lunes, 21 de marzo de 2011

LA FUERZA DE LA LUNA LLENA.






Y menos mal que decidí ir en moto, que si lo hago en coche, no llego.
Sí señoras y señores, este fin de semana, coincidiendo con la hora punta de la bajamar, la costa de la capital gaditana se convirtió en un peregrinar constante de personas ávidas por ver algo que nunca habían visto.
La prensa se encargó en publicar a bombo y platillo, a instancia de la Consejería de Medio Ambiente, que lo que se avecinaba este fin de semana era algo insólito; que se verían imágenes que nunca habían sido blancos de nuestras retinas, todo ello por la cercanía entre La Tierra y la Luna.
Y la convocatoria tuvo su éxito; vaya que si lo tuvo.

Allí se encontraban los avaros buscadores de pequeñas piezas preciosas con sus detectores de metales; los buzos que se sumergían buscando algún que otro cofrecillo dieciochesco que le privase mañana lunes tener que ir a las oficinas del INEM; los historiadores, ilusionados de encontrar algún vestigio donde apoyarse para buscar una nueva explicación del porqué los franceses no lograron entrar en Cádiz, o algún pecio del siglo XVII que corroborase que el comercio de Cádiz con América ya era floreciente en el reinado de Felipe III. No faltaban los vendedores de refrescos y bolsas de patatas, y eso que a la hora de la gran peregrinación, apetecía más unos churros o una buena tostada con aceite; incluso un buen “ablandao”. Y cómo no, allí se encontraban ellos; los de unos y los de otros; los de un lado y los del otro; y todos, los unos y los otros, sacando pecho y contestando a saludos hipócritas con sonrisas forzadas. Bueno, de ellos, de los unos y de los otros, no tengo ganas de hablar.

A lo que íbamos, ¡qué de gente había allí!


Allí, debajo del gran drago del “Hospital de Mora”, mirando a la Caleta, me encontré con el gran Paco Alba que, moviendo la cabeza viendo la muchedumbre que pateaba por la playa de su alma, había escrito en el reverso en blanco de la envoltura de un paquete de “Celtas Cortos”, un pasodoble que, cantado por la comparsa “Los Fígaros” en 1964, comenzaba así:
“No es que la luna tenga luz de plata
como nos dicen algunos poetas
es que de noche se baña en las aguas
de nuestra típica y bella Caleta.
Y los reflejos de su verde laca
moja y empapa su gran pandereta
y, con la luz que a Cádiz le arrebata,
luego ilumina al resto del planeta…….”

Apoyado en la balaustrada, observando un sinfín de barquitas que parecían encalladas en la blanca arena, coincidí también con el chiclanero Mendizábal, el de la desamortización de 1836, comentándome que se extrañaba de ver tanta caterva ociosa a tan temprana hora de la mañana.

Apoyando su espalda y su pie derecho en una de las columnas del Balneario de la Palma, en la misma playa de la Caleta, y con un cigarrillo a medio apagar en la boca, se encontraba, no creyendo lo que veían sus ojos, el gran Beni de Cádiz. “La gente está loca –me decía-; que coño han venido a ver aquí, domingo por la mañana, con lo bien que se está acurrucao a estas horas con la parienta. No me extraña que más de uno piense que van a poder trincar algún duro de los antiguos. Lo que yo te diga, pisha, la gente está aburría”.

Y no me quedó más remedio que, después de despedirme, darle la razón al Beni.

Como vi a mucha gente camino del castillo de San Sebastián, decidí, como buen pazante que soy, acercarme para ver que ocurría allí. Y fue a medio camino del malecón que une a la isla con la ciudad, donde me encontré de bruces, todo nervioso y a punto de enloquecer con lo que estaba observando, al maestro don Manuel de Falla. Don Manuel –le dije-, le veo mala cara; ¿le ocurre algo?, ¿necesita ayuda?
¿Qué si me ocurre algo?, ¿Qué si necesito ayuda? –me respondió-. Pues sí, hijo mío, necesito ayuda. ¿Es normal esto? ¿Es normal que un domingo por la mañana, con los problemas que tienen los japoneses, los libios, los haitianos, o por qué no, con los problemas de paro que tenemos aquí en España, venga este tropel de almas aburridas y ociosas a romper mis momentos dulces de inspiración? No es normal, hijo mío; no es normal. Está claro que aquí lo que hace falta es un desconeje.

Con el mayor tacto que pude mostrar, y viendo que no era el mejor momento para conversar con el autor del “Amor brujo”, me retiré con el mayor de los sigilos, en busca de la calle de Pericón de Cádiz, donde había dejado mal aparcada la moto.

Y fue a escasos metros de la moto, ya divisándola, cuando, recostado en la acera sobre mullidos cojines, ataviado con una blanca toga con ribetes rojo y rodeado de varias ensaladeras colmadas de una gran variedad de frutas, crucé la mirada con el mismísimo Lucius Cornelius Balbus el Mayor, primo hermano, según dicen por ahí, del mismísimo Cayo Memmio, el de la caseta de la feria de Bornos.
No pude reprimirme y me dirigí hacia él. Bien estamos, señor cónsul –le dije-; no le falta a usted ni un perejil.
¿Biénibus?, ¿tú crees que estoy biénibus? Pues estoy hasta los cojonibus con esta chusma. A galeribus los mandaba yo a todos. Manda cojonibus que se hayan levantado a las ocho de la mañanibus para ver una maream bajam, con lo biénibus que se está a estas horis de la mañana, dale que te pegus, dale que te pegus. Lo que yo te diga, pishus, a galeribus los mandaba yo a totus.

Y llegué a la moto y me fui para casa.
Y que conste que yo sólo pasaba por allí; que no crea nadie que fui a ver la bajamar. Ni mijita.

Domingo
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