jueves, 27 de noviembre de 2014

LA MUJER QUE FUE MAS VALEROSA QUE TODOS LOS VALEROSOS HOMBRES.


Tendido en su cama de ciento cincuenta por doscientos, y observando que la lámpara de agua que pendía del techo tenía una más que notable inclinación a la izquierda, le vino a la memoria la conversación que poco antes de dejar la fiesta de la pasada madrugada, tuvo con la anfitriona, reconociendo ahora que más que conversación, se trató de un auténtico monólogo por parte de ella, eso sí, acompañado de sus repetidos asensos. Y eran precisamente recordando esos asentimientos cobardes o compasivos, más bien cobardes por su parte, hacia la organizadora, con los que intentaba jugar en su posición supina, equilibrar, en forma de calzo, el ladeo del embellecedor superior de la lámpara, que era lo que realmente estaba desnivelado con respecto al techo.
Pero no, enseguida se dio cuenta que, por muchos recuerdos de asensos pusilánimes pasados y muchos movimientos a izquierda y derecha de su cabeza, le iba a ser imposible enderezar el dichoso embellecedor de la lámpara con forma de campana invertida. Tocaba levantarse y, bien desde lo alto del colchón viscolástico, bien desde la escalera metálica de tres peldaños que guardaba en el trastero, manipular con sus manos, una vez alcanzada la altura suficiente, el paupérrimo y escorado estado en el que se encontraba el tan mencionado embellecedor en forma de campana invertida.
Así fue y así lo hizo. Y mientras que trataba de conseguir la horizontalidad del embellecedor, y debido a su forma de campana invertida, como según parece ya se apuntó anteriormente, recordó un hecho en el que se vio envuelto en su etapa de adolescente.

Recordó aquella reunión vespertina en la que, tras la tediosa clase de latín de las cinco y ante la ausencia de los profesores de matemáticas y francés, decidieron, casi la totalidad de los miembros varones de la clase, hacer una visita al viejo convento que se encontraba en las afueras del pueblo. Eran ocho los que decidieron hacer la prohibida excursión, los que, según ellos mismos, eran los más “echaos pa lante”; los ocho valientes; los más intrépidos y valerosos de la clase de más de cuarenta, por lo menos era lo que ellos buscaban delante de sus compañeras de aula. Con ese pensamiento fue con el que salieron del instituto y con el que llegaron al casi derruido convento. Una vez allí y antes de enfilar el escondido y angosto pasadizo subterráneo para pasar al interior, decidieron hacer un poco de tiempo para esperar a que anocheciese, con el fin de darle más enjundia a la historia que al día siguiente pensaban relatar en la previa de entrada a clases.
En la casi hora de espera decidieron que, una vez en el interior del convento, deberían de subir individualmente hasta la campana de la ermita, la cual se encontraba en lo más alto de una torre de unos quince metros de altura, en una de las esquinas del edificio. Echaron a suerte el orden de subida, acordando que cada uno que subiera, debería de dejar junto a la campana, uno de sus zapatos, por lo que el octavo y último en subir, debería de subir con un saco donde metería los siete zapatos de sus compañeros, entregándoselos abajo; de este modo, nadie se iría hasta no volver a estar perfectamente calzado. 
Aunque no eran ni las ocho, la noche estaba cerrada y un fuerte viento de levante soplaba a espalda del grupo. El más “echao pa lante”, o al menos era lo que aparentaba, dio la señal para comenzar a subir a la torre. Y así fue. Pero lo que no pensaron ninguno de aquellos valientes fue que la espera les iba a ser interminable. Efectivamente, si largo se les hizo el primero de los viajes, el segundo se les duplicó en el tiempo, o por lo menos eso era lo que ellos creían. La larga espera del tercero se agrandó aun más con los feroces ladridos del perro mastín del encargado del huerto del convento. Los siete, en total oscuridad, intentaban encontrar la mirada de cualquiera de sus compañeros sin encontrarla, por lo que, intentando no levantar sospecha, trataban de tomar contacto físico con el que tenía a su lado, a fin de ganar en seguridad. Por fin llegó el tercero.
“Quillo, vámonos” -dijo uno-, a lo que le contestó otro de los que ya había subido, “¡y una mierda!; y los zapatos que hay arriba qué. Venga, a ti te toca, que eres el cuarto”. Para arriba se fue el cuarto.
El paso del viento por los diez o doce álamos que se encontraban en uno de los laterales del edificio en casi ruina, producía un silbido que hacía que el grupo de siete, buscando protección, estuvieran ya totalmente apiñado. Ni una sola palabra; ni respirar se oían unos a otros; sólo buscaban el contacto físico del compañero: dos, mejor que uno.
Por fin llegó el cuarto. “A ver cuándo cojones me cogéis otra vez; no me he matado en los últimos escalones de puro milagro. Venga, que suba el quinto”. Y allí iba el quinto, con más miedo que vergüenza, enfilando los primeros escalones de los casi cien que les quedaba hasta llegar al campanario. Lo que no esperaba él, era que el fuerte viento hiciese que el badajo de la campana rozase levemente con la superficie curvada y emitiese un leve chirrido que se fue acrecentado al tiempo que iba bajando, y al sonido me refiero, por la angosta escalera. El quinto, que se encontraba a media escalera cuando el chasquido metálico se cruzó con él, quedó paralizado. No sabía si subir o bajar; no sabía si gritar o llorar; lo que sí hizo, por tal de no manchar la ropa, fue bajarse a la carrera los pantalones y los calzoncillos blanco de algodón, manchando tres escalones de una tacada. Sin pensárselo dos veces, comenzó a bajar los escalones casi a ciegas y, antes de llegar al grupo, aprovechando la oscuridad, se quitó un zapato y lo introdujo por debajo de su pantalón a la altura de su pubis.
El sexto se dijo que mientras antes acabase este calvario, mejor, por lo que sin pensárselo dos veces enfiló la estrecha escalera camino del campanario. A ciegas iba ascendiendo escalón tras escalón y cuando ya se encontraba más cerca del ultimo que del primero, se cruzó con varios murciélagos que le hicieron que perdiese la respiración. Una vez arriba, se quitó uno de los zapatos, y con el tacto, lo dejó junto a los de los compañeros, comenzando a descender a tientas.
Ya abajo, junto al grupo, se dirigió a ellos diciéndole, “subid los dos juntos y vámonos ya”. “Y una mierda, de uno en uno, igual que todos”, contestó el primero que subió.
A la espera de que llegase el séptimo, los siete, que eran uno, pensaban arrepentidos de su heroicidad. Se habían colocado haciendo un pequeño círculo, hombro con hombro y con los pies hacia el interior. No querían ni hablar, ya que al silbido del viento al besar los álamos y al continuo ladrar del mastín, se les había unido el reclamo agudo y fuerte de un par de mochuelos, haciendo de la espera, el peor de los momentos vividos por cada uno de ellos. “Ya viene ahí. Venga, vete para arriba y no te dejes ni un zapato arriba. Toma mi mechero”.
El que hacía ocho, quizás el que a priori era el más achantado y miedoso, a fin de demostrar que era tan “echao pa lante” como cualquiera de sus compañeros, infló sus pulmones tres veces y comenzó el ascenso.
Los siete, a medio descalzar, seguían sentados en un círculo, cada vez más pequeño; cada vez más arrejuntados. “Quillo, “no oléis ustedes a mierda?”. Todos olían, pero todos callaron, ya que si tres de ellos sabían el porqué de las continuas tufaradas, los otros tres dudaban si los hedores provenían de sus ropas interiores”.
Mientras tanto, el octavo, con el mechero ya sin gas, buscaba el séptimo zapato a tientas, sin obtener resultados positivos, alargándose aun más su estancia en el campanario. Fue entonces cuando, ya desesperado, se vio sorprendido por un intenso haz de luz procedente de una linterna y que le impactaba directamente en su cara. El octavo, que era precisamente la misma persona que años más tarde divisaría tendido en posición supina el desnivel del embellecedor de su lámpara de agua, comenzó a correr escalera abajo, totalmente a ciegas, dejando atrás el saco con tres pares de zapatos y saliendo al patio del convento dando voces. “¡Que viene alguien, que viene alguien”! Los siete, que vieron tras su amigo un haz de luz, comenzaron a correr como alma que se la lleva el diablo y enfilaron, casi cojeando, por falta de uno de los zapatos, el reducido pasadizo que les llevaba al exterior del convento.

Al día siguiente, en clase, nadie comentó nada de lo sucedido la noche anterior. Lo que si encontraron fue una bolsa con seis zapatos distintos, preguntándose la mayoría qué era lo que significaba aquello. Sólo nueve personas de las más de cuarenta podían dar una explicación sobre lo sucedido, explicación que nunca dieron.
Lo que no supieron nunca ninguno de los ocho intrépidos, valientes y valerosos adolescentes fue que la persona que portaba el haz de luz aquella fatídica y ventosa noche, años más tarde organizaría una fiesta en su casa en la que brindaría un solemne monólogo al señor que en su día, hacía ya algunos años, bajó los más de cien escalones, a ciegas, dejando tras de sí los zapatos de sus amigos.

Estaba claro que aquella adolescente portadora de la linterna, era más “echá pa lante” que todos los integrantes del grupo de ocho valientes, intrépidos y valerosos amiguetes.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

D+1, D+2, D+3, D+4, …........ y D+364.



Se me vienen a la memoria, ciertos hechos puntuales que acaecieron durante los casi cinco sexenios en los que permanecí como miembro de la fuerzas armadas de nuestra querida España, hechos puntuales que en cierta medida, me chocaban por entonces y me siguen chocando por ahora, aunque la diferencia entre el entonces y el ahora, radica en que, valiéndome de un símil taurino, no es lo mismo ver los toros con los pies en el albero que con el trasero sentado en la grada; mientras que en el entonces tenía que guardar la distancia del morlaco, en el ahora, me recreo con la majestuosidad y belleza de uno de los animales más perfectos parido por la madre naturaleza.
Y esos hechos puntuales no eran otros que las visitas al acuartelamiento de una autoridad o mando de mayor rango que el que ostentaba el comandante del acuartelamiento. En ese sentido, cada vez que se anunciaba una de esas visitas, la máquina comenzaba a rodar a más revoluciones que a las que nos tenía acostumbrada. Así, las paredes de la fachada, olvidadas desde la última visita, volvían a quedar impolutas; los vehículos, que hasta la noticia de la buena nueva, casi se apilaban en los talleres, volvían a rugir por los más de quinientos metros de avenida; los equipos personales de la tropa, que se caracterizaban hasta la llegada del mensaje anunciador de la visita, por estar algo menguados y deteriorados, como por arte de magia, volvían a estar limpios e impolutos; y la instrucción, que había caído ya en la rutina, teniendo cabida en la programación semanal, con una o raramente dos horas, nos encontrábamos que con motivo de la inspección a la que iba ser sometida las distintas formaciones por parte de la autoridad visitadora, copaba la mayor parte del horario, mañana y tarde, y a ritmo intensivo.
Mañana, una vez pasado el agasajo, todo volvía a la normalidad: las fachadas se olvidaban, los vehículos volvían a empolvarse en hangares y talleres, los equipos personales retornaban a los pañoles, y la instrucción, como había salido medianamente bien el día D, volvía a contemplarse tan solo por espacio de una hora en las actividades semanales (y a veces, ni eso).

Ayer, veinticinco de noviembre, se celebraba el Día Internacional contra la violencia de género. Ayer, el mundo de los deportes alzaba la voz, a través de deportistas de élite, contra la violencia de género. Ayer, también ayer, toda la prensa escrita se ensalzaba con maravillosos artículos en contra de la violencia de género. También ayer, las redes sociales casi se colapsaban con innumerables mensajes, post y tuits en los que claramente se oponían a la violencia de género. Y así podríamos estar enumerando ejemplos sobre manifestaciones en contra de esa tendencia tan abominable como es la violencia de género.

La pena es que mañana, Ruth se volverá a poner las gafas de sol estando el día nublado, o Maite, a pesar de sus sofocos menopáusicos, cubrirá su cuello con su bufanda de lana gris, o Elena, con peligro de que la despidan, llamará a su trabajo diciendo que su hijo ha enfermado, en vez de decir la verdad que no es otra que el color añil le cubre media cara, o Isabel......, o Paula …......., o Pepa..........., o Claudia …............ y por desgracia, ya no habrá tantos tuits de famosos, ni tantos artículos en prensa, ….., ni nada de nada. Todos se centraron en el día D, cuando, precisamente, en este tema, debería de haber un día D+1, D+2, D+3, D+4 ….. y D+364.

martes, 25 de noviembre de 2014

OBSEQUIUM ALTARE PUERORUM (la sumisión de los monaguillos).


Si llenasteis vuestras mochilas con promesas y compromisos, dejaros ahora de subterfugios paganos que lo único que hacen es minar la voluntad de los creyentes cumplidores -se dirigía monseñor desde el elevado presbiterio, en tono algo amenazante, al grupo de quinceañeros acólitos que, de una manera u otra, llevaban algo más de una semana soliviantados, como consecuencia de ciertos dimes y diretes nada agradables-. ¿Alguna vez os hemos fallado?, ¿os hemos ofendido?, ¿hemos incumplido quizás nuestras promesas? -proseguía el obispo, con un tono cada vez más irritado e histriónico, al verse engrandecido con la postura sumisa de los adolescentes monaguillos-.
Y yo soy el primero -insistía con una de sus mejores interpretaciones teatrales- que os incita a que denunciéis cualquier atisbo de propasar la linea de la fe y de la castidad por parte de algún miembro de nuestra iglesia. ¡Noooo! -gritaba-, no lo consentiré; vosotros sois el alma de nuestra casa, el porqué de nuestros comportamientos y el futuro salvador de nuestra sociedad. ¿Y por qué sois el futuro de nuestra sociedad? Pues muy sencillo; simplemente porque con las enseñanzas que estáis recibiendo, que os estamos dando, seréis los principales baluartes para que esta sociedad no se convierta en una suciedad, que es en lo que se está convirtiendo en aquellos lugares donde la fe cristiana nada en el vacío.
Así que lo primero que vamos a hacer todos, y cuando digo todos, me refiero a todos -prosiguió el reverendísimo y excelentísimo señor, quien había bajado del presbiterio, y caminaba por delante de la línea que formaban los subyugados escolanos, exponiéndole su anillo obispal para que uno tras otro lo besasen, signo éste con el que les demostraba a los imberbes acólitos quién estaba por encima de quién-, sin excepción alguna, es olvidarnos de esos chismorreos, cotilleos y habladurías paganas, que lo único que hacen es intentar sacudir nuestras creencias ejemplarizantes y salvadoras de la humanidad. ¿No os dais cuenta que es precisamente eso lo que van buscando esos infieles?; y que me perdone Nuestro Señor por ensuciar las paredes de su Casa con tantas alusiones sobre ellos -terminó diciendo el prelado, mientras que se encastraba el solideo, camino de la sacristía-.


Ya en la sacristía, rodeado de la mayoría de sus subordinados diocesanos, y con báculo en mano, como pastor de almas descarriadas, montó en cólera. Prudencia -exclamó-, ¿cuántas veces he repetido esta palabra?; y nada, ni caso, a disfrutar de los placeres terrenales. Lo tenemos todo: nos aran el barbecho, nos siembran los cultivos, nos escardan las malas hierbas y nos queman los rastrojos, ¿para qué?, pues para que nosotros nos ocupemos tan solo de ser prudentes. Imbéciles, imbéciles, sois todos una sarta de imbéciles. Más de dos mil años se llevan realizando estas prácticas en todos los rincones del planeta Tierra, y nunca, en ningún sitio, han sido pillados. Y tiene que ser ahora y aquí, en mi obispado, cuando la palabra prudencia haya sido sustituida por la palabra temeridad y depravación. Yo arderé en el infierno, pero todos vosotros, por imbéciles, me acompañaréis en la pira. ¡Iros, iros, iros!

viernes, 21 de noviembre de 2014

DE GUSTIBUS NON EST DISPUTANDUM (sobre gusto no se disputa).

Desde que leí la prensa ayer tarde, no consigo sacar de mi pensamiento la expresión “anti esfamódica”. Y vosotros diréis, ¿qué significa esa expresión? ¿Realmente describe o narra algo en concreto? Pues no. Ni literal, ni lingüística ni metafóricamente la expresión “anti esfamódica” significa algo. Si nos remitimos al diccionario de la Real Academia de la Lengua, mientras que nos encontramos que el término “anti”, utilizado bien como prefijo o bien como adjetivo, significa “opuesto” o “contrario”, el término “esfamódica” no existe, no tiene ningún significado.
Entonces, ¿a qué viene que de mi mente no desapareciera esa expresión? Pues lo explico. Aunque dicha expresión no tiene ninguna base lingüística, sí que tiene un fundamento histórico, y a los hechos, históricos, me remito. Existía una señora que, al igual que todas sus hermanas y primas hermanas, alcanzó a ser nonagenaria, teniendo como una de sus muchas virtudes, que dicho sea de paso, eran muchas, la de ser una gran amante de la lectura y sobre todo de la poesía, arte éste, el de la poesía, que en alguna que en otra ocasión flirteó con ella, o para ser más exacto, ella fue la que flirteó con los versos y la métrica. Pues bien, esta buena señora, con la que me unía lazos familiares, ya que me casé con una de sus nietas, era la que utilizaba muy a menuda, y cuando venía a cuento, la expresión “anti esfamódica”. Os puedo decir que desde que oí a la abuela nonagenaria utilizar por primera vez la expresión “anti esfamódica”, observé que, aunque sin base lingüística, sí que tenía una base lógica y sobre todo, comunicativa, ya que todos los receptores de su mensaje, la entendimos perfectamente. En este sentido, después de aquella primera ocasión, y en posteriores ocasiones, cuando ella utilizaba la tan cacareada expresión, todos los oyentes sabíamos que se refería a comidas que se salían de lo tradicional, de lo que ella, en la época de escasez y miseria en la que tocó vivir, estaba acostumbrada a comer. Por ello, toda comida que se apartase de su puchero, su berza, sus patatas con huevos, sus coliflores refritas, sus migas o su espoleá, eran “anti esfamódica”, expresión ésta que nunca olvidaré y que regresó a mi pensamiento tras leer ayer tarde la prensa en internet, y concretamente tras leer la noticia de última hora sobre la concesión de las nuevas estrellas Michelín a los restaurantes que así se lo han merecido.

Y me acordé de la expresión de la abuela nonagenaria porque yo, al igual que ella, no soy partidario de la comida “anti esfamódica”, o sea, no soy partidario de la cocina de fusión, minimalista, dinámica y en la que los sentidos juegan un papel fundamental.
Y digo todo esto porque en la concesión de las estrellas Michelín de 2014, se le otorgó una segunda estrella al restaurante “A poniente” de El Puerto de Santa María, cuyo chef, conocido como el chef del mar, es Ángel León. Pues bien, digo esto porque este pasado verano tuve la suerte de acompañar a un amigo que, agradecido por el agasajo que le brindé en mi tierra tras cinco años sin vernos, se encaprichó en invitarnos al demandado restaurante portuense. Y digo lo de demandado porque para conseguir mesa, sé que incluso tuvo que emplear sus dotes seductoras, las cuales dieron su fruto.
Y qué quiere que os diga. Cada vez que pienso en aquella comida en “A poniente”, sin quitarle méritos al buen hacer del chef del mar, con sus algas, plancton y mújeles, tengo que decir que soy más de cuchara. Yo eché en falta en aquel coqueto y reducido salón, mi cuchara repleta de garbanzos y salsa espesa, mi cuchillo resquebrajando un buen chuletón de buey, mis dedos bañándose en el néctar de las cabeza de cualquier marisco.

Dicho queda: soy de cocina tradicional y aunque respeto (de gustibus non est disputandum), huyo de la comida “anti esfamódica”.


lunes, 17 de noviembre de 2014

PHILAE: ¿QUÉ ESTÁ OCURRIENDO REALMENTE?


La Agencia Espacial Europea (ESA) está de enhorabuena al haber hecho realidad su objetivo de ver como el robot PHILAE aterrizaba en la superficie del cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko (CHURY). Efectivamente, Philae, después de un par de intentos fallidos, con los consiguientes rebotes, consiguió atornillarse en su tercera intentona a la superficie de Chury, si bien su aterrizaje, al no disparárseles como debiesen los arpones para que se anclase a la superficie, no puede ser considerado como éxito total de la misión. Aun así, y a pesar que su definitivo aterrizaje, según dicen desde la ESA, se realizó en una zona de sombra, algo alejado de la soleada que se pretendía, podemos considerar que una de las misiones de la nave espacial Rosetta ha sido todo un éxito.
Hasta ahora nada nuevo os he contado, ya que la prensa se encargó y se está encargando de bombardear a diario, con flashes y noticias sobre los logros obtenidos por la ESA, al igual que en su día hicieran con la llegada del hombre a la Luna.
Pero, ¿el paso del tiempo hará que la misión de Philae se vea ennegrecida por grandes nubarrones, dudas e incógnitas, al igual que en su día sufrió el hecho de la llegada de Neil Armstrong, en julio del 69, a la superficie lunar? ¿Realmente Philae llegó a aterrizar en Chury? ¿Será verdad que el robot con forma de lavadora se ha quedado sin batería y no puede, a través de la nave Rosetta, enviar imágenes de la superficie del cometa, o por el contrario está mandando imágenes y datos sobre Chury que no son convenientes, por su crueldad o alarmismo, por ejemplo, hacer llegar a los oídos de la población mundial?
Mil preguntas, o más, y otras tantas hipotéticas respuestas, nos podríamos hacer sobre todo lo que está acaeciendo a más de quinientos diez millones de kilómetros de distancia de la Tierra, o por si al contrario, y debido a esa gran distancia, pasar como si nada estuviera ocurriendo y, digerir, en mayor o menor grado, las noticias que nos quieran hacer llegar. Al fin y al cabo, ésta es una más de las innumerables noticias que los “controladores de todo” nos hacen llegar para que la máquina, o nave, o robot, por llamar de alguna forma al conjunto mundial de la población, siga cumpliendo según los dictámenes establecidos.

Yo por si acaso, buscando sacar tajada de esta noticia, ya he patentado la idea de construir una especie de robot de mesa, con forma de “Philae”, con el que espero dar el “pelotazo” en estas próximas fiestas navideñas; al fin y al cabo, y aquí en este bendito país de esto sabemos “tela”, no hay nada como dar un buen “pelotazo”, “pelotazo” que en este caso sería un “Philaetazo”.

martes, 11 de noviembre de 2014

YOGUI Y BUBU


Analizar los casos de corrupción en este bendito suelo patrio es para echarse a llorar, por lo que yo, persona que no se defiende nada bien en las aguas de las pesquisas y de la investigación, voy a dejar este asunto en manos de los profesionales del campo, es decir, en las manos de la judicatura y de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Yo a lo mío, que no es otra cosa que la búsqueda perenne de esas musas amigas del extravío y de su paupérrimo flirteo conmigo.

Días pasados, buscando echar la cabezada rutinaria post almuerzo, pasadas ya cuatro horas desde el mediodía, tuve la suerte de asistir a la proyección en tv2 de un documental que trataba sobre el parque nacional de Yellowstone, en el estado norteamericano de Wyoming. Si me preguntáis pormenores sobre el documental, tengo que reconocer que no podría entrar en detalles, ya que Morfeo, no con mucha insistencia, ya que me costó cierto trabajo llegar hasta él, no cejaba en llamar timidamente mi atención. Lo que sí puedo decir es que lo primero que se me vino a la mente nada más ver el nombre de Yellowstone, fue la figura para mí inolvidable de Yogui, aquel oso que en compañía de su amigo de correrías, Bubu, eran el terror de los excursionistas y de sus cestas de comida. Y fue precisamente con la imagen de Yogui, con la que quiero recordar que llegué hasta los brazos de Morfeo, teniendo durante el corto espacio de tiempo en el que me deleité con el mecido de sus brazos, un dulce sueño que, sin muchos detalles, trataré de reconstruir.

“Veía como la pareja de osos, Yogui y Bubu, merodeaban por los alrededores de una familia de nacionalidad alemana que, tras visitar las ruinas de Machu Pichu, en el Perú, había marcado en su viaje desde Munich, conocer el parque Yellowstone. Esta familia, lógicamente, hablaban entre ellos el idioma alemán, razón ésta por la que los intrépidos osos, familiarizados con la lengua anglosajona, estaban algo descontrolados. Harto ya de tan larga espera y cansado de lo que para él era un galimatías, Yogui ordenó a Bubu que saliese al claro del bosque para llamar la atención de los teutones, mientras que él, aprovechando la confusión, saldría de entre los matorrales y las enredaderas para sisar la cesta repleta de sandwiches y auténticas salchichas alemanas. Así fue. Bubu comenzó a llamar la atención a cierta distancia de los miembros de la familia germana, escuchándose como un trueno el vozarrón de la matriarca que compelía insistentemente a su marido, repitiendo siempre la misma frase: “schlug ihn mit dem Gürtel, schlug ihn mit dem Gürtel”, que traducido al español significa “pégale con el cinturón, pégale con el cinturón”. Así, mientras que Bubu llamaba la atención de Ralf y Ángela, que así se llamaban el matrimonio muniqués, Yogui se llevaba la cesta de comida con la pachorra que le caracterizaba.
Una vez dejado atrás a Ralf, y ya establecidos en su casita de madera en el interior de un sauce llorón, los dos plantígrados comenzaron a dar cuenta del interior de la cesta. Pero esta cesta no era como las que ellos estaban acostumbrados a escamotear; ésta, además de ocho sandwiches de tamaño descomunal y dos docenas de mayúsculas salchichas, contenía una botella de tinto de la bodega Emperador, considerada la bodega más alta del mundo (3400 m, en los altos del Perú), dos manzanas (malus domestica) y una granada (púnica granatum) para postre. Además de la copiosa comida, dentro del cesto había una bolsa de plástico transparente, en cuyo interior se encontraba una madeja de lana de color azul con la que la matriarca alemana estaba haciendo una bufanda a su hija adoptiva, Erika, una pequeña videoconsola con un cartucho del juego de pokemon, además de tres libros, entre los que destacaba por sus cubiertas de colores vivos, uno de cocina malaya).
Con el contenido de la cesta birlada a los alemanes, los buenos de Yogui y Bubu pasaron un día completo, en el que, además de llenarse bien sus orondas barrigas, probaron el vino peruano, jugaron con Pikachu, Charmander, Pachi y otros pokemon, contribuyeron a que Erika se quedara sin bufanda, ya que esparcieron por todas las ramas de su sauce llorón toda la madeja de lana, y por último, hicieron avioncitos de papel con las hojas del libro de cocina malaya.”

Vaya sueño que tuve, y eso que no me acordaba de él.

Y se acabaron los sueños e imaginaciones. Ahora, por desgracia, a volver a oír caso tras caso de corrupción. Tras distintas operaciones policiales se han destapado algunas (yogui, malaya, emperador, gürtel, púnica, pokemon, madeja, enredadera), pero, ¿cuántas tendremos que soportar todavía?

 País, país.


domingo, 9 de noviembre de 2014

SOLDADO VIEJO Y ESTROPEADO



Ayer tarde, poco antes que las bocas de alcantarillas comenzasen a recibir las primeras aguas de noviembre, mantuve una conversación telefónica con un buen amigo que días atrás estuvo algo alicaído, un amigo al que la vida le susurró al oído que estamos de paso y que ese nuestro pasar, generalmente, será más dilatado si ponemos de nuestra parte para que así sea. Entre anécdotas y chascarrillos mantuvimos esa conversación por espacio de unos ocho o diez minutos, acabándola con unas risas y un comentario suyo en el que me decía que mi última pregunta era el mejor chiste que había oído en los últimos días, y en verdad que mi pregunta, aunque algo socarrona, no iba cargada de segundas intenciones. Pero este amigo, que tiene respuestas elocuentes para todo, me contestó que ya, a estas edades, y como decía el gran Woody Allen, eso tan solo se ve en las películas, que uno, y esto lo decía de su propio peculio, ya no está para esos trotes.

Y la verdad es que aquel último comentario de mi irónico amigo me acompañó, por espacio de más de una hora, en el viaje de ida y vuelta que tuve necesidad interior de hacer con el fin de acompañar a otro gran amigo, al que la vida le había privado de su ser más querido en las últimas horas. Así que nada más llegar a casa, con mis pensamientos y conclusiones itinerantes en mi cabeza, y tras el saludo cariñoso de rigor a los que duermen bajo mi mismo techo, me dirigí al dormitorio de mi heredera en el que un par de días antes, anteayer por ayer, le habían traído desde ese monstruo llamado Ikea un tres metros de armario con tres puertas correderas, una de las cuales tiene un ubérrimo espejo, donde, como en ningún otro lugar, aparecen las verdades del paso de los muchos lustros vividos. Y allí comprendí que el pícaro de mi amigo llevaba mucha razón en su última reseña.

Yo -pensando en pasado y presente-, que en mis buenos tiempos de infante fueron muchas las ocasiones en las que me puse el casco, primero de acero y más tarde de kevlar, sobre la cabeza, siendo el contacto de éste sólo y exclusivamente con mi cuero cabelludo, ahora, si tuviera que volver a portarlo, gran parte de ese mismo yelmo se sostendría en una parte considerable de mi testa, directamente sobre la piel, sin cabellos de por medio.
Yo -seguía pensando-, que cuando portaba aquella voluminosa mochila repleta de las mil y una necesidades para ejercicios de largo duración, me aliviaba que espalda, hombros y tórax estaban revestidos de eso que llaman robustez, soportando cualquier peso que se le echase (tampoco hay que exagerar; ya me comprendéis), ahora, esa misma musculatura reseñada no soportaría ni el neceser de un bebé (qué exagerado, ¿no?).
Yo – seguía pensando en PASADO y presente-, que en posición de firme y tras un sinfín de frotamientos con betún, hasta que destellasen, observaba toda la amplitud de mis botas relucientes, sin tener que ejercer ningún tipo de inclinación hacia adelante, ahora, llevando a cabo la misma tarea de frotamiento, tendría que soportar una posición “escarpiana” o de alcayata para que mis ojos se deslumbrasen con el brillo de mi calzado.
Yo, descendiendo ordenadamente por mi físico, el que fue y el que es, voy a sortear la parte que me toca, remitiéndome al último comentario de mi amigo socarrón, quien para que lo sepáis todos, se encuentra ya perfectamente restablecido.
Yo, y con esta parte de mi cuerpo termino ya de pensar en lo que fui y en lo que soy, que hice soportar a mis pies largas marchas sin ningún tipo de dolencias ni achaques, salvo las tan temidas rozaduras, seguro que si tuviera que repetirlas en la actualidad, se me sublevarían los malditos juanetes, los dichosos dedos martillos o los “invivibles dolores plantales”.

Así que, si algún resentido me confunde con un soldado viejo y estropeado, puede que hasta le dé la razón. Sólo decirles que en aquel pasado no tan lejano en mi mente, no podría haber escrito los renglones que he plasmado en este mi presente, y que como bien le han aconsejado al oído de mi amigo, el irónico socarrón, pondremos de nuestra parte para que tengamos un futuro dilatado, aunque sólo nos quede ver películas y...., alguna que otra escaramuza.


 A mi amigo Rafael.

sábado, 8 de noviembre de 2014

NO TE DESNUDES TODAVÍA

Seiscientos gramos de gambas blancas, algo más de trescientos de langostinos, medio kilo bien despachado de cañaillas y un bogavante de no sé cuanto. En la misma mesa, compartiendo espacio, una botella de Sangre de Giuda, made in Italy, y una de Ribera tinto de la última cosecha Excelente, que para gusto …., los sabores ( y ahora los entendidos dirán que al marisco le viene mejor un blanco; bueno, pues muy bien). Y de postre, una buena merenga de dos pisos y una delicatessen de chantilly, acompañadas ambas, del resto, más de media, de la copa de Pesquera.
Y ya, en mi reclinable, con los auriculares puestos, escuchando al filipino Aute, autor de una enorme y grandiosa poesía visual, a esperar la visita de las ahora añoradas musas. ¿Canallas, que me tenéis abandonado!

Muchas lunas soportando los casi cuatro minutos de brutales embestidas sin rechistar y sintiendo tan solo como se humedecían sus mejillas, muchos bruscos despertares sintiendo como su prenda más íntima era desgarrada, y muchos, por enumerar algunos tan solo, sueños en soledad preguntándose si la palabra dulzura existía en una relación.
Quizás, todos esos “muchos” fueron los que la impulsara, en sus continuas visitas a la biblioteca municipal, a entablar amistad con ese hombre, que al igual que ella, era asiduo a soñar despierto. Entre cigarrillos en el soportal de la biblioteca y asientos contiguos en el bus urbano, fue naciendo una complicidad que acabo donde tenía que acabar.
Deseándolo, pero temiéndolo, porque era así, oyó como él cerraba la puerta con llaves, viéndose enseguida envuelta en la robustez de los fornidos brazos de su deseado amigo. Los labios de aquellos dos seres insatisfechos se entrecruzaron, y ni uno ni otro esperaban que aquel primer contacto durase tanto tiempo. Ella, sobre todo ella, se dejaba llevar por aquella atmósfera tan, al mismo tiempo, deseada como desconocida. Existía -se decía-, realmente existe. Sus manos, descontroladas por su voluntad, emulando a las de su compañero de biblioteca, planchaban suavemente las arrugas que la camisa de rayas había cogido en el asiento del bus de la linea 4, todo ello sin dejar de saborear los labios de su amante. Paso a paso se fueron acercando al dormitorio, donde, nada más cruzar el marco de la puerta de acceso, sintió como su vestido se levantaba por su parte trasera y comenzaba a sentir la hercúlea mano de su acompañante por su zona lumbar; nuevamente piel con piel. Sorprendida, comenzaba a sentir sensaciones inusuales para ella.
Los minutos pasaban unos tras otros y no cejaban los besos, abrazos, mimos y miradas. Después de muchos, su vestido desabotonado se posó en el suelo de mármol avetado, por debajo de sus zapatos azules de algo más de medio tacón, dejando al descubierto su recién estrenada ropa interior, comprada el día antes en la sección de lencería de unos grandes almacenes. Con exquisitez y ternura sintió como su cuerpo era desplegado en el dos por dos de viscolastic, comenzando a vivir los mejores momentos de su existencia. ¡Dios! -pensaba ella-, hoy no hay embestidas ni brusquedades, hoy no hay arremetidas ni cuatro minutos mal contados. Hoy, con los ojos cerrados, y con miedo a abrirlos, por si ello le suponía bajar del cielo, se dejaba mecer en los brazos del deleite.
Mientras, él, ansioso por entrar en sus entrañas, se resistía y no cejaba de recorrer parsimoniosamente aquel cuerpo todavía, después de algo más de horas desde que cerrase la puerta con llaves, vestido por aquellas dos piezas de color malva.

Después de mucho más de cuatro minutos, y sin embestidas como las que tanto estaba acostumbrada a soportar, ella le pidió con su mirada que la desnudase.
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