación.

Pues aquí estoy.

A mi amigo Paco.

sábado, 12 de noviembre de 2016

MAESTRO COHEN.




Sus cuatro paredes le asfixiaban, en su calle no se encontraba, en su ciudad se atormentaba, en su país y en el de al lado, porque en los dos tenía las mismas o casi las mismas sensaciones, llegó un momento en que no se identificaba. 
Ahora estoy con “Hallelujah”. 
Y fue por todo eso por lo que decidió abrirse, buscarse, encontrarse; aunque fuera tropezarse con su yo. Buscó en nuevas latitudes, en nuevos mares hasta ahora desconocidos para él, pero que siempre estuvieron en sus sueños; y en sus despertares; y en sus atardeceres. Bailó con la más fea, con la bien parecida y hasta con la más guapa. Le encantaba bailar, bailar y bailar, llegando a bailar, como a todos nos hubiera gustado, hasta el fin del amor. Y fue así, bailando y bailando, como llegó hasta las nítidas aguas de la diminuta isla de Hydra. Fue en esa diminuta isla helena, a pocos kilómetros de las llanuras en las que se adiestraban allá por el V a.C. los valerosos espartanos, donde, entre actuación y actuación en las tabernas de la isla, comenzó a respirar, a encontrarse; fue donde comenzó a susurrar con su voz cavernosa, fue donde encontró esas sensaciones que había echado en falta y que él necesitaba; y fue donde encontró a esa musa que todo artista busca para que comparta sus desayunos, sus comidas y hasta sus versos.
Y pasó su periodo de Hydra y fue cuando nuestro trovador de voz profunda y arrulladora experimenta una explosión continua que ha perdurado hasta este fatídico once del once.
Escribió al futuro, al amor, al desamor, a la entrega y al sentirse subyugado a su obsesión. Escribió y vivió lo que quiso y como quiso, y sobre todo, ha sabido dejar un legado que pervivirá, al igual que pervive el de su admirado Federico, por los siglos de los siglos.
Hoy, bailando un vals vienés, o recordando el té con trocitos de naranja que le sirvió su amiga Suzanne en Montreal, o evocando la resistencia francesa del partisano ante las tropas nazis de ocupación, el maestro estará sentado cara a cara junto a su Marianne.

Siempre estarás.

lunes, 24 de octubre de 2016

LOS TIRANTES DEL 2º PUENTE DE CÁDIZ

Hablando en el día de hoy con un buen amigo sobre el color de una furgoneta que piensa alquilar para hacer un viaje a una capital española en uno de los puentes del próximo mes de diciembre, me acordé´de un artículo que publiqué en el blog de "Bornichos por el mundo", hace ahora unos 3 años, y que por no sé qué, no lo publiqué en este lugar. Aquí lo transcribo. 

Estuve el pasado día 1, conmemoración de los Fieles Difuntos, haciendo una visita a mis familiares, vivos y muertos, y me encontré en el bar Titi al bueno de Juan Moreno en compañía de José Antonio “el Cartero” y Luis “el Arqueólogo”. Estuvimos departiendo por un buen rato, el tiempo de tomarme un café, y entre comentarios agudos y realistas sobre la idiosincracia tan particular de la sociedad bornicha y del desconocimiento casi nulo que se tiene allende la curva de El Calvario, de la Cruz Esperilla o de los llanos de Borniche, sobre la riqueza monumental de nuestro pueblo, el amigo Juan me preguntó por los avances del segundo puente de entrada en Cádiz.
Aunque no se lo comenté, y seguro que le hubiera gustado saberlo, aprovecho el blog de bornichos por el mundo para relataros la conversación que presenció un conocido mío días atrás entre un grupo numeroso de gerifaltes políticos durante una mesa de trabajo congresual; ¿o era senatorial? No lo recuerdo muy bien ahora, aunque en verdad, lo mismo da que fuesen congresistas o senadores. Realmente creo que fue senatorial, ya que el conocido que me relató lo que a continuación os cuento, pertenece a esa “casta”.

La problemática sobre la que debatían iba en referencia con la colocación de los tableros centrales  del mencionado segundo puente de acceso a la Tacita de Plata.
Como ya se apuntó en los medios periodísticos en los últimos días, con la llegada de una de las grúas más altas existentes en Europa, se comenzaron a colocar los tableros que por la gran distancia existente entre los dos pilares centrales, deben de ir sujetados a los mencionados pilares por tirantes. Pues bien, en estos días atrás se colocaron los primeros tirantes, concretamente de color blanco. Y fue precisamente el color blanco de esos tirantes, la causa principal de ese debate tan “constructivo”.

-        Pues no veo que sea buena idea -decía uno de los gerifaltes políticos- que los tirantes que sujeten a los tableros centrales, vayan de color blanco, ya que podría haber mucha gente que piense, y con razón, que esos colores blancos de los tirantes representen al color de la camiseta del Real Madrid. Todos sabéis -proseguía el lumbrera-  la fuerza que tiene el mundo del fútbol. Propongo que el color de los tirantes sean de color rojo, en representación de la elástica nacional.
-        ¿Rojo? -le contestó otra de las lumbreras, de diferente tendencia política-; eso, rojo, en señal a los colores de tu partido. Por favor, eso sería poner una mecha para que los simpatizantes de la derecha la prendiesen y clamasen sus gritos al cielo. Y encima, para caldear más el ambiente, labramos a lo largo de los tirantes, capullitos también en rojo; por favor, no caldeemos más el ambiente. Yo propongo que el color de los tirantes sea azul, ya que así se podrían camuflar con el azul del mar, dando la sensación que el puente está como colgando, sin ningún tipo de sujeción. Sí, realmente creo que el azul sería el color que mejor le vendría.
-        Sí, hombre – le respondió el que había propuesto el color rojo-, y encima le momificamos a lo largo de todos los tirantes, unas gaviotas blancas con las alas abiertas, para hacer más idílico y paradisiaco el pasar por el puente. ¡No digas más tonterías, hombre, que se te ve el plumero!

Ante este debate-discusión, y con el propósito de mediar entre el partidario del azul y del rojo, habló otra de los bien pagados lumbreras.


-        Sin labrados ni momificaciones, y para zanjar este debate, creo que se podría poner un tirante azul y otro rojo, y así sucesivamente a lo largo de todo el mundo. Creo que sería la solución más acertada, y así acabamos de una vez por toda esta discusión.
-        ¡Y un huevo!  -respondió todo enfrascado otro de ellos-, y entre tirante rojo y tirante azul, le colocamos un escudo del Barcelona. Esto sí que sería causa de encender al pueblo gaditano. Señores, por favor seamos consecuentes. Ni rojo ni azul, ni gaviota ni capullo labrado; que estamos en Andalucía, joder. La mejor solución sería que los tirantes llevasen los colores de la bandera andaluza.; es decir, un tirante blanco y otro verde, y así sucesivamente.
-        Eso, eso, verde y blanco – respondió un “mi arma” gerifalte sevillista-, y también con fotografías de Lopera; déjate ya de decir jilipolleces.

Y así siguieron entre colores y colores, por espacio de no sé (me cuenta mi amigo) cuánto tiempo, hasta que se oyó la voz de uno de ellos que dijo, en un tono de voz bien alzado: “señores, vamos a dejar aparcado este tema del puente para después del puente, que como sigamos así vamos a perder el AVE”.

-        Llevas razón, llevas razón – respondieron todos casi al unísono.

Y así, a día de hoy, los técnicos del segundo puente de acceso a la ciudad de Cádiz, están esperando a que, como en tantos problemas que nos acucian a la sociedad española, la olla de grillo que constituyen esos gerifaltes bien pagados de la Carrera de San Jerónimo, solucionen sus problemas.

miércoles, 19 de octubre de 2016

BUEN DEPORTE ÉSTE

Me contó hace unos días un amigo de la infancia, un hecho, que más que curioso, me pareció en un primer momento, carente de todo tipo de verosimilitud. Y digo en un primer momento porque, con el paso de las horas, después de versarme un poco, o para decir verdad, un mucho sobre el medio utilizado por este amigo para llevar a cabo la historia que me relató, tengo que reconocer que me creo al pie de la letra todo lo que a él le sucedió.
Pues me contaba ese amigo de la infancia, ya algo talludito, que había vivido una experiencia que, aunque intentó inútilmente repetirla con posterioridad, fue de lo más excitante y extraordinaria que le ha ocurrido en su vida.

Asiduo concurrente a las clases de parapente sin motor en la Sierra de Líjar, en Algodonales, fueron muchas las ocasiones en las que surcó los cielos de la serranía gaditana. Hasta ese momento, y me refiero al momento en el que le ocurrió la historia que me relató y que yo os relato a continuación, todos sus vuelos, según él más de cien, se habían limitado a sobrevolar a mayor o menor altura las cercanías del pueblo de Algodonales, no alejándose en demasía, siempre por consejos de sus profesores.

Me cuenta que ese mismo día, antes de dar el salto, uno de sus profesores le estuvo hablando de las corrientes de aire que últimamente, y con mayor asiduidad de lo común, se estaban dando en la zona. Le estuvo explicando cómo debería actuar en el caso que se encontrase con una de esas corrientes de aire. Todas éstas eran controlables siempre que supiese maniobrar el parapente. Todas menos una. Era la que llamaban los franceses “le courant d'air de l'amitié”, “la corriente de la amistad”. Proseguía el profesor diciéndole que dicha corriente de aire era como una fuerza sobrenatural contra la que no se podía luchar, aunque era muy difícil que en estos tiempos que corremos pudiera aparecer. Caso que tuviese la suerte de entrar en su radio de acción, le aconsejaba que se relajase y que se dejase llevar. Todo intento de contrarrestar su fuerza y deseo, resultaría en vano.

Este amigo de la infancia me contó que, ya con el anclaje puesto y toda la campana desplegada en el suelo, estuvo a punto de abortar la salida, de desistir en ese día a sentirse libre en las alturas. Pero también me contó mi amigo de la infancia que, sin él quererlo, sintió una voz en su interior que le obligó a saltar.
Y así lo hizo. Saltó sin saber porqué y, en muy pocos segundos, empezó a sentir una sensación que nunca antes había experimentado. Sus intentos por maniobrar su parapente, como ya le predijo su profesor, resultaban inútiles. Y sin pensarlo dos veces, se dejó llevar.

Lo primero que notó fue que, pese a la altura que consiguió, muy superior a la de los anteriores vuelos, la temperatura era muy agradable, hasta el punto de sentir la necesidad de despojarse de la parte superior del mono de neopreno que llevaba, dejando su tronco al descubierto. Tenía la sensación de ir en una burbuja. Era sin duda la “corriente de la amistad”.

Prosigue contándome mi amigo que, tomada una considerable altura, observó que la corriente lo llevaba con un rumbo, gracias a la brújula que portaba, entorno a los 135º, en dirección sudeste.
Sin darse cuenta, oteó el pueblo de Ronda, aunque la altura que llevaba le impedía entrar en detalles. Lo que sí recuerda es que sobrevolaba la carretera que va desde la mencionada localidad hasta la costa, sintiendo que, poco a poco iba en un progresivo descenso. Así llegó hasta el mar, concretamente hasta la localidad de San Pedro de Alcántara, la cual sobrevoló a una altura que rayaba la temeridad, impropia de la práctica del vuelo libre.
Observó muy sorprendido que, pese a su escasa altura de vuelo, los viandantes no se percataban de su presencia. Nadie levantaba la cabeza para observar su arriesgado vuelo, como si fuera invisible a los ojos de todas las personas. Bueno, de todas no. Se encontró con un señor que estaba jugando al golf en el campo de Guadalmina que sí le vio, dejando de patear para birdie en el hoyo diecisiete. Fue entonces cuando mi amigo comenzó a dar vueltas entorno al mencionado señor. Era como si la corriente le estuviese indicando a mi amigo que aquél señor, de espaldas cargadas, incipiente calvicie y nariz aguileña, formase parte de la experiencia que estaba viviendo, era como parte de su círculo.


Y de pronto, el parapente se elevó, alcanzando altura y deshaciendo el camino recorrido. Dirección noroeste, rumbo entorno a 315º. Muy pronto sobrevoló nuevamente la localidad de Ronda, pasando a continuación por el punto de salida, observando desde las alturas como sus compañeros no dejaban de dar vueltas al pueblo de Algodonales. Pero él seguía volando sin que nadie, ni sus profesores, percibiesen su presencia.
Y comenzaba a perder altura. De pronto se vio sobrevolando la localidad de Montellano. Su vuelo volvía a ser suicida por la escasa altura que llevaba. Pero nadie le veía. A las afueras de esa localidad, comenzó a repetir la misma maniobra que ya vivió en San Pedro de Alcántara: giraba entorno a un punto concreto. Este punto no era otro que un señor de aspecto enjuto, con lentes de patillas negras, que tapaba su avanzada calvicie con una gorra oscura y que iba a lomos de un burro. Este señor si le veía. También formaba parte del círculo.

Y tras varias vueltas, mi amigo vio como su cuerpo volvía a elevarse, prosiguiendo más o menos el mismo rumbo que traía. Sobrevoló por la provincia de Sevilla hasta llegar a su capital. Si el vuelo en las anteriores localidades fue suicida, allí, en Sevilla, su actitud fue de un verdadero kamikaze. Enfiló la avenida de las Palmeras, dejando a su derecha el gran Santuario Bético, y casi se empotra con la torre de Oro. Tomó cierta altura, la suficiente para dar con su trasero en la cruz del Giraldillo de la Giralda Catedral y de pronto se vio en la Casa de Pilato. En una bocacalle cercana, observó a un señor que era el único que le veía. De aspecto corpulento, cara ancha y sonrisa perenne en la boca, acompañaba a unos huéspedes australianos que iba a acomodar en su remozada pensión. Aunque ausente en los últimos años, también este señor era parte del círculo. Y se ensimismó al observar como mi amigo de la infancia le sobrevolaba una y otra vez, hasta que se perdió de su vista.

Y continuó volando. Mismo rumbo, misma dirección. Observó desde las alturas como abandonaba la Comunidad Andaluza y se internaba en la Extremeña. Tras pasar por inmensas dehesas pobladas de encinas y cerdos, comenzó el descenso hasta una localidad que según creo recordar se llamaba Montijo. Aquí, sus viandantes tampoco le veían, pero sí que todos, o casi todos, al unísono, entonaban como un grito de guerra que decía, “quillo, quillo, quillo, quillo”. Y nuevamente se repetía la maniobra. Su parapente comenzaba a dar vueltas entorno a un señor. Éste, era de aspecto despistado y socarrón y portaba una especie de colmillo de rinoceronte en el cuello, un póster de La Mala Rodríguez en una mano y en la otra un sifón. Este señor sí que veía a mi amigo. Este señor pertenecía también al círculo. Y este señor se atrevió a decirle a mi amigo de la infancia: “quillo, cuidao que te vas a caer”.

Y vuelta a tomar altura. Cambio de rumbo y dirección. 180º sur. De vuelta a nuestra Comunidad. Sobrevoló la provincia de Sevilla y se internó en la de Cádiz, perdiendo altura en un pueblo grande llamado Jerez, creo recordar. Allí sobrevoló el estadio de Chapín y observó como toda la plantilla de jugadores estaba sentada alrededor de una enorme pantalla, visionando todos los goles que ha marcado este año el equipo de este pueblo grande. Mi amigo observó desde las alturas cómo siempre repetían la misma jugada, no sabiendo el por qué.
Y se adentró por la avenida Álvaro Domecq, pasando por el Mamelón, y comenzando a girar nuevamente, justo encima del bar de la Moderna y de una Notaría que hay enfrente. Precisamente del portal de dicha Notaría salió un señor moreno, enchaquetado y con aspecto entre chulesco y niño travieso. Era la única persona que podía ver a mi amigo. Este señor también pertenecía al círculo.

Y nuevamente a las alturas. De nuevo otro cambio de rumbo. En esta ocasión se iba buscando el punto de donde salió: Algodonales. Mi amigo ya necesitaba pisar tierra firme. Y hacia allí se dirigía cuando observó un pequeño pueblo blanco a orillas de un pantano. Sintió la necesidad de bajar, de verlo de cerca, pero la corriente de aire, la “corriente de la amistad” no se lo permitía. Lucho contra ella accionando todos los tiradores del parapente, pero nada, no podía dominarla. Exhausto, casi desfallecido, hizo un último intento, pudiendo esta vez sí, dominarla. Ahora era él quien controlaba su vuelo. Y descendió a una altura prudente, observando sus hermosos jardines, sus monumentos, sus calles, sus gentes. Y comenzó a dar vueltas. Allí no había un señor, allí habían varios señores que le podían ver: desde un señor con buena planta y vestimenta, con bigote y en la puerta de un colegio, hasta otro señor, también con bigote, con vivienda cercana a la carretera nacional y con implantes dentales; desde un señor con el pelo ensortijado repartiendo trabajo, hasta otro señor con gafas, cara redonda y que habitaba en una calle que probablemente en algún tiempo tuvo casitas nuevas; desde un señor apolíneo que cogía “la verea” para Villamartín, hasta otro señor con aspecto de portero de fútbol y cara de buena gente que cogía el coche para la Cibeles. Y había más. Y todos, todos, pertenecían al círculo.

Y mi amigo de la infancia, emocionado, henchido de felicidad, cogió altura y en un santiamén regreso a su punto de partida.


Domingo

viernes, 14 de octubre de 2016

EL MITO DEL CALISTRAL


Lo que nadie podía imaginar a finales de los sesenta, es que aquella niña catire de ojos claros y cara angelical, con una marcada educación de sólida base cristiana, católica, apostólica y romana, tras pasar por un sinfín de escuchas, a hurtadillas casi siempre, cayera en un mar donde sus deseos no veían otra cosa que hacer realidad aquellas historias oídas, reales o inventadas, que machacaron sus sentidos hasta convertirse en el único empeño de su vida; obsesión más que empeño.

Andreíta, que así llamaban a la chica catire de cabellos ensortijados y ojos siderales, pasó por su adolescencia, hasta convertirse en la bella Andrea, por una vida rutinaria bajo los estrechos mandatos de una estricta institutriz, quien ni respirar la dejaba a veces, hasta el punto que la palabra amiga no existía para ella sino tan solo en el horario de instituto, ya que le tenía totalmente prohibida la salida a la calle fuera de horario de clases; su adolescencia se ciñó a la asistencia a las aulas y, tras hacer la tarea que traía a diario, y a una hora durante tres días a la semana de clases de guitarra, a la búsqueda por las habitaciones de su casa casi palaciega del servicio doméstico compuesto por tres criadas y una cocinera, con el fin de escuchar las historias y amoríos que relataban, sin que percibieran nunca su presencia, tras una cortina o escondida detrás de la puerta.
Y eran las repetidas escapadas que sobre todo relataban dos de las sirvientas, en edad de coquetería, ya que la otra criada y la cocinera estaban casadas, las que más llamaban la atención de Andreita. Los relatos de las continuas visitas que las dos hacían en compañía de sus pretendientes a lo que ellas llamaban el calistral (eucaliptal), con el fin de juguetear fuera de las miradas de ojos habladores, eran las que más llamaban la atención de la rubia heredera, que si al principio de oírlas le resultaban hirientes, casi ofensivas y fuera de tono, con el paso del tiempo, se convirtieron en una droga sin la que no podía vivir. Los relatos, a veces casi pormenorizados, de cuanto hacían y deshacían con sus novietes, acabaron por encender los cada vez más acentuados deseos de conocer lo desconocido a la fisgona señorita.   
Y fue ese mar de deseos cada vez más acentuado, lo que llevó a la todavía angelical Andrea, a conocer la reacción de cada milímetro de su cuerpo como nunca podía haber imaginado, creciendo y convirtiéndose así en toda una mujer, ya a las puertas de entrar en la universidad.
A casi mil kilómetros de su casa natal, Andrea, tras ser matriculada en la facultad de Psicología, fue internada en una residencia de monjas, donde la disciplina era aún mayor que la que ya tuviera en casa con su aya. Lo que para cualquier chica de su edad, al dejar atrás el instituto y sentirse una universitaria fuera de su localidad, significaba su liberación y el descubrimiento de la vida de una futura licenciada, para ella, supuso una continuación en un hábitat con barrotes, todavía con más restricciones que las que ya venía arrastrando desde su uso de razón, ya que de eso se encargó su preceptora, al insistirle a la directora de la residencia que la sometiesen a una estricta educación casi marcial. Pero lo que peor llevaba ella, era que en la residencia no iba a poder deleitarse con los relatos “calistrales”, que así los llamaba, en boca de su servicio doméstico.
Pero con lo que no contó Dolores, nombre de la institutriz, fue con que las noches de las residencias de estudiantes, aunque fuesen de monjas, son muy largas, y entre las Completas y los Laudes, pueden haber muchos Maitines, y no precisamente para rezar. Así fue como Andrea, ávida por conseguir su excarcelación, entró de lleno, sin necesidad de oír detrás de una puerta, en el tema de las conversaciones de relaciones de parejas. Fue entonces cuando se dio cuenta que era de las más mojigatas del grupo de chicas que se reunían una vez apagadas las luces, ya que de dieciséis o dieciocho que eran, ya que dos solían quedarse en la cama, solamente ella y un par de hermanas gemelas de un pueblo de Cáceres, eran las que no habían tenido relación alguna con hombres, o por lo menos era lo que contaban ellas, si bien la mayoría no habían pasado de besos “con lengua” y algún que otro sobe en sus partes íntimas por parte de sus acompañantes. Aun así, ni los relatos de las que sí habían llegado a consumar, le llenaban tanto escucharlos como cuando se deleitaba con las historias de sus sirvientas en el calistral. Era entonces cuando Andrea, decepcionada la mayoría de los días, abandonaba el conciliábulo nocturno para retirarse a su cama, donde, con el recuerdo de las historias “calistrales” de Asunción y Charo en su pensamiento, se dedicaba a recorrer su cuerpo con sus manos mientras que imaginaba que en su almohada se encontraban los labios del que por oída, era el más apuesto y versado en las artes amatorias de los acompañantes de sus criadas; el resultado siempre era el mismo.
Harta ya de escuchar noche tras noche las mismas historias insulsas de sus compañeras de residencia, Andrea estaba deseosa que llegasen las fiestas navideñas para, con las vacaciones del primer trimestre, volver a su casa, y no precisamente para disfrutar de sus familiares, sino para poder oír nuevamente las mismas historias que día sí y día también mojaban sus sábanas.  
Por fin llegó el deseado veintidós de diciembre y las clases terminaron a las once de la mañana. La cadencia al cantar los números premiados, con sus respectivos premios, de los niños de San Ildefonso, le acompañaron en la cantina de la estación de tren en la larga espera de casi dos horas para regresar a su tierra. Fue allí donde conoció a un chaval que según decía él, era de su mismo pueblo, y que precisamente, según él le comentó, estaba cumpliendo con el deber a la patria en la misma ciudad en la que ella estaba estudiando; Juan Manuel se llamaba, y en el pueblo conocían a su familia con el apodo de los Lechuzas, así que él era Juan Manuel el Lechuza. El traqueteo del tren que le llevaría hasta Sevilla, diecisiete horas más tarde, caso que no hubiera ninguna avería, que no sería de extrañar, ayudó a que comenzasen a intimar. Andrea, harta de escuchar las ñoñerías de sus compañeras de residencia, decidió que ya era hora de dejarse de relatos y pasar a la acción: quería experimentar en su cuerpo esas sensaciones de las que sus amigas, por llamarlas de algún modo, presumían delante de ella. Así que, cerciorándose que no eran vistos por nadie, se dejó llevar por la iniciativa del soldado. El empuje y el empeño que mostró el Lechuza, llamaron la atención de Andrea, pero no hasta el punto de entregarse por completo, no pasando su primera experiencia de un sinfín de besos y un dejarse toquetear por debajo de su jersey y de su falda, entre las estaciones de Córdoba y Sevilla, concretamente entre las poblaciones de Almodóvar del Río y Peñaflor, debiéndose el receso al acercamiento del revisor.
El viaje desde Sevilla hasta su pueblo, en taxi, fue un poco engorroso, ya que en ningún momento supo pedirle a su aya, que le acompañase su paisano y primer amante, dejándolo en la estación sin saber cuándo ni cómo Juan Manuel el Lechuza llegaría a su pueblo, aunque el tiempo le vino a decir que en ella no había nacido ningún tipo de sentimiento especial hacia su paisano, y que el hecho de no querer dejarlo allí en la estación se debía a un sentimiento de lástima hacia él.
Pero una vez llegado a su casa, ilusionada como iba con la esperanza de poder asistir de incógnito a los relatos de Asunción y Charo, se llevó la sorpresa que tanto una como la otra ya no trabajaban allí, y que según le comentó la cocinera, las dos habían quedado embarazadas; textualmente María la cocinera le dijo refiriéndose a los embarazos que, “tanto va el cántaro a la fuente hasta que se rompe, así que usted, señorita, tenga mucho cuidado, que los hombres todos buscan lo mismo”.  
Por lo demás, su presencia en el pueblo en estas fiestas navideñas no varió mucho con respecto a tres meses atrás, ya que su institutriz seguía tratándola como si de una niña de doce o trece años se tratara, por lo que nada más llevar dos o tres días allí, Andrea ya estaba deseando volver a la residencia. Tan mal lo pasó en esos días de vacaciones que no tuvo tiempo ni de indagar dónde se encontraba el calistral que tanto le obsesionaba, aunque en honor a la verdad, llegó a jurarse en esos días que no se iría de este mundo sin mantener relaciones en ese famoso y enigmático, para ella, lugar. También, y no porque le quitase el sueño, se interesó por Juan Manuel el Lechuza, enterándose que era vecino, puerta con puerta, de la cocinera, quien le dijo que ese recluta estaba rondando a una tal María Luisa, a la que Andrea no conocía y que vivía en una calle paralela a la suya. Realmente a ella le daba igual, ya que su primera experiencia amatoria no le dijo absolutamente nada; bueno, casi nada.
Y llegó el día de su vuelta a la residencia y todo sucedió como si nada, como el resto de los trimestres y de los años venideros, hasta concluir la carrera con éxito. Su vida fue plana, sin altibajos que la perturbasen y sin ningún acontecimiento que fuese digno de enmarcar. Tuvo aventuras, flirteos, historias cotidianas, pero sin que nada ni nadie le quitase de su mente la idea del calistral; era una obcecación. Incluso en una ocasión, le propuso a un noviete soriano que tuvo, que le acompañase hasta su pueblo con la única intención de visitar el famoso calistral y allí dar rienda suelta a su obsesión, pero el compañero de clase de Burgo de Osma, sin saber las intenciones de Andrea, se negó a bajar hasta Andalucía, aduciendo tener que ayudar a su padre en la recolección de cereales.
Encefalograma plano era su paso por la vida hasta conocer a Genaro, con el que se casó dos años después de comenzar su labor docente en un colegio, ya muy cerca de los treinta. Como siempre reconoció, su embelesamiento por su marido le duró poco más de tres años, el tiempo que tardó en conocerlo y de arrepentirse de no haberlo hecho antes de haberse casado con él. Y no es que se hubiese desenamorado; no, eso no. Lo que le ocurrió es que Andrea, a quien nunca le abandonó su obsesión por el calistral, nunca encontró en su relación con Genaro esas vivencias que con tanta pasión relataban tanto Asunción como Charo, y de quienes, y aunque parezca rocambolesco, se enteró que cuando quedaron embarazadas en su primer trimestre de carrera, lo fueron del mismo hombre, el cual dejó plantada a las dos. Incluso en varias ocasiones estuvo tentada de ofrecerle a su marido que le acompañase al calistral, de cuya ubicación ya se cercioró por boca de Asunción, a la que se encontró en una de sus visitas al pueblo, pero sabía de antemano que su Genaro no le iba a proporcionar lo que realmente ella necesitaba: demasiado comedido para saciar su necesidad.
Y vinieron los embarazos y con ellos una etapa de su vida más plana aun que la que ya llevaba; ya ni su mente subía escarpadas laderas; ya todo era conformismo y monotonía: los primeros gateos de la niña, el primer diente, los primeros pasos, el primer “papá”, las primeras gracias y vuelto a embarazar. Nervios, preocupaciones, mil quiero y no puedo, pero todo plano. “Qué pena -pensaba Andrea en el descanso de la guerrera-, antes por lo menos tenía mente para volar y gozar; ya ni eso; qué desgraciada soy”.
Y pasaron los años y sucedió lo que tenía que suceder. Ni Genaro estaba por ella ni ella estaba por Genaro. Vive tu vida que yo intentaré vivir la mía, que yo intentaré salpimentarme para por lo menos saber a algo, que ahora, lo sé, estoy totalmente insípida. Adiós , Genaro.
Tras un periodo de tiempo algo “de aquí para allá” y dando tumbos mentales, Andrea se centró, primero en sus hijas y después en la búsqueda de su “yo”; de ese “yo” al que en ocasiones, muchas, pensó que nunca tuvo, ya que su vida siempre estuvo manipulada e hiper dirigida. Pero qué coño, se decía otras veces, pues claro que tengo mi “yo”: ¿y mis ansias de escuchar?, ¿y mis deseos?, ¿y mis jugueteos bajo las sábanas? Joder, ¿y mi calistral? Pues claro que tengo mi “yo”. Ahí está mi verdadero “yo”.
Y fue así como volvió a reencontrarse. Fueron años de juergas, de emociones, de subidas y bajadas, y de alegrías con sus hijas. También hubo penas y desgracias, pero si esas hubiesen aparecido tiempo antes, a buen seguro que no las hubiera superado. Ahora sí. Ahora se comía el mundo.
Pero le quedaba una cosa en la vida: su cosa. Le quedaba vivir en primera persona en su calistral. Haría lo que hubiese que hacer. Con la misma decisión que se entregó por primera vez al Lechuza, a la altura de Almodóvar del Río, lo haría ahora, ya cerca de los sesenta, a la persona que había decidido que le acompañase hasta el calistral.
Casi un año le costó encontrar a Ricardo, que fue precisamente el que dejó embarazada a sus dos criadas. Con las ideas bien clara, consiguió saber que el tal Ricardo había enviudado hacía ya unos años y que seguía viviendo, a sus sesenta y uno, en el pueblo de la que fuera su mujer, teniendo fama por su virilidad incluso con los años que ya cargaba a sus espaldas. Con la picaresca que caracteriza a una mujer necesitada sabiendo cuál es su necesidad, Andrea, con la vehemencia a veces de Andreita, movió los hilos para encontrarse con Ricardo. Le sorprendió. Andrea se sorprendió con la personalidad de Ricardo y con el tacto con el que la trataba: nunca antes se había sentido señora, nunca antes se había sentido mujer, nunca antes se había sentido persona. Realmente aquella personalidad había motivado que ella olvidase por completo sus anhelados deseos, su obsesión y empecinamiento por gozar en el calistral; aquel hombre estaba por encima de cualquier obnubilación; era simple y sencillamente la obnubilación. Y lo más curioso de todo era que en tres o cuatro encuentros que tuvieron, ninguno de los dos tuvieron la necesidad de tener un simple roce de sus cuerpos. A los dos, y sobre todo a ella, que era lo más extraño, le bastó con dialogar, intercambiar miradas y comenzar a sentirse cómplices de una experiencia que nunca con anterioridad habían vivido. Ella, sin pretenderlo, le supo transmitir todo aquello de lo que hasta ahora desconocía y que, como por ensalmo, había surgida en ella al poco tiempo de echárselo a la cara.  
Y fue así como comenzó una relación que transformó por completo la vida de dos personas y de sus allegados, una relación que tuvo su punto más álgido en el preciso momento en el que, después de haber tenido varios contactos íntimos, Andrea quiso hacer realidad de una vez por todas la obsesión de toda su vida. Una mañana, después de desayunar chocolate con churros en su casa, llenándose de valor, el mismo que había estado almacenando durante toda su existencia para cuando llegase el momento, le propuso hacer una excursión hasta el calistral, propuesta que Ricardo, como si de su vida le fuera, aceptó entusiasmado. Dicho y hecho. En poco más de una hora prepararon un picnic y se encontraban subiendo por la ladera que daba acceso al calistral, desde donde se apreciaba una de las panorámicas más bella nunca visto por ser humano. Impresionante. Cuando llegaron a los primeros árboles, Andrea se giró en el sentido de su marcha y observó la postal más hermosa nunca visto por ella, quedando boquiabierta; le parecía mentira que casi la mitad de su vida había estado viviendo allí, y nunca, nunca había advertido tanta belleza. Rodeados ya de eucaliptos (calistros) y matorrales, habían llegado a un punto en el que ellos lo observaban todo y nadie que hubiese en ese todo lo podían observar a ellos: era el punto donde desplegarían el mantel para dar cuenta de la tortilla de patatas y de los filetes empanados, mantel que serviría también para que Andrea viese cumplido el sueño de su vida. Y fue ella, una vez recostada en el mantel y dispuesta a sacar las fiambreras del macuto que llevaban, cuando, con la vista perdida en lontananza, pensó sobre lo que sentiría en breves momentos. “Si en mi casa o en la suya -pensaba Andrea-, las veces en las que hemos consumado, ha conseguido que volase como nunca hubiese imaginado, en este paraíso, puedo sentir algo indescriptible; si las anteriores veces -proseguía pensando- yo le hubiese dado dos orejas y rabo, en este edén, seguro que le otorgo el indulto; porque -continuaba ella dándole juego a su imaginación-, si de todos los hombres con los que he estado a lo largo de mi vida, puedo decir que ninguno consiguió lo que consiguió él, de hacer vibrar y hasta tintinear cada uno de los músculos de mi cuerpo, haciendo que experimentase la sensación de levitar, aquí, en el lugar que he estado esperando desde que nació en mí la sensación de deseo, puede ser una experiencia inenarrable”. Y hubiese seguido ella pensando si Ricardo, repetidamente para bajarla de la nube en la que había subido, no la hubiese demandado para empezar a dar cuenta de los pimientos asados, la tortilla y el resto de viandas.

Ella se le notaba feliz viendo como Ricardo comía, deseando que dejara de hacerlo para recoger todos los táper de plástico con el fin de que hormigas y demás bichos de campo diesen cuenta de su comida. Y por fin todo recogido. Sólo ella y él frente a frente. Andrea se colocó a horcajadas de Ricardo, de espaldas al maravilloso paisaje, y comenzó a beber de sus labios como si de la fuente del maná se tratase, mientras que sus dedos luchaban por abrirse camino en la espesura que formaba el pecho velludo de su hombre. Pero muy pronto se vio interrumpida en su particular cruzada por unas pequeñas hormigas que le cosquilleaban la pantorrilla; en un primer momento trató con un manotazo que desaparecieran, pero su intento resultó en vano, teniendo que descabalgar a la ligera y lanzando algún improperio hacia los minúsculos formícidos, al tiempo que pasaba su mano con brusquedad por toda la pierna. Y vuelta a empezar. Ella, que se había traído para la ocasión un vestido con apertura delantera, comenzó a desabotonarse por la parte superior, sin darle tiempo a Ricardo a que lo hiciera, y dejando al descubierto gran parte de su canalillo, con lo que buscaba el encendido de su pareja. Pero cuando ya él estaba librando el resto de la botonadura del vestido de Andrea, inspeccionando minuciosamente al mismo tiempo con sus labios toda su exhuberante delantera pasada por quirófano, ella, camino ya del éxtasis, con los ojos entreabiertos, dio un salto como si de un resorte se tratara al ver y sentir como una araña de considerables dimensiones, recorría su brazo, al tiempo que observaba como todo el mantel se encontraba infectado de hormigas de todos los tamaños. Andrea no era mujer. Sus gritos de rabia seguro que se oyeron en todo el pueblo, al tiempo que Ricardo se destornillaba de risa. Y no es que ella le tuviese pánico a las hormigas, a las arañas o a los escarabajos que le visitaron; a ella lo que le enrabietaba de esa manera era que se había derrumbado de cuajo el mito, para ella, del calistral.  

lunes, 10 de octubre de 2016

AQUEL BANCO DE MADERA VIEJA TRATADA

Corrían ya los cubatas y los rebujitos como canicas en pendiente, mucho tiempo después de que ella, en compañía de unos amigos, llegase al real desde el pueblo vecino, poco antes de que comenzase la segunda edición de noticias de la Cinco. Y entre baile y baile, risotada y risotada, y copa y copa, sus innumerables intentos por vislumbrar la peculiar figura casi atlética de su amigo, fueron en vano. 

Carlota, que así se llamaba la casi achispada cincuentona, sin querer reconocer que había venido a la feria con la única intención de intimar con Cándido, que así se llamaba el cuasiatleta, no dejaba de experimentar una desazón al ver que pasaban los momentos y no podía cumplir su deseo de deleitarse con la compañía de su amigo. En un par de ocasiones, o en tres o en cuatro, las conversaciones con sus contertulios le aportaron cierto mariposeo en su interior al oír que se referían a él, pero al igual que ese cosquilleo llegaba, se marchaba sin dejar ninguna nota que le hiciese abandonar la zozobra que la abrazaba. Seguía con sus copas, con sus bailes y con sus cambios de caseta; y nada; él no aparecía. Y lo que más le hacía enfadar era saber que se encontraba allí, a pocos metros, en cualquiera de las cinco casetas que ellos, año tras año, frecuentaban. Estaba claro que el azar, el destino, o la fatalidad según ella, no deseaban que se encontrasen.
Y Cándido mientras a su aire. Él, y lo tenía claro, se hacía todos los años varias decenas de kilómetros para agarrarse a sus amigos de adolescencia y no separarse de ellos absolutamente para nada. A él los cosquilleos le venían por el abrazo que le daba Guzmán, el que le daba Juan Pedro, o el beso sonoro que le propinaba siempre José María, y que él muy gustoso devolvía. A él le desazonaba el que Miguel Angel no hubiese podido venir o que Carlos, por motivos que todos sabían pero que nadie quería tratar de lleno, lo más seguro es que no viniese o que si lo hacía, lo haría para llegar e irse.

Estaba amaneciendo cuando los dos llegaron a la orilla del lago, sentándose exhaustos en uno de los quince bancos de madera vieja tratada, que no hacía ni tres meses que la nueva corporación municipal había ordenado poner a lo largo de una buena parte del recorrido de toda la orilla; bueno, de parte de ella, ya que distaban treinta o cuarenta metros entre banco y banco. 

Acompañados por los movimientos y vuelos nerviosos e inseguros de una bandada de jilgueros de la última puesta, fueron testigos de cómo el astro rey emergía victorioso de entre los picos puntiagudos que conformaban la cadena de montañas que alimentaba con sus aguas el paradisiaco lago, donde carpas, barbos y blas blas saltaban como dándole la bienvenida al sábado de feria, aunque para aquella pareja cincuentona el viernes aun no había terminado.
Con la vista perdida en aquel mayestático nacimiento y en la otra orilla, los dos, sin pronunciar palabra, recordaban eso sí, algo avergonzados, todo lo sucedido con anterioridad.

Tras encontrarse en una de las casetas de feria, ya avanzada la madrugada, tras un saludo entregado, tras un brindis que a esas alturas de la noche ya podía ser el enésimo, y tras unos bailes cargados de miradas y movimientos sugerentes, los dos, sin tener que haber ninguna petición expresa, abandonaron el real arropados por una conversación envolvente y sin rumbo a ninguna parte. Tras cruzar todo el pueblo, sin ser conscientes ellos, y con la luz cada vez más tenue, lo que encendía sus ganas de entregarse el uno al otro, llegaron a la misma orilla del lago, rompiendo él, abruptamente, las palabras de ella, con un “¿nos cruzamos el pantano?”, a lo que ella contestó, porque así lo exigía el guión, con un “estás loco...., y además, no tenemos traje de baño”. “Desnudos”, contestó él. La respuesta de ella, con la mirada, fue afirmativa. Tras hacer un sólo lío con toda la ropa, los dos le hicieron compañía a las carpas. Los algo más de doscientos sesenta metros existentes entre las dos orillas fue un paseo para los expertos nadadores; el más que ella. No cruzaron palabra en toda la travesía; sólo él, en su papel de protector, y tras adelantarse una y otra vez en las que ella se quedaba atrás unos metros, volvía lo nadado para ponerse a su altura, recibiendo entonces de ella una mirada cargada de complicidad y agradecimiento, mirada que él trataba de vislumbrar en la oscuridad. 
Tras llegar a la orilla, y ya exhibiéndole a la noche su desnudez, ella emitió un “¡qué pelete, quillo!, a lo que él, cogiéndola fuertemente de la mano, le contestó con un “quitémonos el frío”.
En poco más de una hora se encontraban, cogidos de la mano, nuevamente en el agua dispuestos a comenzar el camino de regreso escoltados por carpas y barbos; sólo un par de lechuzas y algún que otro topillo fueron testigos de su estancia al otro lado del lago; la luna, en cuarto creciente, no les acompañó en ningún momento.
El camino de vuelta lo hicieron más pausado, como si deseasen no llegar a la orilla, con unísonas brazadas y cruzando las miradas cada dos, intentando en cada par, vislumbrar el pensamiento del otro, ya que la oscuridad les impedía que viesen los ojos henchidos de felicidad de su compañero de travesía.

Una vez perdida la desnudez, decidieron, con sonrisas y miradas de complicidad, ver amanecer sentados en uno de los bancos de madera vieja tratada que la nueva corporación municipal había ordenado instalar a lo largo de la orilla, hacía ya algo más de tres meses.

martes, 4 de octubre de 2016

SE TE PASÓ EL ARROZ

Lo de algunos GP es de risa: vengan trapatiestas, algarabías y tiberios, y al final más de lo mismo; movimientos agitadores para cambiar el statu quo existente, y lo único que han conseguido, que era realmente lo que perseguían desde hace ya algunas lunas, es cambiar al apoltronado.
Yo te lo dije, Perico, “que no te quieren, que no llevas el mismo paso que ellos, que la gente como tú sois una chinita en sus zapatos; y tú, a pecho descubierto. ¿Qué trabajo te hubiera costado haberte bailado un par de sevillanas en la feria de Sevilla, haber compartido un buen plato de jamón extremeño o haber sonreído, aunque fuese histriónicamente, mientras se escanciaba una rica sidra de temporada?
Con lo que le gustan los toros a tus correligionarios, haber sacado la muleta y haberle dado una serie de naturales, adornados con unos derechazos, unos pases de pecho y, para terminar la faena, unos redondos; y para aquéllos que no te hubiesen entrado al trapo, haberlos citado con unas pedresianas, que tan bien te van y que siempre te negaste a darlas.
¿Y ahora qué? Ahora ya se te pasó el arroz. Ahora te toca esperar detrás del burladero. Porque, y eso no quiero que lo olvides, no debes de abandonarlo; debes de estar atento por si en algún trance de la lidia, que lo va a haber, tienes que saltar al coso para hacer algún quite, teniendo en cuenta que un buen quite dado en el momento preciso, te puede poner nuevamente como primer espada.


Y mientras, en la otra acera, blackeando y gurtelando, sin responsable alguno.

jueves, 29 de septiembre de 2016

LA RAZÓN DE UN CAPULLO


Cariacontecido, con los ojos vidriosos, y no precisamente por la ingesta de alcohol, salió de su despacho camino de casa. Hoy no necesitaría chófer.

Quedaban breves momentos para dejar de ser un día y convertirse en otro, y él, sin que se diese cuenta, porque ya llevaba algún tiempo con el norte perdido, comenzó a deambular por las calles del barrio de Argüelles, para enlazar con las del barrio de Chamberí, cruzar todo Cuatro Caminos y plantarse en el mismísimo barrio de Tetuán, el mismo que le vio nacer. Fue allí, donde, después de llevar vagando por espacio de más de dos horas, acertó a sentarse en uno de los bancos existentes en los jardines enfrente del hotel Infanta Mercedes. Tras apoyar su maletín repleto de intenciones en el banco, en contacto directo con su pierna derecha, cerró los ojos, aun vidriosos, y advirtió como se catapultaron por su oscuridad un sinfín de “porqués”.
Permaneció allí sentado por espacio de tiempo de una final de fútbol con penaltis, por lo que, sin intención ni ganas de hablar absolutamente con nadie, después de varios ring ring de su iphone seis, decidió apagarlo sin tener intención de saber de dónde provenían las llamadas; de sobra sabía de donde.
La ciudad en la noche seguía igual, y él, más cercano del amanecer que cuando salió de su despacho, seguía igual; el pensaba que mucho peor. “No puedo”, se decía; “ni puedo ni debo”; “me protege la razón; qué coño; la razón”, se gritaba así mismo. “¿Y qué razón?”, le respondía la leve y fresca brisa que le impactaba en la cara: “¿la razón del moribundo, o la razón del empecinado?, ¿la razón del que nació muerto, o la del inocente que le dejaron creer en esa razón que no hacía daño?, ¿la razón de un quijote, o la del que vio ensangrentar su mano al asir con fuerza su rosa?

Daba igual. Estaba claro que su razón, su particular razón, sería la que, con razón o sin razón, le haría volverse un hombre más razonable.

jueves, 22 de septiembre de 2016

UNA DE DOS



Yo sé que no me vas a creer lo que tengo que decir, pero es la única verdad; y si estoy aquí es porque me gusta coger los toros por los cuernos y no esconderme detrás de la barrera: las cosas a la cara, y más, cuando es mi felicidad la que está en juego.
Sí, ya lo sé; sé que no te extraña que esté aquí plantando cara, ya que tú harías lo mismo si te encontrase en mi lugar. Pero aún así, tratándose de ti, deberás de reconocer que es un mal trago el que estoy pasando, y más, viendo que ni te inmutas con lo grave, así pienso yo, que es la situación que nos ha tocado vivir.

No sabes el dilema que me crea 
pasar de todo y no decir ni mú, 
por eso estoy aquí, maldIta sea, 
plantando cara como harías tú 

¿Que qué me pasa? ¿No se me nota? ¿No te has dado cuenta todavía? Pues sí, hija, que estoy perdidamente enamorado de ella, de la mujer con la que llevas conviviendo más de tres años, de la mujer con la que cada dos meses haces un viaje, de la mujer a la que le planchas sus vestidos, sus pantalones y le doblas sus braguitas y sujetadores, de la mujer que todos los fines de semana te lleva el desayuno a la cama y un par de rosas rojas cuyos pétalos extiende a lo largo de todo tu cuerpo desnudo después de retirar la bandeja de la primera comida de vuestras mañanas.
Y es así, no tiene más vueltas de hoja, amiga mía: estoy enamorado de ella.

Lo que sucede es que me he enamorado, 
como el perfecto estúpido que soy, 
de la mujer que tienes a tu lado ... 
encájame el directo que te doy. 


Así que, como comprenderás, vengo a por todas, y no esto dispuesto a ceder ni un ápice en mis intenciones sobre la que creo que me puede hacer la persona más feliz del mundo; vengo a llevármela, a apartarla de ti; y por favor, no me pongas condiciones ni trates de buscar soluciones intermedias que lo único que provocarían serían malos rollos entre los tres, o entre los dos, o....., en mí sólo, aunque al decir verdad, y pensándolo fríamente, no sé si una entente sería llevadera. No, no, dejémonos de modernuras y snobismos.

Una de dos, 
o me llevo a esa mujer 
o entre los tres nos organizamos, 
si puede ser. 

Sé que te estás riendo con mi deseo, al considerarlo descabellado e insensato, pero más me estoy riendo yo al ver el ridículo del que soy protagonista. Y me río, no ya por mi propósito áureo, sino por lo pertrechado que venía para contrarrestar tu respuesta cuando te comunicase mi intención: yo, que pensaba que te lanzarías a mi yugular, metafóricamente hablando, como una posesa, al oírla, me había aprovisionado, también metafóricamente hablando, claro está, con los más modernos adelantos bélicos para dar consabida respuesta al ataque del contrincante. Y ahora me encuentro que te lo tomas a cachondeo. La verdad es que no me esperaba tu reacción; bueno, ni yo ni nadie que estuviera en mi lugar. ¿Te lo tomas a broma?, porque yo voy muy en serio.

No creas que te estoy hablando en broma 
aunque es encantador verte reir 
porque estas cosas hay quien se las toma 
a navajazos o como un faquir. 

Y antes de que te montes ninguna película, ni que tu cabeza se pueble de achares y tormentos injustificados, quemazones que tan solo nos podrían aportar, a los tres, terribles consecuencias, decirte que, aunque no se ajuste mi sólida decisión con los pretéritos hechos acaecidos, nuestra relación no ha pasado de efímeras miradas, cargadas, eso sí, de impúdicos deseos por mi parte, sobre todo las de soslayo, y de algún que otro jijí jajá cargados de complicidad, que en realidad han sido los causantes que yo me aventure a este lanzamiento desde las alturas, que dicho sea de paso, a veces pienso que lo hago sin paracaídas ni red “quitagolpes”. Así que, de hechos consumados, nada de nada; puedes estar tranquila.

Que aquí no hay ni Desdémonas ni Otelos 
ni dramas mexicanos de Buñuel, 
recuerda que ese rollo de los celos 
llevó a Caín a aquello con Abel. 
Una de dos ... 
o me llevo a esa mujer 
o entre los tres nos organizamos, 
si puede ser. 


Y por favor, no pienses en ningún momento que trato de hacerte lo que Charles Boyer le hizo en Gaslight a Ingrid Bergman; todo lo contrario. Yo voy por derecho; hay lo que hay, y nada más. Ni me invento nada, ni trato de hacerte ver fantasmas. Como se dice por mi tierra, lo que es, es. Así que, dando la cara y a pecho descubierto, y buscando que luego no vayas a recriminarme que actué solapadamente o con dobleces, te presento mis intenciones.


De qué me sirve andarme con rodeos, 
a ti no puedo hacerte luz de gas, 
Esas maneras son para los feos 
de espíritu y algunas cosas más ... 



Aunque te voy a decir una cosa, y esto te lo digo con toda la sinceridad que creo que me caracteriza, que hay algo en ella que me desconcierta. Le veo un “no sé qué” o un “qué sé yo” que me dice que nuestra deseada y querida morena no entiende nada de nada de sentimientos, y que no ya por su tendencia sexual, considerándola amante tanto de la mortadela como de las brevas, pero que el tiempo que ha estado contigo lo ha hecho porque siempre deseó viajar en los cirros que tú les has ofrecido. Ahora, con los cúmulos que le ofrezco, no le importaría, con los mismos sentimientos que te unían a ti, cambiar de compañero de viaje, todo ello sin olvidar que no rechazaría viajar en los estratos que le pudiésemos ofrecer los dos al mismo tiempo.


Que esa mujer me quiera no es tan raro 
si piensas que a ti te quiere también; 
lo más terrible es que lo ve muy claro, 
pretende no perderse ningún tren, 


Así que, no nos queda más que organizarnos entre los tres, ya que, y esto te lo digo de todo corazón, no desearía que, caso que eligiese mis cúmulos, dentro de dos días me pagase con la misma moneda con la que te ha pagado a ti cuando alguien le ofreciese volar aunque fuese en nimbos borrascosos; y yo, te aseguro, no iba a reaccionar de la misma manera tan civilizada como lo has hecho tú.


Una de dos 
o me llevo a esa mujer 
o te la cambio par dos de quince, 
si puede ser ..

lunes, 2 de mayo de 2016

NO HAY CURA PARA EL AMOR (de un poema del maestro Cohen).


Como cada viernes, cumpliendo la rutina semanal, Carla se aferró en la limpieza a fondo de su salón, aunque el esmero que normalmente ponía en ello parecía que había desaparecido en este viernes negro para ella. En esta ocasión se encontraba como ida, siendo sus movimientos como mecánicos y articulados, no empeñándose en nada de lo que hacía.


Cada pelusa que sacaba con el cepillo de debajo del sofá tres por dos, era como si perdiese una esquirla de su corazón herido; con cada mota de polvo que sacudía de la mesa de su televisión de plasma de cuarenta y dos pulgadas con su bayeta de microfibras rosa fucsia, se le fragmentaba en trozos ese cielo al que en tantas ocasiones subió, y que después del último whatsapp recibido hacía hoy no sabía cuánto tiempo, y al que no tuvo la valentía suficiente para responder, sabía que nunca más ascendería hasta esas alturas.
Porque el amor que sintió durante tanto tiempo, fue tan real como lo eran las campanadas anunciando las doce del medio día que estaban sonando en el reloj de péndulo, y que al repiquetear, cayó en la cuenta que no le había pasado la bayeta, por lo que mecánicamente se dirigió hacia él y, también mecánicamente, lo intentó dejar sin una mota de polvo. Pero el mismo éxito que tuvo en la conservación de su amor, tuvo a la hora de dejar su reloj pendular impoluto. Ni consiguió una cosa ni consiguió la otra.
Pero a ella le dio absolutamente igual, ya que su conciencia, ahora, la estaba ayudando a que se tranquilizase, habiendo puesto tanto ahínco en una cosa como en la otra. Al igual que no comprendía cómo no pudo mantener esa relación que tan feliz la hizo, y en la que puso encima de la mesa todo lo necesario para que así fuese, tampoco comprendía cómo, a pesar de pasar una y otra vez la bayeta por la superficie pulimentada del reloj, aquellas malditas motas de polvo, no desaparecían en su totalidad. Y así, comprendió que, al igual que por mucho que hizo para conservar su amor, no consiguiera retenerlo, ahora, con las dichosas motas, por mucho que pasase la bayeta, conseguiría que se marchasen.
Pensaba ella, a veces en voz alta, que pese al doble fracaso, seguiría sintiendo locura por esa persona y continuaría deseando ver a su reloj impoluto, y que el tiempo, por mucho que transcurriera, no iba a ser un bálsamo para curar esas heridas que tanto, y ahora por partida doble, la atormentaban. Así lo pensaba y así llegó incluso a gritarlo en su amplio salón, retumbando en aquellas cuatro paredes, unos “no hay cura para el amor”, y tras mirar de soslayo su reloj de péndulo, unos “no hay remedio para eliminarlas”.
Pero, ¡qué coño!, se dijo. ¿Cómo voy a comparar la pérdida de la persona que me dio durante tanto tiempo la vida, con la imposibilidad de eliminar esas dichosas motas de polvo? Sonrió de cara a su vacío salón, y tras conseguir aparcar en su maltrecho corazoncito los pensamientos sobre la persona perdida, se dirigió hasta el mueble donde guardaba entre otras cosas, bayetas y paños de limpieza, cogiendo una gamuza de algodón de color azul, que humedeció ligeramente, comprobando inmediatamente que fue el mejor remedio para la eliminación de las rebeldes motas.
Las motas habían desaparecido por fin, pero el dolor en su mente y en su corazón seguían presente, y cada segundo que transcurría, más la añoraba y más la necesitaba tener delante de sus humedecidos ojos. Tras sentarse en el dos, precisó verla junto a ella; le urgió recorrer su cuerpo desnudo y hurgar en su pensamiento; hacerla suya. Pero nuevamente comprendió que aquello era imposible, volviendo a gritar esa frase que tanto la estaba acompañando: “no hay cura para el amor”.
¿Y por qué no hay cura para el amor?, se preguntaba. ¿Por qué el hombre ha llegado a la luna, no para de dar vuelta alrededor de la Tierra, está preparando un viaje a Marte, y no ha podido descubrir un elixir para los corazones destrozados? ¿Por qué la Biblia en ninguno de sus versículos, ni el Corán en ninguna de sus aleyas o ni siquiera en ninguno de los cuatro libros de Confucio, se recogen una sola pócima para el mal de amores? ¿Por qué -seguía preguntándose- no consigo vaciar mi pensamiento y comenzar nuevamente a pensar pero ya sin ti, sin tus despertares, sin tus conversaciones, sin tus frases, sin tus manos, sin tu pelo, sin tu reloj y sin tu cepillo? ¿Por qué no consigo dejar de verte en mi bodegón, en mi lámpara de catorce brazos o en mi centelleante, ahora, reloj de péndulo? ¿Y por qué, por muchas fiestas a las que acuda, por muchas cenas que tenga con mis amigos, por muchas vacaciones que pase con mi marido, y por muchas veces que simule que soy feliz a base de histriónicas risas y que me lo paso bien en todos esos encuentros, no consigo olvidar a esa persona?


¡Coño!, ¿por qué no hay cura para el amor?

Powered By Blogger