Las
golondrinas, con sus primeros vuelos enloquecidos, coincidieron con
su pronto despertar. Sin querer mover ni uno de sus músculos, y
ayudado por los primeros avances de la mañana que entraban por las
rendijas de la persiana, quedó ensimismado con la desnudez perfecta
de porcelana que observaban sus ojos. Aunque habían tenido una noche
ajetreada, recorriendo cada milímetro de su cuerpo, observándolo y
gozando de él como siempre lo hacía, fue ahora, meciéndose ella en
el más profundo de los sueños, cuando se dijo que sólo por vivir
el momento que estaba viviendo, merecía la pena todo el riesgo
corrido.
Nunca
en su vida, que ya pasaba el medio siglo, sus pupilas se habían
encendido tanto como en este amanecer. Si durante casi toda la noche
habían sido sus labios y sus dedos los que habían recorrido en un
sinfín de ocasiones cada recoveco de aquel cuerpo sacado del molde
de la perfección, sin pasar por alto ni uno de sus poros, eran ahora
sus ojos, con todo el tiempo del mundo, los que se embelesaban con
aquellas curvas.
Su
cabello enmarañado, dándole el aspecto de una diosa asalvajada, le
cubría casi toda su cara, quedando tan solo al descubierto sus
carnosos labios. Él sintió la necesidad de, sin apartar los
indómitos cabellos, acercar sus labios a los que tan feliz lo
hacían, pero pensando en que ella pudiera bajar de los brazos de
Morfeo, optó porque fueran sus ojos los que continuaran con el
deleite.
De su
hombro izquierdo, debido a la posición fetal que tenía, aunque sin
las piernas totalmente contraídas, se extendía el brazo a lo largo
de su serpenteante costado, dejando al descubierto casi la totalidad
de uno de los pechos. Si de siempre había estado prendado de cada
parte de aquel cuerpo, sin lugar a duda eran los pechos lo que más
le hacía perder el norte, y ahora, sin tener que dar ningún tipo de
explicación, los tenía para llegar al máximo de los goces
visuales.
Serpenteante;
dije bien; costado serpenteante. Porque era un perfecto serpenteo el
que, como pintado por el pincel de uno de los artistas del
cinquecento italiano, conformaba la linea de su cuerpo que iba desde
su costado, pasando por su cintura, cadera, y desembocar en unos
perfectos glúteos. Lo dicho, ni la más bella de las musas de
Leonardo, Rafaello o Miguel Angel, hubiesen superado el contorno de
aquella escultura silente y dormida.
La
posición que le acompañaba en su dulce y merecido sueño, hicieron
que sus piernas estuviesen semicontraídas, posición ésta que hacía
que resultasen interminables. Al igual que los ojos de los amantes
del arte se obnubilan al recorrer las esbeltas columnas jónicas de
los templos de la Grecia Clásica, los de aquel amante se
deslumbraron con las inacabables extremidades inferiores de su bella
durmiente. Desde los glúteos hasta los tobillos todo era perfección.
- Buenos días, mi vida -dijo ella, acompañando sus palabras con una sensual sonrisa y extendiendo su brazo hasta que su mano alcanzó la de él-.
Él,
respondiéndole también con unos buenos día, cariño, la abrazó y
se dejó llevar por sus hasta ahora controlados pensamientos,
recomenzando los juegos que habían dejado aparcado no hacía más de
tres horas.