viernes, 27 de febrero de 2015

NO HAY CURA PARA EL AMOR (de un poema del maestro Cohen).


Como cada viernes, cumpliendo la rutina semanal, Carla se aferró en la limpieza a fondo de su salón, aunque el esmero que normalmente ponía en ello parecía que había desaparecido en este viernes negro para ella. En esta ocasión se encontraba como ida, siendo sus movimientos como mecánicos y articulados, no empeñándose en nada de lo que hacía.

Cada pelusa que sacaba con el cepillo de debajo del sofá tres por dos, era como si perdiese una esquirla de su corazón herido; con cada mota de polvo que sacudía de la mesa de su televisión de plasma de cuarenta y dos pulgadas con su bayeta de microfibras rosa fucsia, se le fragmentaba en trozos ese cielo al que en tantas ocasiones subió, y que después del último whatsapp recibido hacía hoy dos años, al que no tuvo la valentía suficiente para responder, sabía que nunca más ascendería hasta esas alturas.
Porque el amor que sintió durante tanto tiempo, fue tan real como lo eran las campanadas anunciando las doce del medio día que estaban sonando en el reloj de péndulo, y que al repiquetear, cayó en la cuenta que no le había pasado la bayeta, por lo que mecánicamente se dirigió hacia él y, también mecánicamente, lo intentó dejar sin una mota de polvo. Pero el mismo éxito que tuvo en la conservación de su amor, tuvo a la hora de dejar su reloj pendular impoluto. Ni consiguió una cosa ni consiguió la otra.
Pero a ella le dio absolutamente igual, ya que su conciencia, ahora, la estaba ayudando a que se tranquilizase, habiendo puesto tanto ahínco en una cosa como en la otra. Al igual que no comprendía cómo no pudo mantener esa relación que tan feliz la hizo, y en la que puso encima de la mesa todo lo necesario para que así fuese, tampoco comprendía cómo, a pesar de pasar una y otra vez la bayeta por la superficie pulimentada del reloj, aquellas malditas motas de polvo, no desaparecían en su totalidad. Y así, comprendió que, al igual que por mucho que hizo para conservar su amor, no consiguiera retenerlo, ahora, con las dichosas motas, por mucho que pasase la bayeta, conseguiría que se marchasen.
Pensaba ella, a veces en voz alta, que pese al doble fracaso, seguiría sintiendo locura por esa persona y continuaría deseando ver a su reloj impoluto, y que el tiempo, por mucho que transcurriera, no iba a ser un bálsamo para curar esas heridas que tanto, y ahora por partida doble, la atormentaban. Así lo pensaba y así llegó incluso a gritarlo en su amplio salón, retumbando en aquellas cuatro paredes, unos “no hay cura para el amor”, y tras mirar de soslayo su reloj de péndulo, unos“no hay remedio para eliminarlas”.
Pero, ¡qué coño!, se dijo. ¿Cómo voy a comparar la pérdida de la persona que me dio durante tanto tiempo la vida, con la imposibilidad de eliminar esas dichosas motas de polvo? Sonrió de cara a su vacío salón, y tras conseguir aparcar en su maltrecho corazoncito los pensamientos sobre la persona perdida, se dirigió hasta el mueble donde guardaba entre otras cosas, bayetas y paños de limpieza, cogiendo una gamuza de algodón de color azul, que humedeció ligeramente, comprobando inmediatamente que fue el mejor remedio para la eliminación de las rebeldes motas.
Las motas habían desaparecido por fin, pero el dolor en su mente y en su corazón seguían presente, y cada segundo que transcurría, más la añoraba y más la necesitaba tener delante de sus humedecidos ojos. Tras sentarse en el dos, precisó verla junto a ella; le urgió recorrer su cuerpo desnudo y hurgar en su pensamiento; hacerla suya. Pero nuevamente comprendió que aquello era imposible, volviendo a gritar esa frase que tanto la estaba acompañando: “no hay cura para el amor”.
¿Y por qué no hay cura para el amor?, se preguntaba. ¿Por qué el hombre ha llegado a la luna, no para de dar vuelta alrededor de la Tierra, está preparando un viaje a Marte, y no ha podido descubrir un elixir para los corazones destrozados? ¿Por qué la Biblia en ninguno de sus versículos, ni el Corán en ninguna de sus aleyas o ni siquiera en ninguno de los cuatro libros de Confucio, se recogen una sola pócima para el mar de amores? ¿Por qué -seguía preguntándose- no consigo vaciar mi pensamiento y comenzar nuevamente a pensar pero ya sin ti, sin tus despertares, sin tus manos, sin tu pelo, sin tu reloj y sin tu cepillo? ¿Por qué no consigo dejar de verte en mi bodegón, en mi lámpara de catorce brazos o en mi centelleante, ahora, reloj de péndulo?

¡Coño!, ¿por qué no hay cura para el amor?
https://www.youtube.com/watch?v=puzpyo_WSnk

jueves, 26 de febrero de 2015

CANDYCRUSHEANDO.



A pesar que no me habían hablado muy bien de ella, llegando incluso a tildarla de tiparraca, calificativo éste que yo no compartí cuando así lo hicieron, tengo que decir que a mí no me caía muy mal; las cosas como son, pero no me caía del todo mal. Incluso tengo que decir que a veces, sólo a veces, me resultaba simpática, resolutiva y me caía hasta bien; pero que conste, solo a veces.


Y me caía bien (solo a veces) por una serie de hechos que, en cierta medida, hacían que se me acercara. Y os cuento.

Me caía simpática por haber nacido el mismo día que mi hermana, hermana que aprovecho para, con el permiso de vosotros lectores, mandarle un beso. O sea, que al igual que mi hermana, ya está en edad de jubilación.

Me caía simpática porque, aunque no lo parezca, es paisana de una de las personas más íntegra, humanitaria y responsable que conozco, y que al igual que ella, también es licenciada en Derecho; también en este caso, y al igual que hice con mi hermana, aprovecho para mandarle un beso a esa persona, que no es otra que mi amigo Paco.

Y por ultimo, me caía simpática porque nació en el mismo pueblo, Arroyo de la Miel, en el que muchos paisanos y algunos familiares míos dejaron en su día su semilla, convirtiéndose en auténticos benalmadenses, paisanos de la persona que hasta ahora me caía simpática. Y antes de seguir, aprovecho esta ocasión para mandarle un fuerte beso a todos esos bornichos, porque yo soy bornicho, que en su día se establecieron por cuestiones de trabajo en Arroyo de la Miel.

Pero ya no me cae bien esa persona. Yo diría que le tengo hasta tirria, mucha tirria. Y le tengo tirria, no porque la hayan pillado en “plena jornada laboral” jugando al jueguecito ese de Candy Crush de los cojones (perdón), que al fin y al cabo, jueguecito éste o jueguecito otro, es para lo que sirve. O por lo menos es lo que ha demostrado ella, al igual que la mayoría de sus compañeros de “trabajo”. O sea, que no me ha cogido de sorpresa que la hayan pillado “Candycrusheando”.
Yo, por lo que realmente le tengo tirria, y lo digo a todos vosotros lectores, es porque he visto que la señora Villalobos, doña Celia, va por el nivel 447 del Candy Crush ese, y yo, después de más de dos años, tan solo he podido llegar al 149. Vamos a ver, señora Celia, ¿qué coño (perdón) has hecho para llegar a ese nivel, cuando todos sabemos que tú en tu “trabajo” estás tela de ocupada y comprometida? Dímelo, Celia de mi alma.


Esperando respuesta, y al igual que hice con mi hermana, con mi amigo Paco y con mis queridos paisanos que ahora lo son tuyos, te mando un beso, "trabajadora y responsable Celia".


martes, 24 de febrero de 2015

EL PUENTE OLVIDADO



Hoy lunes, tras dejar atrás a una intensa, para mí, Doña Carnal, y después de deleitarme en la plaza de San Antonio con la fragancia, porque para mí es una dulce y deleitosa fragancia, del incienso “presemanantero”, visité una terraza cubierta con vista a mi bahía gaditana, en la que, impropio de cualquier persona con cordura con más de once lustros a sus espaldas, me dejé llevar por las exquisiteces gastronómicas que me ofrecieron. Reconozco que mi actuación glotona es para no volverla a repetir, y más cuando de horario de cena se trate, pero me dejé llevar por las elegancias culinarias que me presentaban y sobre todo por la deleitosa y placentera panorámica con la que estaban disfrutando mis ojos.


Así fue.

Con las luces de obra del nuevo puente a mi izquierda, el de la Constitución o la Pepa, y con el resplandor de los focos de los vehículos que entraban o salían de la ciudad transitando el puente José León de Carranza, a mi derecha, recibí la visita de mis amigas las musas que, como fiel cumplidora de sus promesas, ya que me advirtieron que mientras no ardiesen el dios Momo y la bruja Piti no volverían a visitarme, inundaron mi mente. Y fue entonces cuando, viendo la imágenes de los dos puentes, uno en construcción y otro vetusto y plagado de remiendos, caí en la cuenta de lo injusta que es la vida. De lo injusta y de lo abusiva que es a veces. De lo abusiva, de lo irrazonable y de lo olvidadiza que es.
Pero no, ¡qué jolines! La vida no es injusta, ni abusiva, ni mucho menos es olvidadiza. Somos las personas las que provocamos que las injusticias, los abusos y los olvidos hagan que la vida que vivimos, sea, a veces, inaguantable e insoportable.
Pero mientras que para lo injusto y lo abusivo, aparentemente, la sociedad ha creado unos mecanismos y unas normas, cuyo cumplimento llevarían a que la vida se viese descargada de esos atributos y calificativos que la hacen, como ya dije antes, inaguantable, el olvido es un comportamiento humano que, cuando es voluntario, y es al que me quiero referir en esta ocasión, hacen que las personas nos convirtamos en seres viles y mezquinos, cayendo en las injusticias y en los abusos.
Ejemplos podría poner tropecientos sobre el olvido voluntario, pero, deleitándome como estoy ahora con la guitarra de Mark Knopfler y deseando que sirva como homenaje a la panorámica que me hizo deleitar mientras saboreaba, tras la copiosa cena, un auténtico veguero dominicano, deseo que como “muestra o botón” os sirva el que a continuación voy a comentar.

¿Es justo que llevemos hablando no sé cuántos años del nuevo puente de acceso a Cádiz y no nos acordemos para nada del viejo Puente Carranza? ¿No es abusivo que tras más de cuarenta y cinco años de servicio del ”primer puente”, no se le dedique ni un pequeño rinconcito en una página interior de algún rotativo, aunque sea de tirada local, y que día sí y día también las portadas y editoriales se esos rotativos de ámbito local, y algunos de ámbito nacional, se la reserven al nuevo acceso a la ciudad de Cádiz? ¿No es injusto que nadie se acuerde ya, aunque sea de pasada, del abuelo pequeño, y a altura me refiero, y todos los comentarios se centren solo y exclusivamente sobre el hijo fuerte y apolíneo?
Está claro que de esas injusticias y de esos abusos no es culpable la vida. Somos las personas las responsables de esos desmanes que se están cometiendo con el puente olvidado.


Yo, esperanzado en que mi pensamiento sirva para que el viejo puente Carranza siga queriéndose y demostrando que puede continuar ofreciendo a la ciudad de Cádiz el servicio que tantos años lleva entregándole, decirle que, por muy joven y colosal que resulte la nueva construcción, por muy pequeño que se vea ante el nuevo y monumental acceso a la ciudad, siempre, y sobre todo cuando apunte al cielo sus dos hojas movibles cuan vergas enhiestas, será envidiado por el tan traído y llevado nuevo puente de acceso a la tacita de plata.

jueves, 12 de febrero de 2015

PLAGIADORES DE COPLAS.



Te has pasado, amigo David, creo que te has pasado un montón de pueblos; yo diría que por lo menos desde Pulpi hasta Ayamonte o desde Tarifa hasta la cordobesa Santa Eufamia, que ya es decir.
¿Cómo tú, iniciador y exhibidor en tus versos de las más altas cotas de la sensibilidad, aunque para algunos suenen a “chundachunda”, has entrado al trapo a esa provocación carnavalesca? ¿Cómo tú, casamentero delicado de palabras y acordes, aunque para algunos “fabricas un timbre que suena a divino con aire flamenco y acento latino”, te has dejado enojar por predicadores cuyo evangelio dista mucho de sus hechos? ¿Cómo a ti, que tanto trabajo te ha costado llegar, te lanzas al vacío acusando de “plagiadores de coplas” a algunos autores carnavalescos? ¿Cómo a ti, que nunca has mordido la mano que te da de comer, como otros, se te ocurre desprestigiar la fiesta por excelencia de la Tacita de Plata, tierra que te ha recibido siempre con los brazos abiertos?

 Pues ahora te toca recibir por todos lo lados. No te queda otra que recibir, con razón, todo tipo de lanzas de don carnal. Sopórtalas como un valiente y todavía, antes del viernes, estás a tiempo de rectificar y pedir perdón al pueblo gaditano, aunque, con el carnaval hemos topao.

miércoles, 4 de febrero de 2015

EL TIEMPO.


Definitivamente el invierno no me gusta absolutamente nada. La nieve no me dice nada, el agua la prefiero embotellada, y no digamos si viene acompañada de rachas de viento. Prefiero vivir en uno de esos países en los que, como decía Javier Krahe traduciendo a George Brassens, “donde si se oye llover será porque haga pis algún niño del vecindario”, que en aquellos otros que la presencia del sol se mide con cuentagotas.
Pero hoy no quiero hablar de ese tiempo, del climatológico, que dicho sea de paso, y ya que hablé anteriormente de mis preferencias, estoy pero que muy satisfecho con la benignidad del que disfruto en mi rinconcito peninsular (quitando algunos días de perro, como el de hoy). Del tiempo del que quiero hablar es del otro, del que transcurre entre dos momentos concretos de la vida de una persona; o de dos; o de más de dos. Y quiero hablar de ese tiempo por la historia que me ha contado hoy un amigo mío, que tiene más o menos el mismo tiempo que yo, y que, la verdad, me ha dejado algo pensativo; ¡qué coño! (perdón), estoy pensando en lo que me ha contado desde que lo hizo.
Pues bien, me ha contado ese amigo, que dicho sea de paso, es el mejor amigo que tengo, porque entre otras muchas cosas, me conoce tanto como me conozco yo, que le parece mentira algo que está viviendo.
Me decía que sus últimos años de vida, más o menos sus últimas treinta navidades, las ha vivido de forma muy intensa, sin parones ni pasos atrás; al límite casi siempre, me decía. Pero que de pronto, como por arte de birlibirloque, su tiempo vivido en esos últimos años con el pie del acelerador a fondo, encontró una señal de stop, seguido de un carril único obligatorio que le retrotraía al punto en el que su existencia comenzaba a acelerarse. Y mira por donde, seguía contándome, que esa vuelta a aquella etapa de su vida no le ha hecho añorar los momentos tan intensos que ha protagonizado en sus últimos años, sino todo lo contrario, se ha dado cuenta que echaba de menos (https://www.youtube.com/watch?v=cSUEFDZ3p3k) lo vivido con anterioridad a su frenética vida.
Uffff, qué lioso es este amigo mío.

Yo, con tanto lío lo que voy a hacer es hablar del tiempo, pero del que empecé hablar; del tiempo climatológico, que si no mal recuerdo, dije que el invierno no me gusta nada de nada. Espero que pronto llegue el veintiuno de marzo.

domingo, 1 de febrero de 2015

ACOSO


Los dos kilómetros y medios aproximadamente que separaban el instituto donde estudiaba, del número veintiséis de la calle Marqués de la Ensenada, que era donde vivía, suponían para él, dos veces al día, el mayor de los suplicios, sobretodo cuando regresaba a casa, a partir de las tres menos diez, cinco minutos después que tocase el timbre que señalaba el fin de las clases. El tenerse que enfrentar cinco veces a la semana a ese doble martirio, sin que lo percibiesen sus padres, ni sus profesores, ni siquiera su compañero pelirrojo de andanzas y de pupitre, iba mellando su autoestima a pasos agigantados. Sólo aquellos tres abyectos y despreciables personajes eran conocedores, por ser ellos los culpables, de la situación por la que estaba pasando; bueno, esos tres y las tres amiguitas que tenían, que, con sus silencios y sonrisas solapadas, era, quizás, lo que más le afectaba; y más aun cuando, desde hacía ya casi un par de años, estaba perdidamente enamorado de una de la tres, concretamente de la de los ojos achinados y carita de no haber roto ni un plato en su vida.
“Puto chino”, “amarillo de mierda” o “chinito mandarín”, éste último sin saber los calumniadores lo que realmente significaba, eran algunos de los insultos que le profesaban cuando, día tras día, corrían tras él.
Aun así, Alejandro, chaval de dieciséis años que fue adoptado en un orfanato de Beijing acabado de cumplir su primer año de vida por un matrimonio, funcionario de prisiones él y enfermera ella, llegado a su casa comenzaba a diario su etapa de “regeneración mental” que era como él la llamaba. Sin comentarle nada a sus padres, comenzaba a analizar minuciosamente a sus tres “ladrones de paz”, engordando a diario los dossieres que tenía de cada uno de ellos. Terminados sus estudios diarios, comenzaba la minuciosa labor, preguntando por la red a unos y a otros, siempre con la máxima discreción y sigilo por miedo a que llegase a los oídos de los macabros personajes, todo lo que pudiera ayudarle a saber más sobre ellos. Y esta tarea policial era la que lo mantenía vivo y le daba fuerzas en la mente y en las piernas para no caer en las garras de esos tres miserables valentones. Así, llego un momento, después de algo más de un curso escolar, que tenía más conocimientos sobre cada uno de ellos que el que tenían cada uno de los energúmenos sobre los otros dos, por muy amigos que fuesen. Y era precisamente esa faena la que le mantenía vivo, ya que sabía que mañana tendría que volver a escapar por piernas, después de entregarles el bocadillo de chorizo con mantequilla que cariñosamente le preparaba su padre y de tener que soportar la sarta de insultos a los que nunca llegaba a acostumbrarse.
Su plan de acabar con aquel martirio había comenzado cuando decidió, después de desistir de abandonar la cornisa de una novena planta, hacerles frente llevando él la iniciativa. Sabedor ya de todo lo que podía saber sobre ellos, había llegado el momento de poner en práctica su plan. Pero tenía dudas. No sabía si decidirse por provocar un enfrentamiento ente ellos, de mover hilos para que a su desgracia de ser perseguido se le uniesen otros compañeros, que comenzarían a vivir su calvario, o siendo más ambicioso, poner en práctica los dos “subplanes” como él le llamaba. Decidió llevar a cabo el doble plan. Era cruel por su parte el provocar que esos tres mamarrachos se cebasen con otros compañeros de instituto, pero si lo conseguía, además de ganar periodos de sol en su vida, podía cebarse en mover hilos para que se diese un enfrentamiento entre los matones.
Así, en menos de una semana, la obsesión de hacer mal por parte de los tres miserables ya no se centraba solo y exclusivamente en el pequinés, sino que encontraron nuevas “presas” para saciar su sed de maldades. Para conseguirlo, Alejandro tuvo que levantar ladinamente, falsos comentarios sobre los tres gilipollas por parte de los nuevos sufridores. Lo consiguió. Con daños colaterales centrados en el sufrimiento de los compañeros inocentes, hecho este que le costó mucho el asimilarlo, consiguió su objetivo. Era el precio, cómo él se decía una y otra vez, que tenía que pagar la sociedad para acabar con aquellos tres hijos de puta.
Ahora ya tenía más tiempo libre para ejecutar la parte principal del plan: el enfrentamiento entre los miembros del grupo de los miserables. Y digo que si lo consiguió. Para ello se valió, sin que lo percibieran los protagonistas, de su compañero de pupitre, el pelirrojo, que al igual que él era adoptado, aunque de origen checheno, de su amor platónico, Irina, nacida en España pero de madre vietnamita y de padre desconocido, y de uno de los integrantes del trío castigador, Roberto, el más espigado pero el más inocente de los tres. Sin darse cuenta, los tres protagonistas involuntarios fueron creando una trama de noticias falsas y confusas, urdidas sutilmente por Alejandro, que provocaron el malestar entre los tres maltratadores. Alejandro, conocedor a la perfección de la personalidad de cada uno de ellos, fue atacándolos donde más le dolía: uno de ellos era celoso, el otro se consideraba líder indiscutible, y el tercero, el más inocente y manejable, era un obseso del sexo y de la violencia. Si conseguía que cada uno de los miembros del grupo de los bellacos se molestase con los otros dos por hechos que atacasen contra sus egos, alcanzaría su objetivo. Y eso fue lo que ocurrió. Consiguió mediante un enjambre de mentiras, creíbles, que el celoso viera como su chica flirteaba con el obseso, que el cabecilla viese como los otros miembros se le subían a la chepa y que al inocente le llegasen a sus oídos que sus dos compañeros lo tildaban de blandengue amante del color morado.
El clima creado fue tan extraño que acabaron en los puños, teniendo dos de ellos que ser ingresados en el hospital por fracturas y magulladuras graves, motivos estos por lo que se personaron en el hospital agentes policiales. Tanto revuelo se creó en el instituto que fueron varios los alumnos y alumnas que confesaron que estaban siendo molestados e increpados por los tres bichos. Fue entonces cuando intervinieron profesores y padres para aclarar los hechos, dando como resultado final la detención de los tres mequetrefes violentos.
Muero el perro se acabó la rabia, comenzando una nueva vida en el centro escolar.

Ni profesores, ni padres, ni alumnos, ni policías, y muchos menos los tres bellacos, llegaron a saber que todo el esclarecimiento de los hechos fue obra de un chaval que en más de una ocasión estuvo tentado de saltar al vacío.
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