viernes, 30 de julio de 2010
HAY GENTE PA TÓ.
Todo pasó, como ya sabréis algunos y algunas de ustedes, en el hall del Hotel Ritz de Madrid, según me comentó hace ya algunos años un amigo entendido en la materia, y con ocasión del ágape o lunch ofrecido por un afamado torero en el meridiano de la feria de San Isidro y tras firmar una faena memorable en el coso madrileño.
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Este lunch fue ofrecido por el gran maestro Rafael “El Gallo”, invitando a altas personalidades madrileñas del mundo de la política, de los negocios, de las artes y de las letras.
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Me contaba mi amigo que, en dicho lunch se encontraba el eminente escritor don José Ortega y Gasset, el cual, aunque había sido invitado, no tenía el honor de conocer al maestro Gallo, por lo que pidió a un amigo en común que se lo presentase.
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Dicho y hecho.
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- Don Rafael, le presento a don José Ortega y Gasset, que me ha pedido encarecidamente que así lo haga.
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Rafael “El Gallo” estrechó la mano de nuestro ilustre pensador, diciéndole:
- Me alegro de conocerle.
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A lo que el profesor Ortega le contestó:
- Es un placer y un honor para esta humilde persona, poder estrechar la mano de quien tan dulcemente y con tanto estilo ha hecho bailar esta tarde a esos dos enormes morlacos, como si de un par de frágiles bailarinas se trataran. Me alegro conocerle.
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Tras un breve carraspeo intencionado de su garganta, “El Gallo” le respondió:
- ¿Y a qué se dedica usted, señor Ortega?
- Yo soy filósofo –dijo el ilustre pensador-.
- ¿Filósofo?, ¿y eso qué es?
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Inmediatamente le explicaron al diestro que un filósofo era aquella persona que trabajaba sobre el pensamiento y las ideas, a lo que don Rafael “El Gallo” contestó:
- “Hay gente pa tó”.
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Maravillosa anécdota ésta, al igual que la frase, la cual también atribuyen algunos estudiosos, al diestro cordobés Rafael Guerra “Guerrita”.
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- Fuese quien fuese, “El Gallo” o “Guerrita”, la verdad es que la frase es para enmarcarla. En sólo cuatro palabras, se resumen las obras de todos los mortales. Porque el torero llevaba toda la razón del mundo: “Hay gente pa tó”.
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Un poné.
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- Que tu quieres poner un aire acondicionado en tu casa ……., coges la guía telefónica y ….. plas, hay gente que te lo ponen.
- Que tú necesitas una televisión para tu cuarto de baño con el fin de ver los partidos del Campeonato de Europa de baloncesto sin peligro a electrocutarte mientras te duchas o te das un baño de espuma fumándote un puro ……., no hay problemas, ya habrá alguien que te lo instale.
- Que tú que te has comprado una parcelita en terreno no urbano y quieres tener una piscina en forma de triángulo y con un jacuzzi en el centro, pues nada, sin problemas…….., ya habrá alguien que te la haga.
- Que tú, amigo y defensor de los animales, deseas que la plaza de toros de Ronda sea utilizada tan solo para que en su ruedo se celebren competiciones de punto de cruz o ganchillo, por ejemplo, …………, pues nada, te buscas un grupo de políticos desalmados y de tres al cuarto, que muevan los hilos pertinentes, y dentro de un par de años, la “Goyesca” se tiene que celebrar en la plaza de El Bosque; o en la que tienen en “Ambiciones”, Jesulín y la Campa.
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Señor, señor, señor….., hay señor……, “hay gente pa tó”.
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Pd: Yo en cuatro palabras no, pero con algunas más, le diría a los “insignes” políticos catalanes que, si no quieren la Monumental, la traigan piedra a piedra pa Cádiz.
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Domingo
viernes, 9 de julio de 2010
NARANJAS Y MÁS NARANJAS.
Si nos ponemos a hablar de naranjas “guachis”, casi todos podríamos estar de acuerdo de que un zumo de tan preciado cítrico en el desayuno, nos sienta muy bien.
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Si por el contrario, las naranjas que nos sirven, son de las llamadas en nuestro pueblo, “cañadú”, ya no estaríamos todos dispuestos a bebernos un zumo de esas naranjas tan tontas e insípidas.
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Y si ya para rizar el rizo, las naranjas que nos viésemos obligados a comer fueran las llamadas “naranjas agrias”, mejor no hablar de ellas, porque, y en lo que a mí respecta, las utilizo tan solo, y no siempre, cuando me ponen por delante un plato de coliflores refritas. Aquí sí; aquí podría decirse que existe un estupendo maridaje entre la coliflor y la naranja agria.
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No obstante, si a la naranja la convertimos en masculino y le añadimos un diminutivo, nos encontramos con el naranjito. ¿Recordáis al “naranjito”?. No me refiero al Pinto, sino a la mascota del mundial del 82.
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Pero no. Como no fue de gratos recuerdos para nuestros colores, mejor lo rechazamos. Nos quedamos con la naranja. O quizás también con la media naranja.
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Sí señoras y señores, ¿qué sería de nosotros sin nuestra media naranja?. Porque la verdad es que todos (o casi todos), somos medias naranjas, que buscamos nuestra otra mitad.
¡Qué lío!
¡La suerte que hay que tener para que cada uno de nosotros, que ha quedado claro que somos medias naranjas, encontremos a la otra media!
Porque, “un poné”. Uno es media naranja “cañadú”, y quiere encontrar su otra media naranja, pero que también sea “cañadú”. Pero como uno, no se la come entera, se embarca en eso que llamamos “matrimonio” o “pareja de hecho” o “arrejuntamiento”, sin saber que la media naranja que uno ha encontrado y elegido, sea “cañadú”, “guachi”, “agria” o “mandarina”.
Y lo mismo le ocurre a esa media naranja elegida, que a lo mejor es “clementina”, y nos ha elegido porque piensa que también somos “clementita”, sin saber que somos “cañadú”.
Al final, pasa lo que pasa, que cada media naranja, si no ha tenido la suerte de encontrar a la de su especie, se va cada una por su lado.
¡Qué lío!
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Pero para naranja, la mecánica. ¿Recordáis aquella película de “la naranja mecánica?, la adaptada por Stanley Kubrick.
Yo lo único que recuerdo de ella es que, a mediados de los 70, fuimos algunos de la pandilla al cine “Delicias” de Jerez. Decían que estaba bien, pero debo de reconocer que no guardo muy buenos recuerdos. ¿Te acuerdas, Sánchez?
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Ahora bien, también por aquella época había otra “naranja mecánica”; la de los Cruiff, Neeskens. Rep, Krol, Jansen o Resenbrink. Era una delicia verlos jugar al fútbol.
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Pero para naranjas, los partidos que echábamos en la plaza de la iglesia. No nos hacían falta balones, pelotas ni esféricos como dirían los pibes argentinos. Para eso estaban aquellos árboles tan frondosos cargaditos de “esféricos”. Que se rompía uno, daba igual, al árbol por otro. Lo malo era cuando se oía la voz aquella de, “que viene Luca, que viene Luca”. A correr, dejando nuestro campo de fútbol todo sembrado de “esféricos” desinflados.
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¡Vaya “pechá” de naranjas que os estoy dando!
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Y hablando de naranjas, hay que ver lo buenas que están las naranjas de la Junta de lo Ríos y de toda la vega del Guadalete. Buenas, buenas, buenas.
También están muy buenas las de la Hacienda Nueva, las que están camino de Arcos junto a la “Pequeña Holanda”.
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¿Holanda he dicho?
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Ahora, ahora caigo. Lo que os quería decir hoy es que el domingo ganaremos a Holanda, a Nederland, a Países Bajos, a todos juntos, y seremos CAMPEONES DEL MUNDO.
Domingo
martes, 6 de julio de 2010
LA ESPAÑOLIDAD DE LOS ESPAÑOLES.
ESPAAAAÑA, BIEN
ESPAAAAÑA, BIEN
ESPAAAAÑA, BIEN, BIEN, BIEN
A LA BIN ,
A LA BAN,
A LA BIN, BON, BAN
ESPAÑA,
ESPAÑA
Y NADIE MÁS
A LA BIN, BON, BAN.
Y vosotros diréis, ¿a qué viene esto ahora?. Pues os lo voy a explicar.
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El otro día, concretamente el domingo por la mañana, sobre las nueve, cuando paseaba por la playa gaditana, concretamente a la altura del Restaurante El Chato, y saboreando todavía la pírrica victoria sobre Paraguay, me crucé con un Sueco y entablamos conversación.
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Entre preguntas sobre Cádiz, por parte del Sueco, de nombre Olof, y respuestas por mi parte, el amigo Olof, chapurreando el castellano me decía:
Es la primera vez que vengo a España, pero tengo que admitir que siempre ha sido un país que siempre me ha entusiasmado, hasta tal punto que he estudiado vuestra historia. También, y sin ningún profesor, he intentado aprender vuestro idioma, y aunque reconozco que no lo domino, ya me defiendo un poco.
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Y debo de reconocer que llevaba razón. Aunque cometía fallos a la hora de utilizar algunos tiempos verbales, el Joíoporculo Sueco se defendía bastante bien en nuestro idioma.
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Y proseguía el amigo Olof diciéndome que estaba muy sorprendido con nuestro país; y muy sorprendido agradablemente con dos detalles que le llamaron mucho la atención.
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El primero, cosa que él desconocía, ya que la imagen que tenía era totalmente distinta a la realidad, es “la españolidad de los españoles”. Y para decir esto se basaba, según me dijo, en las innumerables banderas españolas que pendían de los balcones y ventanas de las casas. Textualmente me decía: “yo haber tenido una idea equivocado de tu país, ya que yo creer que estaba muy dividido. Pero no. Ver en persona que estar orgullosos de ser españoles. Gran cantidad de banderas pueblan balcones y ventanas vecinos míos”.
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Y el segundo detalle que llamó la atención del dichoso Sueco sesentón, era que decía que los españoles éramos muy amantes de los animales.
Le pregunté el por qué de su apreciación, pues para nada estaba de acuerdo con él, ya que aunque hay muchas personas que tienen mascotas en su casa, a las que yo respeto, la mayoría de los españoles somos indiferentes a los animalitos. Y el Sueco, no sé si se hizo el sueco o es que no se entera de la película, y aunque haya estudiado la historia de España, lo más seguro es que faltara a dos o tres clases.
Y digo esto porque el amigo Olof respondió a mi pregunta textualmente lo siguiente: “Pues muy sencillo, amigo español, te he de decir que sois amantes de los animales porque, en todas las banderas de España que veo en los balcones y ventanas, unas tienen un toro en el centro, otras un pequeño león, otras tienen un águila, otras tienen un caballo y un asno,…, ¿comprender?. Por eso yo decir que los españoles ser amantes de los animales, ¿comprender?”
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Y entre historias, comentarios y opiniones, llegamos hasta la altura de mi casa, de donde me despedí del amigo Sueco.
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ESPAAAAÑA, BIEN
ESPAAAAÑA, BIEN
ESPAAAAÑA, BIEN, BIEN, BIEN
A LA BIN ,
A LA BAN,
A LA BIN, BON, BAN
ESPAÑA,
ESPAÑA
Y NADIE MÁS
A LA BIN, BON, BAN.
sábado, 3 de julio de 2010
SÁBADO DE FERIA.
SÁBADO DE FERIA.
A pesar de haber nacido el mismo día y haber compartido el mismo vientre durante algo más de nueve meses, Raquel y Cristina eran muy diferentes la una de la otra, todo motivado porque la vida, durante casi treinta y nueve años que tenían, no se habían comportado igual con ellas.
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Las dos eran bellas, muy bellas, de llamar la atención, pero mientras que Raquel era altiva, engreída, soberbia y dueña y señora en todo momento de la verdad, su verdad, Cristina era tímida, humilde, sencilla y con unos ojos, que, aunque bellos como los de su hermana, más bellos aun, estaban revestidos de un halo de tristeza que, aunque la hacían una mujer enigmática y seductora sin pretenderlo, eran el producto de los incontables momentos de llantos que tuvo que sufrir desde su temprana adolescencia.
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De familia adinerada, habían nacido y crecido en una de las casas más señoriales del pueblo de Bornos, no habiendo tenido que sufrir en ningún momento los calamitosos racionamientos que asolaron la España de los cuarenta y cincuenta.
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Mientras Raquel se casó con un rico terrateniente de la campiña jerezana, afín al régimen de Franco, Cristina se tuvo que casar a los diecinueve años, con un humilde trabajador de su padre, que apareció muerto en extrañas circunstancias, una semana después de su boda, siendo la primera de las muertes que la infeliz Cristina sufriría en muy poco tiempo. Cinco meses después de la muerte de su marido, Cristina vio como su hija, producto de la violación de dos gitanos de Coripe, que un día también aparecieron muertos, causa por la que se tuvo que casar con Ricardo, con el fin de no mancillar el apellido familiar, nació muerta.
Nunca levantó cabeza, acentuando su pésimo estado de ánimo, al borde de la depresión, el trato vejatorio que sufría por parte de todos los miembros de su familia, incluyendo a sus padres.
El final de Cristina fue entrar a trabajar como cocinera en la lujosa casa de su hermana, soportando de ella, día sí y día también, las humillaciones que no recibían ni los perros de caza que tenía su adinerado marido, Luís.
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El embarazo de Cristina, aunque no le dio el fruto que ella esperaba, lo que sí le dio fue una lozanía, una madurez y unas curvas que nunca consiguió su hermana Raquel. Ésta, a pesar de lucir los trajes más caros y elegantes en todo el pueblo de Bornos, nunca pudo rivalizar en belleza con su hermana; y cada año que pasaba, la distancia en hermosura era cada vez mayor.
El no conseguir quedar embarazada, hizo que el carácter de Raquel se agriase día a día, llegando a tal estado en el que, el único momento en el que dejaba a un lado su soberbia y su acritud a todo lo que se moviese a su alrededor, era cuando llegaba su marido y lo llevaba directo al dormitorio.
- Luís, déjate de rodeos. Vamos al grano. Fornícame, fóllame y te corres dentro de mí todas las veces que puedas. No busques que yo disfrute. Eso no me importa ahora. No me hace falta. Lo único que quiero es que me dejes embarazada.
- Pero Raquel, no somos animales. Desfrutemos de nuestra unión. Gozemos de nuestras relaciones. Yo te quiero y lo único que deseo es que tú seas feliz cada vez que lo hacemos. Hazme caso, no te obsesiones con el embarazo; verás como el amor da su fruto.
- Déjate de cursiladas. Préñame como hacen los hombres, los verdaderos hombres. Entra en mí. Inunda mis entrañas con tu líquido.
- Por favor, Raquel, no digas esas cosas. Me quitas todas las ganas.
- ¿Ganas? Ni tú eres hombre ni nada que se le parezca. Hombres eran los que preñaron a la imbécil de mi hermana. Esos sí que fueron hombres. Ojalá me pasara a mí lo mismo. Ahí sí que disfrutaría yo. Te lo advierto, como no me dejes preñá antes de Semana Santa, me busco la vida.
- Estás loca, Raquel. ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Lo sabes?
- Pues claro que lo sé. Tengo que demostrarle a mi hermana que soy superior a ella en todo. Y si ella se quedó preñá, yo también me tengo que quedar. Ya te lo he advertido, hasta Semana Santa te doy. Dos meses te quedan, dos meses, ¿te enteras?
- Estás loca, estás enferma. Y no grites más, que todo el mundo se va a enterar.
- Yo grito lo que me da la gana, y tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer, que todo se te va en decir que si la tienes muy grande, que si se te pone muy dura, pero por dentro, por dentro estás vacío. Por dentro tienes leche aguá.
- Raquel, no vuelvas a decirme eso. La próxima vez que me lo digas, te llevo a casa de tus padres y allí te quedas para el resto de tus días.
- ¿A casa de mis padres?, tú no eres lo suficiente hombre para ponerme un dedo encima.
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Eran discusiones que se repetían día tras día, desde hacía ya algo más de un par de años. Luís estaba desencantado con su matrimonio, teniendo relaciones con su mujer como con un objeto inanimado se tratase. El amor y el deseo habían desaparecido en la pareja.
Por su parte, Cristina, sabedora del tipo de relación existente en el matrimonio, se perdía noche tras noche en la soledad de sus sábanas. Testigo de las escandalosas broncas, sobre todo por parte de su hermana, llegó un momento en el que se apiadaba de su cuñado Luís, y máxime cuando sólo recibía de él, atenciones y sonrisas. Tan educadamente se comportaba con ella que los únicos momentos de paz que encontraba en su vida desde que entró a trabajar como cocinera, ahora hace ya unos quince años, eran esos en los que circunstancialmente, se quedaba a solas con él.
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Aprovechando la ausencia del matrimonio, debido a un largo viaje que tenían pensado hacer desde hacía ya un par de años y que habían ido aplazando por la ausencia de deseos y ganas por parte Luís, y debido a las fuertes calores de finales de julio, Cristina se dedicó a pasear completamente desnuda por la enorme casa de su hermana. Se aficionó a tocar y oler los trajes y camisa de su cuñado, llegando a sentir sensaciones desconocidas para ella. Las calores que sentía Cristina en esos días, eran provocadas por algo más que las tórridas temperaturas del verano bornicho.
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Una noche, la víspera de Santa Ana, después de cenar un vaso de gazpacho y una tortilla, se sentó en el jardín de la casa, en el balancín de su cuñado, completamente desnuda. A oscuras, con las piernas encogidas y entreabiertas, tapando sus hermosos pechos con sus manos de las miradas que pudieran proceder de alguna lechuza, fijó su mirada en la Osa Mayor, en el Carro, comenzando a imaginar que cabalgaba a lomos de uno de los caballos y acompañada de su cuñado Luís. Huían de su hermana. Ninguno de los dos estaban dispuestos a soportar más los modales y desprecios de Raquel. Y se alejaban cada vez más de ella, y cada vez más, hasta que la perdían de vista. Y fue entonces cuando ella, Cristina, comenzó a conocer la felicidad. Fue entonces cuando se reconoció a sí misma que se sentía atraída por Luís.
Sin darse cuenta y sin buscarlo intencionadamente, comenzó a mover lentamente sus manos y notó como sus pezones se endurecían. Al mimo tiempo que seguía cabalgando junto a Luís en los caballos de la Osa Mayor, con su melena de negro azabache al viento, sus manos aceleraban sus movimientos y oprimía con sus dedos índice y pulgar sus erectos pezones. Su acaloramiento iba subiendo por segundo. El vaivén de la mecedora, pronto se vio acompañado por un abrir y cerrar de piernas que provocó el humedecimiento del periné.
Como si tuviese un resorte, a oscuras, se levantó toda sudorosa. Cruzando el salón sin apenas ver, subió la escalera de mármol toda acelerada y entró en el dormitorio del matrimonio; prendió la luz y se dirigió sin pensarlo al armario, cogiendo una bata de Luís. La olió, la besó, la lamió y, tras quitar la colcha de la cama con mosquitera, cubrió la amplia almohada con la bata, tumbándose y restregándosela por todo su cuerpo. Nunca en su vida había experimentado aquellas sensaciones. Había descubierto el placer. Fue su primer orgasmo, jurándose que no sería el último.
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El viaje no había hecho sino empeorar aun más las ya deterioradas relaciones entre Luís y Raquel. El distanciamiento entre la pareja era cada día mayor, al tiempo que el comportamiento de Raquel hacia su hermana, se hacía por momento casi insostenible para Cristina. Ésta, tan solo era feliz cuando se acostaba y daba rienda suelta a su imaginación, pensando en su cuñado y besando una y otra vez el camafeo que él le había traído de su viaje, hace ya casi dos meses, de París. Ella seguía cabalgando junto a él, con cabellos al viento, y creyendo cada vez más que faltaba muy poco para que sus explosiones de placer que revivía noche tras noche, a solas, tendrían a Luís como único protagonista activo. Imaginaba una y otra vez cómo entraba en ella y provocaba los mayores placeres nunca conocidos por su cuerpo.
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El sábado 26 de septiembre, día de San Cosme y San Damián, día grande de la feria de Bornos, y en el que se celebraba la tradicional comida de “ricachones”, según decían en el pueblo, iba a significar un antes y un después en la vida de Cristina.
Sobre las dos de la tarde, minuto arriba minuto abajo, y tras una madrugada con llovizna, el coche de caballo de don Luís, llegaba a la puerta de la casa para recoger a doña Raquel, quien se despidió de su hermana de forma altiva con un “espero que toda la casa esté en orden cuando volvamos. Lo más seguro es que vengamos acompañados de gente muy importante. Y te tengo dicho que no te pongas más esos vestidos con el escote tan descarado”.
Raquel, tras recoger en el coche de caballo a la señora del gobernador civil y a la del gobernador militar, paseó por todo el pueblo, hasta llegar al real de la feria, su altanería y parte de la belleza que tuvo. A pesar de embadurnarse en las cremas y potingues más caros traídos de París, no conseguía mostrar aquella belleza que le distinguía no hacía muchos años, y mucho menos la que mostraba su hermana.
Una vez en la caseta, se reunieron con sus maridos que llegaron a caballo.
Entre copas, bailes y risas, Luís decidió montar, con el consentimiento de su dueño, el maravilloso ejemplar que había traído el Gobernador Militar. Dio varias vueltas por la feria y decidió acercarse hasta su casa.
Nada más entrar, se encontró sentada en la cocina, a Cristina llorando. Se miraron, y sin medir palabras, acercándose raudos, se abrazaron y comenzaron a besarse libidinosamente. Los gemidos de placer ahogaron las señales horarias que marcaron el reloj de pared colocado en el salón. Dieron las cinco de la tarde. El descarado escote de Cristina fue blanco del apasionado Luís. Mientras besaba y mordisqueaba los hermosos pechos, con sus manos iba desabotonando la espalda de Cristina, jalando hacia delante de las hombreras y dejándola en bragas. Sus turgentes pechos quedaron al aire por completo, siendo oprimidos por las grandes manos de Luís. Fue entonces cuando, tendiéndola sobre la mesa, comenzó a besarle los pechos, el vientre, el bajo vientre, hasta, después de quitarle las bragas, llegar suavemente hasta su entrepierna y saborear el rico humedal de Cristina. Cuando ella estaba a punto de perderse en el mundo de los placeres, Luís se bajó los pantalones hasta los tobillos y, entre los gemidos de placer de su cuñada, la penetró salvajemente. Ella se contorsionaba una y otra vez, buscando todo lo que había imaginado noche tras noche, llegando a un explosivo orgasmo, con el que sintió que los cielos se abrían, los mares la cubrían y la tierra la engullía. Nunca pudo imaginar que la vida le deparara este momento.
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Tras llenar a Cristina y descansar encima de su cuerpo un par de minutos, la cogió entre sus brazos y, escalera arriba, la llevó hasta su cama. Una vez allí, la acarició como nunca había hecho con su mujer. Besó cada milímetro de su piel, le susurró y le expresó todo lo que sentía por ella. Los pezones de Cristina volvieron a ponerse erectos y, sin esperarlo él, lo volteó y lo cabalgó como en sus pensamientos con el caballo de la Osa Mayor. Sin dilación alguna, cogió sin ningún rubor el erecto pene de Luís y acertó a introducírselo dentro, acompañándolo a continuación con un rítmico movimiento que hizo que los dos llegasen al mismo tiempo al orgasmo. Era la mejor cabalgada que había tenido nunca, y en esta ocasión, con Luís.
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Con un cariñoso beso en la mejilla y un “cuando termine la feria, todo será diferente”, Luís salió de la casa y volvió junto a sus invitados.
A pesar de haber nacido el mismo día y haber compartido el mismo vientre durante algo más de nueve meses, Raquel y Cristina eran muy diferentes la una de la otra, todo motivado porque la vida, durante casi treinta y nueve años que tenían, no se habían comportado igual con ellas.
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Las dos eran bellas, muy bellas, de llamar la atención, pero mientras que Raquel era altiva, engreída, soberbia y dueña y señora en todo momento de la verdad, su verdad, Cristina era tímida, humilde, sencilla y con unos ojos, que, aunque bellos como los de su hermana, más bellos aun, estaban revestidos de un halo de tristeza que, aunque la hacían una mujer enigmática y seductora sin pretenderlo, eran el producto de los incontables momentos de llantos que tuvo que sufrir desde su temprana adolescencia.
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De familia adinerada, habían nacido y crecido en una de las casas más señoriales del pueblo de Bornos, no habiendo tenido que sufrir en ningún momento los calamitosos racionamientos que asolaron la España de los cuarenta y cincuenta.
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Mientras Raquel se casó con un rico terrateniente de la campiña jerezana, afín al régimen de Franco, Cristina se tuvo que casar a los diecinueve años, con un humilde trabajador de su padre, que apareció muerto en extrañas circunstancias, una semana después de su boda, siendo la primera de las muertes que la infeliz Cristina sufriría en muy poco tiempo. Cinco meses después de la muerte de su marido, Cristina vio como su hija, producto de la violación de dos gitanos de Coripe, que un día también aparecieron muertos, causa por la que se tuvo que casar con Ricardo, con el fin de no mancillar el apellido familiar, nació muerta.
Nunca levantó cabeza, acentuando su pésimo estado de ánimo, al borde de la depresión, el trato vejatorio que sufría por parte de todos los miembros de su familia, incluyendo a sus padres.
El final de Cristina fue entrar a trabajar como cocinera en la lujosa casa de su hermana, soportando de ella, día sí y día también, las humillaciones que no recibían ni los perros de caza que tenía su adinerado marido, Luís.
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El embarazo de Cristina, aunque no le dio el fruto que ella esperaba, lo que sí le dio fue una lozanía, una madurez y unas curvas que nunca consiguió su hermana Raquel. Ésta, a pesar de lucir los trajes más caros y elegantes en todo el pueblo de Bornos, nunca pudo rivalizar en belleza con su hermana; y cada año que pasaba, la distancia en hermosura era cada vez mayor.
El no conseguir quedar embarazada, hizo que el carácter de Raquel se agriase día a día, llegando a tal estado en el que, el único momento en el que dejaba a un lado su soberbia y su acritud a todo lo que se moviese a su alrededor, era cuando llegaba su marido y lo llevaba directo al dormitorio.
- Luís, déjate de rodeos. Vamos al grano. Fornícame, fóllame y te corres dentro de mí todas las veces que puedas. No busques que yo disfrute. Eso no me importa ahora. No me hace falta. Lo único que quiero es que me dejes embarazada.
- Pero Raquel, no somos animales. Desfrutemos de nuestra unión. Gozemos de nuestras relaciones. Yo te quiero y lo único que deseo es que tú seas feliz cada vez que lo hacemos. Hazme caso, no te obsesiones con el embarazo; verás como el amor da su fruto.
- Déjate de cursiladas. Préñame como hacen los hombres, los verdaderos hombres. Entra en mí. Inunda mis entrañas con tu líquido.
- Por favor, Raquel, no digas esas cosas. Me quitas todas las ganas.
- ¿Ganas? Ni tú eres hombre ni nada que se le parezca. Hombres eran los que preñaron a la imbécil de mi hermana. Esos sí que fueron hombres. Ojalá me pasara a mí lo mismo. Ahí sí que disfrutaría yo. Te lo advierto, como no me dejes preñá antes de Semana Santa, me busco la vida.
- Estás loca, Raquel. ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Lo sabes?
- Pues claro que lo sé. Tengo que demostrarle a mi hermana que soy superior a ella en todo. Y si ella se quedó preñá, yo también me tengo que quedar. Ya te lo he advertido, hasta Semana Santa te doy. Dos meses te quedan, dos meses, ¿te enteras?
- Estás loca, estás enferma. Y no grites más, que todo el mundo se va a enterar.
- Yo grito lo que me da la gana, y tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer, que todo se te va en decir que si la tienes muy grande, que si se te pone muy dura, pero por dentro, por dentro estás vacío. Por dentro tienes leche aguá.
- Raquel, no vuelvas a decirme eso. La próxima vez que me lo digas, te llevo a casa de tus padres y allí te quedas para el resto de tus días.
- ¿A casa de mis padres?, tú no eres lo suficiente hombre para ponerme un dedo encima.
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Eran discusiones que se repetían día tras día, desde hacía ya algo más de un par de años. Luís estaba desencantado con su matrimonio, teniendo relaciones con su mujer como con un objeto inanimado se tratase. El amor y el deseo habían desaparecido en la pareja.
Por su parte, Cristina, sabedora del tipo de relación existente en el matrimonio, se perdía noche tras noche en la soledad de sus sábanas. Testigo de las escandalosas broncas, sobre todo por parte de su hermana, llegó un momento en el que se apiadaba de su cuñado Luís, y máxime cuando sólo recibía de él, atenciones y sonrisas. Tan educadamente se comportaba con ella que los únicos momentos de paz que encontraba en su vida desde que entró a trabajar como cocinera, ahora hace ya unos quince años, eran esos en los que circunstancialmente, se quedaba a solas con él.
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Aprovechando la ausencia del matrimonio, debido a un largo viaje que tenían pensado hacer desde hacía ya un par de años y que habían ido aplazando por la ausencia de deseos y ganas por parte Luís, y debido a las fuertes calores de finales de julio, Cristina se dedicó a pasear completamente desnuda por la enorme casa de su hermana. Se aficionó a tocar y oler los trajes y camisa de su cuñado, llegando a sentir sensaciones desconocidas para ella. Las calores que sentía Cristina en esos días, eran provocadas por algo más que las tórridas temperaturas del verano bornicho.
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Una noche, la víspera de Santa Ana, después de cenar un vaso de gazpacho y una tortilla, se sentó en el jardín de la casa, en el balancín de su cuñado, completamente desnuda. A oscuras, con las piernas encogidas y entreabiertas, tapando sus hermosos pechos con sus manos de las miradas que pudieran proceder de alguna lechuza, fijó su mirada en la Osa Mayor, en el Carro, comenzando a imaginar que cabalgaba a lomos de uno de los caballos y acompañada de su cuñado Luís. Huían de su hermana. Ninguno de los dos estaban dispuestos a soportar más los modales y desprecios de Raquel. Y se alejaban cada vez más de ella, y cada vez más, hasta que la perdían de vista. Y fue entonces cuando ella, Cristina, comenzó a conocer la felicidad. Fue entonces cuando se reconoció a sí misma que se sentía atraída por Luís.
Sin darse cuenta y sin buscarlo intencionadamente, comenzó a mover lentamente sus manos y notó como sus pezones se endurecían. Al mimo tiempo que seguía cabalgando junto a Luís en los caballos de la Osa Mayor, con su melena de negro azabache al viento, sus manos aceleraban sus movimientos y oprimía con sus dedos índice y pulgar sus erectos pezones. Su acaloramiento iba subiendo por segundo. El vaivén de la mecedora, pronto se vio acompañado por un abrir y cerrar de piernas que provocó el humedecimiento del periné.
Como si tuviese un resorte, a oscuras, se levantó toda sudorosa. Cruzando el salón sin apenas ver, subió la escalera de mármol toda acelerada y entró en el dormitorio del matrimonio; prendió la luz y se dirigió sin pensarlo al armario, cogiendo una bata de Luís. La olió, la besó, la lamió y, tras quitar la colcha de la cama con mosquitera, cubrió la amplia almohada con la bata, tumbándose y restregándosela por todo su cuerpo. Nunca en su vida había experimentado aquellas sensaciones. Había descubierto el placer. Fue su primer orgasmo, jurándose que no sería el último.
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El viaje no había hecho sino empeorar aun más las ya deterioradas relaciones entre Luís y Raquel. El distanciamiento entre la pareja era cada día mayor, al tiempo que el comportamiento de Raquel hacia su hermana, se hacía por momento casi insostenible para Cristina. Ésta, tan solo era feliz cuando se acostaba y daba rienda suelta a su imaginación, pensando en su cuñado y besando una y otra vez el camafeo que él le había traído de su viaje, hace ya casi dos meses, de París. Ella seguía cabalgando junto a él, con cabellos al viento, y creyendo cada vez más que faltaba muy poco para que sus explosiones de placer que revivía noche tras noche, a solas, tendrían a Luís como único protagonista activo. Imaginaba una y otra vez cómo entraba en ella y provocaba los mayores placeres nunca conocidos por su cuerpo.
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El sábado 26 de septiembre, día de San Cosme y San Damián, día grande de la feria de Bornos, y en el que se celebraba la tradicional comida de “ricachones”, según decían en el pueblo, iba a significar un antes y un después en la vida de Cristina.
Sobre las dos de la tarde, minuto arriba minuto abajo, y tras una madrugada con llovizna, el coche de caballo de don Luís, llegaba a la puerta de la casa para recoger a doña Raquel, quien se despidió de su hermana de forma altiva con un “espero que toda la casa esté en orden cuando volvamos. Lo más seguro es que vengamos acompañados de gente muy importante. Y te tengo dicho que no te pongas más esos vestidos con el escote tan descarado”.
Raquel, tras recoger en el coche de caballo a la señora del gobernador civil y a la del gobernador militar, paseó por todo el pueblo, hasta llegar al real de la feria, su altanería y parte de la belleza que tuvo. A pesar de embadurnarse en las cremas y potingues más caros traídos de París, no conseguía mostrar aquella belleza que le distinguía no hacía muchos años, y mucho menos la que mostraba su hermana.
Una vez en la caseta, se reunieron con sus maridos que llegaron a caballo.
Entre copas, bailes y risas, Luís decidió montar, con el consentimiento de su dueño, el maravilloso ejemplar que había traído el Gobernador Militar. Dio varias vueltas por la feria y decidió acercarse hasta su casa.
Nada más entrar, se encontró sentada en la cocina, a Cristina llorando. Se miraron, y sin medir palabras, acercándose raudos, se abrazaron y comenzaron a besarse libidinosamente. Los gemidos de placer ahogaron las señales horarias que marcaron el reloj de pared colocado en el salón. Dieron las cinco de la tarde. El descarado escote de Cristina fue blanco del apasionado Luís. Mientras besaba y mordisqueaba los hermosos pechos, con sus manos iba desabotonando la espalda de Cristina, jalando hacia delante de las hombreras y dejándola en bragas. Sus turgentes pechos quedaron al aire por completo, siendo oprimidos por las grandes manos de Luís. Fue entonces cuando, tendiéndola sobre la mesa, comenzó a besarle los pechos, el vientre, el bajo vientre, hasta, después de quitarle las bragas, llegar suavemente hasta su entrepierna y saborear el rico humedal de Cristina. Cuando ella estaba a punto de perderse en el mundo de los placeres, Luís se bajó los pantalones hasta los tobillos y, entre los gemidos de placer de su cuñada, la penetró salvajemente. Ella se contorsionaba una y otra vez, buscando todo lo que había imaginado noche tras noche, llegando a un explosivo orgasmo, con el que sintió que los cielos se abrían, los mares la cubrían y la tierra la engullía. Nunca pudo imaginar que la vida le deparara este momento.
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Tras llenar a Cristina y descansar encima de su cuerpo un par de minutos, la cogió entre sus brazos y, escalera arriba, la llevó hasta su cama. Una vez allí, la acarició como nunca había hecho con su mujer. Besó cada milímetro de su piel, le susurró y le expresó todo lo que sentía por ella. Los pezones de Cristina volvieron a ponerse erectos y, sin esperarlo él, lo volteó y lo cabalgó como en sus pensamientos con el caballo de la Osa Mayor. Sin dilación alguna, cogió sin ningún rubor el erecto pene de Luís y acertó a introducírselo dentro, acompañándolo a continuación con un rítmico movimiento que hizo que los dos llegasen al mismo tiempo al orgasmo. Era la mejor cabalgada que había tenido nunca, y en esta ocasión, con Luís.
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Con un cariñoso beso en la mejilla y un “cuando termine la feria, todo será diferente”, Luís salió de la casa y volvió junto a sus invitados.
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