miércoles, 1 de septiembre de 2021

LA ALBORONÍA

 


Volviendo a la práctica de matar los minutos en el parking de un centro comercial (en esta ocasión al aire libre sin poner en modo ON el climatizador del vehículo), dejándome languidecer por los acordes del maestro Aute mientras le ofrecía un helado de fresa a su vieja amiga (o lo que fuese) y deseando con todas mis fuerzas que no me den las cuatro y diez (son ahora las  tres y dieciséis) en esta cada vez más larga y tediosa espera, me enfrento al garabateo de este bloc de espiral que tenía olvidado ya desde que anunciaron que comenzaba el verano. Un bloc que tantos momentos agradables me ha dado, que tantas ilusiones hizo crecer en mi interior, y que definitivamente estoy convencido que me relaja más que el tecleo del PC.

Pues sí, me es más fácil desembarcar mis ideas deslizando el Bic de punta fina comprado en la librería de mi barrio, que tener que buscar la secuencia de las teclas para plasmar en el papel las ideas que inundan en este momento mi mollera, y que cuando le despojé del capuchón al punta fina, no había ni asomo de ellas que pulularan por mi mente. Y así es. Esta punta fina, a la que hay que darle un mimo especial para que siga deslizándose con esa elegancia que le caracteriza, esa misma, y a la punta fina me refiero, en este corto espacio de tiempo se ha convertido en una perfecta extensión de mí, no sabiendo distinguir si forma parte de mi mano, de mi brazo o de mi mente.

Y sin saber porqué, ya que no ha existido una primitiva intención de hacerlo, aprovecho la ocasión para reivindicar la escritura inventiva a mano, eso sí, sin un ápice de crítica a los amantes de las teclas para plasmar sus historias y vivencias, todo ello sin poder quitarme de la mollera (me encanta esta palabra), el momento tan dulce que deben de estar viviendo mis amigos, como miércoles que es, deleitándose con una buena alboronía cocinada en una Thermomix. Por ellos, por la escritura a mano y por mi vuelta a estos ruedos, os anuncio mi felicidad en este momento. Por cierto, son las cuatro menos veintitrés. Peor podía haber sido la cosa.

 

martes, 2 de marzo de 2021

MIS SUEÑOS: LA GRAN PIRA.

 ¡Cómo he podido estar tan ciego!, ¡joder!  Cuántos años teniéndote en un pedestal, en lo más alto de mi espectro musical y poético. Cuántos momentos y vivencias teniéndote de fondo. Cuántos viajes navegando con los ojos cerrados inflándome de tus letras que tan bien conjugas con tu voz aguardiéntosa, quebrada y cavernosa.  


Todavía tengo impregnados en mi retina tus conciertos en ciudades como Jerez, Sevilla o Córdoba, o aquella otra en compañía de Serrat en Algeciras, y sin olvidar, porque fue cuando te vi por primera vez, allá por el ochenta y uno o el ochenta y dos, no estoy seguro, en tercero o cuarto de carrera, en un local que se llamaba la Mandrágora, en el barrio madrileño de la Latina, una actuación tuya en compañía de un tal Javier Krahe y otro tal Alberto Pérez, interpretando canciones de vuestra autoría y de un tal Brassens, actuación aquella primera que me sorprendió y que un par de años más tarde, casi idéntica, llegó a mis manos en formato cassette con el sello CBS.

¡Qué ciego he estado! ¿Cómo se puede llegar a casi idolatrar a un cantautor y no darme cuenta de su mensaje machista? Joaquín, me has engañado. Bajo tu apariencia de progre, has sabido camuflar entre tus versos tus verdaderos sentimientos sobre la imagen de la mujer; has sabido camuflarte bajo tu bombín de una manera magistral. y a mí me has engañado.

Pero al fin te descubrieron, al fin te quitaron esa máscara y ese gorro de pirata, los mismos que llevabas cuando diste el pregón de carnaval en mi ciudad. Y qué pena que ese descubrimiento, de hace ya más de cuatro años por parte de una profesora, una musicóloga de las tierras de Don Pelayo, no cayera en mis manos cuando se hizo, habiéndome ahorrado muchas sesiones en las que tuve la compañía de un impostor. Gracias a esas otras mujeres que han reavivado en estos tiempos ese descubrimiento y que ahora han llegado a mis engañadas entendederas.

Hoy mismo haré una gran gran pira con la cassette de la Mandrágora, y con todos tus vinilos y tus Cd´s. Y para que esa pira consuma a todo lo que huela a machismo, añadiré las canciones de Aute, de Brassens, incluso de mismísimo Dylan. Y la hoguera la avivaré con la obra de Bécquer, con la de Victor Hugo, con la de Shakespeare, e incluso con la Mandrágora de Maquiavelo. Seguro que la haré. Adiós a los mitos y a todos los autores de poemas empalagosos.


Uuuuuffff, qué sueño más horrible, qué pesadilla. Soy idiota. Pero idiota por hacer caso, por dedicarle el más mínimo de mi tiempo, aunque sea en sueños, a personas idiotas, De verdad, ya no tengo edad para soportar idioteces. ¿Dónde podría encontrar a esa musicóloga y a sus seguidoras para darle mi humilde consejo de que se aparten del saco de la idiotez? ¿En verdad existen? Como dijo aquel torero cuando le presentaron  a  Ortega, "hay gente pa to".


Pda.: el único que faltó en mi sueño fue mi Leonard Cohen. Menos mal; hubiese sido ya el colmo de las idioteces.

domingo, 18 de octubre de 2020

A LAS CHAVITAS DEL DÍA.




A las "chavitas del día", quizás antes, pertrechado con su mochila henchida de ilusión y ganas, además de toda la ropa lavada del día anterior y que secó gracias al haberla colocado junto al viejo y potente radiador que ocupaba casi la totalidad de unos de los mamparos de la habitación por la que había pagado treinta y cinco euros la noche, incluyendo cena y desayuno, salía el caminante recubierto de varias capas de abrigo como si de una cebolla se tratara, a desafiar al gélido ambiente que abrazaba el camino.

Varios eran los lemas que habitaban en su mente desde que salió hace ya más de un mes de la ciudad del Betis: "jornada a jornada" y "el camino provee". Y así es, y así siguen morando en sus pensamientos.
Pero los kilómetros, ya más de seiscientos, pasan factura, comenzando a abrir pequeñas fisuras en las piernas, en los pies y en la mente, que si no se embadurnan bien de vaselina, "trombociles" y recuerdos de momentos y de personas que en algunas que otras ocasiones lo inflaron de vida, harían peligrar su ya primitiva intención de pisar el suelo de la plaza del Obradoiro. Pero sigue; el caminante, sigue; el caminante, descubre; y sobre todo, el caminante, se descubre. 
Pero si los kilómetros dejan mella, con lo que no había contado y no ya por no haberlo pensado, era con el frío; ese frío que no habita por su sur del sur y al que no se acostumbra su cuerpo desprovisto de grasa. "Mañanita fresquita" le dicen los lugareños zamoranos, cuando él solo sabe acordarse de cómo pueden vivir los esquimales y los inuits, no dejando que el frío ártico lo lleve a la idea de desistir en su empeño. "No. Desistir no", se dice, "y menos ahora que ya tan solo me queda por comer una de la cuatro porciones de tortilla". 
Y mira hacia atrás y se da cuenta de todo lo que ha adquirido. no quiere pensarlo, pero bien sabe que el contenido de su mochila no es el mismo que con el que salió de su sur. "El camino provee" no deja de decirse desde que comenzó. y efectivamente así es. Vas recogiendo algo de allí y algo de allá, guardándolo en su mochila y buscándole rinconcitos para que no se pierdan, ya que piensa que le será  necesario en su camino. Pero también se da cuenta que si llena demasiado su mochila, llegará un momento en el que, por su peso, no podrá seguir adelante. Y es por eso por lo que a lo largo del camino andado, se desprende de alguna que otra prenda que por estar ajada, rota o simplemente por haber hallado otra igual o semejante que le hace mejor "apaño", le podían resultar perjudicial para su camino el seguir con ella. Porque lo que tiene claro, y eso lo ha aprendido en el camino, es que no se iba a poner a zurcir un calcetín, por muy encariñado que esté con él; los zurcidos no dejan de ser zurcidos. 
Y sigue caminando, recordando los kilómetros y las vivencias que ha dejado tras de sí, pero sobre todo, en los que le quedan para llegar a su objetivo. Atrás, hoy que cumple sesenta y dos, ha dejado más de seiscientos veinte kilómetros, sabiendo que los pocos más de doscientos que le restan, los va a vivir intensamente, valiéndose, claro está, del poso que le han dejado los ya recorridos.



A Capi, sencillamente por ser como es.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

EL PALOMO BUCHÓN


Realmente no lo conozco, pero sí puedo decir que la brillante idea fue de lo más nefasta. Si todas las ideas de este “cerebrito” municipal, de ese “bien pensante” al que contribuyo pagando su sueldo mensual, son tan brillantes, estamos todos los contribuyentes de este rincón sureño con el derecho de exigir a quien corresponda que se dé una llamada de atención a ese excelente ejecutor de órdenes. Pero la culpa no la tiene él; la culpa la tiene el responsable de ese ejecutor, el que tuvo esa feliz idea y ordenó que se llevara a cabo.
Y viene a mi memoria una historia que me contaron hace ya muchas canículas, y que al recordar el número aproximado de ellas, me han hecho pensar que llevo más vividas que las que me quedan por vivir. Pero no vamos a pensar en ello y vamos a seguir con la historia que me relataron, de la que tengo que decir que dudo de que fuese cierta, aunque tampoco sería de extrañar.
Me contaron que nuestro monarca Borbón Carlos III, contagiado de las ideas ilustradas que recorrieron las monarquías europeas de mediados del XVIII, y de ello pueden dar fe los vestigios arquitectónicos de los que todavía podemos disfrutar, y de acuerdo con la idea de Monstequieu de que para ser un buen gobernante hay que estar con su gente y no por encima de ella, intentó llevar a cabo una política orientada a mejorar la vida de sus súbditos, afán el suyo que le llevó a que se le pueda calificar como el monarca (y vamos a remitirnos tan solo a una etapa de la historia) más “normal” dentro del absolutismo español. Pues bien, tan profundas reformas intentó realizar y tantas obras y edificaciones ordenó a que se levantasen, que no todas se realizaron. Y no se realizaron porque aunque las ordenó, no supervisó que se hubiesen ejecutado.
Así, los actuales cicerones que recorren los rincones madrileños explicando a los turistas las construcciones erigidas en tiempo del rey ilustrado, se vanaglorian y se entusiasman explicándolas con todo tipo de detalles.
Cierto día, uno de esos cicerones, tras visitar la Puerta de Alcalá, el ministerio de Hacienda (antigua Real Casa de la Aduana) y otras tantas edificaciones levantadas durante la época ilustrada, se paró con sus turistas en plena Casa de Campo y les comentó que tenían delante de sus ojos el Palacio que el monarca había ordenado construir en honor de su fallecida esposa María Amalia de Sajonia. Todos los turistas se miraron incrédulos tras la explicación del cicerone al comprobar que delante de sus ojos no había ningún palacio, y que solo veían un enjambre de pinos piñoneros. Una de esas visitantes se dirigió al guía turístico comentándole que diese una explicación del porqué había hecho ese comentario sobre el palacio en honor de la reina fallecida, a lo que el cicerone contestó lo siguiente: “efectivamente, señora, el rey ordenó que se levantase el palacio en honor de su amada mujer, pero nunca llegó a supervisar que su orden se hubiese cumplido”.
Y lo mismo que ocurrió con la orden dada por el rey ilustrado, ha ocurrido en esta capital sureña. El responsable municipal de parques y jardines ordenó en su momento que se construyera un parque con todo tipo de árboles, salpicado en su interior de confortables bancos de madera donde el paseante pudiese descansar a la sombra de los frondosos árboles. Y efectivamente, dicho responsable municipal supervisó que los árboles se plantaron, que los bancos de madera se anclaron al suelo, pero no supervisó que exactamente encima de tres de los bancos que salpicaban el parque, instalaron tres criaderos de palomas, que a día de hoy se pierden entre ramas a la vista de los paseantes y que por la ley de la gravedad hacen que los asientos reciban de vez en cuando los excrementos procedentes de los palomares.

Y cuento esto porque hoy, cuando, un par de horas después que pasase el pelotón de limpieza del parque y dejasen impolutos los bancos, tomé asiento con la intención de, con vista a la bahía, juntar algunas letras en mi bloc, recibiendo la sorpresa en plena libreta ya garabateada, de un recuerdo fecal de algún palomo buchón. Mi reacción no fue otra que la de dejar de escribir en el asunto que me ocupaba y, tras cambiarme de banco y cerciorarme que en mis alturas solo existían ramas de un moral, escribir sobre el incidente que había sufrido en primera persona.

martes, 11 de agosto de 2020

NO HAY CURA PARA EL AMOR


Nuevamente, deleitándome con el hablar armónico del maestro Cohen, recordé aquel artículo que escribí basándome en un poema suyo, hace ya varios otoños.


"Como cada viernes, cumpliendo la rutina semanal, Carla se aferró en la limpieza a fondo de su salón, aunque el esmero que normalmente ponía en ello parecía que había desaparecido en este viernes negro para ella. En esta ocasión se encontraba como ida, siendo sus movimientos como mecánicos y articulados, no empeñándose en nada de lo que hacía.

Cada pelusa que sacaba con el cepillo de debajo del sofá tres por dos, era como si perdiese una esquirla de su corazón herido; con cada mota de polvo que sacudía de la mesa de su televisión de plasma de cuarenta y dos pulgadas con su bayeta de microfibras rosa fucsia, se le fragmentaba en trozos ese cielo al que en tantas ocasiones subió, y que después del último whatsapp recibido hacía hoy no sabía cuánto tiempo, y al que no tuvo la valentía suficiente para responder, sabía que nunca más ascendería hasta esas alturas.
Porque el amor que sintió durante tanto tiempo, fue tan real como lo eran las campanadas anunciando las doce del medio día que estaban sonando en el reloj de péndulo, y que al repiquetear, cayó en la cuenta que no le había pasado la bayeta, por lo que mecánicamente se dirigió hacia él y, también mecánicamente, lo intentó dejar sin una mota de polvo. Pero el mismo éxito que tuvo en la conservación de su amor, tuvo a la hora de dejar su reloj pendular impoluto. Ni consiguió una cosa ni consiguió la otra.
Pero a ella le dio absolutamente igual, ya que su conciencia, ahora, la estaba ayudando a que se tranquilizase, habiendo puesto tanto ahínco en una cosa como en la otra. Al igual que no comprendía cómo no pudo mantener esa relación que tan feliz la hizo, y en la que puso encima de la mesa todo lo necesario para que así fuese, tampoco comprendía cómo, a pesar de pasar una y otra vez la bayeta por la superficie pulimentada del reloj, aquellas malditas motas de polvo, no desaparecían en su totalidad. Y así, comprendió que, al igual que por mucho que hizo para conservar su amor, no consiguiera retenerlo, ahora, con las dichosas motas, por mucho que pasase la bayeta, conseguiría que se marchasen.
Pensaba ella, a veces en voz alta, que pese al doble fracaso, seguiría sintiendo locura por esa persona y continuaría deseando ver a su reloj impoluto, y que el tiempo, por mucho que transcurriera, no iba a ser un bálsamo para curar esas heridas que tanto, y ahora por partida doble, la atormentaban. Así lo pensaba y así llegó incluso a gritarlo en su amplio salón, retumbando en aquellas cuatro paredes, unos “no hay cura para el amor”, y tras mirar de soslayo su reloj de péndulo, unos “no hay remedio para eliminarlas”.
Pero, ¡qué coño!, se dijo. ¿Cómo voy a comparar la pérdida de la persona que me dio durante tanto tiempo la vida, con la imposibilidad de eliminar esas dichosas motas de polvo? Sonrió de cara a su vacío salón, y tras conseguir aparcar en su maltrecho corazoncito los pensamientos sobre la persona perdida, se dirigió hasta el mueble donde guardaba entre otras cosas, bayetas y paños de limpieza, cogiendo una gamuza de algodón de color azul, que humedeció ligeramente, comprobando inmediatamente que fue el mejor remedio para la eliminación de las rebeldes motas.
Las motas habían desaparecido por fin, pero el dolor en su mente y en su corazón seguían presente, y cada segundo que transcurría, más la añoraba y más la necesitaba tener delante de sus humedecidos ojos. Tras sentarse en el dos, precisó verla junto a ella; le urgió recorrer su cuerpo desnudo y hurgar en su pensamiento; hacerla suya. Pero nuevamente comprendió que aquello era imposible, volviendo a gritar esa frase que tanto la estaba acompañando: “no hay cura para el amor”.
¿Y por qué no hay cura para el amor?, se preguntaba. ¿Por qué el hombre ha llegado a la luna, no para de dar vuelta alrededor de la Tierra, está preparando un viaje a Marte, y no ha podido descubrir un elixir para los corazones destrozados? ¿Por qué la Biblia en ninguno de sus versículos, ni el Corán en ninguna de sus aleyas o ni siquiera en ninguno de los cuatro libros de Confucio, se recogen una sola pócima para el mal de amores? ¿Por qué -seguía preguntándose- no consigo vaciar mi pensamiento y comenzar nuevamente a pensar pero ya sin ti, sin tus despertares, sin tus conversaciones, sin tus frases, sin tus manos, sin tu pelo, sin tu reloj y sin tu cepillo? ¿Por qué no consigo dejar de verte en mi bodegón, en mi lámpara de catorce brazos o en mi centelleante, ahora, reloj de péndulo? ¿Y por qué, por muchas fiestas a las que acuda, por muchas cenas que tenga con mis amigos, por muchas vacaciones que pase con mi marido, y por muchas veces que simule que soy feliz a base de histriónicas risas y que me lo paso bien en todos esos encuentros, no consigo olvidar a esa persona?

¡Coño!, ¿por qué no hay cura para el amor?"

lunes, 3 de agosto de 2020

TOCA PORQUE TOCA


  Hoy, que toca porque toca macro centro comercial, toca porque toca, y a pesar de la resaca "decapitadora “ en la que me encuentro, echar mano del Hugo Boss y garabatear el papel. Y la verdad es que para estos menesteres y en la misma situación, mis duros glúteos se hubieran asentado en el mullido asiento de mi vehículo, lugar que sería el más idóneo para afrontar este momento pandémico que nos ha tocado vivir, pero los efectos de la canícula propios de finales de julio me han obligado a pasar por la  puerta corredera que separa el infierno del Edén. ¡Boooo, qué calor hace afuera!
¡Uauuuu, qué fresquito se está aquí!  Y como dicen algunos amigos míos que todavía utilizan antiguos dichos tildados por algunos otros como “pueblerinos “, pero que yo, como de pueblo que soy, utilizo muy a menudo, “¡qué buen paso de tórtolas hay! “. Y la verdad es que sí, que el paso de tórtolas en el puesto en el que estoy dando cuenta de una gélida Cruzcampo, te alegra la vista y el espíritu, ya que, siendo realista, y no lenguaraz ni jactancioso, que no es mi estilo, a estas alturas de nuestro periplo ya no está uno para llevar la escopeta y los cartuchos para disparar a esas tórtolas, que volviendo y reincidiendo en lo dicho anteriormente, hacen gala de un vuelo eléctrico, en el que alternan rápidos aleteos con cortos planeos..
¡Tate, Domingo!, que solo llevas veinte minutos en este puesto.
Pues la verdad que ya no sé si garabatear sobre temas tortoleros, que visto que los cotos existentes cada vez las protegen más, hecho este que apruebo, ya que su vuelo es embelesador y hay que “mimarlas” (y que nadie se tome el término “mimarlas” como que hay que protegerlas de una súper manera especial en detrimento del resto de los animales, ya que ellas por sí solas, con sus vuelos, saben esquivar las acciones de cualquier desalmado armado que intente hacerles morder el suelo), o de la resaca mental que me ha dejado el final de mi ultima historia.
Y la verdad es que los dos temas me pueden dejar señales; así que, inteligentemente creo, tomo la decisión de darle descanso a mi Hugo Boss, que para el o la que no lo sepa, es el bolígrafo que me regalaron “mes amies “ cuando me cayeron los… . y tantos.
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