Luis
“Oleadas”, que era como se le conocía en todo el pueblo a pesar
de haber luchado a lo largo de su vida para que no le llamasen así,
no quiso desaprovechar la ocasión de abandonar el carro de la
escasez, que, sin habérselo propuesto en ningún momento con cierto
tesón, se le presentó por puro azar.
Todo
ocurrió cierto día en el que, ya de vuelta a casa, recogiendo las
más de cien trampas de pajaritos, y al cruzar un camino vecinal que
serpenteaba la ladera del monte por donde venía, se topó de bruces
con un 4x4 de color gris oscuro en el que, sobre su capó, dos
gorilas de traje y corbata negra, inflaban a golpes con bates de
béisbol a un tercero, sin aspecto de gorila, pero con cabellera
engominada y también trajeado y encorbatado. Ante este panorama y
sin pensárselo dos veces, aunque a cierta distancia pero henchido de
la valentía que le otorgaba su faca de veintidós centímetros, en
la que se reflejaban los rayos de sol, y del cayado de mimbre que
siempre portaba en su mano izquierda cuando salía al monte, comenzó
a increpar a los dos matones para que cejasen en su actitud. Quizás
la suya, su actitud, pecara mucho de baladrona, pero fue la única
salida que encontró para no tenerse que encargar en ser él quien
llamase al juez de paz para el levantamiento de un cadáver.
Ni el
baladrón ni el maltrecho guiñapo podían esperar lo que sucedió a
continuación, y tras una sola mirada soslayada entre los dos
perdonavidas, volviéndose al unísono ante el enérgico
requerimiento del desgarbado Oleadas, guardaron sus ya encarnados
bates en los asientos traseros del todo terreno y partieron como alma
que persigue el diablo. Su víctima respiraba cuando dejaban el
reguero de polvo tras de sí, pero ambos, a ciencia cierta, sabían
que tras la somanta de golpes que le habían infringido, y tras ver
como sangraba por el oído derecho, habían cumplido con el mandato
de su jefe.
Más
de dos horas, después de esconder detrás de un lentisco la capacha
que a modo de bandolera traía al cuello, repleta de trampas y
pájaros, tardó Luis en llegar al pueblo porteando en su espalda a
la víctima, preguntándose en más de una ocasión si lo que
transportaba era un ser vivo o un cadáver.
Horas
después de dejarlo en el ambulatorio, tiempo suficiente para prestar
declaración de todo lo ocurrido ante la Guardia Civil, le informaron
que aunque muy grave, el martirizado engominado seguía con vida, ya
en la unidad de cuidados intensivos del hospital del pueblo vecino.
Varios
meses pasaron sin que el trampero supiese lo más mínimo sobre aquel
guiñapo que porteó hasta el pueblo, tiempo suficiente para haber
cambiado en infinidad de ocasiones, superando en cada una de ellas su
heroísmo, la versión de lo ocurrido entre sus paisanos y lo que
tuvo que sufrir en su día para poder salvar la vida de aquel “pobre
indefenso señor”. Desde que lo “encañonaron con una pistola”,
hasta que “luchó con su cayado contra cuatro mastodontes armados
hasta los dientes”, pasando por todo tipo de acciones que más lo
asemejaban a un súper hombre de película americana que al
escuchimizado charlatán que realmente era.
Pero
en aquella mañana del nueve de diciembre, cuando volvía de poner
sus más de cien trampas, y cercano a donde hacía exactamente varios
meses sucedieron los hechos que tan valiente lo habían hecho en el
pueblo, fue requerido desde el interior de un lujoso coche. Tras
acercarse al vehículo, su cara se llenó de estupor al ver que
detrás de aquella ventanilla tintada se encontraba el rostro de
aquél a quien salvó la vida.
¿Me reconoces?
Señor,
usted es aquél que.....
Efectivamente,
soy aquél a quien tú le salvaste la vida; el mismo que, una vez
totalmente restablecido, viene a saldar su deuda.
¿Se
encuentra usted bien? Veo que sí.
Perfectamente.
Me encuentro perfectamente. Y ahora, pídeme lo que quieras. Estoy
aquí como ya te he dicho, para saldar mi deuda contigo.
Señor....,
señor...., yo; no sé. No me debe usted nada.
¿Sabes
que si los civiles te cogen con ese saco te meten en chirona?
Ya
lo sé, pero mis hijos tienen que comer; no tengo trabajo y los
libros de bachiller cuestan un ojo de la cara.
¿Ves
aquella retama grande?
¿Aquel
lentisco?
Sí.
Pues deja el saco allí y sube al coche.
Sin
mediar palabra, el vehículo se puso en marcha y no se detuvo hasta
poco más de trescientos metros antes de la primera de las casas del
pueblo.
Toma
-extendiéndole un sobre de grandes dimensiones-. Ahí llevas dinero
y una tarjeta bancaria. Que no le falte de nada a tu mujer ni a tus
hijos, pero con cabeza. Llevas más dinero que puedas ganar en todo
lo que te queda de vida. Y tus hijos que estudien; no lo olvides,
que estudien.
Señor,
pero....
También
puedes hacer uso de la tarjeta, pero sin abusar. El número secreto
es el cero cero cinco siete. Sólo una cosa tendrás que tener en
cuenta cuando la uses.
Usted
dirá.
Ve
siempre a un cajero de la capital; nunca hagas uso de ella en el
pueblo. Y si puedes, una vez en la capital, ve cambiando de cajero,
aunque siempre de la misma entidad.
¿Y
qué banco es?
Te
viene indicado en la misma tarjeta.
Gracias,
señor; no sabe usted lo mal que lo estamos pasando.
No
me tienes que dar las gracias por nada. Y ya sabes, actúa con vista
y que no se te note mucho que te sobra, ¿de acuerdo?
Gracias,
señor, muchas gracias.
Venga,
y ahora te tengo que dejar; y ya sabes, actúa con cabeza.
Nada
más perder de vista el coche, Luis, que hasta ahora no había visto
lo que contenía el sobre de color sepia, se apresuró a abrirlo,
quedándose totalmente paralizado. Nunca, ni en sueño, había visto
tanto dinero junto. Llevaba razón su benefactor: ni toda su vida
trabajando podría reunir tanto dinero -pensó-.
Tras
reponerse de la impresión, cerró el sobre y lo dobló, viendo antes
de hacerlo que en su interior se encontraba una tarjeta de color oro,
metiéndolo por dentro del pantalón, a la altura del bajo vientre, y
ajustándose en un agujero más el cinturón.
Henchido
de alegría y ávido por llegar a su casa, no sabía si para contarle
todo lo ocurrido a su Carmela, o si para encerrarse en su dormitorio
con pestillo, y en lo alto de la cama, contar el dinero que había en
el sobre, se encontró de bruces, tras la curva cerrada de entrada al
pueblo, con el Nissan verde y blanco de la Guardia Civil. El sargento
y el cabo -se dijo-; a ver qué coño hacen aquí.
Hombre,
Oleadas, ¿vienes de vacío? ¿Alguien te ha dicho que estábamos
aquí?
Buenas
tardes, sargento, no sé qué me quiere decir usted con eso.
No
te hagas el tonto, que no nos hemos caído de un guindo. ¿Y las
trampas?
Me
va a perdonar usted, pero no sé qué quiere usted de mí; yo no sé
nada de trampas.
Mira,
Luisito, sabemos que saliste esta mañana con el saco lleno de
trampas, y llevamos ya más de una hora esperándote a que volviese;
con que, venga, ¿Qué has hecho con las trampas y los pájaros?
Sargento,
le juro por lo que yo más quiera que no he puesto ni una trampa.
¿Entonces
de dónde coño vienes, carajo?
Pues
mire usted, sargento, no me va a creer, pero desde que me sucedió
aquello que usted bien sabe, casi todos los días voy al mismo sitio
para recordar todo lo que ocurrió; y me acuerdo de aquel pobre
señor que iban matando y que gracias a mí pudo llegar hasta un
médico. ¿Sabe usted si se llegó a salvar?
Vete
ya, vete ya, que me estoy poniendo nervioso, y ten cuidado, que
tarde o temprano te voy a coger con las manos en la masa. Anda, vete
ya.
Abrió
la puerta de su casa y se encontró a su mujer remendando un calcetín
de uno de sus hijos. Con la sonrisa de oreja a oreja, cogiéndola
cariñosamente por el brazo, le dijo que dejase el calcetín en la
mesa y que lo acompañara hasta el dormitorio.
A
mí me dejas ahora de fandango, que no tengo yo ahora el cuerpo para
alegrías. Que la cosa está muy mala, Luis. Los niños van a tener
que dejar el instituto y que busquen cualquier trabajillo. Así que,
vamos a dejarnos de alegrías.
Alegría
te va a dar cuando veas lo que te voy a enseñar; no te lo vas a
creer. Cuando lo veas, te van a entrar ganas de fandango, de soleá
y de seguidillas. Ven, y si llaman a la puerta, no abras.
Sacó
el sobre del interior de su pantalón y, sin dilación alguna,
desparramó su interior en la colcha de croché que cubría su
colchón. El blanco de la colcha se cubrió de colores donde
predominaba el morado y el amarillo, sobre todo el morado, aunque
también los había de color verde y naranja. En la almohada, como si
la dispersión de los billetes hubiese sido controlada, que no lo
fue, se situó la tarjeta de crédito de color oro, como
presidiéndolo todo.
Pero
Luis, ¿esto qué es?, ¿en qué lío te has metido? ¿Tú sabes el
dinero que hay aquí? ¿Dónde lo has robado? Dime, dime.
Tranquila;
no sé cuánto dinero hay aquí, pero quiero que estés tranquila.
No lo he robado en ningún sitio, no he hecho ningún trapicheo.
Todo es legal. Te lo juro por el Manolo y el Luisito; y por ti
también, que eres lo que más quiero en el mundo. Y a partir de hoy
no te va a faltar de nada; ni a los niños tampoco. Y los niños van
a estudiar una carrera.
Pero
Luis, ¿cómo quieres que me crea que detrás de este dinero no hay
ningún trapicheo? Cuéntamelo todo.
Primero
vamos a contar el dinero que hay y después te cuento cómo ha
llegado a mis manos. Tú cuentas cuántos hay de los amarillos y yo
empiezo por los morados.
En un
pis pas estuvo recogido y contado todo el dinero. Quinientos mil
euros. No se lo creían. Se miraban una y otra vez, sin poder hablar,
y no daban crédito a lo que estaban viviendo en lo alto de la colcha
de croché que les regaló en su día la abuela de Carmen. Intentaban
hablar pero, como si tuvieran un nudo en la garganta, enseguida
desistían. Se miraban, se abrazaban, reían, miraban el dinero, pero
no articulaban palabra. Aquello duró varios minutos. Por fin Carmen
rompió el silencio.
Venga,
cuéntamelo todo; cuéntame como has conseguido todo esto.
No
te lo vas a creer, pero cuando ya venía de vuelta con las perchas y
los lazos, que por cierto, hoy ha estado el día buenísimo, con
tres conejos, más de cuatro docenas de zorzales y otras tantas de
chiquititos, me llamaron desde un coche lujoso. Y no te vas a creer
quién estaba dentro, detrás de unos cristales tintados.
Dime,
dime.
El
mismo señor al que le salvé la vida, carmen, el mismo señor.
¡Anda
ya!
El
mismo, Carmela, el mismo.
Bajó
la ventanilla negra y me dijo, “don Luis, ¿no me reconoce
usted?”. Yo me quedé de piedra. Yo que venía con el saco cargado
de pájaros y trampas me dije antes de verlo, “éste es un policía
secreta; ya me trincaron”. Pero no. era el señor al que le salvé
la vida.
¡Anda
ya!
Niña,
si tú vieras el porte del señor; todo lo que te diga es poco. Un
caballero elegante que no salen ni en las películas. ¿Y hablando?;
qué bien hablaba el tío.
Luis
siguió relatando a su mujer todo lo sucedido, sin dejar en el olvido
su vena baladrona, fundiéndose con su mujer al final en un abrazo,
unas risas y otra diáspora de los billetes a lo largo y ancho de la
cama.
Hicieron
mil planes y proyectos, pero todos encaminados a vivir
desahogadamente, aunque sin levantar ningún tipo de sospecha.
Y
te digo una cosa, Luis, lo único que no tengo claro es lo del uso
de esa tarjeta; así que, como no nos va a faltar de nada, sin
derrochar, la tarjetita dichosa ésta la vamos a guardar bien
guardada y no la vamos a utilizar. ¿Te parece bien, mi vida? Y
pienso así porque no lo veo yo muy claro. Nosotros nunca hemos
tenido dinero, pero a honrado no nos gana nadie, y detrás de esta
tarjeta veo que no hay mucha honradez. Así que lo dicho, que la voy
a guardar bien guardada y ahí se va a quedar sin usar.
A
mí me parece bien todo lo que te parezca bien a ti.
Pues
así se va a hacer; ¿y sabes lo que te digo ?
Tu
dirás.
Que
llevabas mucha razón; que me han entrado ganas de fandango, de
soleá, de seguidillas y de todo lo que tu quieras; vamos a
aprovechar que a los niños le quedan un par de horas para que
salgan del instituto.
Pasaron
algunos años, dos o tres, en los que cambió por completo la vida
del matrimonio. En el pueblo seguía siendo el Oleadas, pero desde
que abrieron su pequeña tienda donde vendían de todo, ya sus
vecinos lo miraban de otra forma. Antes era el perchero y el
esparraguero que nadie tenía en cuenta. Ahora, con sus dos hijos en
la universidad, su buena tienda, que además de vender mucho, ayudaba
en todo lo que podía a sus vecinos más necesitados, y su buen
coche, era respetado y bien considerado por todos. Hasta el cabo de
la Guardia Civil, que había ascendido y se había quedado como jefe
de puesto, le daba un trato especial, motivado también porque en más
de una ocasión hubiese recibido en su casa algún que otro canasto
repleto de productos ibéricos. Incluso los dos partidos políticos
con más representación en el ayuntamiento del pueblo, por
separados, le habían ofrecido formar parte de sus listas para las
próximas elecciones locales, posibilidad ésta que el bueno de Luis
había sabido rechazar muy inteligentemente aduciendo que “el no
tenía tiempo pa ná”.
Cierto
día, concretamente el segundo sábado del mes de septiembre, en
plena feria del pueblo, y mientras que se encontraba muy gustosamente
compartiendo una buena ración de pijotas fritas con su Carmela y un
matrimonio amigo en una de las casetas de feria, de la que eran
socios, quiso ver que entre la multitud que se agolpaba en la puerta
se encontraba el mismo señor al que hacía ya varios años le salvó
la vida y el responsable de su actual situación desahogada. Su cara
cambió como por ensalmo, siendo su mujer la que, sin haber visto al
dadivoso señor entre el gentío, y sin conocerlo, presintió que se
encontraba allí; no conocía al caritativo caballero, pero a su
Luis, que era como ella se refería cuando hablaba de él, “lo
conocía como si lo hubiera parido”. Fue por ello por lo que, sin
mediar palabra con él, cogiéndolo de la mano, le lanzó una mirada
confabuladora con la que, como si del discurso más tranquilizador se
tratase, le hizo sentirse el ser más sosegado y seguro de los allí
presentes. Sin pensárselo dos veces, lleno de fuerza, la misma que
sintió cuando hizo que aquellos dos bravucones trajeados dejasen de
apalear a su futuro “protector”, se levantó de la mesa y se
dirigió a la puerta de la caseta en búsqueda de su benefactor. Las
dos miradas se encontraron enseguida y de los dos rostros surgió una
sonrisa limpia y verdadera. Tras un caluroso apretón de manos, el
misterioso señor desistió muy educadamente al ofrecimiento de pasar
al interior que Luis le hizo, invitándolo a que se alejasen un poco
del bullicio ferial con el fin de hablar de un tema muy importante,
indicándole también que, una vez hubiesen departido, accedería a
acompañarle en la mesa con su mujer y sus amigos. Será muy breve,
Luis -le dijo su bienhechor-, a lo que Luis le contestó que no “hay
ningún inconveniente, sólo que antes voy a decirle a Carmen que
vuelvo enseguida”.
Fuera
ya del recinto ferial, llegaron hasta un vehículo de las mismas
características y color que aquél en el que Luis recibió el sobre,
en el que, nada más llegar ellos, salió un fornido conductor que,
tras abrir muy educadamente las dos puertas delanteras, se retiró a
una distancia prudencial desde la que la algarabía propia de toda
feria le impedía oír cualquier palabra que se dijese en el interior
del vehículo.
Vamos
al grano, amigo Luis -dijo el visitante tras las correspondientes
frases de acercamiento-.
Usted
dirá. Estoy aquí para lo que usted diga.
La
única razón por la que te he chafado tu sábado de feria es porque
quiero que me digas si durante estos años has utilizado la tarjeta
que te di en su día, y si lo has hecho, qué cantidad aproximada
has sacado. Por favor, Luis, te lo pido por favor, dime sin ningún
tipo de remilgo cuánto has sacado.
Señor,
le veo muy abrumado y nervioso con el tema de la tarjeta, e intuyo
que le puede perjudicar si hubiese hecho mucho uso de la dichosa
tarjetita.
No
lo sabes tú muy bien, Luis.
Pues
le digo que la tarjeta entró en mi ropero el mismo día que usted
me la dio y a día de hoy no ha salido de debajo del cajón de mi
ropa interior.
Luis,
¿me dices que no has usado ni una sola vez la tarjeta?
Así
se lo he dicho y así es, señor.
Dios
te bendiga. Nuevamente me has salvado la vida, Luis. Si hace años
me salvaste la vida de aquellos dos matones, ahora has evitado que
yo me la quite.
¿Qué
dice usted, señor? ¿Qué dice de quitarse la vida?
La
cosa es muy complicada y no quiero llenarte la cabeza con historias
que a ti ni te van ni te vienen, sólo me reitero en lo que ya te he
dicho, que nuevamente me has salvado la vida. Y que nuevamente estoy
en deuda contigo. Y que sepas que no te cuento nada porque muy
pronto, un asunto sobre el uso de tarjetas, como la que yo te di en
su día, va a inundar las portadas de todos los periódicos. Y por
favor, Luis, no me preguntes nada sobre este asunto tan asqueroso. Y
te repito, nuevamente estoy en deuda contigo.
No
diga usted eso. Usted no me debe nada; al contrario. Todo lo que
tengo hoy se lo debo a usted, por lo que le estaré agradecido de
por vida. Y si no utilicé la tarjeta fue porque mi Carmela, que
tiene más vista que un lince, intuyó desde un primer momento que
detrás de esa tarjeta de color oro se escondía algo turbio. Y por
lo que veo, creo que no se equivocó. Y no, no quiero saber nada
sobre el asunto.
Luis,
qué honrado sois. Qué pena que los que estamos arriba no seamos
como vosotros. Gracias, Luis; mil gracias.
Por
favor, señor, tampoco es para tanto; también tenemos nuestras
cositas.
Jajajaja,
eres la hostia, Luis. Y ahora, antes que me des la tarjeta, ¿te
parece si nos tomamos unos vinos y unas raciones?, que tu Carmen
debe de estar ya nerviosa. Y pago yo.
Quizás,
ese señor misterioso, al que en ningún momento Luis y Carmen le
preguntaron por su nombre, fuese el único, de entre los más de
ochenta “afortunados” que en su día recibieron una tarjeta de
las llamadas “opacas”, que la devolvió sin haber hecho uso de
ella, siendo conocido desde entonces en los círculos más cercanos
de las altas esferas como el “honorable señor”, quien,
agradecido con el matrimonio pueblerino, les hizo llegar otro sobre
con la misma cantidad que ya les dio en su día. De donde salieron
los sobres, quizás nunca salga en los periódicos, pero lo que si es
verdad es que el negocio de Luis y Carmen, al poco tiempo de ser
recibido el segundo de los sobres, se vio agrandado.